EN LA MONTAÑA
Los ocho caballos, espoleados hasta la sangre, volvieron a partir a la velocidad del rayo. Superado el primer repecho giraron hacia la vertiente opuesta sin disminuir la velocidad, dejando a un lado el sendero que conducía al pueblecito de Demavend, del que se adivinaban ya a lo lejos la silueta de la mezquita y su alta torre, que sirve de alminar a los muellah.
Era necesario mantener la distancia con respecto a los caballeros, que podían obtener noticias acerca de la dirección que habían tomado los que huían gracias a los iliatos acampados en la llanura arenosa. Si conseguían llegar al pie de la montaña antes de ser descubiertos, podían considerarse a salvo, puesto que aquellos parajes sólo los conocían los bandidos y los cazadores de la montaña.
Allí arriba, entre los picachos nevados de aquel monte grandioso, entre las torres del viejo castillo, ya nada tendrían que temer.
Harum se había colocado en cabeza del grupo e incitaba sin parar a su caballo pardo, lanzándolo por entre los valles estrechos y ensombrecidos de los tupidos bosques de enormes plátanos, de encinas y cedros. Nadir y Fátima lo seguían de cerca y tras ellos galopaban otros cinco montañeses, los cuales habían ya extraído los arcabuces de los arzones, para estar preparados y poder utilizarlos.
Tras haber atravesado diversos valles y llanuras salvajes, malsanas, casi sin vegetación, los caballeros escalaron al galope la primera cadena de colinas sobre las cuales aparece el pueblecito de Demavend.
Una vez ya todos en lo alto de la colina, se pararon para dar un poco de reposo a los caballos que llevaban tres horas galopando sin apenas descansar.
La vasta llanura se extendía frente a sus ojos hasta la capital, apenas visible ya, puesto que quedaba a una distancia de más de treinta y cinco millas.
La mirada penetrante de Nadir distinguió de repente un pelotón de veinte o treinta caballeros que galopaba hacia el pueblecito de Demavend, mientras que otros, mucho más lejos, recorrían la llanura en varias direcciones.
—Nos siguen, Harum —dijo.
—Lo veo —respondió el montañés—, y estoy contento de haber evitado el pueblecito. Nos habrían descubierto.
—¿Nos han descubierto ya?
—No, porque no se dirigen hacia nosotros.
—¿Dónde queda Ask?
—Allí arriba —respondió el montañés, señalando un grupo de casas apiñadas en el fondo de un valle.
—Hay que evitarlo.
—Pasaremos lejos de allí, Nadir.
—¿Se habrán dado cuenta los guardias, cuando salíamos de la ciudad, de que Fátima iba con nosotros?
—No lo creo.
—Entonces, ¿por qué nos siguen?
—Para saber quiénes somos.
—¿O sea que van a seguir a todas las personas que han salido de Teherán?
—Seguro, Nadir.
—¿Qué ventaja llevamos sobre aquellos caballeros?
—Al menos doce millas.
—Ya no nos alcanzarán.
—Así lo espero.
—¿Tienes miedo, Fátima?
—Cerca de ti, nada temo, Nadir —respondió.
—Mira, Fátima; allá arriba, entre los precipicios de la montana nevada, hay un viejo castillo; allá abajo está Teherán, la capital de toda Persia. Allí arriba no oirás más que el silbido del viento, los chillidos de las águilas, y sólo me verás a mí, al viejo Mirza y a los bandidos de la montaña; allá abajo está la grandeza, el esplendor, el poderío, el boato de una corte, como no existe otra en toda Asia. ¡Escoge!…
—Escojo tu amor, Nadir, y tu montaña —respondió la muchacha.
—No volverás a ver Teherán, Fátima.
—No me importa.
—La montaña es bella, pero allí arriba no hay lujos.
—Me basta tu castillo.
—Es fría la montaña, Fátima.
—Quiero vivir contigo, mi leal y valiente Nadir.
—Ven, pues, y te haré la más feliz de las mujeres.
—Adelante —dijo Harum.
Los caballos reemprendieron la marcha, ascendieron hacia las colinas que, sucediéndose las unas a las otras, formaban el primer repecho de la cadena de los Albours.
Dejaron a su izquierda a Ask y prosiguieron camino hacia el Demavend, que ahora quedaba a pocas millas y al que esperaban llegar en pocas horas.
Harum, buen conocedor del terreno, escogía los senderos
menos conocidos, procurando mantenerse en la parte interior de los bosques, oculto a los ojos de los pastores que podían hallarse en aquellos parajes y llevar a los pueblos la noticia de su paso.
Caía la noche cuando llegaron al pie de la enorme montaña, cuyas cimas aparecían doradas por los últimos rayos del sol.
Sin dar reposo a los caballos, con afán de llegar al derrocado castillo aquella misma noche, escalaron los difíciles y rocosos flancos de la montaña, bordeando abismos y precipicios, en el fondo de los cuales rugían los torrentes.
Un viento helado, que ululaba en las gargantas, hacía susurrarlas hojas frondosas de los enormes chopos.
Nadir se había quitado la chaqueta, la había puesto sobre los hombros de Fátima que temblaba de frío, puesto que no estaba habituada al extremado clima de la montaña nevada, y la animaba con sonrisas.
Los caballos, agotados tras la larga carrera, marchaban al paso, y se arrastraban fatigosamente subiendo por los escarpados senderos.
La oscuridad crecía de minuto en minuto. Los densos bosques proyectaban una sombra oscura sobre el grupo, y Harum se veía obligado a detenerse de vez en cuando para no extraviarse.
A los senderos sucedían nuevos senderos, cada vez más angostos, siempre más pedregosos, compuestos de fragmentos de lava negra, densa, pesada, mezclada de trozos de trapo de un color gris azulado; a las gargantas sucedían nuevas gargantas, cada vez más profundas, más oscuras, más salvajes, y a los bosques nuevos bosques, siempre más densos y oscuros. De vez en cuando, llegaba a oídos de los caballeros el mugir de los torrentes al caer sobre los flancos de la montaña o el rebuzno sonoro de un onagro que pasaba asustado, rápido como un rayo.
Este tipo de asnos son muy abundantes en la gran cadena de los Albours, pero viven también en los desiertos, en las llanuras del Sciuristan, del Faristan, del Segestan y del Kerman, donde viven en manadas numerosas. Son selváticos e indomesticables, pero a los persas les gusta su carne sabrosa y excelente, mejor todavía que la carne de buey.
A las once de la noche, el grupo llegaba a lo alto de la montaña, en el momento mismo en que el astro nocturno surgía en el horizonte, esparciendo sobre aquella inmensa aglomeración de picos, de rocas, de abismos y de selvas, sus rayos azulados, de una dulzura infinita. Nadir extendió la mano hacia lo alto, señalando con los dedos a la muchacha un grupo de torres, encaramadas en la cima de una montaña erguida.
—¿Lo ves? —preguntó.
—¿Un castillo? —preguntó a su vez Fátima.
—El mío.
—¿Llegaremos tarde?
—Dentro de una hora, amor mío.
—¿Nos esperará Mirza?
—No, pero veo allí arriba un punto luminoso: está velando todavía. Apresurémonos, Fátima: hace frío en el Demavend, pero allí encontraremos un buen fuego.
Los caballos, haciendo un último esfuerzo, se volvieron a poner en camino. Los pobres animales ya no podían más por la cuesta extremadamente fatigosa y por el frío, estando como estaban habituados al clima cálido de la llanura.
Incitados por los caballeros, superaron las últimas cumbres y a medianoche llegaron frente al viejo castillo, cuyas torres semiderruidas se alzaban como gigantescos fantasmas. Nadir saltó ágil a tierra y levantó de su silla a la joven.
—Ven, Fátima —le dijo—. Ahora ya no tienes que temer nada.
Luego, volviéndose hacia Harum, dijo:
—Lleva los caballos a la cuadra y ven a reunirte con nosotros junto con tus compañeros.
—No tenemos necesidad ni de fuego ni de comida —respondió el montañés—. El frío es nuestro amigo, y nos basta la cuadra como lecho. Sabes que estamos acostumbrados a todo.
—Pero tendréis hambre.
—Llevamos las alforjas llenas de víveres. Ve, Nadir, y duerme tranquilamente, que nosotros velaremos.
—Gracias, amigos: hasta mañana.
Los montañeses se quitaron cortésmente los turbantes, saludando a la joven fugitiva, y se alejaron con los caballos, siguiendo las murallas del viejo castillo.
—Ven, querida Fátima —dijo Nadir, tomándola de la mano.
—¿Y Mirza? —preguntó ella.
—Vela todavía.
—¿Qué dirá al verme?
—Será feliz de ver a su Nadir radiante de alegría y te recibirá como a la reina de la montaña.
El joven montañés se acercó al pie de una alta torre y retiró la piedra que cerraba la entrada. Llevando siempre a la muchacha de la mano, atravesó un largo corredor y se detuvo frente a una puerta maciza, cubierta de gruesas láminas de hierro, por entre cuyas hendiduras se colaban unos hilillos de luz.
Se sacó el kandjar y golpeó repetidamente con la empuñadura.
—¿Quién busca asilo a esta hora tan tardía? —preguntó una voz desde dentro.
—El Rey de la Montaña —respondió Nadir—. Abre, Mirza.
El viejo soltó un grito de alegría inexpresable; poco después la puerta se abría y una onda de luz iluminó el oscuro corredor.
—¡Eres tú, Nadir! —exclamó el viejo—. ¿Estoy soñando?
—Soy yo, buen Mirza —respondió el joven riendo.
El viejo lo estrechó contra su corazón, sollozando y riendo a un tiempo.
—¡Tú…!, ¡tú…! —repitió4arrastrándolo hacia el interior de la sala, mientras que los halcones, volviendo a ver a su señor, agitaban y abrían las alas, haciendo tintinear las cadenillas de plata.
—Sí, yo, mi buen Mirza —respondió Nadir.
—¿Quién es aquel joven kurdo? —preguntó el viejo, al descubrir a Fátima que se hallaba junto a una columna.
—Lo sabrás en seguida —respondió Nadir, sonriendo y enrojeciendo al mismo tiempo—. Lleva a aquel joven junto al fuego, porque debe tener frío.
La muchacha, que llevaba el rostro oculto bajo el turbante, se acercó a la gran chimenea, en la que ardía un enorme tronco de árbol que daba un calor benéfico, y se sentó silenciosamente en un almohadón de seda.
El viejo Mirza, que contemplaba a su Nadir, manteniéndolo siempre apretado junto a su pecho y acariciándolo, continuó con la voz rota por la alegría:
—He llorado tanto, ¿sabes?, mi Nadir.
—¿Y por qué, mi buen Mirza?
—Porque Teherán es fatal para ti.
—Y sin embargo he vuelto sano y salvo.
—Pero cuando he visto llegar a los montañeses sin ti, creí morir de angustia. ¡Ah! ¡No me dejes más, Nadir, si quieres que yo viva! ¿Por qué no has vuelto con ellos? ¿No pensabas acaso en tu viejo amigo?
—Si hubiese estado libre, hubiese volado hacia aquí, Mirza; pero cuando las tropas del sha nos acosaron para rechazamos, fui separado de mis compañeros y obligado a salvarme en la casa de un príncipe.
—¿Y no te han herido? —preguntó Mirza con angustia.
—No, aunque me han disparado varios tiros de fusil.
—¡A cuántos peligros te has expuesto, Nadir!
—Ya era hora de que el Rey de la Montaña supiese lo que es el fuego.
—¿Pero, y si te hubiesen asesinado? ¿Crees que habría sobrevivido a tu muerte?
—He vuelto vivo, Mirza.
—Pero jamás te dejaré volver a bajar a Teherán.
—Ya no tendré necesidad de ello.
—¡Ah, al fin!… ¿Es verdad que es más bella nuestra montaña?
—Ahora sí —dijo Nadir—. Más bella que Teherán, que el palacio del sha, que Persia entera, que…
Se calló, mirando fijamente alritjo Mirza, que estaba radiante de alegría y, pasándole las manos sobre sus hombros robustos que los años no habían logrado curvar, le preguntó:
—Mirza, ¿crees que a los veinte años la montaña basta?
—¿A qué viene esta pregunta, Nadir? —preguntó el viejo con inquietud.
—Es bella la montaña, Mirza, horribles sus abismos, soberbios los bosques, dulce el fragor de las cascadas, delicioso el viento en su ulular sobre las cimas nevadas; pero a un joven de veinte años… todo esto no le basta.
—Ya me lo has dicho, Nadir.
—Cuando el vientecillo de la tarde murmuraba dulcemente entre los bosques, cuando el aire estaba lleno del perfume de las flores, cuando el sol se levantaba dulcemente sobre el horizonte de color de fuego, había dentro de mí una sensación desconocida, extraña; el corazón me batía fuertemente y una voz interna me susurraba: «Adelante, Nadir, que la montaña ya no te basta».
—Me lo has dicho.
—¿Sabes qué significa esa extraña sensación, Mirza?
El viejo no respondió y sus ojos se clavaron en Nadir con creciente inquietud.
—Al principio yo lo ignoraba, pero desde que he bajado a Teherán, ya sé de qué se trata.
—¿Qué quieres decir, hijito mío?
El joven se le acercó todavía más y le preguntó:
—Mirza, ¿has amado alguna vez tú?…
—¿A qué viene esta pregunta, Nadir?
—Porque esta sensación desconocida que experimentaba, era ¡sed de amor!…
—¡Nadir!… ¿Qué sabes tú?… ¿Qué has hecho en Teherán?
—He sentido que mi corazón palpitaba.
—¿Por quién?
—Por una mujer bella como un rayo de sol, como una diosa caída del cielo.
—¿TÚ?
—Yo, Mirza,
—¿Pero sabes quién eres?
—Un hijo del nevado Demavend.
—No, Nadir.
—¿Quién soy, pues?
—Un hombre que podría un día llegar a ser poderoso como el rey que domina toda Persia.
—¿Un príncipe?
—Más que un príncipe.
—¿Pero qué dices, Mirza?
—Tú eres el hijo del sha.
—¡Yo, hijo del rey!… —exclamó Nadir, mirando al viejo con una cierta expresión que quería decir: «Pero tú estás loco».
—Nadir —dijo Mirza con voz grave—, ¿recuerdas a aquel guerrero cubierto de gemas que venía a contemplarte cuando estabas en la cuna?
—Sí —murmuró el joven poniéndose meditabundo.
—Aquel hombre era tu padre.
—Me lo has dicho.
—Era poderoso como el rey que señorea en toda Persia, porque también él era sha.
—¿Pero por qué estoy aquí mientras tendría que estar en el palacio real de Teherán?… ¿Qué le ha sucedido a mi padre?
—Lo han asesinado.
—¿Quién? —preguntó Nadir, mientras un rayo de cólera brillaba en sus ojos—. ¡Habla de una vez, Mirza!…
—No puedo, Nadir.
—¿Por qué motivo?… ¿Quién soy?… ¿No soy acaso un hombre? Tengo veinte años y siento correr por mis venas sangre de guerrero.
—No puedo, te lo repito. Si lo supieses, te matarían.
—¡Matarme! —exclamó Nadir, irguiéndose con violencia—. ¡No temo a ninguno, los desafío a todos!… ¡Habla, Mirza, lo quiero!…
—Te lo diré cuando me habrás dicho quién es la mujer a quien amas. Tendrá que ser digna de ti, del hijo de un sha.
—Es digna de sentarse en un trono, porque tenía que casarse con el sha.
—¡Desgraciado!… ¿Qué has hecho?…
—Me ama, la amo y se la he arrebatado al rey.
—Te matarán.
—No se mata tan fácilmente al Rey de la Montaña, Mirza. Este es mi castillo y aquí afrontaré el furor de mis rivales.
—Pero el sha es poderoso, Nadir.
—Lo sé.
—Te enfrentarás contra un ejército.
—No lo temo.
—¿Sabe quién eres?
—No me ha visto jamás.
—¿No sabe quién eres?
—No, e incluso ignora que la muchacha a la que amo está aquí arriba.
—¿Pero dónde?
—Nadir se acercó a Fátima que lo había escuchado todo y, quitándole el gran turbante y levantándola, dijo:
—¡Mírala!… ¿Es digna de mí?