UNA HISTORIA TERRIBLE
Mirza, viendo el rostro de la jovencita que hasta aquel momento había creído un muchacho kurdo, se había quedado extraordinariamente sorprendido.
Inmóvil, a tres pasos de Fátima, con sus ojos fijos en los de ella, la miraba sin hablar. Parecía como si en aquel instante el recuerdo le atormentase.
—¡Mírala!… —repitió Nadir—. ¿Es digna de mí?
El viejo no respondió. Seguía mirándola con creciente atención, estudiando las delicadas líneas de su rostro, los ojos, la opulenta cabellera rubia, que se había desatado, cayéndole sobre los hombros como una lluvia de oro.
—¿Y bien, Mirza? —preguntó Nadir, sorprendido ante aquel silencio incomprensible—. ¿Por qué callas?
—Sueño… ¿O es que los años han nublado mi memoria?
—¿Qué murmuras? —preguntó Nadir—. Me pareces muy sorprendido, Mirza.
—Es cierto.
—¿Es que no es bella esta muchacha?
—Sí, como un rayo de sol.
—¿No es digna de mí?
—Sí, Nadir, pero…
—Continúa.
—¿Dónde la has encontrado?
—En Teherán, y a ella debo mi salvación. Sin ella, a esta hora tu Nadir ya estaría muerto.
—¿Sabes Nadir que veo en sus ojos el mismo brillo fiero que descubro en los tuyos?
—Es extraño, Mirza.
—¿Y sabes que en sus rasgos descubro trazos que he visto en el rostro de otra persona?
—¿De cuál? —preguntó el joven con estupor.
—De una mujer que tenía la cabellera totalmente rubia y los ojos negros.
—¿Quién era?
—Tu madre, Nadir.
—¡Miradme!… ¿Estás soñando, Mirza?
—No, no sueño.
—¡Es imposible!
—Y, sin embargo, es verdad, Nadir.
Se acercó bruscamente a la muchacha, que no estaba menos estupefacta que Nadir, y le preguntó:
—¿Cuál es tu nombre?
—Fátima —respondió ella.
—¿Y el de tu padre?
—No lo he sabido jamás.
—¡Pero habrás tenido un padre!
—Jamás lo he visto.
—¿Lo han asesinado, tal vez? —preguntó Mirza con voz agitada.
—Lo ignoro.
—Pero ¿y tu madre?
—Jamás la he conocido.
—¿Estabas sola en el palacio?
—No, estaba en el palacio de un príncipe.
—¿Cómo se llama?
—Hadgi Ibrahim.
Mirza emitió un grito. Se echó atrás, pálido como un muerto y cayó sobre un cojín, como si repentinamente le faltasen las fuerzas. Un rayo feroz atravesó su rostro y sus rasgos, tan dulces, asumieron, en aquel momento, una expresión salvaje que asustaba.
—¡Él! —exclamó con intraducible acento de odio—. ¡Él!…
—¡Mirza! —gritó Nadir precipitándose sobre él—. ¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?… Habla de una vez.
Mirza se incorporó; aquel acceso inexplicable de furor parecía como si de repente se hubiese calmado. Se acercó a Nadir y a Fátima, y, uniendo sus manos, dijo:
—Dios ha hecho un milagro, hijos míos; ha reunido a dos víctimas de la infamia de un pariente vuestro común, nacidas ambas en las gradas de un trono. Vuestros progenitores pueden bendeciros y ayudaros desde allá arriba.
Luego, estalló en un llanto incontenible.
—Mi buen Mirza —dijo Nadir—, ¿por qué lloras?
—¿Acaso no somos hijos tuyos? —dijo Fátima.
—El llanto es beneficioso tal vez —respondió el viejo—. He amado tanto a vuestros padres, que cada vez que pienso en ellos, el corazón se me oscurece.
—¿Pero quiénes somos? —preguntaron Nadir y Fátima.
—Ambos hijos del sha.
—¿Por tanto somos parientes?
—Sí, hijos míos.
—Pero ¿de qué forma? —preguntó Nadir.
—Lo sabréis en seguida.
—¿Y nuestros padres han muerto? —preguntó Fátima.
—Sí, muchacha: han sido asesinados.
—Pero ¿por quién? —preguntó Nadir—. Dímelo, Mirza, para que pueda arrancarle el corazón.
—Por un hombre que es casi tan poderoso como el sha y que es pariente vuestro.
—¿Por el príncipe Ibrahim?
—Por él, Nadir.
El joven montañés soltó un alarido de rabia, mientras que Fátima escondía horrorizada su rostro entre las manos.
De un salto, Nadir agarró un arcabuz que estaba en un extremo de la sala y se precipitó hacia la puerta, gritando con voz atronadora:
—¡A mí, montañeses!…
Mirza corrió detrás suyo y, aferrándole por el brazo, le preguntó:
—¿Adónde vas, desgraciado?
—¡A vengar a mi padre y a mi madre! —respondió el joven con ferocidad.
—¿Quieres que te asesinen?
—El Rey de la Montaña no teme la muerte.
—¿Y tu, Fátima?… ¿O es que ya no la quieres?
—¡Nadir!… ¡Oh, mi valiente Nadir! —exclamó la jovencita, extendiendo sus manos hacia él.
En aquel mismo instante apareció en la puerta Harum, seguido de diversos montañeses. Llevaban en la mano fusiles y habían saltado, creyendo que el joven Rey de la Montaña corría un serio peligro.
—¿Qué deseas, Rey de la Montaña? —preguntó Harum.
—Nada —dijo Mirza, anticipándose a la respuesta de Nadir.
—¡Mirza! —exclamó el joven.
—¡Silencio, Nadir!… Te he amado siempre como si fueses mi hijo y tu padre te ha confiado a mí.
—Te obedezco, Mirza.
—Dime, hijito mío, ¿quieres a esta muchacha?
—Más que a mi vida.
—¿Quieres hacerla tuya? Es digna de ti.
—Sí, Mirza.
—Harum —dijo el viejo—. Marcha a Ask sin perder tiempo y busca al muellah de la mezquita: quiero que mañana se celebre el matrimonio.
—Estamos dispuestos a marchar, Mirza —respondió el montañés.
—Tomad caballos descansados en la cuadra del castillo.
—Está bien.
—Id, amigos, y procurad no caer en una emboscada.
—Llevamos nuestros fusiles.
Harum y los montañeses salieron. Fátima se echó en brazos de Nadir, murmurando:
—¡Cuánto te quiero!… ¡Soy demasiado feliz!…
—¡Mía, mía para siempre! —exclamó el joven apretándola en su pecho—. ¡Ah, ahora sí! ¡La montaña es hermosa!
—Hijos míos —dijo Mirza—, sentaos junto al fuego y escuchadme. Ya es hora de que sepáis quiénes sois.
Estuvo algunos instantes silencioso, como si le viniesen a la memoria lejanos recuerdos, y luego empezó a decir con voz grave y vivamente conmovida:
—Reinaba sobre Persia un sha leal, valiente, magnánimo, bueno, el mejor de cuantos reyes han gobernado nuestra patria. No temía a sus enemigos; era fiero como tú, Nadir, hermoso como tú, terrible para con los ambiciosos, y por ello se había creado formidables rivales que conspiraban para abatirlo. Biznieto del famoso Nadir sha, tan valeroso como él, había dominado a las tropas de los numerosos pre: tendientes que se disputaban el trono del sha Zaki.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Nadir.
—Luft-Ali.
—¿Mi padre, tal vez?
—Sí, tu padre, Nadir.
—¡Ah! ¡Sentía que por mis venas corre sangre guerrera! Continúa, Mirza.
—Contrariamente a las costumbres de otros sha, que se casan con cuatro mujeres y que en su palacio tienen a centenares de esclavos, joven todavía, se había casado con una sola mujer, la hija del valiente khan de Samarcanda, hermosa, rubia como tu Fátima, con los ojos negros, los rasgos delicados, un amor de muchacha, una perla que constituía el orgullo de la corte de Teherán; y de su unión, naciste tú. Persia, entre tanto, andaba muy revuelta; los pretendientes luchaban entre sí por todas partes y tu padre, a pesar de tantas victorias conseguidas y del amor de sus soldados y de su pueblo, no estaba seguro. Temiendo que un día fuese asaltado en Teherán por el feroz Mehemet, que le disputaba tenazmente el poder con un ejército numeroso, te dejó a mi cuidado, y yo te conduje a este castillo, en donde creciste ignorando siempre de quién eres hijo. Así lo había dictaminado tu padre para sustraerte a la crueldad de Mehemet. Tu madre tenía un tío, el príncipe Ibrahim, un ambicioso que aspiraba a llegar a ser poderoso. Sabiendo a qué precio habría pagado Mehemet una traición que le cerrase el camino al trono de Persia, éste conjuró contra tu padre y cayó una noche sobre Teherán, despertando a la población con el fragor de la artillería. Parte de las tropas, corrompidas con el oro, habían abrazado la causa de Mehemet y del traidor, y habían penetrado inesperadamente en la capital. No olvidaré jamás aquella noche tremenda, aunque viviese cien años. Se habían juntado aquel día en el palacio real la hermana de tu madre y su esposo, el khan de Irak-Adje-mi, llevando con ella a su hija, una niña rubia de pocos meses, con los ojos negros, bella como el corazón de una rosa.
—¿Quién era? —preguntó Nadir.
—Mírala —respondió Mirza—. Tu Fátima.
—Pero entonces nosotros somos…
—Primos, Nadir.
—¡Ah!… ¡Fátima!…
—¡Nadir mío! —exclamó la muchacha.
—¡O sea que la sangre no se equivocaba!
—No, no se ha equivocado —dijo Mirza—. Desde entonces han transcurrido quince años, pero en esta muchacha, en cuanto se ha quitado el turbante, he creído revivir a la pequeña que yo había visto en el palacio real de Teherán.
—Continúa tu historia, Mirza. A su tiempo el miserable pagará la infame traición.
—Tu padre —prosiguió el viejo, con voz cada vez más conmovida— ignoraba la conjura. En el palacio real todos dormían. Oyendo sonar inesperadamente el cañón, se despertó y se abalanzó de la cama empuñando las armas. Tu madre, aterrada, intentó retenerlo, pero él se lanzó a la sala del trono, gritando: «¡Guardias, a mí!…».
Era demasiado tarde. Los rebeldes, después de haber penetrado en la plaza de Meidam, habían sorprendido a los centinelas e invadido el palacio, pronunciando gritos de «¡muera!» y pidiendo la cabeza del rey. La población, aterrorizada, no se atrevía ni a salir de sus propias casas. Los guardias escapados a la masacre, los siervos, los criados, los guardianes huían por las salas, oponiendo una débil resistencia. Tu padre, en medio de tanto tumulto, no perdió la serenidad. Consiguió juntar consigo a un centenar de hombres, hizo bajar a tu madre y a los parientes con la pequeña y llegaron al jardín, haciéndose fuertes en un pabellón, cuyos macizos muros podían oponer una resistencia tenaz. Los asaltantes, cada vez más numerosos, ebrios de matanza, azuzados por los traidores, embistieron furiosamente contra el pabellón, hundiendo sus puertas y ventanas. Se inició una lucha tremenda. Se batían con fusiles, con las pistolas, con los kandjar, con los puñales, y entre los disparos, se oía la voz de tu padre que gritaba con voz de trueno:
«¡Matad a los traidores! ¡Ánimo, mis valientes!».
—¡Ah! —exclamó Nadir, poniéndose de pie con los ojos en llamas—. ¿Por qué yo no podría correr en su ayuda? ¡Infames!… ¡Y yo estoy vivo!…
Un sollozo sofocó su voz. También Fátima lloraba.
—Continúa, Mirza —dijo Nadir, secándose las lágrimas.
—Por tres veces los traidores fueron rechazados gracias a aquel puñado de valientes, pero al fin irrumpieron en el pabellón como una nube de humo. Me acuerdo cuando oí los aullidos feroces, porque estaba en el jardín, y desgarradores gritos de mujeres; luego vi volar por la ventana cabezas humanas y levantarse llamas abundantes. En medio del humo, entre los restos de los troncos ardientes, oí todavía disparos y vi a hombres que combatían tenazmente entre las paredes sacudidas; luego, el pabellón se hundió con un inmenso ruido, sepultando bajo sus cenizas a amigos y enemigos. Uno, sin embargo, pudo ser sacado vivo de entre las ruinas humeantes, y aquel desgraciado era tu padre.
—¡Infames! —repitió Nadir—. ¿Y no quieres que yo me vengue?
—A su tiempo los traidores de Luft-Ali morirán —respondió Mirza.
—Prosigue —dijo Nadir.
—Tu padre, encadenado como si fuese un malhechor, fue llevado por tu propio tío a Chiras y conducido al feroz Mehemet, el cual mandó que le arrancasen los ojos, y luego, cuando entró en la capital, lo arrastró en su séquito, haciéndole objeto de burla por parte del populacho.
—¿Y vive todavía este hombre vil? —gritó Nadir llorando de rabia.
—Es el sha que reina en Teherán.
—¡Y yo, que lo he visto y no lo he matado!…
—Tu desventurado padre, encerrado en un calabozo, vivió algunos meses, y luego Mehemet lo hizo asesinar junto con todos sus parientes.
—¡Y no me lo habías dicho! ¡Yo habría podido salvarle!
—Te habrías hecho matar inútilmente, Nadir, puesto que Mehemet es poderoso. Te oculté el horrible fin de tu padre, te impedí bajar a Teherán, temiendo que te descubriesen. Hice que los cazadores de la montaña te adoptasen, porque entre los cazadores se ocultan ricos señores caídos en desgracia por el sha actual y bandidos de Teherán, y éstos te proclamaron rey. Sentían, como por instinto, que llevas en las venas sangre real. Y no se engañaban. Eres hijo del rey. Tienes pocos súbditos, Nadir, pero en estos subterráneos se esconden tesoros inmensos, montañas de oro y cofres llenos de diamantes, con los cuales será posible juntar un ejército poderoso y hacer la guerra a los traidores. Todavía no ha llegado el momento, Nadir, pero hoy se está conspirando en favor tuyo en Teherán y los fieles amigos de tu padre sólo esperan que tú te presentes para empuñar las armas. Hoy son todavía pocos, porque se teme al sha. ¿Cuántos serán dentro de algunos meses? Muchos, hijo mío, y la tempestad que ruge sordamente en el interior de la capital persa estallará un día con una fuerza tremenda.
—¿Pero y Fátima? —preguntó Nadir—. ¿Por qué los asesinos no la han matado?
—En el furor de la refriega, un soldado enemigo la vio y le faltaron las fuerzas para matar a una niña pequeña. La recogió; la salvó de entre los muros que se derrumbaban y de entre las llamas del incendio y se la confío a una tribu de iliatas del mar Caspio. Supe más tarde que el traidor, horrorizado tal vez por aquella matanza, la hizo buscar y la acogió en su casa.
—¡Ah! —exclamó Fátima—. Yo ya sentía que aquel hombre era un traidor; me daba miedo.
—La sangre no se engaña, Fátima —dijo Mirza—. Ahora ya basta; hijos míos, dentro de dos horas surgirá el alba; tenéis que estar cansados. Dormid tranquilos que mañana el muellah os unirá para siempre.
Nadir encendió un candelabro y, conduciendo a la jovencita hacia una puerta lateral, le dijo:
—Es tu habitación. Sueña en mí como yo soñaré en ti, amor mío.
—Hasta mañana, Nadir mío —dijo ella radiante.
Cuando la puerta fue cerrada, Nadir se acercó a Mirza con los ojos brillantes y el rostro alterado por una tremenda emoción:
—Mirza —dijo con voz silbante—, quiero vengar los muertos de aquella noche terrible.
—Los vengarás, Nadir.
—¿Me lo prometes?
—Lo juro por tu padre y por tu madre —contestó el viejo.
—Está bien. ¡Ay de los asesinos el día en que el Rey de la Montaña vuelva a bajar a Teherán!