NADIR Y FÁTIMA
Fuera de la puerta de oriente, el khan de los kurdos, de las tribus militares y de los kadjar se habían reunido con sus caballeros, y no deseaban más que precipitarse sobre las tropas del Masenderán, en marcha contra la capital. Ebrios de la primera victoria, electrizados por la figura valiente del joven sha, cuya causa acababan de abrazar con entusiasmo, estaban dispuestos a ganar la segunda batalla y a derrotar para siempre al usurpador.
Cuando vieron llegar al joven soberano, seguido de su fiel Mirza, del begler-beg y de Harum que conducía a los valientes montañeses, un aullido estalló entre las filas de los mil trescientos caballeros:
—¡Viva Nadir sha! ¡Que muera Mehemet!
Nadir, Mirza y los jefes de tribu celebraron un breve consejo, para decidir el camino que convenía tomar. Acordaron dirigirse hacia la cadena del Albours, montes que dividen la provincia de Teherán de la de Masenderán.
El begler-beg sabía que entre aquellos pasos montañosos se hallaba un kala-i-espid, o sea una fortaleza inaccesible, que durante un tiempo había sido suya, y pensaba que era muy probable que el sha se dirigiese hacia allí, para esperar a las tropas.
Nadir dio la señal de partida y los escuadrones kurdos, kadjar y los de las tribus militares y de los montañeses, partieron veloces hacia, la llanura del Sultanieh.
Los caballos, aun sin ser espoleados, resistían maravillosamente aquel rápido galope. Habituados a las carreras desenfrenadas por las llanuras arenosas y por los desiertos, eran capaces de resistir hasta el alba, sin tomar ni un sorbo de agua ni un manojo de hierba.
Ningún pueblo cuida tanto a sus caballos como el persa. Con paciencia inaudita, poco a poco, habitúa a sus corceles a soportar marchas larguísimas y ayunos increíbles.
Especialmente los usbequios, los farsistanios y los soldados del Irak-Adjemi del Korassán y del Azerbeidján los someten a pruebas que a menudo los matan. Para mantenerlos delgados, es decir para que no disminuyan en velocidad, y para mantenerlos sobrios, disminuyen poco a poco su alimentación hasta el punto de no darles más que un puñado de cebada al día. De esta manera, obtienen que los caballos puedan recorrer sesenta e incluso ochenta millas, sin detenerse ni para descansar ni para comer.
Marchando a tal velocidad, a las dos de la madrugada los mil trescientos caballeros que seguían a Nadir habían atravesado ya la llanura de Sultanieh, que se extiende desde la capital persa hasta el pie de la cadena del Albours.
La imponente cordillera de montañas estaba ahora frente a ellos. Si los fugitivos no habían iniciado ya su escalada hacia el mar Caspio, podían esperar alcanzarlos antes de que entrasen en contacto con las tropas del Masenderán, que todavía debían estar muy lejos.
Antes de aventurarse por los montes, los khan mandaron delante a algunos kurdos, que son expertos en huellas, a fin de que descubriesen las de los fugitivos. Aquella investigación dio resultados inesperados, porque los caballeros volvieron al cabo de muy poco rato para informar que a través de un paso rocoso, habían descubierto las pisadas recientes de una tropa.
—Mis previsiones no me han engañado —dijo el begler-beg—. Aquel paso conduce al kala-i-espid, y les alcanzaremos antes de que se junten con las tropas del Masenderán.
—¡Ojalá vuelva a tener a mi Fátima! —dijo Nadir.
—Ya no huirá más, Nadir —dijo Mirza—. Haremos del usurpador pan de hogaza; asaltó nuestro castillo y asaltaremos el suyo.
—¡Adelante, mis fieles! —gritó Nadir—. Con el alba de mañana, saludaremos una nueva victoria.
Los caballeros rompieron los escuadrones, porque era estrecho y peligroso el camino que conducía hacia las cimas de las grandes cadenas, y se apiñaron tras el joven soberano y el begler-beg que marcaba el paso y abría la marcha.
Aquellas montañas eran tan ásperas y salvajes como el Demavend. Gargantas profundas, que las tinieblas hacían oscurísimas, hendían sus flancos y una vegetación tupida trepaba por sus rocas y abismos. Pero los caballeros del joven rey marchaban con paso seguro y rápido, ansiosos de estar ya frente a los muros de la fortaleza.
Cuanto más se remontaba, más Nadir sentía a su corazón latir con violencia y experimentaba una sensación extraña, la misma que había experimentado la primera vez que se le apareció la dulce muchachita de sus sueños. Una voz interior le decía que por aquellos senderos había pasado su prometida, y que ella se hallaba allí arriba, entre la—’ cimar de aquella montaña. Una fuerza misteriosa, irresistible, lo empujaba hacia arriba, y azuzaba al corcel para que apresurase el paso. De vez en cuando se volvía hacia el begler-beg al que preguntaba: * —¿Está lejos, todavía?
—Más arriba, más arriba —respondía el gobernador.
—Temo llegar demasiado tarde.
—Llegaremos a tiempo, señor mío.
A las tres de la madrugada, después de haber superado una cresta de bosque, la vanguardia, que andaba en silencio, llegaba frente a una explanada, en medio de la cual aparecía una gigantesca construcción maciza. Era una especie de castillo, rodeado de un muro, defendido con un ancho foso y formado de siete enormes torres.
—El kala-i-espid —dijo el begler-beg a Nadir—. ¡El sha es nuestro!
—¿Es sólida la roca?
—Inaccesible, pero entraremos —dijo el begler-beg con una sonrisa misteriosa.
—Este kala-i-espid perteneció mucho tiempo a mi familia y yo conozco un pasaje secreto que probablemente el mismo sha desconoce.
—¿Pero ya habrá llegado el sha?
—Veo algunas sombras que se pasean por entre las almenas de las torres, y si allí vigilan, es señal de que el sha está aquí.
—¿Habrán llegado ya las tropas del Masenderán?
—No. Estarían acampadas aquí, en este altiplano.
—Guíame por el pasaje secreto.
—Un momento, mi señor. Ordenad a los caballeros que rodeen el castillo, ocultándose en los bosques, para impedir que los enemigos huyan. Aquí ha venido el sha usurpador, y aquí morirá.
Los khan fueron avisados inmediatamente. Los mil trescientos caballeros, que estaban a punto de subir al altiplano, se dividieron muy pronto y, a derecha y a izquierda, ocuparon los bosques, rodeando completamente la roca.
Cuando el begler-beg supo que ya nadie podía salir de la fortaleza, saltó del caballo y se metió, agarrándose en los zarzales, por una profunda zanja. Nadir, Mirza, Harum, dos khan y veinte montañeses le siguieron en silencio.
De las rocas no llegaba rumor alguno. Sobre las altas torres, a la luz incierta de los astros, se veían, de vez en cuando, brillar los fusiles de los centinelas y alguna ventana que se iluminaba débilmente.
El begler-beg, cuando llegó junto al foso, se dejó deslizar hasta el fondo, luego siguió las macizas murallas de la roca, hasta que encontró una gran piedra, semioculta entre enredaderas salvajes.
Hurgó tras la hojarasca, luego apretó un saliente; inmediatamente, la piedra giró sobre sí misma, mostrando una abertura estrecha y oscura.
—Adelante —dijo el begler-beg—. Dentro de pocos minutos seremos, ciertamente, victoriosos.
—¿A dónde va a parar este pasadizo? —preguntó Nadir.
—A una estancia del castillo.
—¿Habitada?
—Lo ignoro, mi señor.
—Preparad las armas —dijo Mirza, volviéndose hacia los montañeses.
—Estamos preparados —respondió Harum.
Uno a uno, los veintiséis hombres penetraron y subieron por una estrecha escalera, que parecía construida en el espesor mismo de las enormes murallas del fuerte. El begler-beg, que conocía el camino, abría la marcha y andaba sin dudas, a pesar de la densa oscuridad.
Escalados sesenta peldaños, se detuvo un instante, colocando el oído sobre el muro. Luego, seguro del profundo silencio, avanzó por un estrecho corredor y se detuvo frente a un obstáculo que le cerraba el paso.
—¡Ya hemos llegado! —susurró el begler-beg.
—¿En qué consiste este obstáculo?
—Basta apretar el botón que tengo debajo de la mano para hacerlo caer. Es el fondo de un gran cuadro.
—¿No oyes ningún rumor?
El begler-beg acercó el oído al cuadro y escuchó con profunda atención, sin respirar apenas.
—Hay alguien en la estancia —dijo con voz alterada.
—¿Qué has oído?
—Como un lamento o un sollozo sofocado.
—¡Gran Alá! —murmuró Nadir—. ¡Tengo el corazón despedazado!…
—¿Qué queréis decir, señor mío?
—Abre —dijo Nadir.
—Pero nos van a descubrir.
—Tenemos nuestras armas, y a los primeros disparos nuestros caballeros se lanzarán al asalto. ¡Abre, te lo mando!…
El begler-beg ya no vaciló. Apretó lentamente el botón, el obstáculo cedió, dejando una abertura, y frente a Nadir apareció una estancia de espléndidos tapices y con el pavimento recubierto de soberbias alfombras. Estaba débilmente iluminada por una lámpara dorada suspendida del techo. Sus ojos se posaron sobre una joven medio echada sobre un diván y que mantenía el rostro oculto entre las manos.
Palideció, luego la sangre le afluyó a la cabeza.
Se lanzó con un salto al interior de la estancia y, precipitándose hacia la mujer, exclamó:
—¡Fátima!… ¡Mira a tu Nadir!…
La muchacha se sobresaltó, y se puso en pie de un salto, mirando con los ojos llenos de lágrimas al joven amado, y dejó escapar un grito sofocado.
—¡Tú… aquí!… —balbució al fin.
Luego vaciló, como si de repente le faltasen las fuerzas; pero Nadir la recibió entre sus brazos, apretándola contra su pecho.
—¡Aquí, sobre mi corazón, mi rayo de sol! —exclamó.
—¡Oh, gran Hussein! —murmuró ella llorando y riendo a un tiempo—. Haz que no sea sólo un dulce sueño.
—No, Fátima adorada, no, mi flor predilecta de Teherán, no se trata de un sueño; estás en brazos de tu Nadir, que tanto te ama y que te ha llorado tanto.
—¡Estás vivo!
—Sí, Fátima, estoy vivo y soy poderoso.
—¡Ah, no, no… es un sueño! —exclamó ella—. ¡Tanta felicidad sería demasiado!…
—Soy tu leal Nadir, adorada muchacha —dijo el joven sha.
—¿Pero cómo has llegado hasta aquí, valiente mío? —preguntó ella, abalanzándose sobre su cuello—. ¿O sea, que no te mataron, aquella noche fatal? Yo te vi caer… ¡Ah, qué noche tan horrible! ¡Y he visto a un hombre que te hería en el pecho!…
—No, no te abandonaré jamás, Fátima, y serás mía para siempre. Y los traidores han sido muertos o dispersados, y hoy Teherán y el palacio real son míos.
—¡Teherán tuya! —exclamó ella.
—Sí, Fátima, Teherán es nuestra.
—¿Qué has hecho, pues?
—He combatido y he vencido.
—¿Entonces tú eres…?
—Ya no el Rey de la Montaña sino Nadir sha.
Ella se separó de él, exclamando:
—¡Mi señor!…
—No, Fátima, tu prometido; reinaremos juntos en el trono de mi padre.
—¡Nadir, es demasiada alegría!…
Luego hizo un gesto de miedo y su rostro palideció.
—Desgraciado —murmuró—. ¿Pero acaso no sabes que aquí está el usurpador?… ¿Y si te sorprende?…
—Ya no le temo —respondió Nadir fieramente.
—¿No estás solo?
—Allí —dijo el joven sha mostrándole la abertura— están Mirza, Harum y veintitrés fieles amigos, resueltos incluso a hacerse matar por mí, y en torno al castillo están apostados mil trescientos caballeros.
—Pero en cuanto amanezca las tropas del Masenderán estarán aquí —exclamó ella con angustia.
—Llegan demasiado tarde.
—Son muchos, Nadir. Se habla de diez mil hombres.
—Los dispersaremos, y luego… al amanecer el usurpador será muerto.
Fátima lo tomó de la mano y lo llevó hacia la ventana.
Ella le mostró con el dedo el horizonte que se teñía con los primeros reflejos de la aurora.
—Dentro de pocos minutos, las tropas estarán aquí —dijo ella—. Los correos del rey, llegados ayer por la tarde, los encontraron a dieciséis millas de los montes.
—Cuando lleguen, la fortaleza estará en poder nuestro. Una palabra todavía, Fátima. ¿El adge tuvo lugar?
—No, mi Nadir. El sha esperaba primero la llegada de las tropas.
—¡Gracias a Alá! Mañana tú serás…
Se interrumpió bruscamente y se giró para escuchar.
—Alguien se acerca —murmuró.
Apenas había pronunciado estas palabras, cuando se abrió de improviso la puerta de la estancia y un hombre semivestido, empuñando una cimitarra de empuñadura centelleante, se precipitó hacia Nadir, gritando:
—¡Ah, traidor!
La jovencita emitió un quejido agudo.
—¡El sha! —exclamó.
Nadir, abandonando a la jovencita, había desenvainado rápidamente su kandjar, gritando con voz de trueno:
—¡Asesino de mis padres! ¡Al fin te tengo!
Un hombre se metió rápidamente entre los dos rivales.
—¡Elsha es mío! —gritó.
Era Harum. Su mano derecha, armada con un puñal, fue rápida como un rayo, y la hoja penetró en el corazón del usurpador.
El sha permaneció un instante derecho, luego cayó pesadamente contra el suelo, llevando todavía clavada en el pecho el arma mortífera.
El montañés, volviéndose hacia Nadir y todos los demás, que se habían lanzado al interior de la estancia con las armas empuñadas, dijo:
—Aquel hombre quería asesinarme con el cañón; yo lo he matado con el puñal de los hijos del Demavend. ¡El sha ha muerto; viva Nadir sha!…
En aquel instante, una descarga terrible retumbó en las gargantas de la montaña.
—¡Las tropas del Masenderán! —gritó Mirza.
—Salvemos a nuestros caballeros —dijo Nadir—. ¡Que se abran las puertas del castillo!
Los montañeses, conducidos por Harum, el begler-beg y los khan, se lanzaron fuera de la estancia, irrumpiendo en las salas.
Los príncipes del séquito del sha y la pequeña guarnición, sorprendidos por aquel pelotón de hombres que hacían un ruido extraordinario para hacer creer que eran muchos más, no opusieron resistencia. En un momento fueron desarmados, atados, encerrados en una única sala bajo la vigilancia de cuatro montañeses. Luego fueron abiertas las puertas de la fortaleza y bajados los puentes.
En el extremo del altiplano, los caballeros, si bien casi diez veces inferiores en número, habían iniciado con mucho coraje la lucha contra las tropas del Masenderán, ocupando todas las gargantas.
Fue ordenada la retirada y los mil trescientos caballeros se dirigieron a la fortaleza, levantando tras su paso los puentes y cerrando las puertas, mientras que el begler-beg mandaba cerrar el corredor secreto.
Las tropas del Masenderán, que creían haber sido atacadas por unas cuantas bandas de ladrones, no encontrando más resistencia remontaron los últimos repechos y se dirigieron hacia la fortaleza; sin embargo, hallando los puentes levantados, las puertas cerradas y las puertas y las altas murallas vacías de defensores, se quedaron en el altiplano.
Un caballero espléndidamente vestido y que llevaba la insignia de khan, se adelantó hasta el pie de la fortaleza rocosa, gritando:
—¿Dónde está el sha? Soy el gobernador de las tropas del Masenderán.
El begler-beg, que se encontraba en el bastión junto a Nadir, Mirza, Harum y los khan, se inclinó por el parapeto y con voz potente gritó:
—El sha, usurpador del trono de Luft-Alí, ha sido asesinado. Teherán ha saludado como sha al legítimo sucesor, el valiente Nadir. Quien no le reconoce, es enemigo de la capital, y si no le acatáis, mañana las tribus de la llanura de Sultanieh, y los kurdos y los kadjar os presentarán batalla…
Un profundo silencio acogió las palabras del begler-beg pero de repente las tropas que estaban formadas en orden de batalla en el altiplano, sobrecogidas por un súbito entusiasmo, gritaron a una sola voz:
—¡Viva el heredero de Luft-Alí! ¡Viva Nadir sha!…
Poco después, los puentes eran bajados y las tropas del Masenderán, que no habían olvidado todavía a su antiguo señor vilmente asesinado por Mehemet, se unieron a los mil trescientos caballeros del joven rey.
Nadir, que desde lo alto del bastión había oído el griterío de las tropas y había visto a los propios fíeles abrazar a los camaradas del Masenderán, se volvió hacia la joven que se apoyaba contra su brazo y, besándola en la mejilla, le dijo:
—Eres mía, Fátima adorada; te ofrezco mi corazón y la mitad de mi trono.
—¡Y yo mi vida, Nadir! —dijo ella.
—Ven, mi rayo de sol; dentro de algunos días, Teherán te saludará como reina de Persia; pero a ti sola, porque tu Nadir no podría amar a ninguna otra mujer.