XVI

LA CONSPIRACIÓN

Nadir, empujado por una irresistible curiosidad y de un secreto presentimiento, se había levantado y miraba hacia las laderas de las montañas.

Una larga hilera de caballeros serpenteaba por los senderos, mientras que los cazadores y los bandidos, escalonados en los densos bosques, se juntaban rápidamente en los pasos y a la salida de las bocas, dispuestos a cerrar todos los pasos.

—Son éstos —dijo Harum que miraba atentamente a aquellos caballeros que subían a galope.

—¿Quiénes son? —preguntó Nadir sorprendido.

—Los khan de los kurdos, de los kadjary de las tribus militares, los beglerbeg y los jefes conspiradores de la capital —dijo Mirza.

—¿Y qué vienen a hacer?

—A prestar juramento de fidelidad a su futuro señor —respondió el viejo—. Esta noche se decidirá el asalto a la capital.

—¡Ah, mi buen Mirza!… ¡Cuánto te debo!…

—Tu padre te había confiado a mí, Nadir —prosiguió el viejo—. Hace muchos años que preparo la revolución, y las bajadas misteriosas que de vez en cuando realizaba a Teherán no tenían otra finalidad que mantener vivo, en el corazón de los viejos amigos de Luft-Alí el afecto hacia tu dinastía y el odio contra el traidor y usurpador. Tu desventura ha hecho precipitar los acontecimientos y ahora casi toda la población de la capital sabe que el heredero del sha Luft-Alí está vivo. Y la gente desea proclamarlo rey de Persia.

—¿Cuándo descenderemos a Teherán?… Temo por mi Fátima.

—Lo sabremos dentro de poco.

—¿Es posible que el sha ya la haya desposado?

—¿Has oído retumbar los cañones en las escarpas de Teherán?

—No, Mirza.

—Las fiestas no han comenzado, porque el sha no se casa sin mucha pompa.

—¿Volverá a ser mía, Mirza?

—Sí, Nadir.

—¿Y no temes que la mate?

—¿Por qué motivo? El sha desconocerá el objetivo del asalto.

—Pero tal vez sepa que estoy vivo.

—¿A través de quién?

—Del príncipe Ibrahim. Cuando he caído, lo he visto abalanzarse contra mí para matarme.

—Sí, pero para suprimir al rival del sha, el prometido de Fátima, no para matar al hijo del sha Luft-Alí, que cree que murió en el incendio del pabellón.

—¿Y si alguien me hubiese traicionado?

—En Teherán correría ya la sangre y el suplicio de los rebeldes habría empezado; por el contrario, la ciudad está tranquila.

—¡He aquí a los khanes! —dijo Harum.

En aquel momento los caballeros, escoltados por doscientos montañeses, los otros doscientos se habían quedado para vigilar los pasos y los bosques, llegaban a lo alto del altiplano, en cuyo extremo se levantaba, adosada a la roca de la montaña, la modesta vivienda de Harum.

Eran unos cuarenta: algunos vestían los humildes trajes de los dervis y hubiesen pasado por peregrinos, aunque por debajo de los largos mantos despuntasen las extremidades de los kandjar o de los kemkir y de las cinturas los mangos de los kard (puñales) o los cañones de las pistolas; otros estaban vestidos de kurdos nómadas y algunos de bacáls, o sea de mercaderes, o de loutis, amaestradores de animales.

De rasgos aguerridos, de gestos gallardos se adivinaba que era gente habituada a mandar y a empuñar armas.

Llegados al altiplano, descendieron de los caballos y formaron en espera de que llegase su futuro señor, mientras que los montañeses se colocaban detrás de ellos en semicírculo, apuntándoles con sus largos fusiles.

Nadir fue a su encuentro y dio la tradicional bienvenida:

—Alá esté con vosotros.

Entonces Mirza, adelantándose e indicando al joven rey, dijo, mientras Harum izaba sobre la cabaña una bandera real con el sol llameante en medio y un león rampante:

—He aquí vuestro señor, el legítimo sha de Persia, el dueño de Irán, de los montes y de las llanuras, de los ríos, de la ciudad y de los pueblos comprendidos en nuestros confines.

Los cuarenta caballeros se arrodillaron, tocando el suelo con la frente, y un heraldo de ellos dijo:

—Deponemos nuestras vidas en manos del poderosísimo señor del Azerbaidján, del Chilant, del Masenderand, del Dabistán, del Taberistán, del Kumis, del Korassán, del Kouhistán, del Kermán, del Farsistán, del Irak, del Laristán y del Kurdistán: juramos fidelidad por el sagrado Corán del Profeta, y que Alá maldiga a quien infrinja el juramento.

Luego, cuatro de entre ellos se levantaron y se acercaron a Nadir.

Uno dijo:

—Soy el khan de los kurdos. Manda.

—Yo —dijo el segundo— soy el khan de las tribus reunidas de los jakaroubach y de los erechlon bajo el nombre de kadjar; mis hombres son tuyos.

—Y yo —dijo el tercero— soy el más anciano de los begler-beg: juro fidelidad al nuevo sha del Irán, por parte de nuestras ciudades.

—Y yo —añadió el último— soy el khan de las tribus militares y respondo de la fidelidad de mis caballeros.

—Gracias, mis valientes —dijo Nadir—. Sabré recompensaros vuestra fidelidad, cuando ocupe el trono de mi padre.

Entonces, los cuarenta caballeros se levantaron y, unidos a los montañeses, gritaron:

—¡Viva Nadir sha!

—Que los khan y los begler-beg más ancianos nos sigan —dijo Mirza—. Por el momento ejerzo la función de sadri-azem (primer ministro) del futuro sha.

—No encontraréis a ninguno ni mejor ni más fiel —dijo Nadir—. A ti mi primer reconocimiento, mi viejo Mirza, y a ti te nombro, sin más, mi primer ministro efectivo.

—Soy demasiado viejo; me basta velar sobre ti.

—Te lo impongo, Mirza; es el sha quien empieza a mandar.

—Me rebelo, Nadir.

—Silencio, Mirza; a tu puesto.

Entraron en la cabaña de Harum, seguidos de los tres khan y del begler-beg más anciano, y se sentaron en sus divanes, mientras el montañés encendía su lámpara.

Mirza, que se había sentado junto al futuro sha, volviéndose hacia el khan de los kurdos, preguntó:

—¿De cuántos hombres disponen tus tribus?

—De tres mil —respondió.

—¿Y las tuyas? —preguntó, dirigiéndose al khan de los kadjar.

—De cuatro mil —respondió éste.

—¿Y las tuyas? —preguntó al khan de las tribus militares.

—De cinco mil —dijo el jefe.

—¿Están todos preparados?

—No esperan más que abalanzarse sobre la capital —respondió el khan.

—¿Cuántos soldados defienden la ciudad? —preguntó el viejo al begler-beg.

—Siete mil entre guardias reales y guardias del mir-i-ah-das (jefe de la guardia de la policía). Todas las demás tropas están en Georgia en guerra contra Rusia.

—Pero los artilleros del cuerpo de camellos, ¿están con nosotros?

—Sí, y dispongo de treinta y cuatro piezas y mil quinientos hombres.

—¿Son fíeles?

—Han jurado fidelidad sobre el Corán.

—¿Es posible contar con la población de la ciudad?

—Gran parte se pondrá a nuestro lado.

—¿Para cuándo son las fiestas para el matrimonio?

—Temo que para mañana por la tarde —respondió el be-gler-beg.

—No quiero que tengan lugar —exclamó Nadir.

—Y no lo tendrán —dijo Mirza.

Una detonación retumbó en la parte de Teherán.

Un begler-beg se levantó y salió precipitadamente; en la oscuridad vio un fogonazo, y luego se oyó una segunda detonación.

—Es el anuncio del adge —les dijo volviendo a entrar, pálido y agitado—. Mañana empezarán las fiestas.

Nadir emitió un suspiro escalofriante.

—¡Mi Fátima! —exclamó—. ¡Está perdida!

—Todavía no —dijo el viejo con una calma admirable.

Y dirigiéndose a los tres khan preguntó:

—¿Están preparados vuestros hombres?

—Sí —respondieron ellos.

—Está bien; tú, khan de los kurdos, mañana concentrarás a tus fuerzas frente a la puerta de occidente y esperarás la señal para entrar en la ciudad; tú concentrarás a las tribus frente a la puerta oriental; tú y tus kadjar en la del mediodía; y nuestros montañeses se ocuparán de la del septentrión.

—¿Y yo? —preguntó el begler-beg.

—Vendrás con nosotros para introducimos un la ciudad y mandarás a tus emisarios a agitar a los habitantes de los barrios que han abrazado nuestra causa.

—¿La hora dél ataque? —preguntaron los khan.

—Medianoche.

—¿La señal?

—Os la darán los treinta y cuatro cañones. Entrad en la ciudad y reuníos en la plaza de Meidam, desbaratando las tropas reales que os encontréis por el camino.

—Está bien —respondieron los khan.

—Marchad —dijo Mirza.

Los khan salieron, tras haberse inclinado tres veces frente a Nadir, montaron en sus caballos, y, con sus secuaces, se alejaron al galope por los senderos. En poco tiempo, desaparecieron entre los bosques de los valles inferiores.

—Harum —dijo Mirza, volviéndose hacia el montañés—, reúne a nuestros fíeles, y mañana les haces bajar a la llanura.

—¿Dónde nos encontraremos?

—En la plaza de Meidam. Dejarás veinte hombres para la escolta.

—¡Que Alá vele sobre nuestro sha! —les dijo saliendo.

Habiendo quedado solos, el viejo se volvió hacia el begler-beg que esperaba sus órdenes.

—¿Tu palacio es seguro? —le preguntó.

—Sí, sadri-azem.

—¿Puede hospedamos sin temor de ser descubiertos?

—Está defendido por cincuenta guardias devotos a la causa y ninguno de ellos conoce los subterráneos del palacio.

—¿En dónde te espera la escolta?

—En Ask.

—¿Tienes caballos y vestidos para nosotros?

—Todo está preparado, sadri-azem; tus órdenes han sido cumplidas.

—Ve a esperarnos en Ask.

—¿Cuándo llegaréis?

—Mañana al amanecer; mientras tanto, mandarás a tus emisarios a la ciudad para que nos adviertan en caso de emboscada.

—Confiad en mí; he jurado fidelidad al nuevo sha.

Se inclinó frente a Nadir, se juntó con su pequeña escolta, montó a caballo y se puso en marcha, descendiendo de la montaña.

—Mirza —preguntó Nadir con voz extremadamente conmovida—, ¿qué puedo hacer por ti?

—Nada, hijo mío; a mí me basta la felicidad de verte rey de Persia.

—Es grande lo que has hecho por mí.

—Es justo, Nadir, y un siervo fiel de tu padre no podía actuar de otra manera. ¿Y tu herida? ¿Podrás resistir una marcha por la llanura y tal vez un combate? Temo por ti.

—Me siento fuerte, Mirza, y lo seré todavía más mañana, cuando lucharé por el trono y por la mujer que amo.

—Vete a descansar, hijo mío. Mañana por la noche la capital saludará en ti a Nadir sha.