VIII

LA FUGA

Aliabad, al ver delante de él a aquel joven con el arma levantada, con los ojos llameantes, decidido a llevar a cabo la amenaza, se quedó aterrorizado, tanto más cuanto que en aquel instante no llevaba encima arma alguna.

Es cierto que podía dar un grito y hacer llegar a un regimiento de siervos y soldados, pero aquel grito habría sido su sentencia de muerte, porque aquel joven parecía audaz y decidido a llevar a cabo cualquier acción.

—¡De rodillas, te repito! —dijo Nadir, haciendo relucir en el aire la centelleante hoja del kandjar.

Aliabad, que no era valiente y que se veía perdido, cayó de rodillas, murmurando con voz trémula:

—No me mates, señor.

—¡Nadir! —exclamó Fátima, echándose hacia el joven.

—No temas —respondió éste—; a su primer grito, empezará a correr la sangre.

—¿Y qué harás de este desgraciado?

—Lo reduciré a la impotencia.

—¿Cómo?

—Ahora lo verás.

—Pero nos pueden sorprender, Nadir, y tú…

—No temas por mí, mi adorada; el Rey de la Montaña no tiene miedo.

Luego, volviéndose hacia Aliabad que no se atrevía ni a moverse y acercándose a la cortina, le dijo:

—Entra en la alcoba.

—¿Quieres asesinarme? —preguntó Aliabad, al que los dientes le castañeaban de terror.

—Entra o te mato como a un perro.

El infeliz dudaba de si obedecer o no y miraba a Fátima como si quisiera implorar su ayuda, pero la muchacha permanecía impasible.

Viendo que no había esperanza alguna y que Nadir acercaba peligrosamente el arma, el desgraciado obedeció y entró en la alcoba emitiendo un gemido.

Entonces el montañés arrancó de un diván un cordón de seda y le ató los brazos y las piernas, luego con un pañuelo le amordazó fuertemente, diciéndole:

—Si permaneces tranquilo, nadie te tocará ni un solo cabello, pero si intentas librarte, juro por Alá que mi kandjar te destrozará la cabeza.

Aliabad se dejó caer sobre las alfombras, medio muerto de espanto y Nadir, después de haberle vuelto a amenazar, se volvió junto a la jovencita.

—Heme aquí, mi bella Fátima —dijo atrayéndola hacia sí y clavando sobre ella una mirada triunfante—. Heme aquí dispuesto a hacer lo que tú quieras.

—Nadir mío —murmuró la jovencita—, ¡cuánto debes haber sufrido en estas largas horas!

—No, dulce criatura —respondió el joven estrechándola contra su pecho—. No he sufrido porque te tenía siempre cerca de mí y te veía luchar para quitarme de encima a estas bestias miserables. Dime ahora, mi flor preferida, ¿vendrás a mi montaña? ¿Dirás adiós a este palacio, a esta ciudad, en donde para nosotros reinará un peligro perenne? ¿Renunciarás a ver al príncipe, a tus amigas, a todo?

—Sí, a todo, a todo, para no tener que separarme ya nunca más de ti —repuso ella reclinando su ligera cabecita en el pecho robusto del montañés.

—¿Estás decidida a todo?

—A todo, Nadir.

En aquel período de tiempo, la noche había caído lentamente. El crepúsculo luchaba con las primeras tinieblas, que descendían rápidas como una bandada de cuervos. El ruido de la ciudad se desvanecía poco a poco y por el aire sólo se oía resonar la voz nasal de los muellah.

Nadir y la muchacha, acercándose a una ventana estrechamente abrazados, escondidos por las cortinas, esperaban ansiosos el instante propicio para llevar a cabo la fuga.

No pensaban más que en su felicidad y ya no se acordaban ni del guardián que estaba a punto de reventar de cólera y que, creyéndose solo, hacía esfuerzos poderosos para librarse de las cuerdas y de la mordaza que le sofocaba, ni se acordaban del terrible viejo que podía entrar de un momento a otro, ni de los mil peligros que tenían que afrontar.

Un golpe seco en la puerta les separó bruscamente de aquel amoroso abrazo. Fátima y Nadir se soltaron rápidamente y palidecieron.

—¿Quién puede ser? —dijo la muchacha temblando.

—¿Tal vez el príncipe? —preguntó el montañés.

—Ala alcoba, Nadir, o estamos perdidos.

El joven, de un salto, se metió detrás de la cortina, empuñando el kandjar contra Aliabad que estaba extendido sobre la alfombra.

Fátima se llevó una mano al pecho, como si quisiera reprimir los latidos de su corazón, y luego, haciendo acopio de todo su coraje, salió a abrir.

Un siervo entró, trayendo la cena sobre una gran fuente de plata. No viendo a Aliabad, miró a la joven estupefacto.

—¿Qué buscas? —le preguntó ésta.

—¿No está aquí Aliabad? —preguntó—. El señor le había prohibido dejarte un solo instante.

—Duerme en la alcoba.

—¿A esta hora?

—¡Fuera de aquí! —ordenó ella con gesto altivo.

El siervo salió inclinándose y deseando las buenas noches. Fátima cerró la puerta, pero permaneció un rato junto a ella para cerciorarse de si volvía a la estancia de la servidumbre o si iba en dirección a la del príncipe. Una palidez mortal le transformó el rostro.

—¿Qué tienes, Fátima? —preguntó Nadir, que se le había acercado—. Estás pálida.

—Estamos perdidos, Nadir.

—¿Por qué?

—Temo que el siervo haya ido a la habitación del príncipe.

—¿Con qué fin?

—Para advertirle de que Aliabad no estaba en su puesto.

—Huyamos, Fátima.

—Sí, huyamos, Nadir.

—¿Estás decidida?

—A todo, mi valiente amigo.

—Fátima, tal vez fuera de aquí te espera la muerte.

—A tu lado, no tengo miedo.

—¿Serás mía, por tanto?

—Tuya para siempre.

—Júralo.

—¡Por Alá! —exclamó la jovencita volviendo sus brazos extendidos hacia La Meca.

—¡Vente pues a mi montaña y que Dios nos proteja!

Fátima levantó un colchón y extrajo de él dos pistolas con el cañón adornado con arabescos, láminas de oro y madreperlas incrustadas.

—Pueden servirte, Nadir —dijo ella ofreciéndoselas.

—Gracias, Fátima. Ven o será demasiado tarde.

Lanzó una mirada hacia Aliabad, que parecía que se hubiese adormecido, y se inclinó por la ventana, mirando atentamente hacia el jardín.

La noche era oscura, porque el cielo estaba cubierto de una larga fila de nubes, y entre los árboles del parque no se oía rumor alguno, excepto el de los surtidores. También en la ciudad reinaba el silencio más absoluto

—Vea —dijo Nadir.

—¿Me harás feliz, verdad? —murmuró ella sofocando un gemido.

—Sí, feliz como jamás lo ha sido mujer alguna en la tierra, porque te amo —exclamó Nadir.

—¡Huyamos!

Nadir cargó a la muchacha en sus potentes brazos y subió hasta el alféizar, dejándose caer luego sobre una pequeña cúpula. Se detuvo un instante, reteniendo la respiración, para asegurarse de que nadie les había visto, luego se agarró con un brazo a una de las columnas, sosteniendo con el otro a Fátima, y se dejó caer hasta el suelo.

Echó una rápida mirada bajo la pequeña cúpula y vio que la puerta del imponente palacio estaba cerrada. Respiró como si se hubiese quitado un gran peso de encima y se limpió algunas gotas de sudor frío que perlaban su frente.

—¿Oyes algo, Nadir? —preguntó Fátima, soltándose de sus brazos y poniendo pie en tierra.

Todo es silencio.

—No temas, querida mía. Mañana estaremos en mi montaña, entre los brazos del viejo Mirza. Allí desafió a los soldados del sha.

—¿Pero cómo haremos para salir de la ciudad?

¿Están cerradas las puertas, durante la noche?

—Sí, Nadir, y sólo se abren a la hora del alba.

—¿Pero mañana no se celebra el martirio de Hussein?

—Es verdad, Nadir.

—Por tanto, esta noche las puertas de la ciudad estarán abiertas.

—No, de eso estoy segura. Permanecen siempre cerradas en el espacio de tiempo que va desde el atardecer hasta el alba.

Veremos qué podemos hacer, Fátima. Mientras, huyamos o nos detendrán.

Conversando de esta forma, se habían internado bajo los árboles. Andaban despacio por miedo a ser descubiertos por algún hombre emboscado.

Por fortuna, el amplio jardín parecía desierto.

Nadir, cogiendo de la mano a su joven amiga, mientras que con la derecha empuñaba una pistola, se había escondido en una espesura sembrada de flores que exhalaban un perfume penetrante, y movía los pies con precaución.

De vez en cuando, se volvía hacia Fátima y, sintiéndola temblar, le susurraba:

No ternas, querida mía; el Rey de la Montaña te protege.

Después de andar durante unos diez minutos, llegaron al pie de la muralla. Nadir la midió con la vista, pero en aquel lugar era tan alta que escalarla parecía imposible.

—No es por aquí por donde he descendido dijo.

—¿Pero podré subir yo? —preguntó la muchacha—. Lo que para un hombre es posible, es difícil para una mujer, Nadir.

—He traído conmigo una cuerda de seda —le respondió—. Tú eres ligera y te levantaré hasta arriba.

—Cállate, Nadir mío.

—¿Qué has oído, mi amor? —preguntó él poniéndose pálido.

—Me pareció como si allí arriba se rompiese una rama.

—¿Detrás de aquellos rosales?

—Sí, Nadir —respondió ella estremeciéndose.

—No te muevas y quédate muy cerca de mí…

—Pero ¿y si vienen?

—Los mataré —repuso fríamente el montañés.

—Temo por ti, Nadir.

—Mientras tenga mi kandjar, nadie se atreverá a acercarse para arrancarte de mí.

Se ocultaron en el centro de un brancal y se quedaron a la escucha, llenos de una viva ansiedad.

Pasaron algunos minutos, pero no llegó a sus oídos rumor alguno ni compareció ningún hombre.

—Te lo debes haber imaginado —dijo Nadir—. Apresurémonos, antes de que Aliabad consiga desatarse.

Se pusieron en camino siguiendo la alta muralla que se levantaba recta, sin entrantes, de más de ocho metros de altura, y llegaron a un punto en donde descendía, mostrando aquí y allá viejas hendiduras. Faltaban algunas almenas y parecía como si aquella parte de la muralla hubiese tenido que sostener, en épocas lejanas, un duro asalto.

—Quédate aquí, Fátima —dijo Nadir—. Voy a probar la escalada.

Miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le espiaba, escuchó por última vez, se agarró luego a los salientes y a las enredaderas que caían desde lo alto y se puso a escalar con una agilidad extraordinaria, procurando no hacer ruido.

La empresa no era fácil, pero Leí montañés, habituado a escalar las rocas del gigantesco Demavend, saltaba rápidamente, apoyando los pies en las pequeñas asperezas y metiendo los nervudos dedos en las hendiduras.

En dos minutos superó la distancia y se encontró a caballo en la parte superior de la muralla, que por la otra parte desembocaba en una callejuela desierta, encerrada entre las altas paredes que rodeaban al jardín.

—No hay nadie —murmuró—. Alá nos proteje.

Soltó el cordón de seda y lo lanzó hacia el jardín diciendo:

—Rápido, Fátima mía, átatelo bajo las axilas y fíate de mis brazos.

La joven fue rápida en atárselo a las extremidades.

—¿Tienes miedo? —le preguntó Nadir.

—No; contigo no tengo miedo.

Estaba a punto de tirar del cordón cuando el profundo silencio que reinaba en el inmenso jardín del viejo príncipe fue roto por los gritos agudos que procedían del palacio y la oscuridad de la noche se vio tachonada por las luces de los haces de fuego.

—Nadir —exclamó la muchacha con inexpresable angustia—, ¡nuestra fuga ha sido descubierta!…

—No les temo ya…

En el fondo del jardín se veía correr a los siervos y se oían las voces que se acercaban.

Nadir agarró el cordón y, haciendo acopio de sus propias fuerzas y apoyándose contra la pared con sus robustas piernas, levantó, casi sin esfuerzo, a la jovencita.

—De prisa, querida mía, bajemos —dijo—. Los siervos se acercan.

Agarró a la muchacha que se había medio desmayado y la dejó en la callejuela; casi no había tocado al suelo, cuando se oyó una voz que gritaba:

—Miradlos, allí, sobre la muralla.

—¡Fuego, Abbassi…! —gritó una voz chillona, que parecía de Aliabad.

Sonó un tiro de fusil. Fátima emitió un grito.

—¡Oh, mi Nadir!…

—¡Ven hacia mí! —gritó el montañés con voz de trueno.

Descargó las pistolas contra los hombres que le acosaban, derribando a dos. Luego, de un salto, se lanzó a la callejuela.

Fátima había caído al suelo desvanecida, pensando que habían asesinado a Nadir. Éste, que no había sido tocado por los tiros de Abbassi, la aferró con sus brazos robustos, la apretó contra su pecho y se lanzó por la callejuela con la velocidad de una flecha.

En pocos instantes la recorrió toda y, siguiendo en su carrera desenfrenada, se encontró en el centro de un cruce de caminillos oscuros y fangosos, rodeados de altas casas.

Se detuvo anhelante y atento, tendiendo los oídos.

No se oía rumor alguno; solamente, en la lejanía, algunos ladridos de perro vagabundo rompían el silencio de la noche.

—Fátima mía, estamos libres —murmuró.

—Nadir —respondió la jovencita echándosele al cuello—. ¿En dónde estamos?

—No lo sé, pero ya no oigo a los siervos del príncipe.

—Me gustaría saber adonde quieres llevarme, siguiendo por esas callejuelas.

—No lo sé, me he perdido.

—¿Pero es que nunca habías estado en Teherán?

—No. Nunca hasta ahora.

—¿Debe ser ya muy tarde?

—No debe faltar demasiado para la medianoche.

—A esta hora, todo el mundo duerme en Teherán.

—¡Ah, si pudiésemos llegar hasta las puertas de la ciudad! —Te he dicho que deben estar cerradas.

—¿Adónde iremos, pues?… Si fuese de día… ¡pero pasar toda la noche a la intemperie…!

—Contigo no tengo miedo, Nadir mío.

—¡Calla!

—¿Todavía gritos?

—No. Oigo un rumor lejano como de muchas voces. —¡Ah…!

—¿Qué te pasa?

—Mañana es el día del martirio: vayamos a la plaza de Meidam y encontraremos a una gran multitud que se está preparando para celebrar el histórico aniversario.

—¿Por qué?

—Tienen que pintar las tiendas para la ceremonia. —¿Encontraremos incluso mujeres?

—Ciertamente, Nadir.

—En este caso, no llamarás la atención.

—No lo creo; pero me bajaré el velo, que es muy tupido, y así nadie me adivinará el rostro.

—Vamos allá.

—Pero…

—¿Qué sucede todavía?

—¿No te reconocerán?

—¡Bah!… ¿Quién se acuerda ya de mí ahora? Ven, Fátima, y no temas nada, que yo te protegeré.