II

EL REY DE LA MONTAÑA

La fantasía del más inspirado de entre los poetas orientales no habría podido crear un ser tan bello, tan noble y valiente como Nadir, llamado, y sin equivocarse demasiado, por los bandidos y cazadores del Demavend, el Rey de la Montaña.

A juzgar por su aspecto, no tenía más de veinte años. Era alto, esbelto de formas, que denotaban agilidad de felino y una fuerza extraordinaria. Sus manos eran pequeñas, sutiles, aristocráticas, habituadas desde la infancia a manejar el kandjar y el mosquetón; su carne era rosada como la de una niña; los labios algo abultados y rojos como el coral, bajo la sombra de un bigote negrísimo; sutil la nariz; los ojos resplandecientes como diamantes encendidos; las cejas bien arqueadas, la frente espaciosa, abundante su cabellera de azabache.

Con aquellos riquísimos tejidos, con los valiosos vestidos que llevaba y con las armas relucientes, claveteadas de zafiros, con las perlas que colgaban de su cintura, Nadir parecía más un príncipe que un cazador y se explica por qué sus compañeros le habían impuesto el sobrenombre de Rey de la Montaña, apelativo que merecía también por su fuerza, por su generosidad y sobre todo por su extraordinaria audacia…

Al oír la voz del viejo, había corrido a su encuentro.

—¡Mirza! —exclamó—. Mi buen Mirza…

El viejo lo recibió entre sus brazos y lo estrechó contra su pecho.

—Parece como si hiciese un año que no te veo… y son sólo cuatro días. ¿Te has aburrido, Nadir mío?

—Un poco, lo confieso —dijo Nadir—. ¡Pero si estás empapado! Parece mentira, ¡salir con un tiempo así! ¡Si podíais haber muerto!

—Habría muerto un pobre viejo —dijo Mirza con una triste sonrisa.

—¿Y tu Nadir?

—Tienes razón, hijo mío. Soy tu único amigo.

—Siéntate junto al fuego, Mirza, y explícame detalles sobre tu misteriosa excursión al llano.

El viejo se desembarazó del ancho abrigo y se sentó junto al hogar, que difundía un calor agradable.

—Vamos, Mirza —volvió a insistir Nadir, tras algunos instantes de silencio—. ¿Dónde has estado?

—Lo sabes ya, en el llano.

—No basta.

—En Teherán —afirmó el viejo, tras algún titubeo.

Un rayó fulguró en los ojos negros de Nadir.

—Teherán… —murmuró, quedando pensativo.

—¿Te molesta?

—No, pero quisiera saber qué haces en aquella ciudad.

—Tengo un amigo —respondió el viejo—. Me acerco a visitarlo dos veces al año solamente.

—¿Quién es?

—No te lo puedo decir, hijito.

—¿Por qué?

Mirza no contestó. De repente, su rostro se había ensombrecido y sus ojos se humedecían.

—Mirza —dijo el jovenzuelo tras algunos minutos.

—¿Qué quieres, Nadir?

—¿Me llevarás alguna vez a Teherán?

—¡A Teherán! —exclamó el viejo con acento de terror—. ¿Qué quieres hacer en Teherán?

—¿Qué quiero hacer? ¿Crees que a los veinte años una montaña basta?

—¿Por qué hablas así, Nadir? —con un acento de dulce reproche—. ¿Acaso no es bella, la montaña? ¿No son acaso soberbias y pintorescas las rocas que cruzan diariamente los ágiles onagros? ¿Acaso no es bello compartir con las águilas el dominio de las alturas y desde allí contemplar toda Persia y el Caspio azul? ¿Qué quieres hacer en Teherán? Allá abajo no hay más que corrupción, esclavitud, despotismo. Aquí, en cambio, existe la libertad, ¿sabes Nadir?, la libertad.

El viejo se detuvo un instante mirando fijamente a Nadir, que no movía ni una pestaña, y siguió:

—¿Qué te falta aquí? Tienes el poder, porque los cazadores y los bandidos te aman y te obedecen. ¿Te faltan las riquezas? Dímelo, y te daré lo que quieras. ¿Quieres todavía ir a Teherán?

Nadir no contestó. Miraba al viejo con ojos tristes y la frente arrugada.

—Habla, Nadir —dijo Mirza—. ¿Qué quieres?

El joven se agitó.

—Mirza —empezó a decir lentamente—, la montaña es bella, los bosques son soberbios, dulce el fragor de la cascada, delicioso el viento que ruge sobre las cumbres, pero a los veinte años todo esto no es suficiente.

—¿No es suficiente?

—No, Mirza. Para mí, no es suficiente. Me parece que cuanto mayor me hago, más y más la montaña me resbala, me falta el aire, y en torno a mí se hace el vacío. Dices que aquí está la libertad, y a mí me da la sensación de que la libertad se derrite día a día. Siento en mí una especie de ansia furiosa de lanzarme al mundo; siento un deseo desmesurado de…

Se detuvo indeciso y casi asustado, mirando al viejo que se tomaba pálido.

—Continúa —dijo el viejo.

—Mirza —volvió a decir el joven—, cuando tenías veinte años, ¿no sentías nunca como una llama que serpentea en las venas? Mira, cuando desde lo alto de las cumbres nevadas contemplo los brillantes minaretes de Teherán, siento una sacudida en la sangre. ¿De qué se trata? Lo ignoro. Cuando oigo tronar los cañones y resonar las trompetas, cuando desde lo alto de las rocas veo en la llanura a los caballeros del rey, siento un estremecimiento de entusiasmo, ¿de qué se trata? No lo sé, pero envidio a aquellos soldados. Cuando el viento murmura dulcemente bajo los bosques, cuando el aire está embalsamado con el perfume de las flores, cuando el sol brilla, siento en mi interior una sensación extraña, el corazón me palpita precipitadamente y una voz misteriosa me susurra: «Nadir, ve a Teherán, que la montaña ya no es bastante para ti».

—¿Pero es que acaso sueñas, mi buen Nadir? —gritó el viejo con voz desencajada y temblorosa.

—No, Mirza. No sueño.

—¿Es que no sabes que en Teherán te aguarda un peligro?

—¡En Teherán… me aguarda… un peligro! —exclamó el joven—*. ¿Y cuál, Mirza?

—Nadir —dijo el viejo con voz conmovida—, ¿tienes algún recuerdo de tu infancia?

—¿A qué viene esta pregunta?

—Retrocede hasta cuando tenías doce años, Nadir. ¿Estabas entonces en esta montaña?

—No —dijo el joven.

—¿Era el viejo Mirza el que te susurraba al oído dulces cantinelas para que te durmieses, el que te besaba y te mecía en la cuna? Responde, Nadir, responde, amigo mío.

—No —repitió el joven con un suspiro—. Sí… Sí… Me acuerdo de un palacio grandioso, con grandes cúpulas doradas y jardines soberbios…, me acuerdo de una mujer joven y bella que me cantaba dulces canciones, que me llevaba en brazos, que me besaba… e incluso a veces me llenaba de lágrimas… Me acuerdo de un joven guerrero que venía a vigilarme cuando estaba en mi camita y que me hacía saltar sobre sus rodillas. Era alto, era hermoso, era fiero; llevaba armas de oro… Y me acuerdo de tantos y tantos soldados bellos y caballeros soberbios que se inclinaban ante él y le obedecían como esclavos… Mirza, ¿quién era aquella mujer? ¿Quién era aquel guerrero que tanto me quería? ¿Qué les ha sucedido? ¿Viven aún?

Un arrebato de llanto fue la única respuesta. El viejo Mirza había ocultado la cara entre las manos y lloraba.

—¡Mirza! —exclamó Nadir con la voz rota—. ¿Por qué lloras?

—No lo sé, Nadir —balbució el viejo, secándose las lágrimas.

—Dime, sin embargo, ¿está todavía viva aquella mujer?

—Está muerta.

—¿Muerta?

—Sí, muerta junto al hombre al que amaba.

—¿Asesinada?

—Ambos fueron traicionados por un hombre que era pariente suyo y asesinados por uno que hoy es el hombre más poderoso de Persia y que, si supiese que has nacido en aquel palacio y que fuiste acariciado por aquella mujer y por aquel guerrero, no vacilaría ni un instante en matarte.

Nadir, al oír estas palabras, se puso en pie de un salto, con los ojos refulgentes y el rostro pálido.

—¿Pero quiénes son? —exclamó—. Mirza, ¿quiénes son? ¿Por qué sienten tanto odio contra mí?

—No puedo decírtelo.

—¿Pero por qué?

—No ha llegado todavía el instante propicio.

—Odio a aquellos hombres, Mirza. Y los encontraré, te lo juro, aunque me vea obligado a recorrer toda Persia.

—Son potentes, Nadir.

—El Rey de la Montaña nunca ha temblado —dijo el joven con rabia—. Mañana iré a Teherán y empezaré la búsqueda.

—¡Nadir! —exclamó el viejo, tendiendo hacia él las manos—. Es en Teherán donde te aguarda el peligro.

—Y es en Teherán donde yo me enfrentaré con él.

—¡Nadir!… ¡Nadir!…

—Silencio, Mirza —dijo el joven—. ¿Has oído?

Entre los silbidos del viento, se había escuchado una nota aguda, que parecía emitida por el cuerno de un montañero.

—¿Quién pide asilo a esta hora? —se preguntó Mirza, inquieto.

—Tal vez un amigo —respondió Nadir.

Descolgó de la pared una espada pesadísima con incrustaciones de madreperlas, apagó la lámpara de Mirza y salió, metiéndose en el corredor.

Llegado al otro extremo, se acercó hasta un ventanuco, ahuyentando a los halcones que se habían refugiado allí, y miró hacia afuera.

El huracán amainaba, aunque el vendaval continuase aullando. En la parte de levante, entre las nubes desgarradas, brillaba el astro nocturno, derramando a su alrededor una luz pálida.

—¿Quién se acerca? —gritó.

—Irak —respondió la voz.

—¿Qué quieres?

—Ayuda del Rey de la Montaña.

—Aparta la piedra y entra.

Al pie del torreón se oyó un golpe sordo, y luego en los pasadizos un rumor de pasos. Nadir se acercó a la escalera y encendió la lámpara.

Un hombre alto, barbudo, envuelto en una especie de manto de piel de cordero negro, con gruesas botas de montar claveteadas, entró. En una mano llevaba un bastón tosco y en la cintura un largo puñal.

—Irak te saluda, Rey de la Montaña —le dijo él.

—Nadir te dice lo mismo, amigo —repuso el joven—. ¿Qué motivo te mueve a venir aquí a estas horas?

—Una desgracia.

—¿Te ha ocurrido a ti?

—A uno de los hermanos de la Montaña.

—¿A quién?

—Al valiente Harum.

—¿Qué desgracia?

—Escúchame, Rey de la Montaña. Sabes que voy a menudo a Teherán para hacer provisión y a la vez vender los frutos de nuestras cacerías. Ayer por la mañana Harum, juntamente con Festhali, se acercó a la ciudad y se puso a discutir con un guardia del rey. Harum es atrevido y tiene la sangre caliente. Ofendido, se sacó el kandjar y traspasó el corazón del ofensor.

—Ha hecho bien. Los hermanos de la Montaña tienen que ser respetados.

—Sí, pero Harum no tuvo suerte. Treinta o cuarenta guardias del rey, que estaban presentes en la discusión, se echaron encima de él y lo arrestaron, aun a pesar de su resistencia desesperada.

—¡Le han hecho prisionero! —exclamó Nadir con dolor.

—Sí, y mañana al atardecer será ajusticiado en la plaza de Meidam.

—¿Estás seguro?

—Seguro, Nadir, y por ello he subido hasta aquí.

—¿Y qué quieres, por tanto?

—Nadir, los hermanos de la Montaña han jurado salvarlo y solicitan la ayuda de tu brazo potente.

—Jamás niego mi ayuda —respondió Nadir—. Pero nunca he estado en Teherán.

—¿Y qué importa? Eres el más valiente de los hermanos, el más ágil y el más fuerte, y por esta razón piden tu ayuda.

—Mirza no quiere que yo vaya a Teherán.

—Mirza es un hermano de la Montaña y no puede dejar que muera otro hermano.

—¿Cuántos hombres irán con nosotros? —preguntó Nadir.

—Esperamos ser doscientos en la ciudad.

—Son pocos.

—Se puede pedir ayuda a los kurdos, y son muchos.

—¿Cuándo deberemos partir?

—Esta misma noche. En Demavend nos esperan los caballos.

—Aguárdame un instante.

Nadir dejó en el suelo la lámpara y volvió a entrar en el salón. Mirza, al verlo, fue a su encuentro.

—Mirza, amigo mío —dijo Nadir— me voy.

—¿Te vas? —exclamó el viejo con terror—. ¿Y hacia adónde?

—Hacia Teherán. Es mi destino.

Mirza lo miró asustado. Durante algunos instantes ni siquiera fue capaz de pronunciar una sílaba.

—A Teherán… —balbució al fin—. ¡Tú a Teherán!…

—Mirza, es necesario. Un hermano de la Montaña está en peligro.

—¿Pero es que no sabes que allí hay enemigos que darían todas sus riquezas para hacerte matar?

—¿De quiénes se trata? Háblame de ellos y procuraré evitarlos.

—No puedo, Nadir…, no puedo. Mira: soy viejo, pero todavía sé manejar el kandjar… Deja que vaya yo en tu lugar.

—Jamás, jamás… —exclamó Nadir.

—¿Estás totalmente decidido?

—Totalmente.

—¿Y si te lo impidiese?

—No te obedecería.

—¿Y si te lo pidiese por favor?

—Mirza —dijo Nadir—, ¿por qué tanta obstinación? ¿No tengo acaso veinte años? ¿No soy fuerte? ¿No he dado pruebas bastantes de coraje?

—Pero es que allí existen peligros tremendos.

—Los evitaré. Y apenas habré salvado a Harum, volveré a ti.

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

—¡Júralo!

—Te lo juro.

—Entonces, vete. Pero recuerda que te espero ahogado en mil angustias.

Nadir descolgó de un clavo un magnífico kandjar con empuñadura de oro y la vaina recubierta de gruesas perlas, y se lo colocó en la cintura; luego se cubrió la cabeza con un pesado casquete de piel negra

—Adiós, Mirza —dijo—. Seré prudente.

El viejo se le acercó con las lágrimas en los ojos, y lo atrajo tiernamente contra su pecho.

—Nadir, si no quieres que muera de dolor, vuelve pronto.

—Apenas habré salvado a Harum, volveré.

—Vete, pues, y que Alá te proteja.