UNA SITUACIÓN TERRIBLE
Nadir, escondido tras la cortina de la alcoba, con el arma empuñada y dispuesto siempre a vender muy cara su vida, y para defender la de su protectora, no había perdido ni una sílaba de aquel diálogo peligrosísimo.
Apenas oyó que la puerta se cerraba tras el terrible viejo, se adelantó hacia la joven, pálido por la emoción y con los rasgos desencajados por el dolor y la frente perlada de un sudor frío. Parecía como si un tremendo huracán hubiese devastado en pocos minutos aquella belleza varonil.
Se quedó mirando a Fátima como ensoñado, preguntándose si estaba frente a un sueño o si se hallaba delante de un hecho real.
—¡Perdida…! —murmuró finalmente, haciendo un esfuerzo supremo y turbándose—. Perdida…
La muchacha, oyéndolo, se levantó y exclamó entre sollozo y sollozo:
—¡Oh, mi Nadir!… ¡Oh, mi Nadir!…
—Fátima —murmuró el muchacho con un suspiro—, ¡soy un maldito! ¡Tenía razón el viejo Mirza!…
—Nadir, ¡sálvame!…
—¡Si pudiese hacerlo, Fátima! —le respondió con rabia.
—Nadir, llévame contigo; te amaré toda la vida.
—¡Amarme!… —respondió él con voz triste—. ¿Acaso es posible que una mujer llegue a amar alguna vez al Rey de la Montaña?… ¡Extraño destino!… ¡Ah, si jamás hubiese dejado las rocas salvajes de mis refugios! ¡Al menos allí habría ignorado que en el mundo hay tantas mujeres infelices, esclavas de hombres corrompidos y despreciables!
El joven, amordazado por una negra desesperación que, en lugar de calmarse con las palabras afectuosas de Fátima parecía que crecía sin cesar, se cubrió la cara con las manos, secándose con desprecio dos lágrimas, las primeras tal vez que derramaba desde que se había entregado a la vida libre de los montes.
—¡No llores, Nadir, que yo te amo! —exclamó Fátima.
—¡Estás perdida para el pobre Nadir, oh Fátima!
—¡No!…
—¿No?… Pero si te niegas a obedecer a aquel viejo, te doblegará y la ruina caerá terrible sobre tu casa, porque me han dicho que el rey es el señor de toda Persia.
—¡Pero puedo huir!…
—¡Huir!…
—Sí, contigo…
—¡Fátima!…
—¿Me amas?…
—¿Si te amo? —exclamó Nadir—. ¿Y todavía me lo preguntas? Te amo con un amor sin límites, te amo como las flores aman al sol, como las águilas las altas cumbres y los espacios luminosos, como el león ama su presa, como el mar la tempestad…
—¡Ah, qué felicidad, mi valeroso Nadir!…
Nadir se le acercó:
—¡Mía, mía!… —exclamó, apoyando sobre su corazón la cabeza de Fátima—. ¿Serás de verdad mía?
—Sí, tuya para siempre.
—¿Y huirás conmigo?
—Huiré contigo, Nadir.
—¿A mi montaña?
—A donde quieras, donde podamos encontrar un muellah que nos una para siempre.
—Por tanto, me amas y confías en mi lealtad.
—Sí, porque eres valiente y generoso.
—¿Y abandonarás esta casa?…
—Sin dudarlo.
—¿Y el viejo?…
—Nunca me ha amado, Nadir.
—¿O sea que no es tu padre?
—Mi padre —dijo ella dando un suspiro— está muerto desde hace años.
—¿Y tu madre?
—También ella murió; están bajo la tierra, como los tuyos.
—Es el destino el que nos une, Fátima; estamos solos en el mundo.
—Es cierto, Nadir.
—¿Pero quién es ese viejo?
—Lo ignoro.
—¿Un pariente tuyo, tal vez?
—Puede, aunque podría ser también un extraño, porque nunca me ha querido.
—¿Pero has crecido siempre en esta casa?
—No; veo todavía, a través de los recuerdos de mi infancia, un gran mar, rodeado de cadenas de montañas; veo todavía tiendas negras, camellos, hombres con anchos turbantes y vestidos blancos. ¿Quiénes eran? ¿Cómo se llamaba aquel mar? ¿Cuál era el nombre de aquella región? Lo ignoro todavía, Nadir. Recuerdo confusamente que un día un pelotón de caballeros irrumpió en el campo para destrozar las tiendas con el ímpetu de sus indómitos caballos y asesinar sin piedad, con sus brillantes cimitarras, a aquellos hombres de los anchos turbantes; me parece estar oyendo todavía el crepitar de los mosquetones, los alaridos desesperados de los heridos, de las mujeres, de las muchachas. ¿Qué sucedió luego? Parece como si un velo se extendiese entre mí y aquellos lejanos recuerdos. Me encontraba aquí, en este palacio, servida por una legión de mujeres y de esclavos, pero no amada. Alguna vez el hombre de la barba blanca me venía a ver, me hablaba con una voz que me daba miedo, y al dejarme me decía siempre: «Si no hubiese sido por mí, estarías muerta como todas las demás». ¿Qué misterio rodea mi existencia? ¿Quiénes eran mi padre y mi madre? No lo sé, Nadir.
—¿Lo amas, a aquel viejo?
Un relámpago fugaz, que revelaba un profundo desprecio, fulguró en los ojos de la joven.
—No —respondió—. No sé por qué, pero cada vez que lo veo siento un escozor en las venas y experimento una inexplicable repulsión. Una voz interior me susurra siempre: «Cuidado, Fátima: que este hombre es sanguinario». ¡Y aquí se dice que es él quien asesinó a mi familia!…
—¡Qué misterio!… —murmuró Nadir—. ¡Tal vez más tremendo que el mío!… ¡Extraño destino!… No importa, Fátima: si has perdido a tu padre, te daré a otro que te adorará; será el buen Mirza. ¡Ah!…
—¡Silencio!
Se habían oído pasos que se acercaban lentamente. Fátima palideció; el valiente muchacho, por su parte, se dispuso a desenvainar su kandjar. Pasaron unos segundos, tras los cuales se oyó la voz del jefe de guardia.
—¡Otra vez él! —exclamó Fátima hastiada—. Rápido, en la alcoba, Nadir.
El joven, aunque sentía deseos irresistibles de matar a aquel hombre que parecía sospechar algo, obedeció y se escondió tras un diván, situado en el fondo de la alcoba.
Fátima abrió seguidamente la puerta y el jefe de la guardia entró, inclinándose hasta el suelo.
—¿Qué quieres? —preguntó ella, lanzando sobre él una mirada terrible.
—Es el señor quien me envía —repuso humildemente el siervo, volviendo a inclinarse.
—¿Qué queréis de mí?
—Perdona, señora.
—Habla.
—El señor me ha ordenado vigilar en tu habitación.
Fátima palideció y enrojeció sucesivamente, y en un ataque de rabia, recogió el escudo que aún estaba en el suelo.
—¡Detente, señora! —dijo Aliabad, echándose hacia atrás—. Es el señor quien lo ordena.
—Ve y dile que no necesito espías.
—Es el rey quien así lo quiere.
—¡El rey!…
—Tu futuro marido.
Fátima se sintió desfallecer, al oír el nombre del hombre poderoso, contra quien nadie osaba rebelarse en Persia. Se dejó caer en un diván con la cabeza apretada entre sus manos y con los ojos fijos en la alcoba, en cuyo fondo se veían vibrarlas cortinas de seda.
Por un instante pensó en hacer matar a aquel espía por medio de Nadir, pero el miedo de comprometer al joven la detuvo.
Consideró más prudente poner buena cara a la mala suerte, al menos por el momento, esperando que Aliabad la dejase sola unos instantes, o que terminase por cansarse de hacer de carcelero.
Sin embargo, había calculado mal, porque Aliabad parecía decidido a quedarse indefinidamente en aquella estancia.
Al cabo de poco tiempo, entraron dos esclavos arrastrando una mesa ricamente adornada con una de aquellas grandes pipas llamadas nargul.
Al ver aquello, Fátima volvió a empalidecer y de nuevo la cólera apareció en sus ojos.
Ahora ya no había duda: el príncipe, inseguro, temiendo que ella, en un arranque de desesperación, prefiriese la muerte a convertirse en la esposa del rey, le había asignado aquel guardián, con la orden expresa de no dejarla sola ni un instante.
Pensó en Nadir, que quizá sufriese hambre y sed, y al que ella no podía ni ver ni consolar, y en la fuga que se hacía cada vez más imposible con la presencia de aquel espía, de aquel carcelero sencillo, humilde, sí, pero incorruptible.
Dos veces se dirigió hacia la alcoba para intentar ver a Nadir, el cual, siempre oculto tras el diván, no se atrevía a hacer ni el menor movimiento por miedo a traicionarla, y las dos veces tuvo que retroceder, al sentirse perseguida por los ojos agudos de Aliabad.
Súbitamente, un pensamiento, que le vino de improviso, le devolvió la calma que estaba a punto de perder, lo cual hubiese provocado tal vez una catástrofe irreparable.
—¡Vil esclavo! —murmuró—. Dormirás para siempre.
Aliabad estaba sentado frente a la mesa, en la cual había
manjares abundantes, fruta y, en gran número, dulces y helados.
—Señora —le dijo—, si quieres, la mesa te espera.
—Esclavo, ¿desde cuando tu señora come contigo?
—Es orden del señor, señora.
—¿Qué teme?
—No lo sé.
—¿Y sin embargo está tan irritado contra mí que me encierra en mi habitación?
—Sí, mucho, señora.
—¿Y pretendes tú imponerme su voluntad?
—Él es el señor.
—Lo veremos.
—Atención, señora, ¡detrás del señor está el sha!
—¡No le temo!
—Te diré también, «lo veremos».
—La muerte no me asusta.
El guardia la miró fijamente y un relámpago atravesó sus pupilas.
—Dime, señora —preguntó—, ¿amas tal vez a alguien?
Fátima lo fulminó con la mirada.
—Intentas descubrir algún secreto que no existe en mi corazón —dijo—. ¿Es un espía lo que mi padre pone junto a mí?
—No, señora; un fiel servidor y nada más.
—Mejor así, y ya veremos luego —dijo Fátima con una sonrisa irónica—. Comamos, señor espía.
Se sentó frente a Aliabad, que parecía parapetado contra los más sanguinarios insultos, y probó los distintos manjares, mostrándose tranquila en apariencia. Sus ojos, sin embargo, cuando el siervo giraba la cabeza, quedaban fijos en la alcoba y un ligero suspiro le brotaba del pecho.
Aliabad parecía ocupada tan sólo en comer, devoraba con gula los delicados manjares, los frutos deliciosos y bebía enormes cantidades de agua azucarada, puesto que el vino estaba prohibido bajo pena de muerte, de acuerdo con los preceptos de Mahoma; pero ni un solo instante perdía de vista a Fátima. Aquel hombre, suspicaz como en general acostumbran a serlo todos los desgraciados siervos orientales, presentía alguna cosa y estaba en guardia, no fiándose de la aparente calma de la muchacha. Las miradas que ella lanzaba continuamente hacia la alcoba, su agitación nerviosa, aquéllos suspiros reprimidos, no se le escapaban.
Sus sospechas aumentaron cuando se oyó en la alcoba un ligero rumor que parecía producido por la caída de una vasija o por el frotamiento de un vestido de seda.
Levantó con viveza los ojos, dejando caer una estupenda granada que estaba a punto de tragarse.
—¿Qué pasa? —le preguntó Fátima, la cual, al oír aquel ruido se había puesto muy pálida.
—¿Has oído algo, señora?
—No.
—Me parecía como si se hubiese caído algo en la alcoba.
—Te engañas.
Aliabad la miró fijamente.
—Pero estás pálida —dijo.
—De cólera.
—¿Qué quizá hay alguien allí dentro?
—¿Quién puede haber?
—¿Has dormido en aquella estancia la noche pasada?
—En mi cama. Pero ¿a qué viene esta pregunta? —preguntó Fátima haciendo un esfuerzo supremo para no traicionar su angustia interior.
—¿Sabes que hemos visto a un rebelde en el jardín?
—Lo sé, Aliabad.
—Me había pasado por la cabeza la sospecha de que el rebelde se podría haber escondido en la alcoba.
—Eres estúpido.
—Tienes razón, señora; tú lo hubieses visto y no habría podido huir.
El siervo, tal vez tranquilizado, se puso a comerse la granada, aunque de vez en cuando sus ojos se dirigían obstinados hacia la cortina de la alcoba. Fátima no se había atrevido a volver a mirar hacia aquella parte por miedo a aumentar sus sospechas; pero su ansiedad aumentaba y en vano buscaba la manera de salir de aquella situación desesperada, que podía causarle la muerte al valiente y leal Nadir. Ella se preguntaba asustada qué pasaría si el astuto guardián se hubiese dado cuenta de la presencia del joven, y de cómo se podría salvar éste, si la prisión continuaba.
Primero había pensado alejar a aquel incorruptible guardián con un pretexto cualquiera, pero pronto se convenció de que el guardián, suspicaz como era, no se movería por ningún motivo. Había pensado también en embriagarlo introduciendo en el recipiente del agua azucarada uno o dos granitos de opio, pero él no la perdía de vista. Y, sin embargo, necesitaba encontrar una solución.
Mientras almacenaba proyecto sobre proyecto, Aliabad, que se encontraba muy bien en aquella habitación, había acariciado su nargul cargado con aquel excelente tabaco llamado tumbak, y se había puesto a fumar don una beatitud que envidiaría el mejor de los pachás.
—Aliabad —dijo de repente Fátima—, ¿dónde está el señor?
—En sus habitaciones.
—Ve a llamarlo, que debo hablarle.
Aliabad tomó un pequeño martillo e intentó golpear una plancha de bronce que colgaba del muro.
—¿Qué haces? —preguntó Fátima con los labios apretados contra los dientes.
—Llamo a los siervos para que avisen al señor.
—¡No les llames!
—Como gustes, señora.
En aquel mismo instante, detrás de la cortina de la alcoba, se oyó un suspiro y un crujido. El siervo se puso en pie echando una mirada sospechosa sobre la muchacha y otra sobre la cortina.
—Ahí dentro hay alguien —dijo.
—Nadie —respondió Fátima colocándose frente a él.
—He oído un suspiro.
—El tumbak se te ha subido al cerebro.
—No, señora; mi cerebro está sereno.
—¿Y entonces? —preguntó Fátima cruzando los brazos y asaeteándole con los ojos.
—Iré a ver quién se esconde en tu alcoba.
—Tú no entrarás en mi santuario.
—¡Cumplo órdenes del señor y del sha!
—¡Miserable!…
Aliabad, resuelto a todo, fortalecido por el derecho que le venía de las órdenes del señor, apartó bruscamente a Fátima, echándola a un lado, y se lanzó hacia la alcoba.
Estaba a punto de retirar la cortina, cuando ésta se abrió y apareció Nadir con su formidable kandjar levantado, diciendo con voz llena de amenazas:
—¡Si pronuncias una sola palabra o haces un solo gesto te mato! ¡De rodillas! ¡De rodillas, desdichado!