EL PRIMER LATIDO
Después de dejar caer la muselina, se había quedado de pie junto a la lámpara, con la cabeza levemente inclinada sobre su hombro izquierdo y con los ojos fijos sobre las cortinas ligeras de la ventana que el fresco vientecillo de la tarde mecía lentamente. Parecía como si intentase recoger algún nuevo grito o algún nuevo disparo de arcabuz de aquéllos que rastreaban por el jardín.
—Nada —dijo tras algunos instantes, estremeciéndose—. ¿Será que lo habrán matado? ¡Infeliz!…
De improviso se sobresaltó, poniéndose más pálida todavía. Le parecía que la cortina de la alcoba se había movido.
Dio un paso hacia atrás, apoyándose con una mano en un taburete, y miró hacia el lugar en donde Nadir se escondía. Miró luego hacia la cortina de la ventana, que en aquel momento se había hinchado.
—Es el viento —dijo, esbozando en sus labios una sonrisa, que se le heló de repente en los mismos labios.
Levantando la cortina de la alcoba, apareció Nadir.
—Silencio —le dijo, con un tono que en nada se parecía a una amenaza—. Silencio o estoy perdido.
Se acercó hasta el centro de la habitación y puso una rodilla en tierra, frente a la muchacha, que se echó hacia atrás aterrorizada.
—¿Por qué tanto miedo? —preguntó Nadir con voz dulce.
La desconocida no contestó. Ella le contemplaba asustada, pálida, temblorosa, sin ser ni siquiera capaz de esbozar un gesto.
—¿Por qué tanto miedo? —repitió Nadir con más dulzura todavía.
Se levantó y dio otro paso hacia adelante. La muchacha emitió un grito sofocado.
—¡Auxilio…! —murmuró con voz apenas perceptible.
—¡Ah! ¿O sea que hasta tú me odias? —dijo Nadir—. ¡Pues que me asesinen!
Con un gesto rápido desenvainó el kandjar y se lanzó hacia la ventana, dispuesto a saltar al jardín. Había ya levantado la cortina cuando la desconocida exclamó:
—¡Párate!… ¡Allí te matarán!…
Nadir se detuvo, volviendo la cabeza hacia atrás. A tres pasos estaba la joven, pálida aún, que le tendía las manos.
—¡Detente! —le repitió ella—. ¡Allí… morirás!
—¿No temes ya, entonces?
—No…, no…
—¿O sea que tú no quieres perderme?
—Quiero salvarte.
—¿Pero sabes quién soy?
—Un joven sincero.
—¿Quién te lo ha dicho?
—Me has dado tú mismo una prueba de lo que digo.
—¿Y ya no me tienes miedo?
—No.
—Y sin embargo estamos solos.
—Pero tú eres leal.
Un breve silencio reinó en la estancia, roto apenas por el ondear de la cortina, agitada por el viento y por el lejano murmullo de las fuentes.
Los dos jóvenes, a tres pasos de distancia el uno del otro, ambos bellos, se miraban fijamente. Se podría jurar que en aquel instante el corazón de ambos palpitaba, y quién sabe si por primera vez.
—Eres buena —dijo finalmente Nadir, acercándose.
Ella inclinó la cabeza sobre su pecho, y sonrió.
—Quisiera hacer algo por ti —añadió Nadir,
—Hablas de mí y deberías pensar en ti —dijo la jovencita.
—¿Por qué?
—¿Has olvidado a los hombres que te rodean?
—Me han dicho que la estancia de una mujer es inviolable.
—Es cierto, pero todos están asustadísimos ante las iras del dueño y serían capaces de penetrar en esta estancia si sospechasen que hay alguien escondido aquí.
—Pues bien, me defenderé.
—Pero ellos son muchos y tú, solo.
—Tengo mi kandjar.
—No temas: te salvaré aunque tenga que afrontar la ira del príncipe.
—No lo permitiré jamás —dijo Nadir firmemente—. Moriré, pero comprometerte… ¡jamás!
—Eres leal y valiente. Creía tener ante mí a un bandido, pero me doy cuenta de que estaba engañada. ¿Cuál es tu nombre?
—Nadir.
—¿Y de dónde vienes?
—Del Demavend.
—Ah, eres montañés…
—Sí, soy cazador de montaña.
—Y sin embargo llevas vestidos de príncipe.
—Tengo un castillo entre aquellos riscos.
—¿Por qué lo has dejado?
—Tenía que salvar a un compañero.
Hizo un gesto de sorpresa.
—¿Eres tú el que ha salvado al hombre que tenía que morir en la plaza de Meidam?
—Sí.
—Por tanto no eres solamente leal y valiente, sino que además eres bueno.
—El Rey de la Montaña no podía dejar a un hermano en peligro.
—¿Es ese tu título?
—Sí.
—Los montañeses tienen razón. Te lo mereces.
Un breve silencio reinó en la estancia. Luego la muchacha, acercándose a Nadir, le preguntó:
—¿Tienes padre?
—No —respondió con acento de tristeza.
—¿Y madre?
—Tampoco. Están bajo tierra.
—¿Han muerto? —preguntó ella llena de emoción.
—Muerto, o tal vez han sido asesinados.
—¡Infeliz! —murmuró la bella jovencita mirándolo con profunda ternura. De repente, palideció. Muy cerca, en el jardín, se oían voces.
—Silencio —dijo ella en un susurro.
Se acercó a la ventana y levantó la cortina. Al pie del pabellón, conversaban dos hombres armados con fusiles.
—No puede haber escapado —decía uno.
—Tal vez no lo hayamos visto —respondía el otro.
—¿Y si se ha escondido en el interior del palacio?
—Lo registraremos.
—Pero las mujeres duermen.
—Mañana no dormirán.
—Y el bribón aprovechará la noche para escapar.
—He colocado a diez hombres alrededor de la muralla y pondré a otros tantos rodeando el palacio. Te aseguro, Abassi, que no escapará.
—No olvides que el sha nos lo pagará a precio de oro. Es un rebelde y sabe que los rebeldes se pagan bien.
—Confía en mí.
La muchacha ya sabía bastante. Dejó caer de nuevo la cortina y se volvió hacia Nadir que había empuñado el kandjar.
—Esconde esa arma, Nadir —dijo ella—. Me da miedo.
—Como tú quieras —le respondió, volviendo a envainar el arma—. Pero estás pálida y tiemblas. ¿Por qué?
—Nadir… —murmuró ella.
—Habla sin miedo. El Rey de la Montaña es fuerte.
—Corres un gran peligro, amigo mío.
—¿Qué has oído? —preguntó Nadir con cierto desasosiego.
—Han rodeado él jardín y el palacio.
—¿Quiénes?
—Los hombres que te seguían.
—Saldré de aquí de todas formas. La noche es oscura y…
—¡No, no! —exclamó la joven con terror—. ¿Y si te matasen?
—Estoy solo en este mundo —dijo Nadir—. Nadie me llorará… ¡Ah!… ¡Pobre Mirza!…
—¿Quién es este Mirza? ¿Entonces no estás solo?
—Es cierto, no estoy solo. He dejado en la montaña a un viejo amigo de mi difunto padre, que me ama más que si fuese su hijo. ¡Quién sabe el ansia con que estará esperando a su Nadir!
—Ya ves que no puedes aceptar la muerte.
—¿Y qué quieres que haga aquí? Se trata de la habitación de una mujer…
—Tienes razón.
—Por tanto, deja que me vaya. Si muero en la lucha, mi último pensamiento será para la mujer que, sin saber quién soy, se ha ofrecido generosamente a salvarme.
Tomó a desenfundar el kandjar, miró detenidamente a la desconocida, y se dirigió hacia la ventana. Estaba ya a punto de saltar sobre el alféizar, cuando notó una mano apoyada suavemente sobre su hombro.
Se volvió rápidamente. La muchacha se le había acercado y lo tenía cogido. En sus ojos brillaban dos lágrimas como dos perlas.
—¡Lloras! —exclamó él.
—¡Nadir, no mueras…, no mueras! —exclamó ella con voz sofocada—. ¡No, no lo quiero!…
—¿Pero a ti qué te importa que viva o muera? —preguntó Nadir con una especie de exaltación—. ¿Qué soy para ti? Hace algunos minutos, ni siquiera sabías que existía. Deja, por tanto, que salga de aquí; abandóname a mi destino, ya has hecho demasiado por mí.
—¡No quiero! —exclamó la joven—. Te lo prohíbo.
—No, déjame.
—No, no quiero.
Había pronunciado estas palabras con una energía que nadie habría creído posible en aquellos labios y, como para dar mayor fuerza a sus palabras, había agarrado a Nadir por el brazo.
El montañés se detuvo, sorprendido por aquella extraña resistencia, que podía costarle a la muchacha amargos sinsabores.
—De acuerdo —dijo—. El Rey de la Montaña no desobedecerá a la primera mujer que conoce en su vida.
Se volvió luego hacia la desconocida, que lo mantenía en todo momento cogido por el brazo como si temiese su huida, y mirándola fijamente a los ojos, le preguntó:
—¿Cómo te llamas?
—Fátima.
—Los vestidos que vistes y el palacio en donde habitas indican que tu padre debe de ser un príncipe.
—¡Mi padre! —murmuró ella con acento doloroso—. Mi padre no es el señor de esta morada, es un potentado que goza de la amistad del sha.
—Fátima —volvió a decir Nadir tras algunos instantes de silencio y con la voz conmovida—, lo que has hecho por mí es grande y no lo podré olvidar. Habito allá arriba, en la montaña, en un castillo formado por cuatro grandes torres en gran parte derruidas. Si un día tienes necesidad de ayuda, por grande que fuese, aunque tuviese que costarme la vida, manda un mensajero al castillo. Tengo tanto oro que puedo comprar una provincia entera, tengo hombres fuer tes, resueltos, fieles al joven Rey de la Montaña, y armas suficientes para equipar a una banda capaz de asaltar Teherán. Lo pondré todo a tu disposición, incluida mi vida. Acuérdate de lo que te he dicho, Fátima: porque Nadir sabrá mantener siempre su palabra.
—¡O sea que eres rico y poderoso! —exclamó la muchacha, mirándolo con admiración—. ¿Acaso eres un príncipe expulsado de Teherán?
—En tomo a mí existe un misterio y yo mismo ignoro la verdad.
Inclinó luego la cabeza y pareció sumergirse en profundos pensamientos que Fátima no se atrevió a interrumpir; pero algunos minutos después, volvió en sí, diciendo:
—Y ahora, ¿qué tengo que hacer?
—Quedarte aquí, ya te lo he dicho —dijo ella, turbándose.
—¿Y tú?
—Me quedaré contigo. Si saliese podría parecer sospechoso y perderte.
—¿Y dormirás aquí?
—Allí, en mi alcoba, y tú permanecerás ahí. Los divanes son suficientes y puedes ponerte cómodo.
—¿Y no tendrás miedo, sabiendo que estoy tan cerca de ti?
—Te he dicho que sé que eres demasiado leal como para que pueda tener miedo. Ahora dime, ¿necesitas algo? Tal vez desde hace muchas horas no bebes ni un vaso de agua.
—No te preocupes por mí, Fátima. En la montaña estamos habituados a todo tipo de privaciones,
—Adiós, Nadir —dijo ella extendiéndole la mano—. No temas nada, puesto que, hasta que las tinieblas desaparezcan, nadie se atreverá a entrar.
—Adiós, Fátima —respondió él, agarrando con vivacidad aquella mano pequeña y apretándola con fuerza—. Descansa tranquila.
La gentil muchacha se dirigió a la alcoba con paso ligero, se volvió por última vez hacia Nadir, que se había quedado clavado, lo miró de nuevo fijamente, y penetró en la alcoba.
El joven permaneció algunos minutos más en el mismo sitio, con los ojos fijos en la alcoba, reteniendo la respiración, como si temiese turbar el silencio que reinaba en la estancia. Luego se sonrojó, mirando a su alrededor con una especie de sorpresa mezclada de curiosidad.
Se pasó una mano por la frente que le ardía y la retiró, húmeda de sudor.
—Es extraño —murmuró con un hilillo de voz—. Se diría que hasta ahora había estado soñando.
Volvió de nuevo sus ojos hacia la alcoba, con mirada conmovida; las cortinas estaban totalmente inmóviles; aguzó el oído, pero no oyó nada.
«¿Tal vez duerme?», se preguntó. «¿Y no tiene miedo de mi presencia? ¿Y si yo fuese un mentiroso miserable? Pero Nadir es el Rey de la Montaña. Nadir es leal y sabrá mantener la palabra dada. Duerme, Fátima, que nada tienes que temer de mi parte. ¿Pero qué siento ahora? ¿Qué significa ese latir precipitado de mi corazón? ¿Qué es este estremecimiento que me corre por las venas?».
Se dirigió de puntillas hacia la ventana, levantó la cortina de seda azulada y expuso su ardiente frente a la fresca brisa nocturna.
La noche era espléndida. En el cielo brillaban soberbias las estrellas y la luna iluminaba la ciudad, haciendo resplandecer los minaretes y las terrazas, las redondeadas cúpulas de las mezquitas y las copas de los árboles.
Un vientecillo fresco se acercaba desde la punta del Demavend, pasando por encima de aquellas casas y de aquellos árboles cargados de un perfume enervante.
Nadir apoyó la cabeza sobre las manos y permaneció inmóvil, aspirando aquellos perfumes penetrantes.
De repente, se estremeció. Su pensamiento había corrido hacia la montaña, en la cual le esperaba, quién sabe con qué ansia, el viejo Mirza.
—¡Pobre viejo! —murmuró—. Cómo se desesperará cuando vea que no vuelvo con mis compañeros. Me creerá muerto o herido, o, lo que es peor, prisionero de aquellos hombres a los que él tanto temía. Pobre Mirza, ¡cómo llorará! Me adora, y por mí habría aceptado la muerte. ¡Ah! ¿Y si dejase este lugar e intentase pasar por entre los centinelas? Ahorraría a aquel viejo mil angustias… ¿Y por qué no? Soy ágil, soy fuerte, tengo mi kandjar y los enemigos, que me rodean, no me están esperando…
Se levantó como si acabase de tomar una súbita decisión, pero su pensamiento se había trasladado, en el momento en que se disponía a saltar al jardín, a Fátima, y su corazón había sentido sensaciones extrañas.
—Huir así, sin decirle nada a esta muchacha, que tanto ha hecho para salvarme —murmuró—. Y tal vez, para no volverla a ver jamás…, ¡jamás!… No…, no, Nadir…
Se pasó la mano por los cabellos y miró a su alrededor, maravillado por las últimas palabras que se le habían escapado de los labios…
—No… tal vez no volverla a ver —repitió—. ¿Por qué este temor de no volverla a ver? ¿Y por qué estos latidos en el corazón cuando pienso en ella? ¿Qué siento? Ah, ésta era la extraña sensación que experimentaba en la montaña, cuando el viento murmuraba dulcemente bajo los bosques, cuando el aire parecía embalsamado con el perfume de las flores, cuando el sol se ponía. Sí, siento en mi interior, como sentía entonces, una voz misteriosa que me susurra: «Nadir, ¡la montaña sola no te basta!».
El joven se recostó en un diván. El cansancio y la emoción le hicieron, muy pronto, conciliar el sueño.