Arena.
Arkady dejó que se vertiera de su puño a la espalda de Tatiana y, cuando ella se dio la vuelta, dejó que se deslizara desde su estómago al hueco de su cadera, extendiéndose sobre su piel como granos de sal. Se metía en cada grieta, en su cabello y en las comisuras de su boca.
Viento.
Brisas constantes jugaban como espíritus en los escalones de la cabaña. Había dunas muertas y dunas vivas, según Tatiana.
Tiempo.
Una duna viva se rehacía y cambiaba de día en día. Todo el istmo se movía como el segundero de un reloj.
—¿Alguna vez has mirado la arena a través de una lupa? —preguntó Tatiana—. Es muchas cosas diferentes. Cuarzo, conchas, pequeños esqueletos, tubícolas, espinas… Redonda y afilada, vieja y nueva.
La cabaña tenía sus pequeñas incomodidades —el colchón fino y un suelo basto de madera—, pero las incomodidades agudizaban los sentidos. El calor interior de Tatiana compensaba la estufa fría. La cabaña crujía de un modo agradable, como un barco viejo.
Llegaron unos pocos observadores de aves, pero en general la playa pertenecía a Arkady y Tatiana. Su castillo de arena.
El insomnio llegó en plena noche como un huésped tardío. Arkady vio una linterna moviéndose entre los árboles. Siguió la luz hasta la carretera, donde se movió demasiado deprisa para seguirla. Por la mañana encontró un par de huellas en torno a la cabaña. El viento las había borrado cuando se despertó Tatiana.
Arkady observó que Tatiana caminaba por la carretera tratando de conseguir señal de móvil. Era como pescar en hielo, pensó. No era un deporte para los impacientes, pero a un centenar de metros de distancia, Tatiana le hizo una seña con el brazo y cuando regresó estaba colorada de excitación.
—He hablado con Obolenski. Va a venir a Kaliningrado para preparar un número especial de la revista sobre la ciudad más corrupta de Rusia.
—Bueno, un honor es un honor. —Arkady hizo una pausa en la tarea de clavar una plancha en el porche de la cabaña—. ¿Escrito por ti?
—El artículo principal, sí.
—Lo suponía. No todos los días su periodista favorita vuelve de entre los muertos. ¿Cuándo?
—Es un trabajo con prisa. Me iré un día, quizá dos. ¿Qué opinas?
Fue la primera nota ansiosa que Arkady había oído en la voz de Tatiana.
—Creo que tienes que hacerlo.
—Le dije a Obolenski que lo haría.
—Has hecho bien.
—¿Puedes venir conmigo?
—Encontraré cosas que hacer por la cabaña. —Arkady trató de sonar como un manitas.
Se preguntó qué aspecto tenían a distancia: un hombre y una mujer oscilando sobre algo tan inocente como pasar un día separados. De hecho, Obolenski le había hecho un gran favor. Desde que Arkady había sentido la presencia de Cerdito, había querido sacarla de la escena.
—Entonces no te importa —dijo ella.
—Encontraré cosas que hacer.
El istmo era famoso para los observadores de aves. Era el hogar de serretas y cisnes y un pasillo aéreo para águilas migratorias y milanos. Había cormoranes de cuellos torcidos subidos a restos de madera, garzas grises oteando la laguna y observadores de aves devotos sentados con sus cámaras durante horas para capturar la imagen de un pato empapado.
Arkady iba vestido para la ocasión con un poncho y un gorro impermeable. Recorrió la playa y subió a las dunas, tratando de permanecer como un objetivo móvil. Su única arma era la pistola española de Tatiana, tan útil como una cerbatana en el viento.
El problema era la cordialidad de los observadores de aves que se perseguían entre sí para verificar si lo que habían avistado era un somormujo, un eider o un ganso, o comparar listas de pájaros que habían localizado.
No sabía qué esperaba ver. No sabía cómo identificaría a un asesino. Se habían encontrado en esa misma playa, pero era de noche, Arkady había estado mirando los faros de una furgoneta y el conductor nunca pronunció ni una palabra.
Cuando el viento arreció, los observadores de aves buscaron refugio. Arkady encontró un grupo que compartía una petaca de brandy bajo el alero de la cabaña de Tatiana. Iván, Nikita, Wanda, Borís, Lena. Todos los observadores de aves alardeaban de tener un millar de especies en sus listas, cincuenta solo del istmo.
—Pero estas condiciones son imposibles —dijo Nikita—. Entre el viento en contra y la arena.
—Hace que te castañeteen los dientes —coincidió Victoria—. Si no te lo estás pasando bien, ¿qué sentido tiene?
Una libreta cayó de la mano de Arkady. Cuando Iván la levantó, el viento pasó las hojas.
—Parece que tu lista está en blanco.
—Solo estoy empezando. ¿Sois todos amigos o colegas? ¿Habéis venido juntos al istmo?
—La mayoría de nosotros —dijo Lena.
—La miseria busca compañía. —Borís dio unas palmadas. Eran manos gruesas, losas de carne.
—¿Estás buscando algún ave en particular? —le preguntó Nikita a Arkady.
—No sé.
—Puedo decirte por experiencia —dijo Borís— que a veces cuando te concentras en un ave, pierdes una mejor. Recuerdo que en México estaba buscando un ave en particular y casi se me pasó un quetzal, que ya sabéis que es un ave rara con un plumaje espectacular sagrado para los aztecas. Los aztecas, anda que no. Sacrificio humano elevado a su máxima expresión. Arrancarían el corazón o desollarían a un hombre vivo. Al mismo tiempo, eran una civilización de gran belleza.
Arkady pensó que se estaban desviando mucho del avistamiento de aves.
—Sabré lo que estoy buscando cuando lo vea —dijo Arkady.
—Tiene que ir detrás de una especie de ave muy especial.
—O un cerdo —dijo Arkady.
Borís adoptó una mirada inexpresiva y su sonrisa parecía grabada a cuchillo.
Durante el resto del día, Arkady observó charranes luchando con el viento, virando y zambulléndose de cabeza en el agua. Eso hacía él, solo que no en agua sino en cemento.
Por la noche, los pinos se balanceaban y las algas se aplanaban en el viento. Finalmente, llegó la tormenta que había estado fraguándose toda la semana y las olas alcanzaron las escaleras de la cabaña, que sonaron como las columnas de un templo que se derrumbara. Al mismo tiempo, la laguna inundó la carretera de detrás de la cabaña. El agua arrasaba la playa y dejaba al descubierto fragmentos de ámbar dorado.
Arkady se despertó y se sentó, y aunque le castañeteaban los dientes de frío, se acercó tambaleándose a la puerta y al abrirla descubrió que había amainado el viento y las olas se habían retirado al mar.
Se preguntó cómo alguien se atrevía a dormir. Tatiana no había regresado. Mejor, pensó.
El mar se calmó. Las nubes se abrieron y revelaron una luna equilibrada sobre el agua. La temporada baja pronto daría paso a la temporada alta; se irían los observadores de aves y llegarían los turistas.
Arkady calentó un café instantáneo y se llevó el llavero y la lámpara al cobertizo. ¿Qué era lo que quería el padre de Tatiana? ¿Un país normal? Ese pequeño espacio con sus herramientas sencillas tenía que ser un refugio para el hombre.
Los cables antirrobo que sujetaban las bicis eran de acero recubierto de plástico con agujeros unidos con candados. Cada cable medía unos cinco metros de longitud. No eran lo bastante largos. Arkady ordenó las sillas plegables del rincón del cobertizo y las soltó de otros dos cables. Buscó en las estanterías repletas y encontró cables en sus fundas de plástico. Quizá no tantos como deseaba, pero tendrían que servir.
Porque iba a tener que acercarse. Su única arma era la pistola de Tatiana. Cualquier cosa que llevara Cerdito sería más grande. Ayudaba que a Cerdito le gustara la conversación; eso lo atraería. Y ansiaba el reconocimiento.
Cuando Arkady estuvo preparado, se puso su poncho, apagó la lámpara y salió por la puerta de atrás para esperar en una zona cubierta de algas. En verano, el viento llevaría la música de cabaña en cabaña. La gente se exclamaría ante las estrellas fugaces. En ese momento, el mundo era negro como un túnel y el único sonido era el chapoteo del agua.
Desde cierta distancia, Arkady vio un rescoldo que se convirtió en una bola que rebotaba, que a su vez se convirtió en un cerdo brillante que danzaba en la playa. La furgoneta avanzó con los faros apagados para detenerse justo enfrente de la cabaña y Cerdito salió para abrir la puerta de atrás del vehículo. Uno por uno, arrojó a Vova y sus hermanas como si fueran peces recién pescados. Tenían las manos y los pies atados y gritaban histéricamente, pidiendo que los socorrieran.
Cerdito tenía un toque de comediante; llevaba el pelo largo coronado por un sombrero de fieltro, y sus gestos con la pistola eran exagerados cuando se situó encima de Vova y disparó a la arena. El sonido se mezcló con el rugido de las olas.
—¿Eso ha captado tu atención?
Los niños estaban atónitos, en silencio. Arkady se guardó la pistola española bajo el poncho.
—No seas tímido —dijo Cerdito—. Sal o le meteré una bala en el cerebro al chico. Eso está mejor —dijo cuando Arkady se levantó.
—Suéltalos. Me quieres a mí y no a ellos.
—Qué egoísmo. ¿Cómo sabes lo que quiero?
—No lo sé. ¿Qué quieres?
—Horror.
Arkady no tenía una respuesta para eso, pero no le importaba particularmente. A partir de ese momento era una cuestión de logística. Estaba a unos veinte pasos de Cerdito. Esperaba reducir la distancia a cinco.
—¿Y el ciclista? ¿Estaba en tu lista?
—Diría que estaba en la lista de Alexéi.
—¿Cómo lo localizaste?
—Observo a la gente en los hoteles. Los carniceros entran y salen. Nadie se fija en nosotros.
—Eso es muy astuto. No te llamas Borís, ¿verdad? Y seguro que nunca has estado en México. —Arkady empezó a acercarse—. Ni siquiera creo que te gusten las aves.
—Son idiotas. ¡Levantarse a las cinco de la mañana para ver a una puta lavandera!
—La gente hace locuras.
—Bueno, tú eres el más loco.
—¿Sabías que tengo una bala en el cerebro? ¿Sabes lo que te hace eso? ¿Puedes imaginártelo? Es como el minutero de un reloj, solo esperas que haga el último tic. Un tic y todo se funde a negro. Así vivo mi vida. Momento a momento.
Arkady continuó avanzando. Era desconcertante, un hombre a punto de morir debería retroceder y no acercarse.
—Lo extraño es que tener una bala en el cerebro me hace sentir invulnerable —dijo Arkady.
—Quédate donde estás. —Cerdito levantó su pistola.
Arkady dio otros dos pasos rápidos, incluso obligando a Cerdito a retroceder.
—Inténtalo.
Cerdito disparó. El disparo hizo caer a Arkady. Fue como si le golpearan con un pico, pero se levantó y Cerdito disparó una segunda vez, derribando de nuevo a Arkady. Por segunda vez, Arkady se levantó. La vacilación apareció en los ojos de Cerdito y en ese momento, Arkady se apartó el poncho, revelando una armadura de cables de acero enrollados en una doble capa en torno a su pecho. En dos lugares los cables estaban destrozados. Arkady empuñaba la pistola española en la mano derecha, y a una distancia de cuatro pasos no podía fallar.