VI

LA VISITA DE LOS GUARDIANES

A los primeros albores, Nadir entreabrió los ojos. La primera cosa que vio fue a Fátima, con su espléndido vestido del día anterior, que estaba frente a él con los brazos cruzados sobre su pecho, la boca sonriente, el rostro animado con un ligero tinte rojizo y los ojos fijos en los suyos.

—Tú…, tú —exclamó, poniéndose en pie de un salto.

—Te he oído hablar mientras dormías —dijo ella con voz baja— y he venido a verte temerosa de que tuvieses un mal sueño.

—¿Hablaba?… ¿Y qué decía?…

—Hablabas de tus montañas, de tu castillo, de un viejo que has dejado allí y pronunciabas un nombre.

—¿Qué nombre?

Fátima enrojeció y no contestó.

—¿Tu nombre, tal vez? —le preguntó con animación—. Ah, sí, ya me acuerdo…, me acuerdo…, he soñado en mis montes, en mis torres, en el viejo Mirza y además en ti…, sí, sí, sin duda es tu nombre el que he pronunciado… Me había dormido con una extraña agitación y he soñado en ti.

—¿Y por qué esta agitación? —preguntó la muchacha—. ¿No estabas aquí suficientemente seguro?

—No era miedo, sino el hecho de encontrarme furtivamente en casa de una mujer. Hubo un momento en que, olvidándolo todo, me acerqué a tu alcoba dispuesto a despedirme de ti y a marchar…

—¡Tú!… —exclamó ella—. ¿Tú, Nadir?

—Sí, estaba como poseído.

Fátima se acercó a Nadir y le estrechó la mano.

—Esperaba que me serías leal —dijo— y me habría disgustado mucho si me hubieses engañado.

—¿Por qué? —preguntó él con fuego en los ojos—. ¿Tal vez tú también has soñado en mí? ¿Acaso también tu corazón latía con más fuerza?

La joven puso un dedo sobre sus labios, murmurando:

—Calla, Nadir. Calla y escucha.

En el jardín se habían oído pasos apresurados.

—¿Los enemigos? —preguntó el Rey de la Montaña, llevando rápidamente su mano derecha a la empuñadura de su fiel kandjar.

—No hagas ruido, Nadir —dijo ella con voz suplicante—. No quiero que aquellos hombres te descubran.

—¿Y si me descubriesen, me encarcelasen, me matasen?

—No hables así, Nadir. No y no. Estas palabras me hacen daño.

—¿Por qué?

La joven inclinó la cabeza sobre el pecho, sin responder.

—¡Ah! —exclamó Nadir, sofocando apenas un grito de alegría—. Me protejes…

—Calla, Nadir, calla… Tus enemigos están en el jardín.

—Ahora ya no les temo; me parece como si me hubiese vuelto tan fuerte, que sería capaz de dispersarlos a todos con un solo golpe de mi kandjar.

En aquel preciso instante se oyó una voz en el jardín que gritaba:

—¿Le habéis visto?

—No —respondió otra voz.

—¿Estáis seguros?

—Segurísimos.

—Ahora registraremos las estancias de las mujeres. Vosotros, mientras, no os mováis del sitio y vigilad atentamente.

—¿Has oído, Nadir? —preguntó Fátima que se había puesto muy pálida.

—Todo —respondió el joven—. Pero el Rey de la Montaña no tiene miedo, mientras dispone de su kandjar.

—¿Pero y si te descubriesen?

—Me abriría paso con mi arma.

—¿Pero cómo atravesarás las paredes del jardín?

—Soy ágil y rápido como un onagro.

—¿Y si consigues huir ya no nos volveremos a ver?

—Sí, volveré para verte, aunque para ello tuviese que perder mi vida —dijo Nadir con vehemencia—. No sabría resignarme a no volverte a ver, mi buena Fátima.

—¿Oyes, Nadir? —dijo ella agarrándolo por los brazos.

—Sí, suben las escaleras.

—Ve, escóndete en la alcoba. Haré lo posible para que no penetren en ella.

Nadir desenfundó su kandjar, saludó afectuosamente a la muchacha y se precipitó en la alcoba, dejando caer la cortina tras él.

Casi en el mismo instante, se oyó llamar a la puerta.

La muchacha, que se había acercado a la ventana intentando hacer desaparecer la viva emoción que le embargaba en el rostro, se volvió preguntando con voz trémula:

—¿Quién llama?

—Aliabad, el jefe de los guardianes —respondió una voz profunda.

—Entra.

La puerta se abrió y un hombre robusto y barbudo, ricamente vestido, armado con una pistola con incrustaciones de madreperlas y un kandjar, entró, seguido de otros dos hombres, otros dos guardianes, también ricamente vestidos e igualmente armados.

—¿Qué queréis? —preguntó la joven, procurando que su voz fuese tranquila y mostrándose de mal humor.

—¡Salud a la bella Fátima! —respondió Aliabad, inclinándose hasta el suelo—. Ahora lo sabrás.

—Abreviad, que hoy no estoy de buen humor.

—¿Oíste ayer algunos disparos de fusil en el jardín?

—Sí. ¿Qué significaban? ¿Contra quién se disparaba? ¿Tal vez contra alguno de vosotros que se atreve a matar mis gacelas? No os distraigáis, porque mi señor es capaz de mandaros azotar.

—Tus gacelas no han sido tocadas, señora. Disparamos contra un hombre que había penetrado en el jardín.

—¡Un hombre que había penetrado en el jardín! —exclamó ella, afectando la más viva de las sorpresas—. ¿Pero quién era?

—Creo que debe ser uno de los rebeldes que ayer libraron al condenado a muerte en la misma plaza de Meidam.

—¿Y lo habéis matado?

—¡Que Alá lo hubiese querido así!

—¿Está todavía en el jardín?

—No, se ha escondido en el palacio.

—¿Dónde?

—Creemos que en el harén.

—No he visto a hombre alguno.

—Pero tal vez esté escondido aquí.

—¿En qué sitio?

—No lo sé, pero lo sabremos.

—Tú eres estúpido, Aliabad. Si hubiese entrado aquí lo habría visto. Dedícate a mirar en las otras habitaciones del harén.

—Si no lo encuentro aquí, registraré una por una las habitaciones, y si es necesario, incluso el palacio entero. Deja que ahora penetremos en tu habitación.

—Te repito que eres estúpido, que aquí no hay nadie.

—No importa, yo cumplo con mi deber —dijo el guardián.

—¿Y si te lo prohibiese?

—No te obedecería. Soy el jefe de la guardia y tengo el deber de registrar todas las habitaciones del harén.

—Pues bien: la mía no la registrarás —dijo con una energía suprema—. Vete de aquí.

—No, señora.

—Vete de aquí, esclavo.

—Saldré cuando esté seguro de que el rebelde no se esconde aquí.

—¿No sabes que soy la hija de tu señor?

—Lo sé, pero tengo que cumplir con mi deber. Ya te lo he dicho, señora.

—Te haré desollar vivo, si te atreves a llevarme la contraria.

—Luego me harás empalar, si quieres. Pero antes registraré tus habitaciones.

Una llama de ira cruzó por el rostro de la jovencita, que quizá por vez primera se veía contrariada por un esclavo.

—Aliabad, sal de ahí —ordenó con los dientes apretados.

—No puedo, señora. Antes que tú manda el señor, y si le desobedezco es capaz de hacerme empalar. Cumplid las órdenes —dijo volviéndose hacia sus subordinados.

Sacó el kandjar y avanzó con los otros dos, pero la muchacha había recogido un escudo que estaba sobre un diván y se puso frente a ellos.

—¡Atrás, esclavos! —mandó, con un extraordinario desdén.

—Señora —dijo Aliabad, mirándola fijamente—, ¿por qué tanta obstinación? ¿Es acaso la primera vez que penetro en tu estancia?

—¡Atrás, repito!

—No, señora.

Fátima levantó el escudo, dudó un instante, y luego lo dejó caer con toda su fuerza sobre el rostro de Aliabad, dejando en él un surco rojo.

Aliabad dio un aullido pero no retrocedió.

La jovencita, excitada de rabia, decidida a todo para salvar a Nadir, al que ahora amaba, volvió a levantar el escudo, pero en aquel mismo momento se oyó una voz estentórea que gritaba:

—¿Quién se atreve a provocar el enfado de Fátima?

Un viejo, de luenga barba blanca, enérgica a pesar de la edad, con ojos crueles, penetró lentamente con la frente fruncida y la mano derecha apoyada en la empuñadura de una pistola, que tenía el cañón artísticamente trabajado y con incrustaciones de perlas y esmeraldas.

—¡El señor! —exclamaron a un tiempo Aliabad y los dos siervos, inclinándose humildes hasta el suelo y dejándole pasar.

—¡Vos, señor! —exclamó Fátima palideciendo y dejando caer al suelo el escudo.

—¿Qué pasa? —preguntó el viejo con acento terrible y echando sobre los guardias miradas cargadas de fuego.

—Príncipe —balcució el jefe de los esclavos sin atreverse a mirarle cara a cara—, buscábamos a un rebelde que se había escondido en vuestro jardín.

—¿Un rebelde? ¿En mi jardín?…

—Sí, príncipe.

—¿Y quién era?

—Un montañés, uno de los que provocaron la rebelión en la plaza de Meidam y que salvaron a un tal Harum.

—¿Y se ha refugiado aquí?

—Sí, príncipe.

—¿Lo habéis visto?

—Sí, hemos visto cómo trepaba por las paredes del jardín.

—¿Y venís a buscarlo en la habitación de Fátima?

—No lo hemos visto salir del jardín; por tanto, es necesario buscarlo por el palacio.

—Fátima —dijo el viejo volviéndose hacia la joven que permanecía silenciosa, con el corazón trepidante, pero dispuesta a todo—, ¿conoces y sabes dónde está este rebelde?

—No, señor —respondió ella, enrojeciendo pero sin dudar.

—Salid por tanto, estúpidos canallas —dijo el príncipe con acento amenazador—, y ¡ay del que vuelva a entrar!

Los tres guardianes se inclinaron profundamente y salieron más rápidamente que un grupo de gacelas asustadas.

—Señor —dijo Fátima respirando profundamente—, ¿qué te ha traído por aquí?

El viejo no contestó. Se había puesto a pasear por la estancia con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si le turbase un grave presentimiento.

La muchacha permaneció silenciosa; sólo se le iban los ojos hacia la alcoba, en donde a intervalos temblaban suavemente las cortinas.

—Escúchame —dijo al fin el viejo príncipe, sentándose sobre un diván.

—Habla, señor.

—Tengo algo importante que comunicarte y que espero te hará feliz.

—¿De qué se trata?

—Me han pedido tu mano.

La joven, que estaba sentada a los pies del príncipe, se arrugó como si la hubiesen accionado con un muelle.

—¡Mi mano…! —exclamó palideciendo y sonrojándose al mismo tiempo.

—¿Qué encuentras de extraño en ello? —preguntó el viejo, mirándola fijamente, como si quisiera leer en lo más profundo de su corazón—. ¿Sabes que estás a punto de cumplir los quince años?

—Lo sé, pero prefiero vivir a tu lado.

—¿Rehusarás acceder? —preguntó el viejo frunciendo el ceño.

—Soy todavía muy joven, señor.

—No importa: así es mejor.

—Pero podría ser infeliz; mientras que…

—¿Sabes quién es el hombre que te pide?

—Lo ignoro.

—Es poderoso.

—¿Algún khan (general)?

—Más todavía.

—¿Un sadri-azem (ministro)?

—Más respetable todavía.

—¿Pues quién?

—El sha.

—¡El rey!…

Fátima se había puesto pálida y agitada.

—¡El rey! —repitió con voz temblorosa—. ¡Yo esposa del rey…!

—¿No te esperabas un honor semejante?

—No.

—Eres la fortuna de mi casa.

—Pero…

—¿Pero qué? —preguntó el viejo con acento duro.

—Yo no quiero al sha.

—¿Y qué importa?

—Podría ser infeliz, señor.

—¡Infeliz! Tú que podrías tener todo aquello que la fantasía de una mujer puede llegar a imaginar, que tendrías para ti cientos de miles de esclavos y que…

—Basta, señor —murmuró la muchacha—. No he nacido para vivir junto a estos señores poderosísimos, ni junto a otras mujeres.

—¿Qué pretendes insinuar?… ¿Qué mujer se negaría a aceptar tanta grandeza y tantos honores?

—¡Pero te digo que no podré amarlo!

—¿Por qué motivo?

—¡Porque me encuentro bien cerca de ti, señor! Yo no aspiro a tales grandezas; prefiero la tranquilidad de tu casa.

—Pero puedo obligarte.

—No tienes autoridad para ello, señor.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No eres mi padre —dijo la joven con energía.

El viejo príncipe palideció, luego enrojeció y durante algunos instantes pareció como si su voz terrible se hubiese extinguido.

De un golpe, se levantó del asiento y, con el ceño fruncido y con un grito estridente, vociferó:

—¿Quién eres tú, pues?… ¿Quién eres que te atreves a discutir mis decisiones, que te atreves a desobedecerme?… ¿Sabes que si no te hubiese recogido en mi casa, a esta hora te arrastrarías por toda Persia y tal vez estarías muerta como tus ambiciosos padres?… ¿Quién soy, pues, para ti?…

—Pero, señor…

—¡Basta! —explotó el viejo—. ¿Te niegas? ¿Te crees, desgraciada, que voy a decirle al sha que tú no quieres?… ¿No sabes todavía que él es señor de toda Persia y que con un solo signo puede arruinar mi casa y confiscar mis bienes?

—¡Pero yo no puedo amarlo! —exclamó Fátima estallando en sollozos—. ¡Prefiero que tú me mates!

El viejo se le acercó, clavando sobre ella una mirada dura.

—¿Amas a alguno? —le preguntó con la voz ronca—. ¿A quién?… Va…, dilo… Pero es imposible, ¡en mi casa no penetra el ojo extraño!

Parecía como si aquella sospecha le preocupase y se fuese concretando en su espíritu. Salió a la puerta gritando:

—¡Aliabad!…

El siervo, que le esperaba fuera, volvió a entrar inclinándose ante él profundamente.

—Incorpórate —le dijo el viejo con voz brusca—. A ti te incumbe la vigilancia de mi casa.

—Es verdad, señor.

—¿No ha entrado aquí jamás hombre alguno?

—Jamás, señor.

—¡Júralo!

—Te lo juro, señor.

—¿Ha salido alguna vez sola Fátima?

—Jamás.

—Piénsalo bien antes de contestar, porque podría hacerte empalar, después de apalearte hasta llenar de sangre tu vieja piel, esclavo maldito.

—Te repito que Fátima jamás ha salido sola.

—¿Ningún hombre extraño ha penetrado en esta casa?

—Ninguno, señor.

—Responderás de ello con tu cabeza.

—Es tuya, señor, y si te he mentido, te la entrego.

—¡Vete!

Luego, mientras Aliabad salía anonadado, pálido por el miedo experimentado, el príncipe, volviéndose a dirigir a Fátima que había caído en un diván, volvió a decir:

—¡Está determinado que te convertirás en la cuarta mujer del sha!

—¡Jamás! —exclamó ella con desesperación.

—Lo quiero, y sabes que nadie se me resiste.

—Me suicidaré antes de que llegue el día.

—Insensata.

—Te lo juro.

—Habrá quien te lo impedirá.

—Pero ten compasión de mí, señor. Nunca me has amado, es cierto: pero me has respetado y hecho respetar y has tolerado mis caprichos de muchacha. ¿Por qué quieres hacer de mí ahora una infeliz?

—Es para mí un honor emparentar con el hombre más poderoso de Persia y estoy orgulloso de este honor, que todos me envidian.

—¿Emparentar?… —preguntó Fátima mordaz—. ¿Pero quién eres entonces? ¿Acaso no soy una extraña para ti?

—Eso no te importa. Basta ya: mañana empezarán las fiestas por el martirio de Hussein. Apenas terminen, el sha te recibirá en su palacio. He dicho, ¡y ay del que intente contradecirme!

El príncipe salió, pálido de ira, cerrando furiosamente la puerta, mientras Fátima estallaba en llanto.