XIV

EL ASALTO AL CASTILLO

Al oír aquella descarga y el rugido de los asaltantes, los montañeses, con gritos de furor, habían empuñado las pistolas y sus formidables kandjar, dispuestos a luchar.

Nadir, pasado el primer instante de estupor, se desembarazó rápidamente de los brazos de la joven que se había cogido a él como para protegerlo de las lanzas de los asaltantes, se precipitó hacia la puerta, apartando al muellah y a Mirza, que habían tratado de retenerlo; y, tras desenfundar su kandjar, gritó:

—¡A mí, montañeses!…

Ya no era un joven: parecía un gigante. Con los ojos en llamas, el rostro transfigurado por una inmensa cólera, el robusto brazo levantado desafiante, daba~miedo verlo.

A su llamada, todos los montañeses, con Harum a la cabeza, se precipitaron a través del zaguán, por las escaleras.

Eran hombres que no le tenían miedo a la muerte, que sabían manejar tanto el kandjar como el fusil, y que alimentaban todos, aunque por distintos motivos, un odio profundo hacia las tropas del sha.

Los enemigos, tras herir de muerte al centinela y hecha la primera descarga, hallando la gran puerta del torreón principal abierta, habían invadido las salas de la planta baja.

¿Cuántos eran? Muchos, sin duda, porque llenaban las salas y fuera se oía el griterío de los que no podían entrar.

Afortunadamente, si bien las estancias del viejo castillo eran espaciosas, las escaleras eran estrechas y en forma de caracol, y por tanto fáciles de defender.

Viendo precipitarse contra ellos con tanta vehemencia a los terribles montañeses con las armas en el puño, aquellos mercenarios, que quizá no esperaban encontrar excesiva resistencia ni tantos defensores, retrocedieron asustados, empujando a sus compañeros que se apiñaban junto a la puerta para entrar.

Nadir, situado en el fondo de la escalinata, gritó con voz de trueno:

—¿Qué queréis?… ¿Quién os ha autorizado a invadir el castillo del Rey de la Montaña?…

Un bin-bachi (coronel) del cuerpo de los kechikdji, o sea de la guardia real, se adelantó gritando:

—Nos ha autorizado el sha, el poderoso señor de Persia, de las montañas, de las llanuras, de los ríos y de los desiertos del Irán.

—¿Y qué quiere el sha, mi señor, de mí?

—La muchacha que le has arrebatado al príncipe Ibrahim.

—Ve a decirle al sha que esta muchacha me ama, que si no llega a ser por vuestro asalto brutal a esta hora sería ya mi mujer y que el Rey de la Montaña la defiende.

—El sha la quiere.

—¡A tu sha yo le desprecio!…

Un alarido de rabia acogió la frase atrevida del fiero joven.

Los soldados apuntaron las armas hacia él, pero los montañeses se abalanzaron furiosamente en medio de la sala cubriendo sus cabezas con los escudos y atacaron a los soldados con ímpetu desesperado, repartiendo sin misericordia golpes de sable y descargando sus largas pistolas.

Una contienda horrible se trabó entre las tropas del rey y los hijos del nevado Demavend. Las lámparas, destruidas por las lanzas o a golpes de kandjar, se habían apagado desde el primer asalto, y una profunda oscuridad reinaba en la sala, más densa todavía por el humo de las armas de fuego.

Nadir, desde el primer asalto, con dos golpes de kandjar había descuartizado el pecho del bin-bachi y ahora luchaba como un león en el centro mismo de los enemigos, abatiendo a diestro y siniestro.

Sus valerosos compañeros, en modo alguno asustados por el número de guardias que habían sido reforzados por muchos konohouni-akakari o soldados de infantería, luchaban con un furor inigualable, gritando hasta enronquecer para aumentar el terror y el tumulto.

Entre los disparos de los fusiles y las pistolas, entre el griterío de los combatientes, entre los gemidos de los heridos, se oía la voz de Harum que gritaba:

—¡Adelante, valientes hijos del Demavend, aniquilad a estos canallas!… ¡Viva el Rey de la Montaña!…

El ataque de los montañeses había sido tan impetuoso que los soldados, tras una breve resistencia, se habían precipitado confusamente hacia fuera de la sala.

Incapaces de servirse de sus fusiles, en la lucha cuerpo a cuerpo y en aquella densa oscuridad, habían salido al umbral del palacio, en donde se amontonaban tumultuosamente sus compañeros, que ahora habían rodeado todos los torreones.

Nadir, milagrosamente ileso, con su kandjar manchado de sangre hasta la empuñadura, no viendo ya a su alrededor a enemigo alguno, retrocedió hasta la escalera, ordenando la retirada.

Los guardias del rey, furiosos por el súbito fracaso, viendo que la presa se les escapaba, irrumpieron por segunda vez en la sala sembrada de muertos y moribundos, haciendo un fuego infernal.

No era posible ya volver a repelerles por segunda vez. Los montañeses, diezmados, con las pistolas cargadas, se refugiaron en las salas superiores, cerrando tras de sí las macizas puertas de hierro, que podían oponer una larga resistencia.

Haciendo balance de muertos y heridos, vieron que quedaban en pie treinta y siete: veintitrés habían quedado en el campo de batalla.

—¡Mirza! —gritó Nadir precipitándose en la estancia nupcial—. ¿Dónde está mi Fátima?…

—¡Hijo mío! —gritó el viejo corriendo a su encuentro más pálido que un lienzo recién lavado—. ¿Te han herido?

—No, mi buen Mirza, pero nos destruirán a causa del número.

—O sea que Harum no se había engañado.

—No; los traidores se ocultaban ya en los bosques.

En aquel instante, Fátima, a la que sostenía el muellah, compareció, temblando de horror. Se echó en brazos de su prometido, exclamando con una voz sofocada por los sollozos:

—¡Oh, no me dejes, mi Nadir!…

Una descarga violenta, que hizo temblar las paredes del castillo y el techo, retumbó fuera, seguida de un alarido feroz. Nadir apretó contra su pecho a la muchacha.

—¡Me la robarán! —exclamó con acento desesperado—. ¡He aquí la secreta angustia que me destrozaba el corazón!

De repente, se incorporó con los ojos llameantes y los rasgos contrahechos por un tremendo acceso de furor.

—¡No! —gritó—. ¡El sha no me la arrebatará!… ¡A las armas, mis valientes montañeses! ¡Dios está con nosotros!

Los guardias del sha volvieron a la carga, dispuestos a expugnar el viejo castillo y a acabar con aquel puñado de defensores. Veinte veces más numerosos, bien armados y disciplinados, no se tenían que cansar demasiado, aunque las torres fuesen altas, las puertas robustas y bien conocido el valor de los hijos de la montaña.

Aprovechándose de su superioridad numérica, asaltaron el viejo edificio desde todas partes. Mientras que unos, armados con troncos de árboles y con estacas sacadas de la cuadra, hundían las puertas desquiciándolas; otros hacían cargas terribles contra las ventanas para impedir que los defensores subiesen a ellas y desde allí disparasen con las pistolas y arcabuces; otros todavía, más ágiles, se encaramaban por las paredes, agarrándose a los salientes de las torres, en las hendiduras, en las rejas, procurando alcanzar las ventanas para irrumpir en las salas superiores.

Nadir, Harum y Mirza habían organizado muy pronto la defensa. Impotentes para repeler a los enemigos en todos los puntos, dada la escasez de defensores, se habían acuartelado en la habitación nupcial, después de haber puesto barricadas en las puertas con divanes y de haber cerrado las ventanas. Puesta a salvo la muchacha, acostándola sobre una montaña de almohadas y de alfombras enrolladas para defenderla de las flechas que penetraban en la sala, animaba a los montañeses, que corrían de un lado para otro, a donde el peligro parecía mayor.

Algunos hombres habían caído; otros resistían valientemente y a las descargas respondían con nuevas descargas, al grito de:

—¡Viva el Rey de la Montaña!

De repente, fuera se oyeron gritos de terror. Nadir y Harum, sin hacer caso de las flechas que penetraban agujereando las ventanas, se precipitaron hacia la ventana. Abierta la contrapuerta, retrocedieron entre gritos de angustia.

—¡Arde el castillo!

Una luz rojiza iluminaba una torre, que los soldados del rey habían ocupado, y se proyectaba sobre los bosques vecinos, rompiendo las tinieblas. Las brasas escapaban por entre las almenas y, transportadas por un viento frío, erraban caprichosamente por entre los precipicios, cayendo en los valles de la parte inferior.

De las ventanas hundidas de los torreones salían lenguas de fuego y caía una lluvia de tizones ardientes, mientras que los soldados, aterrados, salían precipitadamente, agarrándose a las murallas, a los salientes, a los vanos, dando alaridos por entre las pesadas nubes de humo que les envolvían.

¿El fuego había sido provocado por una mano enemiga para obligar a los defensores a rendirse, o la estopa encendida de un arcabuz, penetrando por una ventana, había incendiado tapices y divanes de las habitaciones superiores? En cualquier caso, el torreón ardía y los montañeses corrían el peligro de morir asados vivos.

—¡Mirza! —gritó Nadir—. ¡El castillo arde! ¡Salva a mi Fátima!

La respuesta del viejo se perdió entre un clamor ensordecedor. A través de una puerta hundida bajo los golpes irresistibles de una viga manejada por treinta hombres, los guardias del sha penetraron en la sala con el kandjar en el puño. Eran treinta, cuarenta, cien hombres furiosos, sedientos de sangre y ebrios de venganza; otros se les juntaban, precipitándose en el zaguán y subiendo los escalones de cuatro en cuatro.

Para mayor desgracia, también una ventana había cedido y varios hombres, que habían escalado hasta el alféizar agarrándose a las rejas, irrumpieron en la sala nupcial.

Nadir, el viejo Mirza, Harum y los montañeses se lanzaron como toros heridos contra los asaltantes, para impedirles el paso.

Entre las lámparas despedazadas, los tapices, las alfombras, los espejos estrellados, detrás de las columnas, a lo largo de las paredes, en torno al lecho nupcial, cargado de sangre, los valientes hijos de la montaña combatían con furia suprema, como hombres ya destinados a la muerte, arremetían contra pelotones de enemigos, los repelían, a golpes de sable, los apuñalaban; pero a los caídos seguían otros hombres, que de nuevo irrumpían a través de la puerta o que entraban por las ventanas ahora indefensas, saltando por el alféizar.

La sangre corre a torrentes, los heridos se multiplican y los muertos se amontonan por doquier, pero la lucha continúa con furor creciente mientras que el incendio se propaga de torre en torre y el viejo castillo arde, iluminando la montaña como si fuese una antorcha.

Entre los aullidos de los combatientes, las paredes y las enormes murallas caen con un zumbido seco, pero no por ello se detiene la lucha.

La sala está llena de soldados y de guardias que intentan detener aquel puñado de valientes, cuando resuena un aullido de triunfo, seguido de un grito escalofriante de mujer:

—¡Socorro, Nadir!…

El Rey de la Montaña, que se bate al frente de sus montañeses, lanza un verdadero rugido. Los soldados del sha, precipitándose por entre las almohadas y las alfombras, detienen con un esfuerzo supremo a los montañeses, aferrando a su prometida y llevándosela.

Ebrio de dolor, no haciendo caso del peligro, Nadir persigue a los raptores. Un pendiah bachi (sargento) le cierra el paso; el kandjar del joven lo hunde a tierra sin vida; pero un ghoubam de estatura gigantesca cae sobre Nadir con la rapidez de un rayo.

La larga cimitarra del caballero del rey se hunde en el pecho del joven, que cae al suelo murmurando:

—¡Mi adorada Fátima!…

Un viejo de barba blanca, con la mirada ardiente como un tigre, vestido lujosamente, se le echa encima para rematarlo con un golpe de kemchir (lanza); pero Mirza, que había seguido a Nadir, se le pone delante, gritando con un acento terrible:

—¿Me reconoces, traidor?…

—¡Mirza! —exclamó el viejo retrocediendo—. ¿Tú todavía vivo?

—¡Sí, para castigarte, maldito!…

Mirza cayó encima de él con el kandjar empuñado; pero los guardias del rey, que huían desordenadamente a través del humo y las brasas, lo vieron y se lo llevaron consigo.

Cuando Mirza, que había caído al suelo, se incorporó, la amplia sala estaba llena de cadáveres y de heridos, que se arrastraban por las alfombras, emitiendo alaridos escalofriantes, desesperados.

En medio de aquel mar de humo, descubrió a un hombre alto que llevaba entre sus brazos robustos el cuerpo inanimado de Nadir.

—¡Harum! —gritó con voz sofocada.

—Huyamos, Mirza —respondió el montañés—. El castillo está a punto de hundirse.

—¿Ha muerto? —preguntó el pobre viejo ahogado en sollozos.

—No lo sé. ¡Huyamos o será demasiado tarde!…

Los dos montañeses, pasando por encima de los cadáveres y de los heridos, atravesaron corriendo la sala, bajaron precipitadamente las escaleras, se parapetaron en el humo que se hacía cada vez más denso en el corredor y salieron a campo abierto.

A la luz del inmenso incendio, vieron a los soldados del sha descender a la carrera los abismos de la gran montaña.

—¡Malditos para siempre!… —vociferó Mirza, mostrando los puños.

—Ven, viejo amigo —dijo Harum—. Allí arriba, entre las nieves, encontraremos mi tugurio.

Se encaramaron por las rocas y entraron en el bosque en el momento mismo en que el viejo castillo se hundía con inmenso fragor entre el torbellino del incendio.