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Érase una vez

16 de julio
22.27 Hora Diurna del Este
Washington, D. C.

«Hubo una época en la cual mantuvimos una relación amorosa con el fuego», pensó el presidente de Estados Unidos en el momento en que resplandeció entre sus dedos la cerilla con la que se disponía a encender su pipa.

La observó fijamente, hipnotizado por su color, y a medida que el fuego aumentó tuvo la visión de una torre en llamas, de más de trescientos metros de altura, girando rápidamente a través del país que amaba, incendiando las grandes urbes y ciudades, convirtiendo los ríos en vapor, desgarrando las ruinas de granjas perdidas en el campo, y elevando hacia el cielo negro las cenizas de setenta millones de seres humanos. Observó con aterrada fascinación la llama que avanzaba por la cerilla, y se dio cuenta de que allí, a una escala diminuta, se encontraba el poder tanto de la creación como de la destrucción; podía cocinar los alimentos, iluminar la oscuridad, fundir el hierro y chamuscar la carne humana. Algo parecido a un pequeño y permanente ojo escarlata se abrió en el centro de la llama, y en ese momento deseó lanzar un grito. Se había despertado a las dos de la madrugada, en medio de un holocausto; empezó a llorar a causa de la pesadilla y, aunque la primera dama intentó tranquilizarlo, él siguió estremeciéndose y sollozando como un niño. Permaneció sentado en el despacho Oval hasta el amanecer, revisando una y otra vez los mapas y los informes de máxima seguridad, pero todos ellos decían lo mismo: Primer Golpe.

El fuego le quemó los dedos. Sacudió la cerilla para apagarla y la dejó caer sobre el cenicero que tenía ante sí, estampado con el sello presidencial en relieve. El tenue hilillo de humo empezó a rizarse, elevándose hacia la rejilla de filtración de aire.

—¿Señor? —dijo alguien.

Levantó la mirada y vio a un grupo de extraños sentados en la Sala de Estrategia, vio en la pantalla que tenía ante sí el mapa computarizado de alta resolución del mundo, la serie de teléfonos y pantallas de vídeo dispuestos en semicírculo alrededor de él, como la cabina de un caza a reacción, y deseó que algún otro hubiera estado sentado en ese momento en su sillón, alguien que no fuera más que un simple senador y no conociera la verdad sobre el mundo.

—¿Señor?

Se pasó la mano por la frente. Tenía la piel fría y húmeda. «Bonito momento para haber pillado la gripe», pensó, y casi se echó a reír ante lo absurdo del pensamiento. «El presidente no tiene días de baja por enfermedad —pensó—, porque se supone que un presidente no debe ponerse enfermo». Intentó enfocar la mirada sobre quien le hablaba, ante la mesa oval; todos ellos lo estaban mirando. El vicepresidente, nervioso y tímido; el almirante Narramore, erguido en su uniforme, con el pecho lleno de condecoraciones por servicios; el general Sinclair, malhumorado y alerta, con los ojos como dos fragmentos de cristal azul en su rostro duro y curtido; el secretario de Defensa, Hannan, con su aspecto tan afable como cualquier abuelo, pero conocido tanto por la prensa como por sus ayudantes como el «Acerado Hans»; el general Chivington, la más destacada autoridad sobre la fuerza militar soviética; el jefe de Estado Mayor, Bergholz, con el pelo cortado a cepillo y una actitud resuelta, con su sempiterno traje azul oscuro a rayas; y otros diversos altos oficiales y consejeros.

—¿Sí? —preguntó el presidente a Bergholz.

Hannan extendió la mano hacia un vaso de agua, tomó un sorbo y dijo:

—Señor. Le preguntaba si deseaba usted que continuara —dijo, tamborileando con los dedos sobre la página del informe abierto en la que había estado leyendo.

—Oh.

«Mi pipa ha vuelto a apagarse —pensó—. ¿No acabo de encenderla?». Observó la cerilla quemada en el cenicero, y no pudo recordar cómo había llegado hasta allí. Por un instante, vio en su mente el rostro de John Wayne en una escena de una vieja película en blanco y negro que había visto de niño. El Duque estaba diciendo algo acerca del punto de no retorno.

—Sí —dijo el presidente—, continúe.

Hannan miró rápidamente a los demás. Todos tenían copias del informe ante ellos, así como montones de informes codificados, sólo para información visual, recién llegados por las líneas de comunicación del NORAD y el SAC.

—Hace menos de tres horas —continuó Hannan— nuestro último satélite espía en funcionamiento quedó inservible en cuanto alcanzó su posición sobre Chatyrka, en la URSS. Perdimos todos nuestros sensores ópticos y cámaras y, una vez más, como en el caso de los otros seis satélites espías, creemos que este fue destruido por un láser con base en tierra, que ha operado probablemente desde un punto cercano a Magadan. Veinte minutos después de que el SKY EYE siete quedara inservible, utilizamos nuestro láser AFB de Malmstrom para inutilizar un satélite soviético de reconocimiento en el momento en que volaba sobre Canadá. Según nuestros cálculos, disponen todavía de dos satélites espía, uno situado actualmente sobre el Pacífico norte y el otro sobre la frontera Irán-Irak. La NASA está tratando de reparar los SKY EYE dos y tres, pero los otros se han convertido en chatarra espacial. Todo esto, señor, significa que, desde hace aproximadamente tres horas, Hora Diurna del Este —Hannan levantó la mirada hacia el reloj digital situado sobre la pared de hormigón gris de la Sala de Estrategia—, nos hemos quedado ciegos. Las últimas fotografías de reconocimiento fueron tomadas a las dieciocho treinta horas sobre Jelgava. —Pulsó el botón de encendido de un micrófono que tenía en la consola situada ante él y dijo—: Reconocimiento SKY EYE siete, dieciséis, por favor.

Hubo una pausa de tres segundos, mientras la computadora de información encontraba la información requerida. El mapa del mundo se oscureció sobre la gran pantalla verde y fue sustituido por una fotografía tomada desde satélite a gran altura, en la que se mostraba el extenso paisaje de un denso bosque soviético. En el centro de la imagen se observaba un montón de cabezas de alfiler unidas por las diminutas líneas de las carreteras.

—Aumento de doce —dijo Hannan, con la imagen reflejada sobre sus gafas de montura de cuerno.

La fotografía fue aumentada doce veces, hasta que finalmente pudieron verse con toda claridad los cientos de silos de misiles balísticos intercontinentales, como si la pantalla mural de la Sala de Estrategia fuera un ventanal. En las carreteras había camiones, cuyas ruedas arrojaban polvo, y hasta se veía a soldados cerca de las casamatas de hormigón de las instalaciones de misiles y de los discos de radar.

—Como puede ver, señor —siguió diciendo Hannan con la voz tranquila y ligeramente imparcial de su anterior profesión, la de profesor de historia militar y economía en Yale—, se están preparando para algo. Probablemente, están trayendo más equipos de radar y armando esas cabezas nucleares. Eso es, al menos, lo que supongo. Sólo en esa instalación hemos contado doscientos sesenta y tres silos, y probablemente contienen más de seiscientas cabezas nucleares. Dos minutos más tarde, el SKY EYE siete quedó cegado. Pero esta imagen no hace más que reforzar lo que ya sabemos: los soviéticos han alcanzado un elevado punto de preparación, y no quieren que veamos el nuevo equipo que están instalando. Lo cual nos remite al informe del general Chivington. ¿General?

Chivington rompió el sello de una carpeta verde que tenía ante sí, y los demás hicieron lo mismo. En su interior había documentos, gráficos y mapas.

—Caballeros —dijo con un tono de voz preocupado—, la máquina de guerra soviética se ha movilizado hasta un quince por ciento de su capacidad a lo largo de los nueve últimos meses. No necesito hablarles de Afganistán, América del Sur o el golfo Pérsico, pero quisiera llamar su atención hacia el documento marcado como «Doble seis, Doble tres». Es un gráfico en el que se muestra la cantidad de suministros que están siendo canalizados en el Sistema Ruso de Defensa Civil. Como verán por sí mismos, el gráfico se ha disparado en los dos últimos meses. Nuestras fuentes en la Unión Soviética nos comunican que, en la actualidad, el cuarenta por ciento de su población urbana ha sido desplazada fuera de las ciudades o bien ha sido cobijada en los refugios antiatómicos…

Mientras Chivington hablaba sobre la Defensa Civil soviética, la mente del presidente retrocedió ocho meses, a los días finales y terribles de Afganistán, con su guerra de gas nervioso y sus ataques con armas nucleares tácticas. Una semana después de la caída de Afganistán, un ingenio nuclear de doce kilotones y medio había explotado en un edificio de apartamentos de Beirut, convirtiendo la torturada ciudad en un paisaje lunar de ruinas radiactivas. Casi la mitad de la población había muerto al instante. Algunos grupos terroristas afirmaron jubilosamente ser los responsables, prometiendo más rayos cegadores en nombre de Alá.

Con la detonación de esa bomba se abrió la caja de Pandora de los terrores.

El catorce de marzo, India había atacado a Pakistán con armas químicas. Pakistán replicó con un ataque de misiles contra la ciudad de Jaipur. Tres misiles nucleares indios redujeron a escombros la ciudad de Karachi, y la guerra llegó a un punto muerto en la zona del desierto de Thar.

El dos de abril, Irán descargó sobre Irak una lluvia de misiles nucleares suministrados por la Unión Soviética, y las fuerzas estadounidenses fueron absorbidas por el remolino, mientras se debatían para contener a los iraníes. Aviones de combate soviéticos y estadounidenses lucharon sobre el golfo Pérsico, y toda la región parecía condenada a estallar.

Las guerras fronterizas habían estallado en el norte y sur de África. Hasta los países más pequeños agotaban sus tesoros para comprar armas químicas y nucleares a los traficantes de armas. Las alianzas cambiaban de la noche a la mañana, algunas debidas a la presión militar y otras a las balas de los francotiradores.

El cuatro de mayo, a menos de dieciséis kilómetros de Key West, un piloto estadounidense de un F-18 de combate, a quien le gustaba apretar el disparador, había lanzado un misil aire-superficie contra el costado de un submarino ruso averiado. Aviadores rusos con base en Cuba habían acudido inmediatamente, derribando al primer piloto y a otros dos pertenecientes a un escuadrón que acudió como apoyo.

Nueve días más tarde, un submarino soviético y otro estadounidense colisionaron en el Ártico, durante una especie de juego del gato y el ratón. Dos días más tarde, los radares del Sistema Canadiense de Alerta a Distancia, detectaron la aproximación de veinte aviones; al instante, se pusieron en alerta roja todas las bases aéreas occidentales de Estados Unidos, pero los intrusos dieron media vuelta y escaparon antes de establecer contacto.

El dieciséis de mayo, todas las bases aéreas estadounidenses pasaron a Defcon Uno, con un movimiento correspondiente por parte de los soviéticos al cabo de dos horas. Ese mismo día aumentó la tensión con la detonación de un ingenio nuclear en el complejo de la Fiat en Milán, Italia, acción reivindicada por el grupo terrorista denominado Brigadas Rojas.

A lo largo de los meses de mayo y junio se produjeron varios incidentes entre barcos de superficie, submarinos y aviones, tanto en el Atlántico norte como en el Pacífico norte. Las bases aéreas estadounidenses pasaron a Defcon Dos cuando un crucero explosionó y se hundió, por causas desconocidas, a treinta millas náuticas de la costa de Oregón. La detección de submarinos soviéticos en aguas territoriales se incrementó espectacularmente, y se envió a submarinos estadounidenses para que pusieran a prueba las defensas rusas. La actividad de las instalaciones soviéticas de misiles balísticos intercontinentales fue registrada por los satélites SKY EYE antes de que fueran cegados por los láseres, y el presidente sabía que los soviéticos veían la actividad de las bases estadounidenses, antes de que sus propios satélites espías fueran cegados.

El treinta de junio del «encarnizado verano», como lo denominaban ya los periódicos, un barco de pasajeros llamado Tropic Panorama, que transportaba a setecientos pasajeros entre Hawai y San Francisco, comunicó por radio que estaban siendo acechados por un submarino sin identificar.

Ese fue el último mensaje del Tropic Panorama.

A partir de ese día, la fuerza naval estadounidense patrulló por el Pacífico, armada con misiles nucleares, y preparada para lanzarse al ataque.

El presidente recordó una película titulada Escrito en el cielo, acerca de un avión con problemas, a punto de estrellarse. El piloto era John Wayne, y el Duque le había comunicado a la tripulación que se había alcanzado el punto de no retorno, una línea más allá de la cual el avión no podía regresar, sino que tenía que continuar adelante, fuera cual fuese el resultado. Últimamente, la mente del presidente había estado en muchas ocasiones al borde del punto de no retorno; había soñado que se encontraba manejando los controles de un avión averiado que volaba sobre un océano oscuro y tenebroso, a la búsqueda de las luces de tierra. Pero los controles se hallaban hechos añicos, y el avión descendía cada vez más, mientras los gritos de los pasajeros resonaban en su mente.

«Quiero volver a ser un niño —pensó mientras le miraban los otros hombres sentados alrededor de la mesa—. ¡Santo Dios, no quiero seguir al mando de los controles!».

El general Chivington había terminado de leer su informe.

—Gracias —dijo el presidente, aunque no estaba muy seguro de saber lo que Chivington había dicho.

Sintió las miradas de aquellos hombres posadas en él, esperando a que hablara, se moviese o hiciera algo. Tenía cerca de cincuenta años, de cabello oscuro y aspecto vigoroso y elegante; él mismo había sido piloto, y volado en la lanzadera Olympian de la NASA, siendo uno de los primeros en desplazarse por el espacio con una mochila propulsora. Al contemplar la gran órbita de la Tierra, cubierta a trozos por las nubes, se había sentido tan conmovido que a punto estuvo de llorar, y su emocionada radio transmisión, en la que dijo: «Creo que sé cómo tiene que sentirse Dios, Houston», fue lo que más contribuyó en su acceso a la presidencia.

Pero heredó los errores de las generaciones de presidentes que le habían precedido, y había sido ridículamente ingenuo acerca del mundo existente en las vísperas del siglo XXI.

La economía, después de un resurgimiento a mediados de la década de los años ochenta, había quedado fuera de control. El índice de criminalidad seguía aumentando, y las prisiones se habían convertido en verdaderas carnicerías. Cientos de miles de personas sin hogar —la «nación de los desarrapados», como los había llamado el New York Times— recorrían las calles de Estados Unidos, incapaces de encontrar cobijo, o de afrontar mentalmente las presiones de un mundo desbocado. El programa militar de «la guerra de las estrellas», que había costado miles de millones de dólares, había demostrado ser un desastre, porque se tomó conciencia demasiado tarde de que las máquinas sólo podían trabajar todo lo bien que lo hicieran los humanos, y la complejidad de las plataformas orbitales pasmaba a la mente y echaba por tierra todos los presupuestos. Los traficantes de armas habían proporcionado una atrasada e inestable tecnología nuclear a las naciones del Tercer Mundo, y a unos líderes locos y sedientos de poder en el seductor y precario ruedo mundial. Las bombas de doce kilotones, la potencia aproximada de la bomba que arrasó Hiroshima, eran ahora tan habituales como las granadas de mano, y se las podía llevar prácticamente en un maletín. Los renovados disturbios que estallaron en Polonia, y las luchas callejeras que se produjeron en Varsovia durante el invierno anterior habían enfriado las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética por debajo del punto de congelación, a lo que siguió el colapso y la desgracia nacional del complot de la CIA para asesinar a los líderes de Liberación Polaca.

«Estamos al borde del punto de no retorno», pensó el presidente, y experimentó la terrible necesidad de echarse a reír, aunque se concentró en mantener los labios firmemente apretados. Su mente intentaba comprender una intrincada red de informes y opiniones que conducían a una terrible conclusión: la Unión Soviética se estaba preparando para lanzar un primer golpe capaz de destruir por completo a Estados Unidos.

—¿Señor? —preguntó Hannan, interrumpiendo el incómodo silencio—. El almirante Narramore tiene el siguiente informe. ¿Almirante?

Se abrió el sello de otra carpeta. El almirante Narramore, un hombre adusto, de aspecto delgado y fuerte, de poco más de sesenta años, empezó a leer la información clasificada:

—A las diecinueve doce, helicópteros británicos de reconocimiento que despegaron del destructor Fife, armado con misiles teledirigidos, verificaron la presencia de seis submarinos no identificados a setenta y tres millas al norte de las Bermudas, con un rumbo de trescientos grados. Si esos submarinos se acercan a la costa nororiental, se encontrarán en posición de tiro de la ciudad de Nueva York, de Newsport News, las bases aéreas de la costa oriental, la Casa Blanca y el Pentágono. —Alzó la mirada para observar al presidente, con sus ojos grises bajo unas espesas cejas blancas—. Si se han detectado seis, podemos estar bastante seguros de que Ivan cuenta en esa zona por lo menos con tres veces esa cantidad. Pueden enviarnos varios cientos de cabezas nucleares, que nos alcanzarían entre cinco y nueve minutos después de su lanzamiento. —Volvió la página—. Hasta hace una hora, todavía mantenían su posición los doce submarinos soviéticos del tipo Delta II localizados a doscientas sesenta millas al noroeste de San Francisco.

El presidente se sintió mareado, como si todo aquello no fuera más que una pesadilla que tuviera a pesar de estar despierto. «¡Piensa! —se dijo a sí mismo—. ¡Maldita sea, piensa!».

—¿Dónde están nuestros submarinos, almirante? —se escuchó preguntar a sí mismo con lo que le pareció una voz extraña.

Narramore tecleó en la computadora, y otro mapa apareció en la pantalla mural. Mostraba una línea de puntos parpadeantes, situada a unas doscientas millas al noreste de Murmansk, en la URSS. Volvió a teclear y un segundo mapa apareció en la pantalla, mostrando el mar Báltico, con otro despliegue de submarinos nucleares al noroeste de Riga. Un tercer mapa mostró la costa este de la Unión Soviética, con una línea de submarinos en posición en el mar de Bering, entre Alaska y el continente asiático.

—Tenemos a Ivan rodeado por un anillo de hierro —dijo Narramore—. En cuanto se nos dé una orden, podemos hundir cualquier cosa que intente atravesarlo.

—Creo que la imagen es muy clara —se escuchó la voz de Hannan con serenidad y firmeza—. Tenemos que rechazar a los soviéticos.

El presidente permaneció en silencio, intentando ordenar sus pensamientos lógicos. Le sudaban las palmas de las manos.

—¿Qué ocurriría… si no están planeando lanzar un primer golpe? ¿Y si ellos creen que lo vamos a lanzar nosotros? Si hacemos un acto de demostración de fuerza, ¿no podrían sentirse empujados más allá del límite?

Hannan extrajo un cigarrillo de una pitillera de plata y lo encendió. La mirada del presidente se sintió nuevamente atraída hacia la llama.

—Señor —dijo Hannan con voz suave, como si se estuviera dirigiendo a un niño retrasado—, si hay algo que respeten los soviéticos es la fuerza. Lo sabe usted tan bien como todos los presentes, especialmente después del incidente en el golfo Pérsico. Ellos desean territorio, y para conseguirlo están dispuestos a destruirnos y aceptar su parte en las pérdidas. ¡Demonios, su economía es peor que la nuestra! Van a seguir presionándonos hasta que se quiebre nuestra voluntad o golpeemos, y si retrasamos nuestra respuesta, que Dios nos ayude.

—No —dijo el presidente meneando la cabeza. Ya habían discutido muchas veces sobre el tema, y la idea lo ponía enfermo—. No. No seremos nosotros los primeros en atacar.

—Los soviéticos comprenden la diplomacia del puño —continuó diciendo Hannan con paciencia—. No estoy diciendo que vayamos a destruir la Unión Soviética. Pero creo fervientemente que ha llegado el momento de decirles, con toda decisión, que no nos dejaremos empujar, y que no vamos a permitir que sus submarinos tomen posiciones frente a nuestras costas, a la espera de recibir las órdenes de lanzamiento.

El presidente se contempló las manos. Sentía el nudo de la corbata como el nudo corredizo de una soga al cuello, y percibió sudor en sus axilas y en la parte inferior de la espalda.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Significa que debemos interceptar inmediatamente a esos condenados submarinos. Los destruiremos si no retroceden. Debemos pasar a Defcon Tres en todas las bases aéreas e instalaciones de misiles intercontinentales. —Miró con rapidez a los presentes para juzgar quiénes le apoyaban. Sólo el vicepresidente apartó la mirada, pero Hannan sabía que era un hombre débil y que su opinión no tenía ningún peso—. Interceptaremos cualquier navío nuclear soviético que abandone Riga, Murmansk o Vladivostok. Volveremos así a tener el control del mar, y si eso significa un contacto nuclear limitado, que así sea.

—Bloqueo —dijo el presidente—. ¿No les haría sentirse más ávidos por luchar?

—Señor —intervino el general Sinclair con un acento propio de Virginia—, creo que el razonamiento sería el siguiente: Ivan tiene que creer que estamos dispuestos a arriesgar nuestros traseros para mandarlos al infierno y regresar. Y, para ser honestos, señor, no creo que haya aquí ningún hombre capaz de seguir sentado tranquilamente, permitiendo que Ivan nos lance una condenada carga de misiles nucleares, sin que nosotros hagamos nada. No importa cuál pueda ser el precio. —Se inclinó hacia adelante, dirigiendo su penetrante mirada al presidente—. Puedo colocar al SAC y al NORAD en Defcon Tres en cuestión de dos minutos después de su orden. Puedo enviar un escuadrón de B-l que estarán en la puerta trasera de Ivan dentro de una hora. Sólo hay que darles un pequeño empujón, y ya verá.

—Pero… ¡creerán que los estamos atacando!

—La cuestión es que, de ese modo, sabrán que no tenemos miedo —dijo Hannan dejando caer la ceniza sobre el cenicero—. Si eso es una locura, muy bien. Pero, por el amor de Dios, los rusos respetan la locura mucho más que la cordura. Si les permitimos situar sus misiles nucleares delante de nuestras costas sin mover un solo dedo, habremos firmado una sentencia de muerte para Estados Unidos.

El presidente cerró los ojos. Luego los abrió de pronto. Había visto ciudades incendiadas y figuras carbonizadas que antes habían sido seres humanos. Haciendo un esfuerzo, dijo:

—Yo no…, no quiero ser quien empiece la tercera guerra mundial. ¿Lo comprenden?

—Ya ha empezado —dijo Sinclair—. Demonios, el condenado mundo está en guerra, y todos están a la espera de que alguien, ya sea Ivan o nosotros, lance el golpe que deje al otro fuera de combate. Quizá el futuro del mundo dependa de quién de los dos esté dispuesto a ser el más loco. Estoy de acuerdo con Hans. Si no hacemos ningún movimiento ahora mismo, va a caernos un buen chaparrón encima.

—Ellos se retirarán —dijo Narramore con voz desapasionada—. Ya se han retirado en otras ocasiones. Si enviamos grupos de cazadores detrás de esos submarinos y los volamos, sabrán dónde se encuentra trazada la línea. La cuestión es: ¿nos quedamos sentados, esperando, o les enseñamos nuestra musculatura?

—¿Señor? —dijo Hannan aguijoneándolo. Volvió a mirar el reloj, que señalaba las veintidós cincuenta y ocho—. Creo que la decisión está ahora en sus manos.

«¡No lo quiero!», casi gritó. Necesitaba ganar tiempo, necesitaba marcharse a Camp David o a alguno de esos largos viajes de pesca de los que tanto había disfrutado como senador. Pero ahora ya no quedaba tiempo. Tenía las manos fuertemente entrelazadas delante de sí. Sentía el rostro tan tenso que temía pudiera resquebrajarse y caer hecho pedazos, como una máscara, y él no deseaba ver lo que había debajo. Al levantar la mirada, los atentos y poderosos hombres seguían allí, y sus propios sentidos parecieron alejarse de ellos como en un torbellino.

La decisión. Tenía que tomarse la decisión. Ahora mismo.

—Sí. —La palabra jamás había sonado de un modo tan terrible hasta entonces—. Está bien. Tenemos que… —se detuvo y respiró profundamente—. Tenemos que pasar a Defcon Tres. Almirante, alerte a sus fuerzas operativas. General Sinclair, no quiero que esos B-l penetren un solo centímetro en territorio ruso. ¿Está claro?

—Mis tripulaciones pueden recorrer esa línea incluso dormidas.

—Envíe sus códigos.

Sinclair empezó a trabajar en el teclado de la consola que tenía ante él; luego levantó el teléfono para transmitir la autorización verbal al Mando Aéreo Estratégico en Omaha, y a la Defensa de la Fuerza Aérea de Estados Unidos, en las montañas Cheyenne, Colorado. El almirante Narramore también tomó el teléfono, que le puso en comunicación instantánea con el centro de Operaciones Navales del Pentágono. Pocos minutos después se produciría un gran incremento de la actividad en todas las bases aéreas y navales del país. Los códigos de Defcon Tres serían transmitidos y aún se haría una comprobación más en los equipos de radar, los sensores, monitores, computadoras y cientos de otras piezas de avanzada tecnología militar, así como de las docenas de misiles crucero y los miles de cabezas nucleares ocultas en los silos del Medio Oeste, desde Montana a Kansas.

El presidente se quedó paralizado. Había tomado la decisión. Bergholz, el jefe de Estado Mayor, se levantó, se acercó al presidente, le puso una mano en el hombro y le dijo que había tomado una buena y sólida decisión. Cuando los consejeros y altos mandos militares abandonaron la Sala de Estrategia y se dirigieron hacia el ascensor del rellano exterior, el presidente se quedó a solas. Tenía la pipa apagada, y no se molestó en encenderla.

—¿Señor? —Casi dio un salto en el sillón, volviendo la cabeza hacia la voz. Hannan estaba junto a la puerta—. ¿Se encuentra usted bien, señor?

—Sí, estoy bien. —El presidente sonrió débilmente. Por su memoria acababa de cruzar el recuerdo de sus tiempos gloriosos como astronauta—. No. Santo Dios, no lo sé. Creo que sí.

—Ha tomado usted la decisión correcta. Ambos lo sabemos. Los soviéticos tienen que darse cuenta de que no tenemos miedo.

—¡Yo tengo miedo, Hans! ¡Me siento terriblemente asustado!

—Yo también, como todo el mundo, pero no debemos dejarnos dominar por el miedo. —Se aproximó a la mesa y hojeó algunas de las carpetas. Dentro de pocos minutos acudiría un joven agente de la CIA para destruir todos los documentos—. Creo que sería mejor que esta noche enviara usted a Julianne y Cory al refugio subterráneo, en cuanto hayan recogido sus cosas. Ya se nos ocurrirá algo que decirle a la prensa.

El presidente asintió con un gesto. Se trataba del refugio subterráneo presidencial, situado en Delaware, donde se esperaba que quedarían protegidas la primera dama, el hijo de diecisiete años del presidente, y destacados miembros de su gabinete y su equipo, a no ser que fueran alcanzados por un impacto directo de alguna cabeza nuclear de un megatón. Como quiera que varios años antes se habían filtrado al público noticias acerca del refugio presidencial, cuidadosamente construido, esa clase de refugios antiatómicos habían empezado a construirse por todo el país, excavados algunos en antiguas minas, y otros en las montañas. El negocio de los que abogaban por la «supervivencia» había florecido más que nunca.

—Hay un tema del que tenemos que hablar —dijo Hannan. El presidente pudo ver su propio rostro, fatigado y ojeroso, reflejado en las gafas del hombre—. La Operación Garra.

—Aún no ha llegado el momento para eso —dijo el presidente con un nudo en el estómago—. Todavía no.

—Sí, claro que ha llegado el momento. Creo que estaría usted mucho más seguro a bordo del avión del Centro de Mando. Uno de los primeros objetivos será la Casa Blanca. Yo mandaré a Paula al refugio presidencial y, como sabe, tiene usted autoridad para enviar allí a todo aquel que designe. Pero me gustaría acompañarle y estar con usted a bordo del avión del Centro de Mando Aéreo, si me lo permite.

—Sí, desde luego. Deseo que se quede conmigo.

—Y a bordo habrá un oficial de la Fuerza Aérea —siguió diciendo Hannan—, con un maletín sujeto con esposas a su muñeca. ¿Conoce usted sus códigos?

—Los conozco. —Esos códigos particulares se encontraban entre las primeras cosas que había tenido que aprender al hacerse cargo del puesto. Una férrea banda de tensión pareció sujetarle la nuca—. Pero…, no tendré que utilizarlos, ¿verdad, Hans? —preguntó, casi suplicante.

—Probablemente, no. Pero si lo hace, si tiene que hacerlo, desearía que recordase que, para entonces, los Estados Unidos que amamos estarán muertos, y que ningún invasor ha puesto jamás el pie, ni lo pondrá, en territorio estadounidense. —Extendió la mano y apretó el hombro del presidente, con un gesto paternal—. ¿Correcto?

—El punto de no retorno —dijo el presidente, con los ojos vidriosos y distantes.

—¿Qué?

—Estamos al borde de cruzar el punto de no retorno. Quizá lo hayamos hecho ya. Quizá sea demasiado tarde para retroceder. Que Dios nos ayude, Hans. Estamos volando en la oscuridad, y no sabemos adónde infiernos nos dirigimos.

—Ya lo averiguaremos cuando lleguemos allí. Siempre lo hemos hecho hasta ahora.

—¿Hans? —La voz del presidente fue tan suave como la de un niño—. Si… fuera usted Dios…, ¿destruiría este mundo?

Hannan dejó transcurrir un lapso de tiempo sin contestar. Luego dijo:

—Supongo que… esperaría y vería. Quiero decir, si fuera Dios.

—¿Esperar y ver, qué?

—Averiguar quién gana, si los buenos o los malos.

—¿Acaso significa eso alguna diferencia?

Hannan se detuvo. Empezó a responder, y entonces se dio cuenta de que no podía encontrar una respuesta.

—Llamaré el ascensor —dijo, saliendo de la Sala de Estrategia.

El presidente se soltó las manos. Las luces del techo se reflejaron sobre los gemelos que siempre llevaba, grabados con el sello del presidente de Estados Unidos.

«Estoy muy bien —se dijo a sí mismo—. Todos los sistemas funcionan».

Algo pareció romperse dentro de él, y casi se echó a llorar. Hubiera deseado marcharse a casa, pero su hogar estaba lejos, muy lejos de este sillón.

—¿Señor? —le llamó Hannan.

Moviéndose con la lentitud y rigidez de un anciano, el presidente se levantó del sillón y se dispuso a afrontar el futuro.