XIII

LA TRAICIÓN

Los matrimonios persas son tan singulares, que merecen que nos detengamos un momento en ellos.

Tanto si el pueblo es mahometano o turco, puesto que no hay entre sus religiones más que ligeras diferencias, sin embargo el adge (que así se llama la ceremonia del matrimonio) es muy distinta de la de los musulmanes de Europa y del Asia Menor.

El amor sólo cuenta en muy raras ocasiones. Los padres, en general dos amigos, se entienden entre ellos, tratan de la dote que deben asignar a los hijos y, cuando han llegado a un acuerdo, determinan el día para el adge. De esta manera, ocurre a menudo que los esposos se unen sin haberse visto jamás, porque los persas no toleran que los jóvenes hablen o vean a sus hijas.

Determinado el día, el padre de él y el de ella anuncian a los parientes y a los amigos que tienen que tomar parte en la fiesta, que suele durar media semana e incluso una semana entera.

El primer día está destinado a recibir a los amigos y a los parientes. El padre del esposo convoca a su casa a unos cuantos músicos y bailarines, invita luego a las personas que deben tomar parte en el adge, los cuales intercambian saludos, mientras les son servidos helados y dulces. Se charla, se oye música, se baila, se come y se bebe, y esta primera fiesta se alarga hasta muy tarde.

El segundo día, hacia el atardecer, los músicos van solemnemente, seguidos por los siervos de la esposa portando antorchas, a casa del esposo, al que ofrecen el henné, especie de polvos amarillentos, muy usados por los persas y que sirven para teñirse las manos y los pies de un amarillo oscuro.

El tercer día, el esposo se dirige al baño, acompañado de dos parientes o amigos, que tienen que ayudarlo, y que por esta razón reciben los nombres de «mano derecha» uno, y de «mano izquierda» el otro; el esposo se viste el vestido nuevo que le ha regalado la esposa y es conducido de nuevo a su casa acompañado por una legión de músicos. El mismo baño hace la prometida, que es acompañada a su casa por un séquito parecido.

Se espera al atardecer, para que la ceremonia resulte más imponente y, apenas han descendido las tinieblas, el prometido envía a la muchacha un caballo blanco, elegido de entre los más bellos de la cuadra y que debe llevarla a su casa, o bien un espléndido tartaravan, especie de carroza tirada por dos muías blancas. Los parientes y los amigos conducen a uno y otro, llevando gran número de fuegos artificiales y de antorchas encendidas.

La prometida, vestida con su vestido más lujoso, pero enteramente cubierta con un velo blanco y llevando un espejo en la mano, sale montada a caballo o en la carroza y se dirige a la casa del futuro esposo, precedida por una multitud de músicos y seguida y ‘flanqueada por todos los invitados, que van lanzando fuegos artificiales.

A treinta pasos de la casa, todos se detienen. El esposo, que ya la está esperando en la puerta, se adelanta llevando en la mano una naranja que arroja hacia la mujer, y luego huye; los parientes y los amigos le siguen, le detienen antes de que penetre por la puerta, lo agarran, y a pesar de la resistencia que él tiene que hacer, le arrebatan el sombrero y se lo llevan a la esposa, que sólo con este sombrero puede entrar.

Los persas, que son supersticiosos, más probablemente que otros pueblos, se fijan con atención en el acto de lanzar la naranja y observan si el esposo opone mucha resistencia a los amigos que le quitan el sombrero; si el fruto ha ido demasiado lejos y si la lucha ha sido ensañada, ¡deducen que el matrimonio será muy feliz!…

La esposa, llevando en la mano el sombrero, seguida por los invitados, desciende del caballo, entra en la casa y sube hasta el segundo piso, en donde el esposo tiene que esperarla, para demostrar que el señor de la casa es únicamente él.

Ambos son llevados luego a la estancia nupcial, en medio de la cual ha sido preparado una especie de diván formado con un gran almohadón de seda y un tapiz.

Sobre el diván se coloca el espejo que llevaba la esposa, y a los lados se colocan dos grandes candelabros adornados con flores y con cintas, y el muellah une frente al espejo las manos derechas de los esposos; el esposo debe pisar con el pie derecho el de la esposa, en señal de señorío.

Es pronunciada luego la frase: «Alá esté con vosotros» y los dos prometidos son ya esposos.

Empiezan luego la música, los bailes, los cantos, y las fiestas suceden a las fiestas.

Aunque en el viejo castillo del Rey de la Montaña todas estas ceremonias resultasen imposibles, porque los prometidos no tenían allí parientes ni una casa propia, Mirza había tenido gran cuidado en que la fiesta resultase imponente, tal como lo merecían el grado y la dignidad de los esposos.

Desde la mañana, había reunido en el castillo a una treintena de sus esforzados cazadores, para que le ayudasen en los preparativos.

Las ricas alfombras fulgurantes de oro y piedras preciosas, los espléndidos tapices que un día habían adornado las paredes del palacio real de Teherán habían sido rescatados del polvoriento desván en donde dormían después de tantos años y habían sido colocados en los amplios salones del castillo, mientras que las banderas y gallardetes en medio de los cuales campeaba el sol brillante, emblema del sha, habían sido desplegados en los torreones.

La estancia nupcial, adornada espléndidamente, no esperaba más que a los esposos.

Mirza, que trabajaba como cuatro a pesar de su avanzada edad, la había embellecido con grandes jarrones de porcelana china, regalos del embajador del Celeste Imperio a su rey, que contenían hermosos ramilletes de rosas silvestres, que derramaban a su alrededor un intenso perfume.

El diván destinado a la ceremonia estaba ya preparado, con las almohadas vueltas hacia Zebla, o sea la Meca, y a ambos lados habían sido colocados dos inmensos candelabros de plata.

Nadir y Fátima, cada uno en su propia habitación, esperaban ansiosamente la llegada del muellah que debía bendecir su unión y la puesta del sol, ya que no estaba permitido el matrimonio más que tras la desaparición del astro diurno.

El joven se había puesto los vestidos más lujosos, los largos calzones de seda sujetos a la cintura con una larga faja azul, la camisa blanca de seda pura, un espléndido coulidje, especie, de chaqueta corta, en brocado rojo recamado en oro y adornada con diamantes, y en la cintura un chal de cachemir de gran valor, que sostenía un kandjar con la empuñadura de alabastro oriental empedrada de diamantes, que valía por lo menos veinte mil piastras.

Lleno de una inquietud y de una angustia que no sabía explicarse, paseaba nervioso por la estancia.

Siniestros presagios le asaltaban y prestaba oído atento a los rumores que el viento traía de la montaña.

A cada momento se asomaba a la ventana del torreón y aguzaba la vista hacia la montaña, escrutando ansiosamente los bosques, los valles, los abismos.

Mirza, que se le había acercado tras dar las últimas órdenes, lo miraba buscando las causas de aquella inquietud suya.

—¿Estás suspirando para que llegue el instante? —preguntó al fin.

—¿De desposar a la mujer que amo? —preguntó a su vez Nadir—. ¡Oh, sí, Mirza!…

—Pero estás inquieto, Nadir. ¡Y sin embargo todo está preparado! Fátima arde en deseos de convertirse en tu mujer, y dentro de poco Harum estará aquí con el muellah.

—Quisiera que estuviese ya aquí, mi buen Mirza.

—El sol no se ha puesto todavía, y el camino es largo. Sabes que el camino por la montaña es áspero y difícil.

—Pero te repito que ya quisiera verlo ahí.

—¿Qué temes? Harum es un hombre de palabra y te traerá el muellah.

—Tengo vagos recelos, Mirza —dijo el joven, plantándose frente a él—. No sé por qué razón, pero mi corazón me dice que una tremenda desventura se acerca.

—Tonterías de enamorado, Nadir.

—¡No, Mirza!

Era tal el acento de angustia en aquellas palabras que el viejo experimentó un escalofrío.

—¿Qué temes? —le preguntó de nuevo.

—No lo sé.

—Tu Fátima te ama y te espera.

—Sé que me ama mucho, Mirza.

—Los montañeses son todos amigos tuyos y estarían dispuestos a morir por ti.

—Sé que me son fieles.

—La montaña es tranquila y Teherán queda lejos.

—Es cierto, ¡pero tengo miedo, Mirza!…

En aquel instante, en los valles de la gran montaña, soñó una fragorosa detonación.

Nadir emitió un grito.

—¡Un disparo de fusil! —exclamó.

—¿Te descompones por esto? —preguntó el viejo, que sin embargo se había puesto ligeramente pálido.

—¿Disparos de fusil a esta hora?

—Será algún cazador que ha hecho fuego sobre un onagro o sobre un águila.

Nadir, cada vez más inquieto, se acercó a la ventana y miró hacia aquella vertiente de la montaña. Algunos cazadores habían salido del castillo y escrutaban atentamente hacia los bosques que empezaban a volverse muy oscuros.

—¿Véis a alguien? —preguntó Nadir.

—Oigo voces en el valle —respondió un montañés.

—Y caballos que relinchan —añadió el otro.

—¿Será Harum? —preguntó Mirza.

—Me ha parecido oír su voz —dijo otro—. Pero siento curiosidad por saber contra quién ha disparado.

Allí en el valle, que los bosques ocultaban, se oían voces humanas y herraduras de caballos que golpeaban las rocas de los senderos.

De improviso, resonó otra detonación y se oyó una voz que gritaba:

—Se diría que el espíritu del rey, que arde en el volcán, está enfurecido.

—¡Harum! —gritó Nadir.

Un hombre a caballo apareció en la revuelta del sendero y, levantando la cabeza hacia el castillo, respondió:

—Estamos aquí, Rey de la Montaña.

—¿Y el muellah viene contigo? —gritó Mirza.

—Lo llevamos nosotros —respondió el montañés—. Apresuraos, que ya se ha puesto el sol.

Las tinieblas lo penetraban todo rápidamente. Los picachos nevados de las altas cimas aparecían todavía dorados por los últimos rayos del sol muriente, aunque estaban ya coloreados de un tinte grisáceo.

Los bosques se habían vuelto ahora totalmente oscuros y ya no se distinguían los troncos de los árboles.

Los onagros se apresuraban a regresar a sus guaridas nocturnas y las águilas y los halcones volaban en bandadas, ocultándose entre las altas rocas o entre las almenas de las viejas torres.

Un viento helado descendía de las cumbres, haciendo murmurar las frondas de los árboles, mientras que en el cielo comenzaban a aparecer los primeros astros.

Harum, el muellah y la escolta apresuraron la marcha, superando casi a galope los últimos repechos del valle, y llegaron frente al castillo, en donde les esperaban los montañeses invitados a la fiesta.

Mirza, tras haber dado orden de que se encendiesen todas las lámparas de las salas, bajó a recibir en la puerta mayor del castillo, que se abría por vez primera después de tantos años, al muellah, dándole la bienvenida; le ayudó luego a descender del caballo y lo introdujo en la grandiosa sala de la planta baja, en donde mandó que le ofreciesen helados y dulces.

Mientras que el sacerdote musulmán, un buen viejo de luenga barba blanca, cubierto con un manto que le llegaba hasta las sandalias y con un gran turbante calado hasta los ojos, saboreaba los dulces, Harum entraba en la estancia de Nadir.

—Todo está dispuesto, Rey de la Montaña —le dijo entrando—. El muellah espera a los contrayentes, apresurémonos.

—Pero antes, una pregunta, mi fiel Harum —dijo el joven—. ¿Contra quién has disparado las dos veces?

—No lo sé, Rey de la Montaña —respondió el montañés.

—¿Has visto a alguien que se movía por el valle? ¿Enemigos tal vez? Harum, no sé por qué, pero tengo miedo.

—¿Temes algo?

—No lo sé. ¿Has visto a alguien?

—Pues… —dijo Harum, dudando.

—¡Habla!

—Entonces te diré que mientras atravesábamos el valle, me ha parecido descubrir una sombra en una esquina del bosque.

—¿Era quizás un montañés?

En el Demavend todos nos conocemos: bandidos y cazadores, todos somos amigos.

—¿A qué conclusión pretendes llegar?

—Que, si se hubiese tratado de un montañés, me habría venido al encuentro.

—¿Y por el contrario?

—Se escondió en el bosque, tras mi disparo de fusil. Si no hubiese llevado conmigo al muellah y no hubiese sabido que me esperabas con impaciencia, hubiese explorado en aquel bosque.

—¿Has vuelto a ver aquella sombra?

—Sí, pero mucho más allá, cerca de la salida del valle.

—¿Era la misma o era otra?

—Las tinieblas se habían vuelto más oscuras, no he podido distinguirla.

—¿Tal vez se trata de un espía?

—No sé qué decirte.

—¿Tal vez los soldados del sha se han enterado de que nos hemos escapado hacia aquí?

—¿Quién sabe que aquí existe un castillo? Los hombres de la llanura temen los vientos helados del Demavend y jamás han subido hasta estos picachos.

—Es verdad —dijo Nadir—. Tal vez mis temores son exagerados y hago mal al pensar en peligros probablemente imaginarios. ¡Ea, que la ceremonia tenga lugar!

En aquel instante, se abrió la puerta y compareció Mirza.

—Nadir mío —dijo—, la esposa te espera.

—¿Está todo dispuesto? —preguntó el joven suspirando.

—El espejo ha sido ya puesto sobre el lecho de la cámara nupcial.

—¡Oh mi Fátima!… —murmuró—. ¡Mía, mía!… Que puedas serlo para siempre y que sea una mentira esta misteriosa angustia que me atraviesa el corazón. Ven, Harum; ven, Mirza.

Salió de la estancia y entró en la cámara nupcial, que era la más amplia y la más bella del antiguo castillo.

Muchas lámparas doradas, suspendidas del techo, la iluminaban como si fuese de día, haciendo brillar los oros de las ricas alfombras de Kerman que cubrían el pavimento y los tapices de las paredes.

Sesenta montañeses, formados en círculo, con sus kandjar y sus pistolas en el cinto, esperaban a los esposos, mientras el muellah se había colocado frente al lecho nupcial, sobre el cual había sido puesto un espejo magnífico, con los bordes incrustados de zafiros y de rubíes de gran valor.

Cuando Nadir compareció, bello como nunca lo había estado, con la mirada fiera, el rostro ligeramente pálido que hacía resaltar vivamente sus bigotes negros y sus rasgos enérgicos, un grito resonó en la sala:

—¡Viva nuestro queridísimo Rey de la Montaña! ¡Viva el hijo del sha Luft-Alí!

—¡Que se acerque la esposa!… —indicó Mirza radiante de alegría.

Pronto se abrió la gran puerta y apareció Fátima, bella como el sol.

Apenas penetró, la envolvió un esplendor brillante: parecía que se zambullese en una nube de luz.

Jamás una mujer persa se había puesto un vestido tan espléndido, todo él de perlas y diamantes. Los tesoros de los famosos nababs indios podían palidecer frente a los del asesinado sha y su esposa.

El viejo Mirza, fiel guardián de las fabulosas riquezas del infeliz sha, había puesto a disposición de la muchacha los grandes cofres que desde hacía años reposaban en los sótanos del viejo castillo y había volcado sobre ella a manos llenas las joyas más preciosas del tesoro real.

Los amplios pantalones, el largo vestido de brocado tejido en oro, el ancho cinturón, el vaporoso velo blanco tejido en plata, los pequeños escarpines de piel rosada y puntiagudos, que en otro tiempo habían pertenecido a la esposa del sha, estaban cargados con las perlas más hermosas de Barhein, los más gruesos diamantes, los rubíes más resplandecientes, los zafiros más espléndidos.

Una diadema de oro coronada con un gran penacho atestado de piedras preciosas, múltiples hileras de gruesas perlas y brazaletes soberbios que suelen usar los reyes persas, completaban el vestido de la joven esposa.

Nadir, al verla, dejó escapar un grito de estupor y tuvo intención de correr a su encuentro con los brazos extendidos, exclamando:

—¡Fátima! ¡Luz de mis ojos!…

Sin embargo, Mirza lo detuvo, mientras el muellah, erguido ante el lecho nupcial, impartía la bendición de Alá a todos los presentes.

—¡Que se adelante la esposa! —gritó Mirza.

Fátima se adelantó, sonriendo a Nadir que la devoraba con los ojos, como si quisiera absorberla con la potencia de sus miradas, rojo de emoción y de alegría.

El muellah colocó a los esposos frente al espejo, puso la mano de Nadir en la mano de Fátima, el pie derecho de Nadir sobre el pie de Fátima, y luego, levantando las manos hacia el cielo y volviendo la cabeza hacia La Meca, la ciudad santa de Mahoma, gritó con voz de hombre inspirado:

—Que Alá sea…

No terminó.

Una descarga violenta explotó en el exterior y una lluvia de lanzas entró por la ventana, mientras que en los abismos de la montaña resonaban clamores feroces.

Un instante después un montañés ensangrentado, con las dos manos apretadas contra el pecho, se lanzaba en medio de la sala y caía a los pies de los horrorizados esposos, agonizando:

—¡Traición!… ¡Nos asaltan los guardias del rey!…