XVII

¡VIVA NADIR «SHA»!

Teherán, la ciudad real de los sha persas, estaba en fiestas.

La voz de que el poderoso monarca estaba a punto de casarse con su cuarta mujer se había esparcido por doquier y de todas partes habían acudido, en gran número, los más altos dignatarios, los gobernadores de las provincias, los comandantes militares, los príncipes, los regentes de las ciudades y los jefes de tribu.

Las calles de la ciudad real y especialmente los alrededores del palacio y la anchurosa plaza de Meidam rebosaban de gente, de soldados y de caballeros.

Se veía pasar a los khan erguidos en sus magníficos caballos escogidos de entre los más bellos y los más valiosos del Korassán, cubiertos de cabalgaduras de gran valor. Pasaban luego los príncipes, que vestían lujosos vestidos, cargados de joyas, luego los begler-beg con sus birretas tapizadas de piedras preciosas, acompañados de grupos de valerosos caballeros; luego los kakim o alcaldes de ciudades notables, zabit o alcaldes de pequeñas ciudades, ke-lanter o síndicos de la ciudad, ketkhonda o síndicos de los pueblecitos, luego los jefes de tribu, kurdos, iliatas, kadjar y grandes señores que se divertían echándole al pueblo en fiestas puñados de poul (monedas que valen poco más de cinco céntimos).

La multitud afluía como en torrentes a la plaza de Meidam, aun a pesar de los esfuerzos de los daroga (lugartenientes de la policía) y de los mir-i-adhas (jefes de policía) que intentaban regular el flujo de gente.

Todos corrían a admirar a los guardias del rey vestidos de gala, o a los zembourecktchi, que desde lo alto de las terrazas hacían sonar los cañones, o bien las danzas de las bailarinas que aquel día, por orden del Sha interpretaban sus danzas en la plaza real, entonando los cantos poéticos de Valmichi, el poeta más popular de Persia.

El palacio real refulgía; miríadas de luces de mil colores iluminaban las terrazas, bajo los espléndidos pórticos, sobre las cúpulas, en las torrecitas, haces de luces de todos los colores.

Los palacios de los ricos, de los príncipes, las mezquitas, los minaretes estaban totalmente iluminados y de las terrazas salían de entre las tinieblas, silbando y tronando, los cohetes y las serpentinas, daban vueltas las ruedas de fuegos, explotaban los petardos.

En medio de aquel gentío, dos hombres vestidos de kurdos, con un amplio turbante sobre la cabeza, seguidos a poca distancia por otros cuatro hombres armados, daban silenciosamente la vuelta a la plaza.

Tan sólo se paraban para mirar atentamente a los caballeros del rey, que continuaban dando vueltas frente al palacio real, y a los que parecían vigilar con particular atención; luego observaban a los guardias formados bajo los pórticos, en equipo de guerra, y los ocho cañones apostados a los lados de la puerta principal, con las bocas vueltas hacia la población. Ambos parecían inquietos y se miraban el uno al otro a los ojos, como si quisieran comunicarse con los ojos sus propias aprensiones.

—Dime —murmuró al oído de su compañero el más alto de los dos—. ¿No te parece que esta noche se toman precauciones insólitas?

—Calla —respondió el otro echando una rápida ojeada a su alrededor—. Observa y escucha.

Se habían acercado a dos daroga apoyados en una columna, que hablaban en voz baja, pero no tanto que no se les pudiese oír si se prestaba atención a sus palabras.

—¿Has notado algo? —preguntó uno.

—No —respondió el otro—. Me parece que la población sólo piensa en divertirse.

—¿Nos habrán engañado?

—No sé qué decirte, pero no hay indicios que hagan sospechar.

—Sin embargo, el mir-i-adhas ha dicho que la conjura existe.

—La población está casi inerme, y no sé cómo podría resistir a una descarga de los cañones.

—¿Están los guardias en la puerta?

—¿Qué temes?

—Una insurrección en el exterior.

—Los kurdos de la llanura ocupaban esta mañana sus tiendas y estaban tranquilos. Por otra parte, los artilleros del cuerpo de los camelleros vigilan y los artefactos están dispuestos en la explanada.

—¿Es verdad lo que se dice?

—¿Qué?

—Que las tropas del Masenderán, que guerrean en las costas del Caspio contra los rusos, se pondrán en marcha dentro de veinticuatro horas.

—No lo sé.

—¿Y que el sha está a punto de ir a reunirse con ellas?

—Lo ignoro; pero esto indicaría que el sha no se cree seguro en la capital y que desconfía de su guardia.

—Es imposible: los guardias son fíeles. ¡Atención!… ¡Ahí viene Hadji!…

Un lugarteniente de la policía se acercaba a ellos.

Dijo rápidamente algunas palabras, que los dos kurdos no consiguieron entender, y luego se alejaron rápidamente los tres. El kurdo de alta estatura hizo un gesto violento y murmuró:

—¡Nos han traicionado!

—Silencio, imprudente —dijo su compañero.

Lo tomó de la mano, cruzó por entre la multitud y lo condujo al fondo de la plaza, bajo un oscuro soportal que el pueblo todavía no había invadido. Los otros cuatro kurdos les habían seguido.

—Mirza —dijo el kurdo de alta estatura que era Nadir—, ¡alguno nos ha traicionado!

—Pero demasiado tarde, hijito mío —respondió el viejo—. Dentro de una hora, nuestros partidarios irrumpirán en la ciudad.

—Mirza, temo por mi Fátima.

—No temas, que ahora la insurrección está a punto.

—¿Y si el sha huyese? ¿No has oído lo que decían aquellos hombres? Las tropas del Masenderán partirán dentro de veinticuatro horas.

—El camino es largo y cuando lleguen aquí, la ciudad estará en nuestras manos. Aquí palpita el corazón de Persia y todos saludarán a Nadir como shaf cuando sepan que te sientas en el trono de tu padre.

—¿Pero y si escapase llevando consigo a Fátima?

—Él tal vez ignora que la muchacha es la causa de la insurrección, porque esto sólo lo sabemos nosotros dos y Harum; no tiene, por tanto, motivos para hacerla huir. Creo, sin embargo, que sí tiene intención de unirse a las tropas de Georgia, que han sido vencidas por los rusos.

—¿Y si lo hubiese sospechado? Mirza, tengo miedo de que el usurpador me la arrebate.

—Le faltará tiempo para huir. No pueden salir del palacio, sin llamar la atención, setecientos u ochocientos hombres y doscientas o trescientas mujeres.

—¿Dónde está el begler-beg?

—Nos espera en su palacio.

—¿Ya han descendido los montañeses?

—Están acampados en la llanura desde las tres de hoy.

—¿Habrán sido descubiertos?

—Están escondidos en el jardín de la villa del begler-beg.

—¿Y los kurdos?

—Han levantado su campamento esta mañana y han plantado sus tiendas a dos millas de la puerta de occidente.

—¿Y los kadjar?

—A esta hora se acercan, aprovechándose de la oscuridad.

—¿Y los artilleros del cuerpo de camellos?

—Son fíeles, Nadir. Lo he comprobado esta mañana cuando el begler-beg ha pasado.

—Pero la población me parece inerme, Mirza.

—¿Quién te dice que entre esta gente están nuestros partidarios? No, Nadir: esos siguen en sus casas, y cuando las armas de los zembourektchi estallen, los verás precipitarse hacia la calle con el arma en la mano, gritando: «¡Viva Nadir sha!».

—¡Silencio! ¡Atención! Se cierran las puertas del palacio real.

—¿Significa que ha terminado el recibimiento?

Mirza no respondió. Con la frente arrugada, la mirada inquieta, miraba las puertas del palacio real que se cerraban con una cierta precipitación.

—¿Qué sucede? —murmuró—. ¿Se están tomando precauciones o bien se prepara alguna sorpresa?

—¿Temes algo, Mirza? —preguntó Nadir con aprensión.

—Sí.

—Pero los guardias permanecen en la plaza.

—Es cierto, pero… vayamos con el begler-beg.

Dejaron los soportales y, siempre acompañados por los cuatro taciturnos kurdos, que les seguían como sombras, se volvieron a mezclar con la multitud y se detuvieron poco después frente a un hermoso palacio.

Entraron en él, tras haber intercambiado algunas palabras con los siervos que vigilaban frente al portalón y que iban armados, y se dirigieron hacia el patio cuadrado, rodeado de pórticos.

Un hombre oculto detrás de una columna se adelantó.

—¿Y bien, señor? —preguntó dirigiéndose a Nadir.

—Suceden graves cosas en el palacio real —respondió en su lugar Mirza.

—¿Cuáles, sadri-azem?

—El palacio real ha cerrado las puertas.

—¿En esta noche de fiestas?

—Sí, begler-beg —dijo Nadir—. Y los lugartenientes de la policía hablan de una inminente insurrección.

—¿Nos han traicionado?

—¡A ti te lo pregunto! —dijo Nadir.

—¿Tal vez se ha filtrado algo? Tú sabes, señor, que nuestros partidarios son muchos y tal vez alguno ha dejado escapar una palabra imprudente.

—¿Están dispuestos los conjurados? —preguntó Nadir.

—Sólo esperan el retumbar de los cañones —respondió el begler-beg—. Mis fieles acaban de visitar ahora los barrios, por eso sé que todos están dispuestos a apoyar las tropas que nos son fieles.

—¿Crees que el sha podría escapar?

—Es imposible —respondió el begler-beg. La corte es demasiado numerosa para huir durante el tumulto de un asalto; y además rodearían en seguida los jardines reales.

—¿Comunican con los bastiones de la ciudad?

—Sí —dijo el begler-beg.

—¡Silencio! —dijo Mirza—. ¿No oís?

—¿Qué? —preguntó Nadir.

—¿No oyes un lejano griterío?

—¿Tal vez los kurdos que avanzan?

—Es medianoche, Nadir —dijo Mirza.

En aquel instante, sobre los bastiones de la ciudad se oyeron varios cañonazos y, al cabo de poco rato, otros todavía.

Luego, un profundo silencio. Después, por la parte de la plaza de Meidam se oyeron nuevos cañonazos, seguidos de un aullido terrible, y a través de la larga calle se vio pasar, desenfrenadamente, a la gente que gritaba.

—Los guardias del rey ametrallan al pueblo —dijo el begler-beg. Que traigan el caballo del sha.

Un corcel blanco, un soberbio animal del Korassán, espléndidamente enjaezado, con una larga gualdrapa de seda carmesí tachonada y adornada con piedras preciosas, fue llevado al centro de la cuadra.

—¡A caballo, Nadir! —gritó Mirza mientras otros veinte caballos salían de los soportales.

El joven Rey de la Montaña se desembarazó del largo manto kurdo, que cubría un traje de sha fulgurante de joyas, y desenvainada la cimitarra, espoleó al corcel saliendo a la calle, seguido de Mirza, del begler-beg, de los cuatro montañeses, que habían desplegado la bandera real del futuro rey, y de veinte caballeros, que con el kandjar empuñado vociferaban hasta enronquecer:

¡Viva Nadir sha!…