28

Arkady y Tatiana se sentaron en el porche y observaron las olas que se rizaban y estallaban como espuma en la playa. En los aleros, las telarañas se hinchaban cada vez que soplaba el viento. Tatiana escribía sin parar en una libreta amarilla. Parecía tan ligera —una mota a la luz de la lámpara— que era difícil creer que inspirara rabia y temor entre hombres armados.

—¿Te importa si te pregunto qué estás escribiendo?

—Es un Opus Horribilis. O una crónica de corrupción, como quieras llamarlo. Hay tanta corrupción para elegir que es difícil saber por dónde empezar. Imagina un contratista de defensa malversando tres mil millones de rublos de su presupuesto para construir muelles para submarinos nucleares. Eso son cien millones de dólares en dinero real que se invirtieron en inmobiliarias. La policía dice que cuando entraron en el apartamento de uno de los supuestos malversadores encontraron obras de arte, joyas y, adivina qué, al ministro de Defensa en persona con su amante.

»Pero eso no es nada comparado con el trasvase de siete mil millones de rublos de nuestro sistema de navegación por satélite, que podría explicar todos nuestros lanzamientos de satélites fallidos. La lista sigue y sigue. El Ministerio de Defensa reconoce que una quinta parte del presupuesto militar se roba. Solo se puede especular con lo que podría descubrir una investigación independiente.

Tatiana escribía sin esfuerzo, pero se le ocurrió a Arkady que había algo cauteloso, omitido, incompleto.

—¿Ya está?

—En resumen, sí.

—¿Tienes una grabadora?

—Un periodista siempre tiene una grabadora. —Buscó en su mochila y le entregó la grabadora a Arkady—. ¿Por qué?

Arkady sacó una cinta de su chaqueta cruzada.

—La he estado llevando durante días sin ninguna buena razón salvo que la encontré en tu apartamento y, en letras muy pequeñas, la etiqueta dice: «Otra vez». ¿Otra vez, qué?

Arkady puso en marcha la cinta. El sonido era metálico pero característico, un continuo tap, tap, tap, arañazo, arañazo, arañazo, hasta que Tatiana lo apagó.

—Un SOS del submarino Kursk —dijo Tatiana.

—¿Por qué te preocupa un accidente en el mar que ocurrió hace una docena de años?

—Nada ha cambiado.

Arkady esperó.

—Cuando estallaron los torpedos en el Kursk —continuó Tatiana—, nuestra Oficina de Información de la Armada señaló que el submarino había experimentado «dificultades técnicas menores». Para entonces ya se había hundido al fondo del océano. En total, hicimos catorce intentos fallidos de rescatar a los hombres del interior antes de aceptar la ayuda noruega. Los ciento dieciocho tripulantes murieron. ¿Cómo podía ocurrir eso a un submarino de la Armada Roja? ¿Qué aprendimos? Que los torpedos eran volátiles y las escotillas no se cerraban y, más importante, que cuando los periodistas revelaban la verdad podían ser acusados de calumnias. Eso es lo que aprendimos.

—Es el pasado.

—No, es el futuro. Tenemos un nuevo submarino nuclear, con los mismos problemas que el Kursk.

—¿Cómo se llama?

Kaliningrado.

—Por supuesto.

—Solo que hay un problema. El Kaliningrado no pasa la inspección. No se atreven a dejarlo funcionar. Hay que reacondicionarlo de arriba abajo. La construcción original costó cien mil millones de rublos y reacondicionarlo costará otro tanto; sin embargo, el Kremlin y el Ministerio de Defensa están felices.

—¿Cómo es posible?

—Está todo en la libreta. Lo único que sé es que ya no tenemos gobierno, solo ladrones.

—¿Sobre eso estás escribiendo? ¿El Kaliningrado es solo un ejemplo más?

—No, esto no es lo mismo. El Kursk fue un ejemplo de incompetencia. El Kaliningrado es un ejemplo de incompetencia y avaricia. Lleva una maldición de sangre. Es una marca negra que Putin nunca podrá borrar.

—A lo mejor los problemas del submarino pueden remediarse.

—Quizá. Mi experiencia es que lo más fácil es deshacerse de los periodistas. El intérprete Joseph lo sabía y está muerto.

—¿Quién conocía tu relación con Joseph?

—Nadie aparte de mi director.

La impresión que Arkady tenía de Serguéi Obolenski era la de un cotilla, pero no era necesario que nadie hubiera hablado. El intérprete Joseph Bonnafos había cumplido su propósito. Una vez que terminó la reunión, era un cabo suelto destinado a que lo cortaran.

—Estás jugando otra vez a investigador —dijo ella.

—Lo intento de vez en cuando.

—¿Qué importa? No tienes autoridad aquí.

—No tengo autoridad en ninguna parte, pero me gusta comprender las cosas.

—Eso suena a placer perverso.

—Eso me temo. ¿Qué sabes de Grisha?

—¿Personalmente? Era rico, era temido y se divertía. Una vida completa, podría decirse.

—¿Como hombre de negocios?

—Un hombre de negocios, benefactor público y jefe de la mafia.

—Tanto en Kaliningrado como en Moscú.

—Bueno, era un hombre ambicioso. Un líder.

—Y ahora, ¿cómo describirías a Alexéi?

—Loco.

La palabra era cortante.

—¿Te mantendrás lejos de él, verdad? —dijo Arkady.

—Mató a mi hermana.

—Yo también lo creo, pero no desdeñaría a Simio Beledon o al resto de los portadores del féretro de Grisha. Son todos capaces de matar a alguien que se interponga en su camino. Para ellos era como aplastar una mosca.

—Puedes ser un monstruo —dijo Tatiana con voz calmada.

—De una saga de monstruos. —Le devolvió la grabadora.

Cuando Tatiana la cogió, su mochila se volcó y cayó una pistola. Era una pistola pequeña, la clase de arma de fuego que las mujeres llevaban más como tranquilidad que como protección.

—Así que llevas pistola. —Arkady la cogió y sacó un cargador lleno por la empuñadura—. Muy bien. Solo hay algo peor que llevar una pistola y es llevar una pistola descargada, pero tendrías que acercarte mucho para hacer daño con esto.

—Solo quería que Alexéi confesara que había matado a Liudmila.

—¿Y si lo hace?

—Le dispararé. Escribiré mi capítulo final desde la tumba y luego desapareceré felizmente.

Arkady pensó en el padre de Tatiana, un hombre que no quería saber demasiado. Miró un grupo de nubes oscuras que se extendían por el horizonte y parecían absorber el mar.

En el ordenador, Zhenia encontró imágenes del yate Natalia Goncharova. Sus especificaciones eran sobrecogedoras: cien metros de eslora, con un motor de siete mil caballos y una velocidad de crucero de veintiocho nudos. Era una bofetada en la cara de la clase obrera. Al mismo tiempo, nunca había visto un barco tan luminoso y elegante.

—¿Por qué los criminales de Moscú van a reunirse a Kaliningrado? —preguntó Lotte—. ¿Por qué meterse allí?

—No puedes colarte en el aeropuerto de Kaliningrado —dijo Víktor—. Es demasiado pequeño. Además, parte del techo podría caerte en la cabeza.

Zhenia llamó al servicio de seguridad del aeropuerto y se lo sacaron de encima.

Víktor se hizo cargo.

—Apestoso montón de mierda, ¿quién te crees que eres para no responder a la policía de Moscú? Vas a cooperar o te sacaré las entrañas por el culo. ¿Entendido?

La actitud del operador mejoró. Había un tráfico superior al habitual: aviones privados o chárter que entraban y salían.

—Debería haber estado aquí hace un par de horas. Llegó ese artista del rap, Abdul. El checheno. Tomamos medidas. Un avión privado y un coche esperando en el asfalto. No sirvió de nada. Una vez que las mujeres lo localizaron se pusieron histéricas. Le hicieron firmar todo, y quiero decir todo. ¿Podría vivir así?

—¿Iba con alguien?

—Sin séquito. Un par de hombres de negocios. Eso me decepcionó un poco. Esperaba una o dos supermodelos.

—¿Cuándo va a abandonar Kaliningrado Abdul?

—¿En su avión privado? Es multimillonario. Puede irse cuando quiera.

—Espera, tengo otros nombres para ti. Llámame si alguno de ellos llega o se va. —Víktor le dio al operador los nombres y su teléfono de móvil antes de colgar.

—Así que a lo mejor la segunda reunión todavía no se ha celebrado. ¿Por qué otro motivo iba a estar Abdul en Kaliningrado? —Zhenia dijo que en la libreta uno de los participantes estaba representado por una luna creciente, un símbolo islámico—. ¿Podría representar a Abdul? ¿Algo más?

—¿Y la bala en la cabeza de Arkady? —preguntó Lotte.

La conversación cesó.

—Zhenia me dijo que una doctora avisó a Arkady que una bala en su cerebro podía moverse un milímetro a un lado o a otro y lo mataría. No debería hacer nada enérgico. ¿No tendría que estar tranquilo y quedarse en casa? Eres amigo suyo, ¿es suicida?

Víktor consideró la cuestión.

—No, pero no es un rayo de sol.

Tatiana se había llevado ropa para cambiarse y una pila de papeles en su mochila. A la luz de la lámpara, Arkady pasó documentos de constitución de Inversiones Curlandia, el Banco de Curlandia, Renacimiento de Curlandia, Fondo de Inversiones de Curlandia, todos ellos filiales de Ámbar de Curlandia. En total, mucho trabajo por un trozo de arena, pensó.

—Todo se refiere a Ámbar de Curlandia, pero no veo mucha actividad en el pozo de ámbar.

—El agua a alta presión es sucia, pero excelente para blanquear dinero.

—Así que aquí todo es propiedad de una mina de ámbar prácticamente inexistente. Del modo en que la usan, es una mina de oro.

—Era invento de Grisha. Todavía no lo he comprendido. Todo el mundo tiene un gran sueño. Todo criminal quiere conducir un BMW y todo político necesita vivir en un palacio. Solo nuestros marineros están dispuestos a aceptar un modesto entierro en el mar.

—En el momento en que empiezas a reunir estos papeles, te conviertes en objetivo.

—Pero no tengo los datos firmes ni nombres, lo cual es desquiciante.

El haz de un reflector barrió el mosquitero del porche de la cabaña.

—Agáchate —dijo Arkady.

Una lancha motora se acercaba a la costa, tratando de no volcar de costado con las olas.

—¿Es Maxim? —preguntó Tatiana—. Debería tener más conocimiento.

—No es Maxim.

Arkady distinguió a Alexéi al timón de una elegante lancha de madera, todo un clásico emblemático en cuanto a lanchas motoras y la peor elección posible para atracar en una playa. Se acercaba lentamente sin moverse de costado ni bambolearse, pero debería haber llegado en un bote hinchable preparado para desembarcar con olas altas.

—¡Tatiana Petrova! ¡Quiero hablar contigo! Sal y déjate ver —gritó Alexéi.

—Está clavado. No puede acercarse más —dijo Arkady.

La luz del reflector barrió la mosquitera y las esquinas del porche.

—Si sales, te diré lo que le pasó a tu hermana. Eres periodista, ¿no quieres conocer los detalles?

El viento se llevó sus palabras. Alexéi movió la barca adelante y atrás, dejando que el motor de a bordo tosiera y rugiera.

—Renko, ¿no quieres saber qué le pasó a tu chico, Zhenia? ¿No te importa?

—¿Qué chico? —susurró ella—. ¿Tienes un hijo?

—En cierto modo.

—¿A ninguno de los dos os preocupa nadie? —gritó Alexéi.

El reflector iluminó a Tatiana cuando ella abrió la puerta del porche y bajó las escaleras hasta la arena. Alexéi le hizo un gesto para que se acercara. El cielo se abrió y en el destello blanco del relámpago, Alexéi levantó una pistola y disparó.

Falló el tiro. Alexéi era buen marinero, pero lo que estaba haciendo requería manos en el timón y la pistola mientras la cubierta bajo sus pies se movía en todas direcciones. Un disparo acabó en el agua. El siguiente en el aire.

Tatiana no se agachó. Para ella los disparos parecían irrelevantes, tan despreciables como la lluvia. Arkady la alcanzó y sintió una quemazón en la oreja. Las olas se alzaban, se encrespaban y se deslizaban hasta la orilla. Alexéi disparó hasta que se quedó apretando el gatillo de una pistola descargada, como el último golpe de una serpiente.

Entonces la lancha retrocedió, balanceándose a través de las olas, y se retiró en la oscuridad.

—Quédate quieto. —Tatiana dio un golpecito en el lóbulo de la oreja de Arkady—. Tenemos suerte. Mi padre almacenaba todo en exceso. Tenemos vendas y antisépticos hasta el próximo milenio. Quédate quieto, por favor. Para ser detective, eres muy aprensivo.

—¿Cómo sabía Alexéi que estábamos aquí?

—No lo sé, pero tardará en volver. No hay ningún lugar en el istmo para amarrar una lancha grande como la suya. Luego tendrá que coger un coche y volver. Tardará horas.

—No tiene sentido. ¿Por qué ha venido en un barco así?

—Tenía prisa. La gente que tiene prisa toma decisiones equivocadas.

—Ahora no podemos esperar. Hemos de irnos ahora mismo.

—Ahora mismo —dijo ella.

Tatiana le apartó el pelo de la oreja. La tirita bastaría. Arkady sentía la respiración de ella en su cuello. Eso y el dolor formaban una combinación extraña. La mano de Tatiana se quedó más tiempo del necesario. Arkady sintió que el cuerpo de Tatiana se inclinaba hacia él y al cabo de un instante la boca de ella estaba en la suya, las manos de él en el interior de su blusa, contra la curva de su espalda, contra el calor y el frío de su cuerpo. Estando a su lado en la playa, Arkady se había sentido invulnerable a pesar del rasguño de la bala. ¿Cómo podía ella transmitir tanto poder y al mismo tiempo aferrarse a Arkady como si fuera a ahogarse sin él?

Su profundidad era asombrosa. Sin fin. Y en sus ojos Arkady vio a un hombre mejor de lo que había sido antes.

«Después» era una palabra que se utilizaba en exceso, pensó Arkady. Significaba demasiado. Un movimiento de los planetas. Un millón de años. Un nuevo mar.

—Alexéi volverá —dijo Tatiana, aunque sin urgencia—. Háblame de Zhenia.

—No hay mucho que contar.

—Dime alguna cosa.

—Tiene diecisiete años, es tranquilo, escuálido, muy brillante, imbatible al ajedrez, valiente, honesto, embustero y un gran chico, y ahora mismo quiere alistarse en el ejército. Sus padres están muertos.

—¿Los conociste?

—No conocí a su madre. Su padre me disparó.

—¿Su padre era un criminal?

—Sí.

—¿Zhenia se siente culpable por eso?

—No lo he notado. Además, no debería. Supongo que puede decirse que tenemos una relación complicada.

—¿Le quieres?

—Sí, pero me temo que eso no le ha hecho mucho bien. Cada vez que estamos juntos, chocamos. Simplemente nos consolamos mal. Por otro lado, si tuviera un hijo me gustaría que fuera como Zhenia. Ya te digo que es complicado.

—Creo que estás siendo duro contigo mismo. Disfrutemos del momento.

—¿Eso está permitido?

Tatiana encontró un colchón, un lujo en sí. Rodó hacia él y dijo:

—Definitivamente, no permitido.

—¿Crees que pagaremos por esto?

—Mil veces.

—¿Por qué? —preguntó Arkady.

—Porque Dios es un cabrón y te apartará de mí.