FÁTIMA
Cualquier otro mortal, cayendo desde aquella muralla se habría partido el cráneo o por lo menos se habría roto las piernas. Pero no es lo mismo para un ágil montañés, acostumbrado desde niño a estos saltos peligrosos. Enderezándose rápidamente, se puso a contemplar con viva curiosidad y una cierta ansiedad el lugar donde se hallaba.
Se trataba de un jardín grandioso y soberbio, rodeado de murallones sólidos y altísimos. Gigantescos plátanos de denso follaje, hayas bellísimas, granados, membrillos, cerezos y nísperos, muy bien alineados, proyectaban una sombra fresca sobre los pasillos lisos y limpios, mientras que las flores blancas, rojas, azuladas y amarillas perfumaban delicadamente el ambiente.
Aquí y allá, entre el verdor de las hojas, se entreveían glorietas graciosísimas y pequeñas terrazas, surtidores de agua que saltaban a gran altura, esparciendo a su alrededor miríadas de gotitas de agua, además de otros lagos limpísimos, entre los cuales revoloteaban cándidos pajarillos y bebían elegantes gacelas.
No se oía voz humana alguna ni bajo los árboles ni a la orilla de los lagos. Sin embargo, cuando el viento no susurraba, llegaban lejanas notas delicadas, dulces, que parecían emitidas por una mandolina.
«¿Dónde estoy?», se preguntaba Nadir, después de haber permanecido a la escucha durante algún tiempo. «¿Quién debe vivir en un lugar así? ¿Estaré en una nueva emboscada?».
Dio algunos pasos por uno de los caminos con los ojos atentos y una mano en la empuñadura del kandjar. Y luego se paró. Involuntariamente se estremeció.
—¡Está ahí dentro! —había gritado una voz—. Lo he visto abalanzarse contra el muro. Mira, ahí están las huellas de la escalada.
—¿Quién lo perseguía? —preguntó una voz clueca, que parecía la de un esclavo.
—El caballero del rey que hemos visto caer.
—¿O sea que se trata de un rebelde?
—Si le iban persiguiendo los soldados, no puede tratarse de un hombre de bien.
—Recoge cuantos hombres puedas y entremos en el jardín. Si nuestro amo se entera de que un rebelde se ha refugiado aquí, se vengará de forma sangrienta.
—Voy en seguida.
—Todavía una advertencia, retira a todas las mujeres y mételas en el harén para que no se asusten.
—Lo haré. Y tú quédate ahí; si el bribón intenta escapar, dispara en seguida. El sha pagará su cabeza a buen precio.
—No tengas miedo: estoy cargando mis pistolas.
—Estoy perdido —murmuró Nadir cuando ya no oyó nada más—. Mirza me ha dicho que algunos hombres me odian y que me matarían si tuviese la mala suerte de caer en sus manos. ¿Dónde podría esconderme?
Contempló las paredes, pero eran altas y lisas, imposibles de escalar. Miró los árboles, pero no había ni uno lo bastante tupido como para poderse esconder en él. Afortunadamente, una idea pasó por su cerebro.
—Recuerdo que Mirza me decía que los harenes servían de casa a las mujeres de los hombres ricos —murmuró—. ¿Y si le pidiese protección a una de ellas? Una mujer no puede ser mala.
Volvió a colocar el kandjar en su cintura y anduvo por un camino flanqueado de enormes plátanos que proyectaban una profunda oscuridad y que parecía conducir a un lugar habitado. El vientecillo había dejado de susurrar entre los árboles: sólo se oía el suave murmullo de las fuentes y los lejanos sonidos de un instrumento de cuerda.
Había avanzado doscientos pasos, cuando una mancha blanca y dilatada le hirió a los ojos. No sabiendo qué hacer, se paró, indeciso.
—Si hago marcha atrás me detendrán —dijo tras algunos instantes—. Más vale que siga avanzando.
Anduvo otros veinte pasos, y volvió a detenerse, estupefacto.
Frente a él, entre cuatro árboles altísimos, se alzaba un magnífico palacio de mármol blanco, adornado con columnas y arabescos, y coronado por una cúpula dorada que refulgía a los rayos del sol en su ocaso.
Preciosos balcones, recubiertos de ligerísimas cortinas rosadas y sostenidos por elegantes columnillas de mármol jaspeado; esbeltas y delicadamente esculpidas las galerías situadas a su alrededor, cubiertas con cristales azules. Las ventanas eran graciosísimas. Muchas de ellas parecían sembradas de rejillas doradas. El recinto que resguardaba la entrada era maravilloso, todo él de mármol y porcelana, con una pequeña cúpula en su parte superior y con dos amplias fuentes de alabastro a los lados, en donde se deslizaban pececillos de mil colores.
Nadir, que no había visto más que las torres agrestes de su montaña, se había detenido lleno de estupor frente a aquel palacio, verdadera obra maestra de la arquitectura persa.
«¿Dónde estoy?», se preguntó. «¿Quién vive en este lugar? ¿Es hoy acaso el día de las sorpresas? ¡Ah, si Mirza pudiese ver esto!».
Repentinamente recordó la conversación que había escuchado tras las paredes del jardín.
—Por más vueltas que le dé, no acabo de creerme que estén dispuestos a matarme —murmuró—. Tal vez en este lugar esté mi salvación.
Aguzó los oídos. En el palacio se oían, de vez en cuando, estallidos de risa argentina y sonaban, todavía con mayor claridad, los arpegios delicados de la mandolina.
Miró hacia las galerías y balcones, bajo las ventanas y pabellones, pero no vio a ningún soldado ni a mujer alguna. Se decidió rápidamente.
Atravesó la distancia en cuatro saltos, se aferró a las columnillas de las galerías y, con la ayuda de las manos y los pies, llegó hasta la cupulilla. Todo ello en un abrir y cerrar de ojos. Miró a su alrededor, levantó la cabeza y con una alegría inexpresable vio una ventana a unos tres metros de donde estaba.
—Si consigo llegar hasta el alféizar, estoy salvado —murmuró.
Se levantó lo más que pudo, poniéndose de puntillas, pero el alféizar estaba demasiado alto. Entonces se encogió, como hace el tigre cuando está a punto de lanzarse sobre su presa, y dio un salto. Sus manos encontraron el alféizar y se agarraron a él con una energía sobrehumana.
En aquel preciso instante oyó una voz bajo el pabellón que decía:
—¡Prudencia y adelante!
Nadir no dudó más. Con un gran esfuerzo se levantó, alcanzó el alféizar y cayó en el interior de una sala que, por suerte, estaba desierta.
Aquella estancia estaba amueblada principescamente. No era excesivamente grande. Tenía las paredes y el suelo cubiertos con hermosísimos tapices de mil colores. No había pesados muebles como los que se ven en las mansiones europeas, sino largos divanes forrados de rojo, que rodeaban toda la habitación, elegantes taburetes de mosaico, sobre los cuales estaban colocadas pequeñas vasijas, grandes brazaletes de oro, anillos de todos los tipos y collares de gruesas perlas.
—Esto es el santuario de una mujer —balbució Nadir—. ¿Me traicionará?
Dio algunos pasos por la estancia, respirando aquel aire impregnado de un perfume indefinible, que sugería una vida muelle y fastuosa, y se acercó a un biombo de seda azulada, que parecía encerrar una nueva estancia.
—Si dentro estuviese… —murmuró.
Levantó, temblando, la cortina del biombo y miró hacia su interior. Allí había otra pequeña habitación con un pequeño diván en el centro, sobre el cual, en gracioso desorden, había vestidos de brocado de oro y plata, que exhalaban un perfume delicadísimo de violeta.
Rastreando el suelo, Nadir vio en tierra dos babuchas de piel roja, tan pequeñitas que parecían de una muchachita y, sobre un estante de laca y en el interior de una vasija de porcelana china, una rosa apenas entreabierta.
—¿Quién podrá llegar a ser la afortunada habitante de este nido? —se dijo Nadir, dejando caer la cortina.
Un grito ensordecedor, procedente del jardín, lo atrajo muy pronto a la ventana.
—¡Helo ahí! —gritaba una voz.
—¡A él, a él!
—¡Adelante, valientes!
—¡Fuego!
Un golpe de arcabuz resonó haciendo temblar los cristales.
—Si hubiese permanecido en el jardín, a esta hora el buen Mirza habría perdido a su hijo adoptivo —dijo Nadir—. Pero…
No terminó. En la habitación contigua había oído un suave ruido de pasos e inmediatamente después girar la manecilla de una puerta. De un solo salto, se metió en la alcoba, desenvainando el kandjar, decidido a que le asesinasen con el arma en la mano antes que rendirse.
Pasó un minuto, que le pareció un siglo. Luego, la puerta se abrió y, a la luz de los últimos albores del crepúsculo, vio entrar a una mujer envuelta en un amplio velo de muselina que le cubría de pies a cabeza.
Ella se detuvo un instante, girando la cabeza alrededor como si presintiese que alguien había entrado, se acercó luego a la ventana, sin producir el más leve rumor, apoyándose sobre el alféizar.
Los gritos que momentos antes habían atraído a Nadir hacia la ventana, se volvieron a oír en el jardín.
—¡Allí está!
—¡A él, a él!
—¡Adelante, vosotros!
—¡Fuego!
Seguidamente, sonó un segundo disparo de arcabuz.
Ante aquel disparo la mujer se echó con fuerza hacia adentro, esbozando un gesto de terror.
—¡Infeliz! —le oyó esclamar Nadir con voz temblorosa—. Estos malvados son capaces de haberlo matado.
Volvió a inclinarse por la ventana, transida de viva emoción, traicionada por el temblor de su ligerísima muselina. Luego, no oyendo nada más, bajó la cortina de seda azulada y volvió al centro de la estancia para encender una gran lámpara dorada, colgada del techo.
Una fulguración deslumbrante la envolvió. De las florecillas de la muselina se derramaban vivos rayos como si debajo hubiese oro, perlas, zafiros y diamantes. Nadir, sin saber por qué, experimentó un vago temor.
«¿Quién es esta mujer?», se preguntó. «¿Por qué estoy temblando? Y tal vez…».
Se paró. La desconocida, con un movimiento gracioso, había dejado caer los cordones de la muselina y ésta se había deslizado a sus pies, exponiendo a los rayos de la lámpara su rico vestido oriental, recamado de oro y plata, y bordado con perlas y diamantes de un valor inapreciable. Un perfume suavísimo, el perfume de la violeta, se espació súbitamente por la estancia, penetrando hasta la alcoba.
Un nuevo temor, más intenso que el primero, sacudió a Nadir hasta sus últimas fibras. Sin pensar que iba a ser descubierto, alzó la cortina con una mano temblorosa y miró de frente a la desconocida.
Era muy joven y elegantísima en su porte.
Alta, delgada, delicadísima, de un talle esbelto, esbelto… Sus manos eran blanquísimas, casi diáfanas; bellísimo y levemente rosado su rostro, ensombrecido por un velo de melancolía; los labios rojos como el coral y algo abultados; oscuros los ojos, aunque dulces, lánguidos; las cejas ligeramente arqueadas, y los cabellos casi rubios, con reflejos de oro, finos como hilos de seda, desparramados sobre su nivea frente.
Nada en ella recordaba la clásica belleza de los artistas, pero de toda su elegante persona se desprendía una ingenuidad infantil, una ternura, una dulzura verdaderamente femenina, que la hacían agradable y sencilla.
Un oriental habría dicho, en su curioso lenguaje, que la jovencita se asemejaba a una de aquellas flores delicadísimas que se abren soberbias con los primeros rayos del sol primaveral y que se vuelven mustias al primer soplo de la tormenta.