EL HERIDO
Las estrellas comenzaban a palidecer y una luz blancuzca se elevaba sobre las llanuras de levante, cuando los dos montañeses, llevando al Rey de la Montaña, cuidadosamente envuelto en un manto, llegaban frente a una humilde cabaña construida en la cima de una roca aislada, a pocos centenares de pasos de la zona nevada.
Reinaba un silencio absoluto. Los rumores de la llanura, en medio de la cual blanqueaba la capital del poderoso sha, no llegaban hasta aquellas cimas.
Los dos montañeses se detuvieron un instante, esparciendo miradas recelosas hacia los flancos de la montaña.
Allí abajo, en el fondo del valle, una masa negra avanzaba cautelosamente, desapareciendo bajo los tupidos bosques y apareciendo poco después en los senderos; eran los raptores que llevaban a Teherán a la muchacha.
Más arriba, entre los bosques y las rocas, un nubarrón de humo, que de vez en cuando se teñía de rojo y se levantaba vomitando olas de chispas, indicaba el lugar en donde habían estado enclavadas las grandes torres.
Más lejos, hacia el noreste, una superficie azulada, con reflejos de madreperlas, indicaba el mar Caspio.
El viejo Mirza, secándose las lágrimas que le regaban las mejillas, murmuró:
—¡Pobre muchacha! ¡Mi pobre Nadir! ¡Qué golpe tan duro para ambos!
—Entremos, viejo amigo —dijo Harum—. Me parece que al fin Nadir está volviendo en sí.
—¡Gracias a Dios! —dijo Mirza—. ¡Ojalá podamos salvarle!
Entraron en el tugurio.
Era una especie de cabaña construida con troncos de árbol, traídos desde abajo con grandes trabajos, con dos techos colgantes cubiertos de hojas y de piedras enormes, para poder hacer frente a la furia del viento.
Había en el interior dos viejos divanes, pieles de onagro, algunos halcones encapuchados colocados sobre palos y atados con cadenas de acero, un mosquetón y algunos kandjar.
Los dos montañeses colocaron con infinitas precauciones a Nadir sobre uno de los divanes; luego, encendiendo una lámpara, lo examinaron con ansiedad.
El joven Rey de la Montaña respiraba afanosamente; su rostro tenía una palidez mortal, sus ojos estaban hundidos, sus rasgos aparecían alterados por un intenso dolor.
Su espléndido manto, los calzones y la larga faja que le ceñía los costados estaban teñidos de sangre.
Mirza le extrajo la venda que le había puesto durante la huida para detener el flujo de la sangre y puso la herida al descubierto.
Era horrible: la larga lanza del caballero del rey le había descuartizado el pecho en sentido vertical en una longitud de veinte centímetros. La sangre, apenas frenada, surgió con violencia.
—Dame un poco de agua —dijo el viejo a Harum.
El montañés le alargó una taza de agua y un trozo de seda arrancado de la camisa del joven. Mirza lavó cuidadosamente la herida, volvió a unir con manos hábiles la carne descuartizada, buscó en la cintura y extrajo un estuche de oro adornado de zafiros.
—¿Qué haces? —preguntó Harum.
—Tengo un remedio precioso que sólo los sha poseen —le respondió.
—¿Qué es?
—Mumia.
—No te entiendo.
—Luego te lo explicaré.
Abrió el estuche, sacó de él una materia negra, parecida al betún, y la esparció por encima de la herida que en seguida se cerró lentamente, sin que de ella saliese ya ni una gota de sangre.
—¿Sanará? —preguntó Harum.
—Así lo espero —dijo Mirza, volviendo a cubrir al joven con el manto—. La herida ha sido tremenda, pero el arma de aquel miserable caballero no ha atacado a ningún órgano importante. Temía que le hubiese lesionado el pulmón; ahora estoy tranquilo y la mumia hará en breve su obra milagrosa.
—¿Pero de qué materia está compuesta?
—Es un fármaco muy eficaz para cicatrizar heridas. Se encuentra en ciertas cavernas de los montes Albours, cavernas que los sha hacen custodiar rigurosamente y guardan para ellos y para los príncipes amigos suyos. He encontrado este estuche entre los tesoros del sha, mi señor, y lo conservo celosamente.
—¿Qué hará Nadir en cuanto esté curado? ¡Pobre joven!… ¡Sería mejor que nunca hubiese bajado a Teherán para salvarme la vida!
—Cuando esté curado, Fátima ya no será suya —dijo el viejo llorando—. Reventará de dolor este desgraciado muchacho. ¡Qué terrible fatalidad pesa sobre su familia!… ¡Sus padres asesinados, el trono ocupado por un usurpador, y él aquí, herido, vencido, con el corazón despedazado! ¡Malditos!… ¡Un día Dios os castigará!…
—Son muy poderosos, Mirza. ¿Qué puede hacer ahora, Nadir?
—Allá, entre los tesoros del castillo, han quedado sepultados los tesoros de mi amo y señor. ¡Reuniremos un día a todos los montañeses y una noche nosotros, junto con los kurdos que contrataremos, todas las tribus de los iliatas que armaremos, nos lanzaremos sobre Teherán y morirán los traidores!…
—¿O sea que hay fabulosos tesoros enterrados bajo el castillo?
—El tesoro del sha asesinado: oro a montañas y cofres repletos de diamantes. Bastaría uno solo, la «luna de la montaña», para comprar a kurdos e iliatas, y no solamente a ellos, sino también a las tribus guerreras de los jaka-roubach y de los kadjar.
En aquel instante, el herido dejó escapar un gemido. Mirza y Harum se inclinaron sobre él. Nadir había abierto los ojos y los clavaba fijamente sobre ellos; luego extendió los brazos y agarró sus manos, apretándolas.
Dos lágrimas se deslizaron por sus pálidas mejillas.
—Fátima —murmuró con un hilo de voz.
—Calla, hijo mío —dijo Mirza sollozando.
Nadir emitió un profundo suspiro y una negra llama le iluminó la mirada.
—¡Me… la han arrebatado! —murmuró.
Un espasmo supremo alteró su rostro, y se llevó las manos al pecho, rastreando los dedos sobre las heridas sanguinolentas.
—Raptada —continuó con voz sorda—. ¿Dónde… estará… mi… Fátima?…
—Calla, Nadir —repitió Mirza.
—Fatalidad —sollozó el desventurado—. ¿Qué les hice yo… para que me la… arrebatasen? Y me han incendiado el castillo…, me han herido…, me han despedazado el corazón… ¡Si al menos… me hubiesen matado! Teherán…, ciudad fatal…, ¡ojalá no te hubiese… visto jamás…, ahora no estaría destruida… mi felicidad!
—¡Nadir!… —exclamó Harum, que lloraba como Mirza—. ¡Sí, es culpa mía, pero ignoraba el destino tremendo que te tenía que golpear! ¡Si no hubiese sido por mí, jamás habrías abandonado esta montaña!
Pero Nadir no le escuchaba. Su pensamiento volaba lejos.
—Te veo —repitió con voz mortecina—. Te vuelvo a ver…, mi querida y adorada muchacha…, en la estancia…, con las cortinas de seda azul…, bella como una diosa bajada del cielo…, como un rayo de sol… Me mirabas…, me llamabas leal…, me decías que era tu Nadir… ¡Y te han raptado!… ¡Ciudad fatal que me has seducido!… ¡La montaña no me bastaba a los veinte años!…
Un sollozo le sofocó la voz.
—Basta, Nadir —dijo Mirza—. ¿Quieres matarme de dolor, desgraciado? ¿Pretendes que este pobre viejo, que ha soportado tantas afrentas, que ha visto morir a su alrededor a cuantas personas amaba y que conoce a los traidores, a los asesinos, muera antes de vengarte?
—¿Vengarme?… —exclamó Nadir con voz ronca—. ¿Quién habla de vengarme? ¿De qué sirve la venganza… cuando he perdido a la mujer… a la que amaba…, para siempre? ¡Maldito destino! ¡Dejadme morir…, aquí…, en la montaña!…
—No, Nadir, tienes que vivir —dijo Mirza—. Un día volveremos a Teherán, pero ya no vencidos sino vencedores.
—¡Allí abajo…, en Teherán! —exclamó Nadir con una sonrisa triste—. ¡Teherán!… ¡Teherán!… ¡Qué cara me costó la visita que te hice!… Mejor habría sido… no abandonar jamás la montaña… Si jamás hubiese visto a los caballeros del rey… ni hubiese admirado los resplandores de tus cúpulas doradas… ni oído aquella voz… que me susurraba, misteriosamente, que la montaña ya no me bastaba…
Luego se llenó de desesperación, intentó arrancarse las vendas que le cubrían la herida, pero Mirza y Harum se lo impidieron. El desventurado muchacho, presa del delirio, ni siquiera reconocía a sus amigos.
Se debatía como un loco, intentando saltar de la cama e invocando con voz desesperada a la adorada muchacha. Aquel acceso, sin embargo, duró poco; y al poco rato se adormeció.
Cuando se despertó, parecía más tranquilo. Sonrió tristemente a Mirza y a Harum, que no lo habían abandonado ni un solo instante, y luego se encerró en un tétrico silencio y ya no habló ni de la muchacha, ni de Teherán, ni de los raptores, ni de su castillo.
Por la tarde, los supervivientes de la terrible batalla llegaron a la cabaña.
Eran dieciséis, en su mayor parte heridos: se habían salvado saltando por las ventanas del castillo en llamas y, habiendo descubierto las huellas de Harum y Mirza, las habían seguido, llegando hasta allí.
Fueron interrogados por el viejo, que temía que algunos de los guardias del rey siguiesen espiando todavía por los alrededores del castillo; pero no habían visto a nadie. Las tropas habían descendido a la llanura y las habían visto, durante el alba, entrar en Teherán. En el lugar en donde antes se levantaban las viejas torres no quedaban más que restos inmensos de maderas humeantes.
Oyendo que Nadir estaba todavía vivo, la alegría de aquellos valientes montañeses fue inmensa, y, ante el temor de que las tropas del rey intentasen otro golpe de mano, se escalonaron entre las rocas de la montaña, velando atentamente toda la noche, insensibles ante los vientos helados y los dolores de las heridas.
La noticia de la destrucción del castillo, del asalto de las tropas del rey, del rapto de la muchacha a la que el joven Nadir amaba se habían esparcido por la montaña, y cazadores y bandidos corrían para velar al herido.
La voz de que aquel joven era de sangre real y que debería haberse sentado en el trono de los sha persas, se había difundido y todos corrían a alistarse bajo su bandera para impedir, por parte del usurpador y del traidor, un nuevo atropello.
Ahora el Demavend se había vuelto inexpugnable. Cuatrocientos montañeses, avezados a todas las fatigas, resueltos incluso a hacerse matar por su joven rey, se habían esparcido por las laderas de la montaña, ocupando los bosques oscuros, vigilando los senderos, impidiendo el paso a todos. Conocedores como eran del lugar, no habría bastado un ejército para aniquiladles.
Los más atrevidos habían descendido hasta el mismo pie de la montaña y desde allí avisaban a todos los pueblecitos del Demavend, de Ask y de Karü, a fin de que ningún soldado pudiese acercarse, ningún espía infiltrarse.
Se podía decir que una red de acero y de fuego envolvió a toda la montaña, desde las cimas más altas hasta las primeras estribaciones.
La curación de Nadir, entretanto, gracias al milagroso fármaco de Mirza, avanzaba rápidamente; la herida, más dolorosa que peligrosa, aunque tan extensa, se cicatrizaba con una rapidez increíble.
No obstante, el desventurado joven, no estaba satisfecho. No hablaba nunca, ya no invocaba el nombre de su Fátima, sonreía tristemente al viejo Mirza y a Harum, cuando proyectaban arrebatar a la muchacha de las garras del sha.
El décimo día se levantó y por vez primera salió de la cabaña, acompañado de Mirza y Harum, y se sentó en una roca.
Al descubrir allí abajo, en la inmensa llanura, las centelleantes cúpulas doradas de Teherán, que el sol hacía brillar, lágrimas ardientes cubrieron sus párpados.
—Nadir mío —dijo Mirza con una dulce reprobación—, no llores.
El joven no respondió; con la cabeza entre las manos, miraba hacia la ciudad fatal y lloraba en silencio.
—Sé fuerte Nadir —continuó Mirza—. No lloran los hijos del sha, ni los montañeses del Demavend.
—Déjame que llore, mi buen Mirza —dijo el joven con rabia—. ¡Tengo el corazón despedazado!…
—Te vengaremos, Nadir.
—¿Pero quién me devolverá a la muchacha a la que tanto he amado? ¡Ah, Mirza! Soy el ser más desventurado de Persia entera.
—Basta, oh Rey de la Montaña —dijo Harum—. ¿Quieres volver a abrir una herida que todavía no ha cicatrizado del todo?
—¡Qué me importa! —exclamó el joven—. ¿O es que puedo vivir sin ella? ¿En qué se convertirá mi vida sin la sonrisa de aquella criatura suave? ¿Crees, Harum, que podrá soportar por mucho tiempo este martirio?… ¡Ah, el pensamiento horrible que me persigue día y noche!… ¡Yo aquí, vencido, con el corazón destrozado, y ella allí abajo, esclava envilecida de mi rival!… ¡Mirza, Harum; quiero descender a Teherán!…
—Todavía no, hijo mío —dijo el viejo.
—¿Pero a qué esperamos? ¿Qué tiene que suceder…?
—¿Qué espero? —dijo Mirza con voz grave—. Devolverte la felicidad perdida, Nadir.
—Quieres burlarte de mí, Mirza.
—No, Nadir —respondió el viejo, con voz todavía más solemne.
—¡Pero ella está allí abajo, entre los guardias del rey!
—Pasaremos por entre los guardias.
—¿Pero y si está en las estancias reales?
—Destruiremos las murallas del palacio real.
—Tú estás loco, Mirza.
—No, hijo mío.
—¿A qué esperas, pues?
El viejo se levantó y, mostrándole al joven la ciudad blancuzca en la gran llanura, dijo:
—Nadir, dentro de poco dominarás allí abajo y ocuparás el trono.
—¡Es imposible, Mirza!…
El viejo continuó:
—Allí late el corazón de toda Persia, Nadir. Mudo tras tantos años, ahora late por el hijo de Luft-Ali.
—¡Sueñas, Mirza!
—Mira: las llanuras que se extienden a tus pies habían pertenecido a tu antepasado Njir sha. Dentro de poco serán tuyas,
—¿Pero y mi Fátima?
—Volverá a ser tuya.
—¿Y el sha?
—¡Todos los traidores morirán!
—¿Y quién destruirá su poder?…
—¿Quién?… Las riquezas de tu padre —dijo—. El oro.
—No te comprendo, Mirza.
—En Teherán se está conspirando, Nadir. Tu nombre corre ya en los labios de la población y de las tribus guerreras de las llanuras. Los kurdos están con nosotros y han jurado por el Corán que lucharán por ti; los jakaroubach están afilando las armas; los erechlon están dispuestos a caer sobre la capital, y siete khan y tres begler-beg (gobernadores de provincia) han abrazado ya tu causa.
—¿Pero quién ha podido hacer este milagro?
—¿Quién?… Las inmensas riquezas de tu padre —dijo—. El oro ha vencido a tribus, príncipes, jefes. Y no sólo a ellos, sino también a los mismos soldados que vigilan las puertas de la ciudad.
—¿Y nosotros caeremos sobre Teherán?
—Con nuestros montañeses, los kurdos y los kadjar.
—¿Y volveré a tener a la muchacha?
—Y el trono. ¡Calla, Nadir!
—¡Ah, Mirza!…
—Silencio; ¡mira!…