UN SUPLICIO PERSA
Teherán, capital del reino y cabeza de distrito del begler-beglik que lleva el mismo nombre, es una de las más bellas y populosas ciudades de Persia. Si por el número de habitantes es inferior a Ispahán, que durante años fue la capital, la supera en esplendor, en magnificencia de construcción e incluso por los importantes medios de defensa que la circundan.
Se asienta en la provincia de Ilark-Adjem, a 38° 41' de latitud norte y a 48° 31' de longitud oriental, en una vasta llanura arenosa, poco fértil, malsana durante los grandes calores del estío, y que recibe el nombre de llano de Sultanieh. Frente a la ciudad, pero a una distancia de diez leguas, se alza el gigantesco Demavend.
Forma un cuadrado de cerca de cuatro kilómetros de lado, defendido por gruesas murallas capaces de resistir un bombardeo desde lejos, y por otra parte difíciles de escalar gracias a un enorme foso que las rodea, reforzadas además por grandes torres.
Cuatro anchas carreteras, que llevan a las cuatro puertas de la ciudad procedentes de oriente, de occidente, del septentrión y del mediodía, la cortan y se reúnen en una ancha plaza llamada, como la de Ispahán, Meidam.
Sólo la mitad del espacio encerrado entre las murallas está ocupado por las casas; el resto está cubierto de jardines hermosísimos, en donde se alzan plátanos ya seculares, cerezos y granados, que ofrecen frutos de riebas, especie de ruibarbo, y uvas, que no son aprovechadas para hacer vino, porque la religión musulmana prohíbe los zumos fermentados.
Entre las maravillas que allí se pueden contemplar está el palacio real, que ocupa con sus jardines una cuarta parte de la ciudad, espléndido por su arquitectura verdaderamente oriental, soberbio por la riqueza de sus adornos y de sus mármoles, único tal vez en el mundo por el lujo de sus salones.
Sobresalen los jardines reales, las mezquitas con sus altas cúpulas doradas y los atrevidos minaretes que lanzan a alturas de vértigo sus finas columnas, desde cuyas cimas, al amanecer y al atardecer, los muellah, con el rostro vuelto hacia La Meca, la ciudad santa del pueblo musulmán, recitan a los creyentes los primeros versículos del libro sagrado, el Corán:
Bismülahir rahmanir rahim (Que resuene mi palabra en nombre del Dios santo e inexorable).
¡La illah il allah! Mohamed rassoul allah. (No hay otro Dios fuera de Dios, y Mahoma es su profeta).
El alba empezaba a iluminar las altas cimas del Demavend, cuya masa se recortaba sobre el fondo azul y transparente del cielo; los muellah todavía no habían dejado oír su voz desde lo alto de los minaretes, cuando un grupo de caballeros, armados de largas espadas y de centelleantes kandjar, penetraba en Teherán.
Eran siete hombres, que por sus vestidos parecían montañeros, capitaneados por un joven de aspecto feroz, vestido como si fuese un príncipe.
Al encontrar abierta la puerta oriental, habían penetrado sin vacilar bajo el torreón defendido por vistosas piezas de artillería; pasaron por delante de los guardias, lanzando sobre ellos una mirada despectiva, y galopaban ahora hacia la plaza de Meidam sin preocuparse de los raros transeúntes que los contemplaban llenos de curiosidad.
Llegados a la plaza, el joven jefe detuvo su caballo, y sus grandes ojos negros, que refulgían como diamantes, se quedaron fijos, ardientemente, sobre el palacio real, sin cansarse ni desviarse. Un color rojo vivo apareció en sus mejillas. Se podría jurar que su corazón, en aquel instante, batía con fuerza.
—¡Cuánto esplendor aquí…! —murmuró—. ¡Y Mirza no quería que bajase a contemplar tales maravillas…! Es cierto que la montaña es bella… ¡pero esta ciudad es todavía más bella! ¡Es extraño! ¿De dónde viene esta emoción que me invade? ¿Por qué mi sangre corre más rápidamente por mis venas? ¿Por qué siento en mí un deseo vehemente de pasar bajo aquellas puertas?…
Se volvió a los caballeros que permanecían firmes detrás de él y gritó con una cierta emoción:
—¿Quién vive en aquél maravilloso palacio, Irak?
—El sha —respondió el montaraz.
—¡El rey! —murmuró Nadir.
Permaneció algunos instantes en silencio, contemplando aquella soberbia construcción, y luego preguntó:
—¿Y es en esta plaza en donde van a ajusticiar a Harum?
—Mira hacia allí, Rey de la Montaña. ¿No ves el cadalso y sobre él un enorme cañón?
—Sí —dijo Nadir.
—Aquél es el instrumento de muerte.
—Me habían dicho que el rey hacía empalar a los condenados.
—Es cierto, pero en ocasiones prefiere hacerles atar a la boca de un cañón ya cargado, para ver saltar por los aires los miembros destrozados del condenado.
—¿Tan feroz es el sha?
—Mehemet es el más despiadado de los reyes persas.
—Sin embargo, el rey no verá a Harum saltar por los aires. Se lo impediremos, Irak.
—Así lo espero.
—¿Dónde están los otros hermanos de la Montaña?
—En un tschaparkhanc (una especie de cuadra en donde se cambian los caballos; generalmente, junto a la misma hay una posada) dirigido por un montañés fiel.
—¿Han sido avisados los kurdos de la llanura?
—Desde ayer. Y estarán aquí a la hora exacta.
—¿Para cuándo ha sido fijada la ejecución?
—Para esta tarde, una hora antes de la puesta del sol.
—Vayamos a juntarnos con los amigos, Irak.
Los montañeses dieron marcha atrás con sus caballos, abandonaron la plaza y tomaron un camino estrecho que se internaba por entre los espaciosos jardines, perdiéndose hacia los bastiones de la ciudad. Después de haber recorrido aproximadamente un kilómetro, llegaron frente a una vieja casa en un lugar desierto, situada entre dos altas murallas almenadas que parecían encerrar amplios corrales.
Bajaron de los caballos, dejándolos al cuidado de un joven persa que había acudido rápidamente, y penetraron en una sala vastísima, que tenía las paredes agrietadas, el techo sucio de humo y el suelo recubierto de viejas alfombras raídas.
Una docena de hombres de aspecto poco tranquilizador, con la cabeza cubierta por inmensos turbantes, vestidos de largas zamarras recogidas en la cintura con anchos cinturones repletos de pistolones y de káme (especie de puñales de hoja larga) y con los pies calzados de gruesas alpargatas rojas puntiagudas, estaban sentados en el suelo, con las piernas cruzadas al estilo turco. Algunos, silenciosos, fumaban su nargul, inmensas pipas cargadas con un tabaco muy fuerte llamado tumbak; otros estaban ocupados en el ejercicio de atusarse la barba, operación importante entre los persas que se preocupan mucho de ella, mientras que otros se entretenían tocando la pandereta o la mandolina.
—¿Quiénes son estos tipos? —preguntó Nadir a Irak.
—Kurdos amigos nuestros —respondió el montañés—. Ven, Rey de la Montaña.
Lo llevó por un pasillo oscuro y lo introdujo en un ancho patio, cercado por altas murallas almenadas. Allí, doscientos montañeses del nevado Demavend, armados con largos rifles, pistolas, kandjar y sables estaban sentados en círculos, discutiendo en voz baja.
Viendo entrar a Nadir, se levantaron todos como un solo hombre y se inclinaron murmurando:
—Salud al joven Rey de la Montaña.
—Gracias, amigos —dijo Nadir—. Estoy entre vosotros para conduciros contra los asesinos del valeroso Harum.
—Estamos dispuestos a seguirte —respondieron los hombres de la montaña—. No nos dan miedo las tropas del sha.
—Conozco vuestro coraje, mis valientes, procuraré ser digno de vosotros y de mi buen Mirza.
—Sabemos cuál es la audacia del joven Rey de la Montaña —dijo un montañés corpulento y atlético.
—Gracias, amigo —dijo Nadir—. Ahora esperemos a que llegue la hora de la ejecución; cuando se ponga el sol tras las cimas de nuestro Demavend, marcharemos a rodear la horca y a enfrentarnos con las tropas del sha.
Se sentó entre los montañeses y se puso a hacer planes con los jefes, siempre con la mirada fija en las cimas nevadas de la gigantesca montaña.
Durante el día, ni un solo montañés se atrevió a abandonar el patio. Aquella concentración hubiese podido ser descubierta por la policía del sha, la cual, no ignorando que Harum era un montañés de pura razaf no habría dejado de tomar tantas precauciones que hubiese hecho imposible el atrevido intento.
Cuando el sol se escondió tras la cima más alta del Demavend, Nadir se puso en pie. Se aseguró de que su kandjar se deslizaba sin estorbos por la vaina dorada y de que las pistolas estaban cargadas, y salió, acompañado de Irak y de algunos de los más valientes y robustos hombres de la montaña.
Los otros le siguieron a corta distancia, en grupitos de ocho o diez, para no llamar la atención.
Las calles de la ciudad se habían llenado de gente casi como por encanto.
La voz de que en la plaza de Meidam iba a tener lugar la ejecución de un hombre se había esparcido por doquier y la multitud corría en masa compacta hacia el palacio real.
Allí había personas de todas las razas y religiones, llegadas de todos los rincones de la ciudad, del llano, de los pueblecitos vecinos, del Demavend, de Ask e incluso de Kend.
Se veían por la calle a grandes señores, precedidos de sus djelodar que conducían los caballos y seguidos de haljand-jij que hacían sonar sus panderos para invitar a la multitud a acercarse; numerosos pueblerinos; hombres de negocios; bandas de kurdos con rostro feroz y barbudos; árabes; armenios; ilirios, tribus nómadas de la llanura, e incluso no pocos lucios, nómadas de muy mala fama, tan rapaces como los kurdos.
Tampoco faltaba, entre aquella multitud, un gran número de mujeres, todas envueltas en su rubend, finos velos que ocultan la cara, dejando sólo libres los ojos. Vestían largos pantalones de seda y escarpines puntiagudos.
—Buen botín para los kurdos —dijo Irak a Nadir, que marchaba a su lado—. Esos ladrones se aprovecharán de la confusión para robarles a las mujeres sus joyas.
—¡Y son nuestros aliados! —dijo Nadir, arrugando la frente.
—Son necesarios, Rey de la Montaña. Mientras nosotros asaltemos la tribuna, ellos provocarán alrededor nuestro una enorme confusión y dispersarán a los caballeros del sha.
—Preferiría combatir sin ellos, Irak.
—Somos valientes, pero somos pocos, Nadir, y los guardias del rey darían fácilmente cuenta de nosotros. Apresurémonos, que oigo repiquetear los tamborileros de la guardia.
Apresurando el paso por entre la muchedumbre a golpes de espuela, llegaron en un momento a la plaza de Meidam.
Los guardias del sha ya habían rodeado la tribuna, sobre la cual se levantaba el largo cañón. Cuatro filas de soldados, con los fusiles en la mano y los kandjar entre los dientes, rodeaban por entero la tribuna. Otros ghoulam (guardias a caballo) se estaban, con los caballos encabritados, frente al palacio real, mientras que una docena de camellos, llevando sobre su espalda pequeños cañones, estaban situados en los ángulos de la plaza, resguardados por algunos pelotones de zembourehthi (artilleros del ejército de los camellos) que parecían dispuestos a dispersar a la muchedumbre con descargas de ametralladora.
Al ver todos aquellos soldados, una arruga profunda surcó la frente de Nadir, que desapareció inmediatamente cuando descubrió a los montañeses que le habían precedido y a una inmensa turba de kurdos.
—Lo salvaremos igualmente —murmuró—. Nuestros kandjar les igualan en número.
Apenas había pronunciado estas palabras cuando se oyeron los redobles de los tambores. En seguida, entre las filas de los kurdos se produjo un movimiento envolvente que tenía por objeto rodear a las mujeres. Nadir e Irak, arrastrados por la masa, se encontraron a pocos pasos del patíbulo, detrás de las filas de los montañeses.
—Atención —murmuró el joven jefe al montañés.
Un temblor agitó a la multitud, y aquí y allá relucieron los káme, los kandjar y las cimitarras.
Los tambores redoblaron con fuerza y se acercaban más. Un enorme aullido resonó de un extremo a otro de la plaza.
—¡Harum!… ¡Harum!… —gritaban todos.
La multitud comenzó a agitarse y a hacer olas, como un mar en plena tempestad. Era un continuo subir y bajar de brazos y de holá, un apoyarse en las espaldas de los vecinos; apretándose las filas de los kurdos dispuestos a ocupar los principales puntos de la plaza, junto con los nómadas lucios y los bakthyari. Todos vociferaban, aullaban o aplaudían con estrépito.
El condenado apareció por el fondo de la plaza rodeado de una triple vigilancia de soldados y escoltado por un pelotón de caballeros del Korassán, armados con largas lanzas. Harum era un hombre que rozaba la cuarentena, de anchas espaldas, musculatura potente, tez morena y ojos de fuego. Sólidamente atado, andaba tranquilamente, echando agudas miradas hacia la multitud, como si estuviese buscando rostros amigos.
—¡Ah, el bravo montañés! —exclamó Nadir.
Acercó un silbato a sus labios y emitió el primer silbido. El condenado lo oyó y sintió una sacudida en su interior, mientras volvía a escrutar con sus ojos interrogativamente hacia la multitud. Montañeses y kurdos, de repente, envolvieron como en una red a los guardias del rey.
El condenado fue obligado a saltar sobre la tribuna. Los soldados y los caballeros rodearon a su vez el patíbulo y el verdugo, una vez sujetado Harum, empezó a atarlo a la boca del cañón.
—¡Esperad, esperad! —tronó una voz.
Los soldados se dieron la vuelta y los caballeros intentaron hacer frente a la multitud, pero no tuvieron tiempo.
Nadir se había lanzado hacia adelante, gritando:
—¡Al ataque, montañeses!…
Un clamor terrible resonó en la plaza.
—¡Viva Harum! —aullaron los montañeses, arrojándose sobre los soldados con el kandjar en la mano.
El verdugo, que ya había encendido la mecha, cayó del patíbulo bajo una descarga de las pistolas. La primera línea de soldados se desmoronó y cayó al suelo, bajo los puñales de los montañeses.
En menos tiempo del que se emplea para contarlo, una horrible confusión se produjo en aquella multitud apretujada. Los hombres de la montaña cargaban con furia contra las tropas apiñadas junto al cadalso, intentando abrirse paso a golpes de kandjar y de chechir, estrechándolos en una red de acero y fuego. Los soldados, sin poder servirse de los fusiles por lo restringido del espacio, acosados por todas partes, caían abatidos tras una defensa inútil.
Guardias y caballeros, moviendo desesperadamente las manos, sucumbían. Los caballos, despanzurrados o heridos, rodaban sobre los caídos destrozándoles con su propio peso.
Por todas partes se veían brazos alzados que empuñaban armas rojas de sangre, un ondear de cabezas, un caer de hombres, mientras se oía el aullido, el gemido, las maldiciones, el tronar de los arcabuces y de las pistolas.
Los kurdos, para hacer más trágica todavía la tremenda escena, mientras los montañeses se batían con los soldados, se habían lanzado como tigres sobre la población inerme. Hacían estragos, despojando a los caídos de sus joyas y vestidos. Una banda de aquellos ladrones, más atrevidos y más rapaces, aprovechándose de la confusión, se encaramaba por los balcones, hundía las puertas y entraba en las casas para saquearlas.
Por dos veces la artillería de los camellos descargó metralla contra la multitud cubriendo la plaza de muertos y heridos. Luego, enmudecieron. Camellos y artilleros fueron cayendo, uno tras otro, bajo los kandjar de los kurdos.
La contienda, cada vez más tremenda, se concentró bajo la tribuna, donde los soldados se defendían valerosamente, tratando de zafarse del cerco al que los montañeses les sometían por todas partes. Tres veces se lanzaron con furia contra la banda del Rey de la Montaña. Pero fue en vano.
Nadir, que combatía como un veterano a la cabeza de su aguerrido grupo, arrastrando una última vez a los compañeros a la carga, consiguió llegar muy cerca del lugar del suplicio.
Y entonces, con un salto de león, se lanzó hasta la tribuna, y sin preocuparse de los fusiles que le apuntaban, con dos golpes de kandjar cortó las ataduras de Harum.
—Te debo la vida, joven Rey de la Montaña —le dijo Harum.
—Vete, huye —respondió Nadir, saltando a tierra.
¡El aviso llegaba a tiempo! Del palacio real, irrumpían a la plaza, al galope, los guardias a caballo del sha. Los kurdos y los montañeses se dispersaron en todas las direcciones, metiéndose en las callejuelas y en las plazas, escalando las paredes de los jardines o refugiándose en las casas.
Nadir, separado de sus compañeros, arrastrado por la multitud, enfiló una callejuela desierta. Un ghoulam lo persiguió, pero al joven le quedaba todavía una pistola cargada, Hizo fuego sobre el caballero y lo derrumbó. Seguidamente, después de arrojar el arma que ya no le servía para nada, se agarró a los salientes de una alta y vieja muralla, atravesó las almenas y se dejó caer al otro lado desde una altura de siete metros.