Todos los coches de Zelenogradsk se habían ido a dormir, salvo los sedanes negros, que continuaban circulando lentamente por las calles. Arkady y Tatiana no habían dormido durante días y se arriesgaron con un motel que mostraba cisnes de plástico y se llamaba a sí mismo la Casa de las Aves. En el escritorio se apilaban guías de vida salvaje y ofrecían llamadas de despertador para los observadores de aves madrugadores.
Pusieron los zapatos y la pistola de Tatiana al lado de la cama. Ella apoyó la cabeza en su hombro y, casi al instante, antes incluso de que él apagara la luz de la mesita de noche, ya estaba dormida.
A Arkady se le ocurrió que él y Tatiana eran demasiado cínicos. Como rusos maduros, sus diales, por así decirlo, estaban sintonizados con la experiencia de lo peor, del desastre y no del éxito. Zhenia por ejemplo, lo entendía al revés. Que Ámbar de Curlandia reparara un submarino nuclear para China ya era bastante malo. Lo peor, no obstante, era la posibilidad de que Ámbar de Curlandia externalizara la reparación de un submarino nuclear ruso en China. Arkady recordó el nombre del submarino fallido: Kaliningrado. Eso no sonaba a chino en absoluto.
Se quedó dormido escuchando el casco de un submarino aplastado y doblado, el sonido de la máquina de hielo en el vestíbulo.
El tráfico de la mañana se enlenteció en la carretera a Kaliningrado cuando policías con chalecos amarillos empezaron a parar coches, camiones y bicicletas.
—Ahora hemos de separarnos —dijo Arkady—. Estarán buscando parejas en bicicleta. Yo pasaré primero. Si no hay problema, espera diez minutos y mira si puedes pasar en autostop.
—Sé cómo hacer eso.
—Ten cuidado. —Aunque se dio cuenta de que estaba predicando al felizmente sordo.
Para el camionero era solo otro día de tiempo deplorable, adoquines resbaladizos, Bony Moronie en la radio y un desayuno de tarta de melocotón glutinosa. Había recogido a la mujer que hacía autostop, porque tenía buen aspecto por detrás y tampoco estaba mal por delante. La policía estaba desviando todo el tráfico al arcén, como si se tratara de una manada de elefantes. Ella lanzó la bici a la parte de atrás de la plataforma, subió a la cabina y dijo:
—Si alguien pregunta, soy tu hermana.
Muy caradura. Estaban comprobando documentos, pero era la ruta regular del camionero y pasó sin despertar ninguna sospecha. Siguió adelante.
El camionero esperaba algo a cambio y al cabo de un kilómetro pararon en un puesto de fruta vacío. Ella dijo que quería intimidad. Le dijo que lo haría en la parte de atrás del camión, pero no había espacio por la bici. Él cortésmente subió y le pasó la bici. Ella subió al parachoques, bajó la puerta de persiana y lo dejó encerrado. Resultó que sabía conducir un camión. Y recogió a su amigo por el camino.
No se detuvieron hasta que alcanzaron una zona de siniestra calma, y cuando la gente finalmente oyó al conductor golpeando el lateral de su vehículo, el hombre se encontró en un aparcamiento lleno de basura arrastrada por el viento al lado del coloso vacío del edificio del Partido.
—¿Dónde estáis ahora? —preguntó Víktor.
—Estamos tomando café en la plaza de la Victoria de Kaliningrado. Tatiana está conmigo.
—¿Has contactado con Maxim?
—Todavía no.
Arkady se preguntó por qué no. Él y Tatiana llevaban dos horas en Kaliningrado y no habían tratado de contactar con nadie. Ella conservaba su mochila. Por lo demás, dejaron sus bicis para viajar ligeros. Era embriagador ser un turista, subir la escalera de una pastelería y asimilar una vista de la plaza central de la ciudad con su fuente ornamental, la inevitable columna de la victoria, chicos con monopatín por los azulejos y una iglesia nueva con aspecto de haber sido montada con piezas de plástico.
En la pastelería, vitrinas de cristal y cromo ofrecían tartas de fresa, sacher, pastelitos de hojaldre y crema y figuras de Coco y Elmo esculpidas en mazapán. La tienda también era un escaparate para mujeres vestidas de Prada y Dior. Arriba, Arkady y Tatiana estaban al nivel de una pancarta en la calle que anunciaba en letras negras y blancas un concierto de hip-hop de Abdul, representado más grande que a tamaño real, torciendo el gesto con la palidez de un vampiro sano. El concierto se había celebrado la noche anterior. Arkady imaginó a Abdul durmiendo en un armario boca abajo.
Un Audi llegó a la sombra de la iglesia. El conductor salió para ponerse la camisa por dentro y peinarse con los dedos: el teniente Stásov inspeccionando su territorio.
—Voy a ir allí —dijo Víktor.
—No —dijo Arkady—. Te necesitamos en Moscú. Si vienes aquí, te seguirá Zhenia y luego Lotte.
—¿Qué pasa con Maxim? —preguntó Víktor.
—Nos pondremos en contacto con él —dijo Arkady.
El teniente Stásov empezó a cruzar la calle. No importaba si había localizado a Arkady y Tatiana o tenía debilidad por los pasteles. En un minuto entraría por la puerta, pavoneándose con el paso ladeado de un hombre que lleva pistola y, si subía la escalera, Arkady y Tatiana estarían al descubierto.
El teniente cambió de opinión y retrocedió a su coche, para soltar un doguillo con cara de mono. El perrito arrastraba a Stásov por la correa, poniendo los ojos como canicas, moviendo la lengua de lado a lado.
La puerta de cristal de la tienda estaba justo bajo la mesa que compartían Tatiana y Arkady. Para el perro, la pastelería era una mezcla irresistible de aromas y empezó a hacer equilibrios apoyándose en sus patas traseras para ver cada uno de los escaparates.
Stásov representó el papel de propietario de mascota indulgente.
—No hay forma de pararlo cuando estamos cerca de los dulces.
—¿Cómo se llama? —preguntó una mujer.
—Polo. Es lo que dice en su placa. Lo rescaté de un criminal. ¿Puede imaginarlo?
Arkady se preguntó si el teniente llevaba al perro como una forma de romper el hielo en los lugares donde se reunían mujeres solitarias.
—¿Qué edad tiene? —preguntó otra mujer.
Arkady pensó que la gente siempre hacía determinadas preguntas. ¿Qué edad tiene tu perro? ¿Tu hijo? ¿Tu abuela? Otra constante era: ¿está cargada tu pistola? El arma de Tatiana permanecía en su regazo.
—Se lo juro, es curioso como un gato. Vamos, Polo. No molestes a la gente amable, Polo. Buen chico. Oh, ahora va al piso de arriba.
Arkady oyó que el perro subía y llegó a medio camino de la balaustrada antes de que Stásov soltara la correa. Arkady atisbó la coronilla del teniente subiendo detrás del perro.
—Disculpen —dijo a las damas—. Disculpen, por favor. Menudo granuja. Ah, bueno, aquí llega su premio.
—¡Un caramelo!
—Se lo zampará en dos mordiscos, ¿lo ve?
—Menudo personaje.
—Bueno, damas, el deber me llama. Mi amigo y yo hemos de ir a combatir el crimen.
Polo hizo una carrera final en la escalera, pero Stásov pisó la correa y tiró de él como si fuera un pescado.
—Au revoir.
—Au revoir.
Stásov regresó a su coche y sostuvo en alto otro caramelo. Polo estaba embelesado.
—Te dije que tu perro no tenía lealtad —dijo Arkady.