Arkady y Tatiana se escabulleron mientras los ciclistas dormían profundamente, se colocaron las linternas frontales y se pusieron en marcha. El viento tenía gusto a sal y hacía que los abedules se inclinaran y suspiraran. Ella iba delante y él la seguía.
Al ir saliendo el sol, la ciudad turística de Zelenogradsk empezó a materializarse en la oscuridad con una fila de puestos de pescado y patatas fritas, salas de videojuegos y, a lo largo de un paseo, las siluetas de hoteles de antes de la guerra con los característicos techos en punta alemanes. En la playa, algunos madrugadores observaban la llegada de las olas que morían en la arena.
—Ahora es temporada baja —dijo Tatiana mientras pedaleaban—. Los únicos que vienen son observadores de pájaros. Es una pista de aterrizaje para halcones y águilas. Liudmila y yo veníamos siempre.
Dejaron atrás el centro de la ciudad. Arkady reconoció el quiosco y carteles de tatuajes que había visto con Maxim. El mismo vagabundo arrastraba su trineo por el arcén. En dirección norte, la carretera se redujo a un solo carril. Las casitas dejaron paso a chozas de pescadores cada vez más dispersas, mientras la playa se estrechaba hasta convertirse en un banco de arena con una laguna en un lado y el océano en el otro. Ni un solo coche. Solo el sonido de las olas.
—Sigue siendo mágico. —Tatiana sonó renovada, a su pesar.
Cuando las casitas ya estaban muy separadas, Tatiana se detuvo en una con la pintura desgastada y reja de encaje, como la casa de una bruja indigente. Arkady la reconoció de una foto que había visto en la cocina de Liudmila.
—En ocasiones, no viene nadie durante meses. Liudmila tenía la única llave.
Tatiana buscó bajo una fila de enanos de jardín, estrellas de mar y conchas de molusco. Arkady observó durante un minuto hasta que encontró un rastrillo y lo usó como una palanqueta para abrir la ventana.
—Esta es tu cabaña, ¿no? —dijo—. Es espléndida para ser una casita de pescadores.
—Casi ilegal.
La cabaña tenía un salón con una chimenea, una cocina económica, un váter, dos dormitorios y una galería cerrada para dormir en verano. El agua para bañarse procedía de una bomba. Había un arcón lleno de juegos de mesa y novelas en rústica que llenaban hasta los topes un estante. La despensa se limitaba a salchichas de lata y arenque en vinagre. Un aro con más llaves de las que parecían necesarias colgaba de la pared.
—También hay un trastero —dijo Tatiana.
Llevó a Arkady al exterior y abrió una estructura de madera no más grande que una sauna. Las bicicletas colgaban de una barra central, con cables antirrobo atravesando las ruedas. Las bicicletas eran resistentes, nada especial. Arkady pensó que era una elección inteligente, considerando que la casita permanecía desocupada durante meses. Los estantes estaban llenos de martillos y sierras, tarros de clavos y tornillos ordenados por tamaño, tubos de masilla, latas de pintura etiquetadas a mano y la clase de material específico que solo podía apreciar un manitas. Los muebles del exterior atados con cables reunían polvo en una esquina. No había gran cosa de material de pesca.
Cuando regresaron a la cabaña, Arkady se dejó caer en una silla de mimbre. Sus piernas le recordaron que hacía muchos años que no montaba en bicicleta.
Tatiana se asomó de habitación en habitación.
—A mi padre le encantaba esto.
—¿Cómo era?
—Era historiador. Muchas veces decía: «En ocasiones, cuanto menos sabes mejor».
—¿Qué clase de historiador es ese?
—Historiador ruso. Decía que en un país normal la historia se movía hacia delante. La historia evolucionaba. En Rusia, en cambio, la historia podía ir en cualquier dirección o desaparecer por completo, lo que nos convertía en la envidia del mundo. Imaginaba un Kaliningrado en otro sitio.
—¿Tu padre estaba deprimido?
—Totalmente. —Regresó y se dejó caer en una mecedora—. Eso era lo que quería que fuera Rusia. No perfecta, solo normal. ¿Y tu padre?
—Más asesino que depresivo. Podría decirse que la guerra le permitió desahogarse.
La luz enmarcó a Tatiana. Arkady pensó que no era hermosa en un sentido convencional. Su frente era demasiado ancha, sus ojos demasiado grises y su actitud demasiado provocativa.
—Maxim asegura que serías antes un meteoro brillante que una pequeña luna fija —dijo.
—Maxim dice muchas estupideces.
—¿Conoce este sitio?
—Lo traje una vez.
—Perfecto.
—Quiere hacer algo grandioso.
—Todavía está enamorado de ti, ¿verdad?
—No lo sé.
—Sí que lo sabes. Estaba dispuesto a ver a Alexéi aplastándome bajo un lastre de una tonelada en el puerto de Moscú.
—Estás mintiendo.
Arkady describió la escena.
—Tengo un testigo. Polo. Me salvó la vida. Maxim probablemente pensaba que solo querían asustarme y que podría convencer a Alexéi. Los viejos poetas han perdido el ritmo. Supongo que es lo primero que se pierde, como las piernas de un boxeador. De todos modos, no creo que Maxim tuviera nada contra mí. Estaba tratando de protegerte, de impedir que descubriera que estabas viva.
—Ahora quiere arriesgar su vida. Le dije que a su edad ya no importaba.
—Si no te importa que lo diga, eres una persona difícil de la que enamorarse.
—¿Y tú? —preguntó Tatiana. No sabía qué quería decir con eso, y cambió de tema como si sintiera que se estaba acercando a un abismo—. Liudmila y yo corríamos por las dunas. Cada día eran diferentes. Diferente lugar, diferente forma. Y, por supuesto, nuestro padre nos enseñó a buscar ámbar. Pensaba que la única historia real era la geología; todo lo demás era opinión. ¿Sabías que el océano más joven del mundo es el mar Báltico?
—Por eso estamos aquí, para ver envejecer el mar.
—No tanto. —Se echó hacia delante en la mecedora para ofrecerle un cigarrillo.
—No, gracias.
—¿Estás seguro?
Tatiana dio unos golpecitos en el paquete y cogió una memoria de ordenador que cayó. Era de plástico, del tamaño de unas cerillas de restaurante.
—¿Qué hay ahí? —preguntó Arkady.
—¿Qué quieres? El asesinato de periodistas, golpes a manifestantes, corrupción en las altas esferas, violación de recursos naturales por parte de un círculo de millonarios, una democracia fraudulenta, construcción de palacios, un ejército hundido. Si has sido una fuente, la mención de cualquiera de estas cosas podría costarte a ti o a alguien cercano a ti una bala en la cabeza. Está todo aquí en artículos a un espacio.
—Pero los han publicado todos, ¿no? ¿No hay nada nuevo?
—La libreta. La libreta es nueva. Pero no la tengo. Tengo todos estos datos que conducen a la cima de una pirámide, pero no puedo alcanzarla sin saber lo que Grisha estaba haciendo, y eso está en la libreta. Sé quién, pero no sé qué. Tus expertos podrían saber qué, pero no sabrán quién. Háblame de la gente que está trabajando en ello. ¿Son expertos en lingüística o analistas militares?
—Son dos chicos que juegan al ajedrez.
Tatiana se recostó en la silla.
—¿Nada más?
—Nada más. Juegan bien.
—¿Son chicos?
Arkady asintió.
—Joseph… —Tatiana no pudo evitar reírse, asombrada—. Joseph estaba convencido de que la libreta sería imposible de descifrar porque tendrías que haber vivido su vida para comprender su vocabulario personal. Su música sofisticada, sus libros, sus películas, etcétera.
—¿Ser un suizo de mediana edad que probablemente adoraba a Mozart? No. Tiene suerte de contar con estos dos.
—Pobre Joseph. Tenía más dificultades de las que creía.
—Tú lo condujiste allí.
—Sí, eso es cierto —dijo ella al cabo de un momento—. ¿Crees que también te he conducido a ti?
—Sin duda.
Víktor colocó una butaca frente a la puerta del apartamento de Arkady. Si alguien quería entrar tendría que enfrentarse con él. Cada pocos minutos comprobaba su móvil por si acaso Arkady había enviado un mensaje de texto o dejado un mensaje. Víktor odiaba Internet.
—Cuéntaselo —dijo Lotte.
—Hay un tema náutico —explicó Zhenia—. Armada, barco, submarino, torpedo, agua, mar.
—Te diré cuál es el tema —dijo Víktor—. Un montón de dinero cambiando de manos y cada sinvergüenza vigilando a todos los demás sinvergüenzas. Nadie confía en nadie. Por eso se reúnen.
—Explícaselo —dijo Lotte.
—Por favor —dijo Víktor.
—Esto es lo que creo que dice la libreta: «El astillero del Amanecer Rojo en China acepta pagar a Rusia dos mil millones para reparar y reacondicionar un submarino para su navegabilidad. Quizás el cincuenta por ciento del Ministerio de Defensa ruso y el cincuenta por ciento a ciertos socios anónimos de…».
—Algo de ámbar —dijo Lotte—. Tiene que ser eso.
Zhenia estaba desconcertado, pero continuó.
—Y no habrá registro público. Las partes se reunirán en el barco Natalia Goncharova.
—Te refieres al yate de Grisha.
—Supongo.
—Solo que Grisha está muerto y las notas son de hace dos semanas.
—Entonces van a reunirse otra vez, todos menos Grisha —dijo Zhenia.
—¿Quién va a reunirse? —preguntó Víktor.
—No lo sabemos —reconoció Lotte.
Víktor abrió una lata de Fanta.
—Aficionados.