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LA FIESTA DEL MARTIRIO DE HUSSEIN

Un lejano griterío que se aproximaba, creciendo en intensidad, despertó a Nadir, que había dormido profunda y plácidamente. No acordándose en el primer momento de que tenía lugar la fiesta del martirio y creyendo que las tropas del sha se apresuraban a asaltar la casa y llevarse a su prometida, se puso en pie; pero frente a él, se encontró a Harum, tranquilo y sonriente.

—¿Qué pasa, Harum? —preguntó Nadir.

—Es la fiesta que empieza —respondió el montañés.

—¡Ah!… Creía que asaltaban la casa.

—Nadie sospecha que se esconda aquí la muchacha en la que tú soñabas.

—¿Qué sabes tú de ella? —preguntó el muchacho enrojeciendo.

—Que la llamabás en sueños.

—La amo, Harum.

—Ya me doy cuenta —respondió el montañés sonriendo.

—¿Duerme todavía Fátima?

—No; se está vistiendo con los vestidos que le he comprado yo.

—¿Has salido tú, mientras dormía?

—No; he hecho vender tu diamante por 500 tomones y comprar los vestidos y dos caballos que deben correr como el kamsin del desierto.

En aquel instante, apareció en el umbral un joven kurdo, con un gran turbante en la cabeza, que le ocultaba gran parte del rostro, una rica arkalib, o sea una túnica de seda, cerrada a los costados con una faja de seda rayada, y un par de largos zirdjamé, especie de pantalones sujetos en los tobillos.

Nadir al verlo no pudo reprimir un gesto de sorpresa, volviendo la mirada hacia Harum para preguntarle qué pretendía aquel jovenzuelo, pero inmediatamente dejó escapar un grito de alegría.

—¡Fátima! —exclamó corriendo a su encuentro.

—¿O sea que el Rey de la Montaña ya no me reconocía? —preguntó ella sonriendo dulcemente.

—Si no te hubiese mirado a los ojos, no te habría reconocido bajo estos vestidos.

—¿Crees que van a descubrirme, Nadir?

—No, Fátima; confío plenamente en que no.

—¿Estás seguro, Nadir? —preguntó Harum.

—Sí, amigo.

—Entonces podemos asistir a la fiesta. Los amigos nos esperan en un lugar que conozco bien; allí encontraremos los caballos preparados para partir. Una permanencia prolongada aquí es peligrosa para todos.

—Adelante, Harum —dijo Nadir.

—Toma primero estas pistolas —dijo el montañés—. Y luego ve tú también a vestirte de kurdo.

—Gracias, Harum. La prudencia nunca está de más.

Nadir pasó a la habitación contigua y pocos minutos después volvía. Bajo aquel nuevo vestido era tan irreconocible como la muchacha y podía incluso afrontar el encuentro con el guardián Aliabad.

—Vamos —dijo Harum.

Se aseguraron de que las pistolas estuviesen cargadas, y luego salieron a la calle, mezclándose con el gentío que se dirigía hacia la inmensa plaza de Meidam.

Toda la población de Teherán se juntaba para asistir a la fiesta del martirio. Pasaban hombres en tropel, mujeres cuidadosamente veladas, muchachas; grupillos de kurdos, que habían conseguido entrar en la ciudad escalando quizá las murallas, dispuestos a aprovecharse del primer desorden para entregarse a sus instintos rapaces; bandas de iliatos, de kadjar, de jakaroubak, de ereholou y de montañeses llegados de la gran cadena del Elburs antes del cierre de las puertas.

A ratos se levantaban gritos ensordecedores; la multitud se apiñaba precipitadamente porque avanzaba algún gran señor, cubierto con espléndidos vestidos, seguido de una numerosa escolta y precedido por los abdar, que portaban las alfombras que tenían que servir de asiento al señor, bolsas repletas de víveres y todo lo necesario para cocinar.

De vez en cuando, de nuevo el gentío se concentraba para admirar a algún dervis, mendicante vagabundo, en general viejo y con larga barba blanca, quien, sentado en medio de la calle, ofrecía pedacitos de papel en los que estaba escrito un versículo del Corán. Éstos encuentran siempre compradores, porque en general los mahometanos creen que estos versículos escritos tienen propiedades curativas en todas las enfermedades presentes y futuras.

Siguiendo con la multitud, ahora apiñándose, ahora retrocediendo, o bien abriéndose paso a codazos, Nadir y los montañeses, llevando en medio a la joven Fátima para protegerla de los empujones, llegaron a la plaza, apiñándose junto al portalón del palacio del sha.

La fiesta del martirio de Hussein estaba a punto de comenzar.

Gran número de tiendas de tela negra, con los adornos de luto, rodeadas de miríadas de lamparillas, llenaban parte de la plaza, que había sido dividida por una larga empalizada. Por una parte, se levantaban cabañas de paja que debían representar Kerbela, cindadela junto a la cual había sido asesinado Hussein; el otro lado estaba ocupado por una inmensa plataforma cubierta de tapices, sobre la cual debía tener lugar la representación del martirio.

Un gran número de muellah, montados sobre extraños púlpitos, recitaban los versículos del Corán o recordaban a la muchedumbre cuán preciosa era aquel día una lágrima derramada en memoria del califa asesinado: mientras que frente al palacio real, un piquete de cagiaros, hombres pertenecientes a la tribu del sha, con los pies desnudos, medio vestidos, se golpeaban el pecho cantando canciones tristes.

De repente, se abrió la gran puerta del palacio real, defendida por seis escuadrones de artillería. Los soldados, hieráticos, presentaron armas, y apareció el sha Mehemet, el déspota, vestido con un tejido azul, con los botones de diamante y un alto sombrero de fieltro, coronado con un gran penacho tachonado de piedras preciosas.

Como único distintivo, llevaba los dos brazaletes Damados koh-i-noor, o sea montaña de luz, y deriai-noor, o sea océano de luz, que los monarcas persas conservan desde hace siglos y que se dice que cuestan sumas fabulosas, puesto que están recubiertos de diamantes gruesos como nueces y de zafiros de un esplendor extraordinario.

Le seguían un gran número de khan, jefes militares de las tribus, príncipes, gobernadores de provincias, kahim, jefes de las ciudades más notables, oficiales de todas las armas. El sadri-azem, que es el primer ministro, estaba a su derecha, y el nasak-tchibasú, que es un gran mariscal, pero a la vez su justiciero y ejecutor, estaba a su izquierda.

Fátima, agazapada cerca de una columna, entre los dos montañeses, a la vista de aquel hombre poderoso, frente al cual los grandes dignatarios del pueblo se inclinaban temblorosos, palideció y se sobresaltó, murmurando con voz sofocada:

—¡Él!…

—Fíjate en el poder que podría darte aquel hombre —dijo Nadir.

—Te amo a ti, Nadir mío, y no seré suya jamás.

—¡Gracias, Fátima!…

—Callaos, imprudentes —dijo Harum, mirando con temor a su alrededor—. Puede haber oídos a la escucha.

—Es verdad —murmuró Nadir, estremeciéndose.

El sha se había colocado en un espléndido palco adornado con ricos tapetes de Kerman, fulgurante de oro, de tapices, de banderas y de estandartes oriflama.

Cuatro filas de soldados armados y la guardia le habían rodeado, colocando en batería dieciocho cañones cargados con metralla, situados en las grupas de otros tantos camellos.

A la señal del monarca, dio comienzo la fiesta.

Mientras la multitud se apretujaba contra los ángulos de la plaza, brutalmente acorralada por las tropas, se adelantó un hombre robustísimo, desnudo desde la cintura a la cabeza, haciendo oscilar un gran gallardete de colores, que llevaba clavados en su parte superior adornos de estaño que contenían versículos del Corán.

Detrás de él avanzaron otros dos hombres, también robustísimos y semidesnudos, uno de los cuales llevaba un gallardete más corto y un niño, el otro un enorme saco de cuero lleno de agua y cuatro niños. Se representaba, con ello, la sed ardiente que Hussein sufrió en el desierto.

Seguía luego un sarcófago, con una gran estela de diamantes delante, cubierto de chales de cachemir y de un gran turbante; luego, dos hombres sosteniendo gallardetes adornados con otros chales y dos manos cubiertas de diamantes, que representaban las de Mahoma, el fundador de la religión musulmana; venían luego cuatro soberbios caballos del Korassán cubiertos de ricas gualdrapas, con las cabezas adornadas con placas de oro, con diamantes incrustados; y al fin, sesenta y dos hombres cubiertos con un largo lienzo, que sostenían en sus manos cimitarras manchadas de sangre.

Aquellos fanáticos, que pretendían representar a los sesenta y dos guerreros caídos en tomo a Hussein antes de que éste fuese hecho prisionero, con un coraje feroz se mutilaban horrendamente la frente, dejando correr la sangre sobre los blancos vestidos, excitando la admiración de la multitud, que les llamaba santos.

Aquella extraña procesión se cerraba con un caballo blanco, que pretendía ser el de Hussein, erizado de flechas clavadas en su grupa, y con otros sesenta y dos hombres que cortaban furiosos pedazos de madera, produciendo un ruido ensordecedor.

El cortejo empezó la representación de la muerte de Hussein.

Un hombre espléndidamente vestido, a la grupa de un caballo blanco, seguido de sesenta y dos guerreros armados de cimitarras y lanzas, acampó alrededor de las cabañas que simulaban ser el pueblecito de Kerbela: representaban el asesinato del califa y de sus sesenta y dos compañeros, muertos en su defensa.

Un pelotón de soldados, que debían ser sirios, invadió el campo, y entre los dos partidos se declaró un combate furioso.

Los sesenta y dos guerreros, dominados por la cantidad de enemigos, cayeron y fueron rápidamente sepultados en otros tantos agujeros, dejando fuera sólo su cabeza.

Entonces, dos enemigos, escogidos de ordinario de entre los condenados a muerte, o de entre los prisioneros rusos, se acercaron al caballero, que parecía estar herido, para decapitarlo; pero de repente, un rugido inmenso, feroz, se levantó de entre la muchedumbre que atestaba la anchurosa plaza, y una granizada de piedras cayó sobre los dos supuestos asesinos de Hussein, obligándoles a una fuga desesperada.

La representación estaba a punto de terminar. Se incendiaron las cabañas y sobre el gran palco apareció la sepultura de Hussein, cubierta de un paño negro, y sobre la cual se veía a un tigre embalsamado.

Poco después, un disparo de cañón disparado desde la terraza del palacio real anunciaba a la población de Teherán que el ed-i-yatl había terminado.

—De prisa —dijo Harum, tomando a Nadir por el brazo—. Las puertas de la ciudad están a punto de ser abiertas.

—¿Dónde están tus compañeros?

—A pocos pasos de aquí.

—Ven, Fátima —dijo Nadir.

La multitud se abalanzaba hacia las calles adyacentes, a empellones, pero los dos montañeses, a golpes de codos y de hombros, la atravesaron y desembocaron a una callejuela casi desierta.

Harum, que caminaba delante, mirando a menudo hacia atrás para ver si era seguido por algún espía, iba indicando el camino.

Tras haber recorrido unos doscientos metros, se paró frente a un corral cerrado con un candado y guardado por hombres vestidos de kurdo.

—Apresurémonos —dijo Harum.

En un abrir y cerrar de ojos, aquellos hombres sacaron ocho caballos esbeltos, de fuerte cruz, la cabeza ligera, el vientre estrecho, verdaderos «bebedores de aire», como dicen los orientales para describir a los caballos veloces como el viento.

—¿Sabes montar a caballo, Fátima? —preguntó Nadir.

—Como una persa —respondió la jovencita.

El montañés la tomó delicadamente en brazos y la colocó sobre el caballo más bello, y ensilló luego de un salto el que Harum le indicaba.

—Partamos —dijo Nadir.

—¿Dónde están los fusiles? —preguntó Nadir a sus compañeros.

—Están escondidos bajo las grupas —respondieron.

—¿Y las pistolas?

—En el fondo de las sillas.

—Adelante, pues, ¡y que Alá nos proteja!

Los ocho caballos, excitados por las bridas, partieron al galope. Harum abría la marcha, le seguían Nadir y Fátima y detrás de ellos los otros cinco montañeses, con la mano izquierda apoyada en la empuñadura de los mosquetones, dispuestos a defender al Rey de la Montaña y a su prometida.

Después de haber atravesado distintas calles, llegaron a la puerta oriental, que da a los senderos que llevan al Demavend. Estaba ya abierta y entraban por ella numerosos caballeros, en su mayor parte kurdos, iliatos y kadjar; pero estaban haciendo guardia un pelotón de soldados más numeroso que de costumbre.

Harum arrugó el entrecejo.

—¡Audacia y sangre fría! —dijo volviéndose hacia Nadir.

—¿Vigilan a los que salen? —preguntó éste, mirando intensamente a Fátima.

—Me temo que sí.

—De todas maneras, pasaremos igualmente —dijo Nadir—. Protejamos bien a Fátima y estemos prontos para caer sobre los soldados con los kandjar empuñados.

—¡Estamos preparados! —respondieron los montañeses.

—A la primera señal lanzad los caballos hacia delante y hundid la primera línea. Pasaremos al galope sobre los caídos.

—Dejadme a mí el encargo de responder a los soldados —dijo Harum—. Tú, mientras, Nadir, pasa con Fátima.

El montañés se puso a la cabeza del grupo, encogió las rodillas y avanzó audazmente hacia la guardia, con la mano derecha en la empuñadura del kandjar.

—¿A dónde vais? —preguntó un soldado cerrando el paso.

—A Kend —respondió el montañés sin excitarse.

—Kend está en lamparte occidental de la ciudad.

—La puerta del occidente está todavía cerrada; daremos la vuelta por la parte exterior de las murallas.

—¿Quién eres?

—Un kurdo, como muy bien ves.

—¿Y tus compañeros?

—Kurdos como yo.

—¿Y aquel jovencito?

—Mi hijo. ¿Qué se sospecha, para que se hagan tantas preguntas a unos tranquilos paseantes?

—Eso no te importa —respondió el soldado.

—Pero, bueno, ¿se ptesa o no?

—Pasad.

—¡Que Alá sea contigo!

Los ocho caballeros se adelantaron hacia debajo de la torre y salieron a campo abierto. Cuando Nadir se vio al fin fuera de la ciudad, emitió un suspiro.

—¡Eres mía, Fátima! —exclamó.

—Sí, tuya, viva o muerta —respondió la joven.

Los ocho caballos, incitados por las voces, bridas y espuelas, partieron a gran velocidad hacia el norte, dirigiéndose al pueblecito del Demavend. La comitiva tenía la intención de pernoctar en Ask, localidad a medio camino entre la capital persa y la gigantesca cadena de los Albours.

La vasta llanura arenosa que se extiende desde los muros de Teherán hasta los primeros contrafuertes de los montes, en una longitud de cerca de diez leguas, estaba casi enteramente desierta. Se veía solamente algún raro grupillo de kurdos, galopando hacia la ciudad, y algunas bandas de iliatos nómadas haciendo pastar a sus camellos, su principal riqueza, o tejiendo aquellos espléndidos tapices de fama mundial.

Nadir y Fátima callaban, pero de vez en cuando se miraban amorosamente, y mientras que él señalaba con el dedo el Demavend, que se alzaba frente a ellos como si fuese un gigante, con sus tupidos bosques y sus rocas inmensas, ella señalaba la gran mezquita de Teherán, cuya cúpula, revestida de láminas de oro brillaba bajo los rayos del sol.

Los caballeros estaban a punto de empezar a bordear las primeras estribaciones, cuando, de improviso, se oyó un cañonazo procedente de Teherán.

Harum detuvo su caballo.

—¿El cañón? —exclamó—. ¿Qué significa?…

—¿Alguna señal? —preguntó Nadir sobresaltado.

—Es posible —respondió el montañés arrugando la frente.

—¿No ha terminado ya la fiesta?

—Sí, Nadir.

—¿Qué puede significar?

—El cierre de las puertas —respondió un montañés.

—¿De las puertas?

—Sí, para impedir que los habitantes puedan salir de la ciudad.

—¿Qué temen?

—Algo muy grave tiene que haber sucedido en Teherán.

—¿Con respecto a nosotros? —preguntó Nadir volviéndose hacia Harum, que miraba fijamente la ciudad con mucha atención.

—Temo que sí —respondió el montañés—. Me has dicho que la muchacha tenía que convertirse en esposa del sha.

—Es cierto.

—El rey habrá sido informado de la fuga y habrá mandado cerrar las puertas.

—¿Acaso los guardias habrán sospechado de nosotros?

—Es posible, Nadir.

—Entonces, vayamos de prisa y alcancemos pronto la montaña.

—Y evitemos los poblados —añadió el montañés.

—¿No nos detendremos ni en Demavend ni en Kend?

—Ni en uno ni en otro. Una sola huella puede perdernos. Y… ¡mira!… ¡Lo sospechaba!…

—¿Qué sucede?

—Veo a unos caballeros que salen por las puertas de la ciudad; son los caballeros del rey.

—¿Nos buscan?

—Pero les llevamos diez millas de ventaja y no nos alcanzarán.

—¿Conoces todos los senderos de la montaña?

—Sí, Nadir. ¡Adelante, al galope!…