HARUM
La fiesta del martirio, el ed-i-yatí, o también raúz tygh, como la llaman los pueblos del Irán, es una de las más grandes y a la vez de las más originales que se celebran en Persia.
Cae en los primeros días del maharram, o sea del primer mes del año, y dura diez días sin interrupción, tanto en Teherán como en Ispahán, en Tabriz, en Hamadan, Kasbin, Sultanabab, Koum, Chir y Kachau, que son las principales ciudades del reino.
La de la capital es la más grandiosa, puesto que en las fiestas interviene el mismo sha con toda su corte.
Su origen se remonta al asesinato de Hussein y de sus secuaces.
Hussein, uno de los sucesores de Mahoma, fue el fundador de la religión persa.
El rey de Siria Ayzid, cuentan en parte la historia y en parte la leyenda, había jurado odio mortal a la familia de Hussein.
Tras haber envenenado al padre, que era califa de Arabia, buscaba la ocasión de matarle también a él para apoderarse del reino.
Hussein, que lo sabía, se mantenía en guardia y había mandado a su primo Muslin a la ciudad de Kufa para estar seguro de que encontraría entre aquellos habitantes hombres que le fuesen fieles; pero el rey de Siria amenazó con destruir a la población que se hubiese mostrado partidaria de su enemigo.
Asustados, los kufanos escondieron al primo de Hussein y a sus dos hijos, pero el gobernador de la ciudad los descubrió y los hizo encarcelar a todos.
El carcelero dejó en libertad a los dos muchachos, y los escondió junto a cierta Shura, que, por miedo, los escondió en un bosque, en espera de una caravana.
Los dos pequeños desgraciadamente se perdieron, pero, encontrados gracias a una mujer, fueron llevados a casa de un cierto Haris, enemigo acérrimo de Hussein y de Muslin.
La mujer les acogió muy bien y, tras haberles alimentado, los escondió en una habitación oscura; por la noche, el marido les oyó llorar y, descubiertos, los agarró por los cabellos, hirió a la esposa y a la hija que trataban de defenderlos, los decapitó junto a la ribera de un río y llevó las cabezas al gobernador con el fin de recibir la recompensa conveniente. Éste, por el contrario, al ver las sanguinolentas cabezas de los dos chiquillos, se puso a llorar e hizo degollar al inhumano Haris.
Cuando las cabezas de los pequeños fueron echadas al río, los cuerpos salieron a la superficie y se reconstruyeron en su ser.
Mientras tanto Hussein, que se había escondido en Kufa con sólo sesenta y dos compañeros, se vio súbitamente asediado por tres mil sirios. Resistieron durante algunos días, pero al fin, al quedar solo, fue rodeado, herido y derribado de su caballo.
Se dio a los soldados la orden de decapitarlo, pero ninguno de ellos se atrevía a mancharse con la sangre de un descendiente de Mahoma. Dos hombres, unos tales Sinau y Shamar-Zil, convencidos con oro, se acercaron al herido; el segundo llevaba el rostro oculto por un velo para no ser reconocido.
—¿Quién eres? —gritó Hussein a Shamar—. Levántate el velo.
El soldado obedeció.
—Espérate un momento —volvió a decir Hussein con voz intensa—. Hoy es viernes, el día festivo de los musulmanes, y es la hora de la plegaria. Déjame vivir todavía un instante para que pueda rezar.
Se postró, y los dos soldados cayeron sobre él, separándole la cabeza del tronco con dos golpes de cimitarra.
La cabeza sanguinolenta del califa fue llevada por la ciudad clavada en una lanza, y por todas partes hacía milagros sorprendentes.
Finalmente, la cabeza fue colocada en una mezquita y los soldados sirios, que estaban de guardia, con gran sorpresa vieron acudir gran número de personas, que se acercaban a besarla.
Un soldado, más valiente que los otros, quiso acercarse, pero recibió una bofetada, mientras se oía una voz que gritaba:
—Los profetas, los antepasados y la familia del difunto han venido para hacer a la cabeza del califa una visita matutina. ¿Por qué vienes ahora tú a turbar su dolor?
Los persas han tomado esta historia, en gran parte legendaria, por pura verdad, y, como decimos, todos los años celebran con gran pompa el martirio de Hussein.
En aquella época, se hacen grandes preparativos en las principales ciudades persas y en todas partes se levantan barracas y tiendas de tela negra con signos de luto, se prepara luminarias, se yerguen palcos a expansas del sha, de los principales y de los personajes más ricos.
Cuando Nadir y Fátima llegaron a la plaza de Meidam, aunque era medianoche y los persas tienen la costumbre de retirarse a sus casas poco después de ponerse el sol, una multitud inmensa se paseaba en los alrededores del espléndido palacio real, para asistir a los preparativos de la fiesta.
Un verdadero ejército de obreros trabajaba febrilmente para levantar las tiendas y los palacios para los nobles, los púlpitos para los muellah, los pendones con banderas, y se ocupaban de que todo estuviese dispuesto para la gran procesión del día siguiente. Muchas tiendas ya habían sido abiertas de nuevo, y los kahvékahné, donde se sirven deliciosas bebidas y sobre todo el excelente moka, y se reúnen los ricos y los potentados, bullían de personas.
—Ven, Fátima —dijo Nadir penetrando atrevidamente entre la multitud, mientras la muchacha se cubría con el espeso velo—. Entre tantas personas, nadie nos reconocerá.
—¿A dónde me llevas, Nadir? —le preguntó ella con voz temblorosa—. Tengo miedo.
—Estáte tranquila, querida mía; Nadir es leal.
—No es de ti de quien tengo miedo.
—Nadie me conoce y tu rostro está cubierto.
—¿Pero y si algún soldado te reconociese?
—Ninguno se acuerda de mi cara. La lucha ha sido tan rápida y eran tantos que los guardias del rey no pueden haberme visto.
De repente se vio violentamente abordado. Se volvió con la mano derecha sobre la empuñadura del kandjar. Un hombre de gran estatura, muy moreno, con un inmenso turbante sobre la cabeza que le cubría medio rostro y una larga zamarra que le llegaba hasta los pies, recogida a la cintura con un viejo cinturón de Kerman, en cuya piel llevaba clavado un kard (especie de puñal), estaba frente a él, mirándole con profunda atención y con un dedo en los labios para obligarle a callar.
—¿Quién eres? —le preguntó por su parte Nadir, mientras Fátima se apretaba contra él.
—Sígueme, Rey de la Montaña —respondió aquel hombre.
Luego, sin esperar una nueva pregunta, empujó bruscamente a las personas que le cerraban el paso, y se puso a andar rápidamente para llegar pronto a un ángulo de la ancha plaza que estaba casi desierta.
Nadir, salió muy inquieto, llevando consigo a la jovencita y tratando de adivinar quién podía ser. Sin embargo, aquel título de Rey de la Montaña, que sólo los montañeses del Demavend conocían, y que aquel hombre le había aplicado, le tranquilizaba.
—¿Es quizás un amigo? —le preguntó Fátima.
—Lo espero —respondió Nadir—. Aquí nadie conoce mi nombre ni mi título.
—¿Será quizás un montañés?
—Así lo creo, Fátima.
—¿O tal vez un traidor? Tengo miedo, Nadir.
—Si se trata de un traidor, se arrepentirá. Se dirige hacia allí, a aquel ángulo desierto de la plaza, y me será fácil alejarme de él, si pretende apoderarse de mí.
Mientras tanto el desconocido, que continuaba avanzando y redoblaba los empujones y los golpes de hombro, como si estuviese ansioso por encontrarse fuera de aquella multitud, llegó hasta el ángulo oscuro de un soportal, deteniéndose detrás de una columna. Nadir y Fátima, al cabo de poco, estuvieron junto a él.
—¿Quién eres? —preguntó el joven montañés.
—¿Acaso el Rey de la Montaña ya no me conoce? —respondió el desconocido, quitándose el turbante y mostrando la cara.
—¡Harum! —exclamó Nadir, en el colmo de su estupor—. ¿Tú aquí…?
—Sí, Rey de la Montaña. Soy yo.
—¡Pero eres estúpido!…
—El turbante me hace irreconocible, Nadir.
—¿Pero por qué no has huido a la montaña?
—Tú no estabas entre nosotros. ¿Acaso podía yo abandonar a mi salvador, al que había expuesto su vida por mí?
—Gracias, Harum. Pero ¿y los demás?
—Se han refugiado en la montaña. Las tropas del sha los seguían.
—¿Y los kurdos?
—Se han dispersado.
—¿Han asaltado mis torres? —preguntó Nadir.
—No, porque las tropas regresaron ayer por la tarde. Tú sabes que el Demavend resulta inaccesible para los soldados, cuando los bandidos defienden los senderillos.
—O sea que Mirza está vivo.
—Seguro, Nadir.
—¿Qué habrá pensado al ver que no volvía allí arriba junto con los demás compañeros? ¡Pobre viejo!…
—Él sabe, a esta hora, que te estamos buscando por Teherán y que no somos hombres capaces de volver sin ti.
—¡O sea que no estás solo!
—No, seis hemos conseguido eludir la vigilancia de las tropas y volver a penetrar en la ciudad.
—Te ruego que me digas dónde se hallan los demás.
—Te están buscando. Pero tenemos un punto de reunión.
—¿Dónde?
—Cerca de aquí, en una casa habitada por un pariente mío.
—Aquí no estoy seguro, Harum, y esta muchacha tiene necesidad de descansar.
—¿La llevarás también a ella a la montaña?
—Sí, Harum, ella es mía —dijo Nadir con vehemencia.
—Quienquiera que sea, será nuestra hermana.
—Ella corre tanto peligro como yo.
—Los cazadores del Demavend la defenderemos. Sígueme, Nadir.
—¿Estás seguro de que no hay espías cerca de la casa?
—Está guardada por dos de los nuestros.
—Adelante, pues, Harum.
El montañés lanzó a su alrededor una mirada aguda, para cerciorarse de que no había nadie por allí, se metió luego con paso rápido por una callejuela oscura y desierta, flanqueada por casas y murallas. Nadir y Fátima le seguían a escasa distancia.
Recorridos trescientos metros, desembocó en una gran calle enteramente desierta que llegaba al extremo opuesto a la plaza de Meidam. Se detuvo unos instantes escrutando las tinieblas, y luego emitió un silbido. Le respondieron con un sonido igual.
—Nada tenemos que temer —dijo, volviéndose hacia Nadir—. Los compañeros vigilan.
Avanzó rápidamente y se paró frente a una puerta baja, como son en general las puertas de las casas habitadas por los burgueses, precaución necesaria para evitar que los señores entren por sorpresa sin descender del caballo, para cometer felonías.
Harum la empujó e introdujo a Nadir y a Fátima en un oscuro pasillo, haciéndoles pasar luego a una amplia estancia situada en el piso bsyo, iluminada con una gran lámpara. Estaba adornada como todas las estancias de las casas persas, es decir, con divanes que se extendían a lo largo de las paredes y con alfombras de grueso fieltro extendidas sobre el pavimento; en los ángulos, se veían diversas armas, fusiles de chispa, pistolas y kandjar.
Un viejo, de barba blanca, con la cabeza cubierta con un ábba, enorme turbante de tejido a rayas marrones y blancas, utilizado por los kurdos, y con el cuerpo envuelto con una gran zamarra de grueso paño oscuro, se levantó del suelo y se fue al encuentro de Harum, pronunciando una frase de saludo, a la que respondió Harum con todo el respeto debido a la edad venerable. Después de lo cual, el montañés preguntó:
—¿Están todavía ausentes mis compañeros?
—Todavía —respondió el viejo.
—El amigo al que ves es el que buscábamos, el Rey de la Montaña.
—Bienvenido seas a mi humilde morada —dijo el viejo con acento de admiración.
—Gracias —respondió Nadir.
—¿Nadie se ha dado cuenta de nuestra presencia? —preguntó de nuevo Harum.
—No. Los amigos vigilan siempre.
—¿Podremos abandonar Teherán esta noche?
—No te lo puedo garantizar. Lo que yo sé es que las puertas están cerradas y ya no tienen que ser abiertas de nuevo hasta después de la procesión de Hussein.
El montañés hizo un gesto de cólera.
—¿Pero qué temen estos habitantes? —preguntó.
—A los kurdos —dijo el viejo—. Todavía el pasado año provocaron un inmenso pánico entre la multitud para saquear un barrio y despojar a las mujeres de sus joyas y adornos.
—¿O sea que no hay forma de salir? —preguntó Nadir.
—Es difícil, porque, como te he dicho, las puertas están cerradas y bien guardadas.
—Esperemos —dijo Harum—. Tú, mientras, ejercita tus deberes de hospitalidad y lleva a esta muchacha a una habitación segura. Nadir y yo nos acomodaremos en este diván.
El viejo encendió una lámpara e invitó a Fátima a seguirlo.
—Ve, querida mía —le dijo Nadir—. Aquí estás segura, porque Harum y yo estaremos vigilando.
—La joven le dirigió una mirada profunda y se alejó con el dueño de la casa.
—¿Quieres dormir, Rey de la Montaña? —preguntó Harum—. Es mejor que aprovechemos estas pocas horas de la noche.
—Pero ¿y nuestros compañeros?
—Volverán cuando salga el sol.
—¿Cuándo podremos salir de Teherán? Ardo en deseos de volver a la montaña para abrazar a mi querido viejo Mirza que debe estar ansioso por mí.
—A mediodía la ceremonia habrá terminado, y al atardecer estaremos en el Demavend.
—¿Pero no nos reconocerán los guardias de la puerta?
—Saldrá mucha gente.
—Pero Fátima puede ser descubierta.
—¿Es la muchacha que va contigo, la que se llama así?
—Si, Harum; y es posible que vigilen las salidas de la ciudad para que ella no se escape.
—¿Es una muchacha de alta posición?
—Pariente de un príncipe y destinada a ser la cuarta esposa del sha.
Harum lo miró asustado.
—¿Pero qué has hecho, Rey de la Montaña? —exclamó—. ¿Quieres que te asesinen?
—Me ama y se convertirá en mi mujer.
—¿Pero crees tú que el sha te la va a dejar?
—La llevo a la montaña.
—Pero el sha es poderoso, Nadir, y te perseguirá donde quiera que estés.
—¡No tengo miedo de él! —exclamó el joven con una ferocidad extraordinaria.
—Gon un solo fruncir de párpados, lanzará contra ti a ejércitos enteros.
—Me hallará dispuesto para la lucha.
—Caerás, Nadir.
—No me importa.
—Es decir, ¿la amas profundamente, no?
—Tanto que sin ella la vida me resultaría ahora insoportable.
—Pero todas las puertas de la ciudad estarán vigiladas y no podremos pasar.
—Es necesario que la lleve a la montaña, Harum —dijo Nadir con voz resuelta.
—Dime; ese príncipe, ¿sabe que la has raptado?
—Sí, porque sus servidores me han estado persiguiendo.
—¡Por tanto, el sha estará informado de la fuga de la joven!
—Lo temo.
—Todas las mujeres que salgan de Teherán serán examinadas.
—Sin duda.
—Pues bien; pasaremos igualmente —dijo Harum, tras algunos instantes de reflexión.
—¿De qué forma? —preguntó el joven montañés con ansiedad.
—La vestiremos de kurdo.
—¿De kurdo?…
—Sí, Nadir, y de esa manera parecerá un muchacho joven.
—Nos procuraréis dos caballos rápidos. ¿Tienes dinero?
—Mis verdugos me han tomado hasta la última moneda y no tengo ni un tomano.
Nadir extrajo el rico kandjar, cuya empuñadura estaba adornada con joyas de gran valor y arrancó un diamante grande como una nuez.
—Lo haces vender —dijo—. Y con esto puedes comprar veinte caballos.
—Hasta mañana, Nadir. Acuéstate, que tienes que estar fatigado, y duerme tranquilo, que Harum y sus amigos velan por ti y por tu prometida.
El joven no se lo hizo repetir y, recostándose sobre el diván, cerró los ojos soñando en su Fátima, en los torreones de su castillo, en el viejo Mirza y en el gigantesco Demavend.