XVIII

LA INSURRECCIÓN

El griterío de alegría de la multitud, que celebraba el próximo matrimonio del rey, se había transformado en alaridos de dolor y de miedo.

La ciudad, hacía poco en fiestas, estaba a punto de quedar inundada en sangre y transformarse en un vasto campo de batalla.

A las primeras descargas de los veinticuatro cañones situados en las puertas de la ciudad, había respondido como un eco la artillería del palacio real.

Los guardias del rey y los artilleros que vigilaban las terrazas y bajo los pórticos, obedeciendo sin duda a una orden secreta, habían abierto un fuego infernal contra la muchedumbre inerme que se concentraba en la plaza aplaudiendo los movimientos de las bailarinas y escuchando las canciones populares de Valmichi.

Aquel huracán de metralla, seguido poco después de una terrible descarga de mosquetería, había producido una terrible matanza. La multitud, aterrorizada, se había ido hacia los estrados adyacentes, pasando por encima de muertos y heridos que ocupaban toda la plaza, ocultándose bajo los pórticos, en las casas, en los jardines, aglomerándose en cualquier parte.

Todos parecían locos; chocaban entre sí, se empujaban furiosamente, llenando el aire de aullidos desesperados.

Los guardias del rey continuaban implacablemente el fuego: no quedando ya gente en la plaza disparaban contra las entradas de las calles en donde la muchedumbre todavía se empujaba, mientras que la artillería de las terrazas disparaba contra las casas de frente, triturando las ventanas, despedazando los patios de columnas, destruyendo los balcones, hundiendo las paredes; y los guardias policías remataban a golpes de kandjar a los heridos que se debatían sobre las piedras ensangrentadas de la plaza.

Parecía que quisieran aterrorizar a la población.

Pero ahora, en la parte alta de la ciudad rugían vientos de revuelta. De oriente, de occidente, del mediodía y del septentrión se oían estallidos de cargas formidables, acompañadas de un griterío creciente.

Por las cuatro anchas calles que conducían a la plaza real, avanzaban densas columnas de hombres armados: eran los valientes hijos del nevado Demavend, guiados por Harum, eran los kurdos, las tribus militares y las de los kadjar, que corrían a combatir contra las tropas del usurpador y a castigar a los traidores.

Los artilleros del cuerpo de camellos, fieles a la palabra dada, habían abierto sus puertas y los partidarios del joven Rey de la Montaña avanzaban animosamente hacia el palacio real, gritando:

—¡Viva Nadir sha!

Dispersada la multitud aterrorizada, otra había ocupado las calles, pero ésta no estaba inerme ni aterrorizada.

El sector de la población que se había adherido a la conjura, todos los partidarios del asesinado Luft-Alí, oyendo disparar a la artillería y resonar los «vivas» para el joven rey, habían descendido a las calles con los mosquetones y con sus kandjar empuñados, para apoyar al movimiento de los cuatro puntos cardinales que penetraba, compacta y ordenadamente, hacia el corazón de la ciudad.

Reunidos en los barrios centrales, habían ocupado rápidamente las casas que están frente al palacio real y los jardines, dispersándose hasta en los tejados, y desde allí disparaban desde las ventanas, los balcones, las claraboyas, procurando mermar las tropas reales, que invadían la plaza, colocando la artillería en los cruces de las calles.

Aquellos guardias, escogidos de entre las tribus más belicosas y organizadas, podían oponer una larga resistencia.

Eran seis mil, mandados por el khan y los ministros del rey, y a ellos se habían unido todos los siervos del sha, incluso los richsfid, o sea los llamados «barbas blancas», dignatarios del harén de las mujeres, y los guardianes, los kalionondars, los portapipas del rey, y los kahoedjibachi, los que sirven el café, personajes importantes en la corte persa.

Aquel pequeño ejército, parte situado en la plaza, parte escalonado bajo los espaciosos pórticos, o bajo las amplias terrazas del palacio, a las descargas de los partidarios del joven shaf respondían con un fuego tremendo, llenando las casas cercanas y cubriendo todas las calles de plomo y de metralla.

El fuego no detenía a las cuatro columnas que avanzaban a paso de carga, impacientes por llegar al cuerpo a cuerpo.

La población que no formaba parte de la conjura no había opuesto resistencia; de esta forma, viendo pasar a aquel joven fiero seguido del grupo de caballeros que no dejaban de gritar: «Viva Nadir sha», en un acceso súbito de entusiasmo, lo aclamaba y unía sus gritos a los de la escolta.

Cuando Nadir se juntó con los montañeses, seguidos de dos mil kadjar, un alarido inmenso estalló, ahogando los ruidos de las descargas de los mosquetones y de la artillería:

—¡Viva nuestro sha!

—¡Adelante, mis valientes! —gritó Nadir—. ¡Al palacio!…

Los fieros montañeses, con el fusil en la mano, apresuraron el paso, seguidos siempre por los kadjar, que emitían, según su costumbre, gritos salvajes. De la parte de la plaza, los disparos de fusil eran cada vez más intensos. Sin duda los kurdos y las tribus militares se enfrentaban ya con los guardias reales.

Los montañeses se lanzaron a la carrera hacia la plaza. La desembocadura de la calle estaba cerrada por diversas compañías de guardias y por dos cañones, pero en un arranque aquellos soldados consiguieron despejar la calle, arrebatar los cañones, y los valerosos hijos del nevado Demavend, guiados por su joven rey, irrumpieron furiosamente en la plaza.

Las tropas del rey, concentradas bajo los pórticos, les acogieron con una descarga cerrada, pero los montañeses, apoyados por las tribus de los kadjar, se lanzaron contra los defensores, mientras los kurdos, las tribus militares, los jakareubach y los erechlon trituraban a los soldados que ocupaban las desembocaduras de las calles, muy ayudados por la población, que ahora, pasada la sorpresa, corría en defensa de su legítimo soberano.

Un combate horrible se desencadenó en la vasta plaza real. Los guardias, asaltados por todas partes, se defendían con un valor desesperado, pero no pudieron dominar largo tiempo la situación.

Los khan, los siervos de la corte y los guardias de la policía, que habían sostenido el primer embate, yacían sobre las piedras de la plaza, inundada de sangre, y ahora caían sobre ellos los soldados. Los caballeros kechikdji, que se dice son los de más confianza y que escoltan al sha, después de haber intentado tres cargas desesperadas, habían sido casi todos ellos abatidos, y sus caballos, destripados con los kandjar de los montañeses o con los kard de los kurdos o con las espadas de las tribus militares, gemían junto a los pórticos o se arrastraban penosamente por la plaza. Cualquier resistencia ahora era inútil; la toma del palacio real era sólo cuestión de minutos.

Nadir, Mirza, el begler-beg y el khan se enfrentaban ahora con las tropas reales y sus secuaces, los cuales, si eran rechazados, volvían a la carga con mayor aliento, decididos a terminar con los defensores del sha.

Las cuatro columnas, unidas de nuevo, irrumpieron una última vez contra el palacio real, con los kandjar en alto.

Este ataque irresistible fue decisivo. Los guardias reales, ya diezmados, no resistieron al poderoso empuje y se dispersaron en todas las direcciones, intentando llegar a las calles que llevan a las puertas.

Reunidos en el fondo de la plaza se abrían paso a través de las líneas de los kurdos y, en número de cuatro mil, se dirigieron corriendo hacia la puerta oriental, seguidos de los habitantes, que se echaban contra ellos incluso desde las ventanas y volcaban sobre sus cabezas los muebles de las casas.

Nadir, Mirza, el begler-beg y el khan entraron en el palacio real, cuyas puertas ya habían sido hundidas. Harum y unos cincuenta montañeses les seguían para defenderles.

Los amplios salones que conducían a las estancias reales estaban todavía iluminados, pero ningún guardia vigilaba y no se oía rumor alguno en los pisos superiores.

Aquel silencio extraño causó profunda impresión en Nadir.

—¡Mirza! —exclamó—. Mi Fátima ya no está ahí, el corazón me lo dice.

—¿Habrán huido todos? —se preguntó el viejo con ansiedad—. Este silencio me asusta.

—¿Pero por dónde? —preguntó Harum—. Tres o cuatrocientas personas no pueden desaparecer.

—Adelante —dijo Nadir, que se había puesto muy pálido—. Tú, begler-beg, ordena registrar jardines y cuadras.

Subieron por la escalera real que conducía a la sala del trono y hallaron la puerta abierta. Un hombre, ricamente vestido, estaba en medio del salón, frente al trono de oro esmaltado de diamantes. Nadir se precipitó contra él con el kandjar levantado, gritando:

—¿Dónde está el sha?

—Lo ignoro —respondió aquel hombre.

—¡Habla o te mato!…

—Puedes matarme, pero no puedo decirte lo que no sé.

—Hace pocas horas el sha estaba aquí —dijo Mirza.

—Es cierto.

—¿Dónde se ha escondido?

—Ha bajado a los jardines hace una hora, seguido de algunos de sus principales servidores.

—¿Y no ha vuelto a entrar?

—No.

—¿Y la muchacha de cabellera rubia con la que hoy se tenía que casar?

—He visto cómo dos hombres la llevaban al jardín.

—¡Mientes! —gritó Nadir con desesperación.

—Mi vida está en tus manos: ¿por qué voy a mentirte?

—¿O sea que el sha ha huido?

—Lo temo.

—¿Adónde?

—No lo sé.

—¿Dónde están las mujeres de la casa?

—En sus habitaciones.

—¿Y los siervos, y los príncipes?

—Han huido.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Mirza.

—El nasak-tchi-bachi (gran mariscal y justiciero) del sha —respondió.

—¡Mirza! —gritó Nadir—. ¡La he perdido!…

—Todavía no —respondió el viejo—. A la buena Fátima, te juro que la encontraremos.

—¿Pero hacia dónde habrá huido mi enemigo?

—Pronto lo sabremos. Harum, registra todas las habitaciones, todos los escondrijos, y procura que…

No terminó. En lo alto de la escalera se oía un tumulto y un griterío ensordecedor, mientras que sobre la plaza retumbaban aullidos feroces.

Nadir estaba a punto de precipitarse fuera de la sala, cuando compareció el begler-beg seguido de unos cuantos montañeses. En la derecha llevaba una cimitarra ensangrentada y en la izquierda una cabeza humana.

-Sadri-azem —dijo dirigiéndose hacia Mirza—. ¿Conoces esta cabeza?

—¡El traidor, el asesino de mi señor! —exclamó el viejo.

—Sí, es del príncipe Ibrahim.

—¿Lo has matado tú?

—Sí, en el lugar en donde este despreciable había asesinado a la madre de nuestro joven sha.

—¡Inicuo!… —murmuró Nadir, con voz sorda—. Es la justicia de Dios.

Apartó la mirada y se dirigió hacia la puerta, pero el begler-beg lo detuvo con un gesto.

—Mi señor —dijo—, el sha ha huido con sus esposas, la prometida y los príncipes.

—¿Por dónde?

—Sé que han huido por una puerta que lleva de los bastiones a la llanura.

—Ahora comprendo —dijo Mirza—. Las tropas lo sabían y han prolongado la resistencia para darle tiempo a huir.

—¡He perdido a mi mujer! —exclamó Nadir con voz oscura—. ¿Qué me importa el trono y Teherán sin ella? ¡Ah, Mirza, qué desventurado soy!…

El desgraciado joven, vencido por el dolor, se dejó caer en un diván, escondiendo la cabeza entre las manos.

Mirza se le acercó.

—Nadir, hijito mío —le dijo en tono de dulce reprobación—, eres sha de Persia, ahora, y no debes mostrarte así delante de tus súbditos.

Nadir se levantó al instante, con los ojos en llamas, y el rostro transfigurado.

—Sí —dijo—, soy sha, y tengo que ser fuerte. ¡A caballo, mis valientes!…

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Mirza asustado.

—Alcanzar al usurpador antes de que se ponga a salvo entre las tropas del Masenderán.

—No todos pueden seguirte, Nadir.

—Me bastan quinientos hombres.

—¿Y si el sha alcanza a las tropas del Masenderán?

—Al frente de mis caballeros atacaré a aquellas bandas indisciplinadas y las dispersaré. No perdamos minutos preciosos, Mirza.

El viejo se volvió hacia el khan de los kurdos:

—¿De cuántos caballeros dispones? —le preguntó.

—De cuatrocientos —respondió el khan.

—¿Todos ellos valientes?

—De probado coraje, sadri-azem.

—¿Y tú cuántos caballeros puedes proporcionar? —preguntó, volviéndose hacia el jefe de las tribus militares.

—Trescientos.

—Y yo quinientos —dijo el khan de los kadjar.

—Re unidlos, rápidamente, en la puerta oriental.

Los khan salieron presurosos a cumplir lo ordenado.

—Harum —dijo Mirza—, nuestros montañeses son los jinetes más expertos del mundo. Baja a las cuadras reales y haz montar a nuestros fieles amigos en cuantos caballos encuentres.

—Cuenta conmigo, Mirza —respondió el montañés.

—Adelante, Nadir —respondió el viejo—. No todo está perdido, hijo mío, y encontraremos a tu Fátima. Las tropas del Masenderán no deben ser numerosas y no resistirán a la carga de mil doscientos o mil trescientos caballeros, ya ebrios de victoria. Teherán ahora está en nuestra mano y cuando las otras ciudades sepan que la capital ha abrazado tu causa, se apuntarán a tu bandera.

—¡Pobre Fátima! —suspiró el joven.

—La salvaremos, Nadir. ¡Vamos!

Diez minutos más tarde, el joven sha, seguido de cien cazadores del Demavend que montaban los veloces caballos del usurpador, atravesaba al galope la ciudad, entre una multitud que le aplaudía y vociferaba:

—¡Viva Nadir sha!