26

Con luces blancas delante y rojas atrás, una fila de ciclistas serpenteaba a última hora de la tarde, persiguiendo farolas, entrando y saliendo de calles y parques.

Arkady y Tatiana habían contratado una de las excursiones de una noche de la tienda de bicicletas y dejaron a Polo al cuidado de un vecino.

Unirse al grupo había sido idea de Tatiana. Había rechazado todos los medios de fuga que él había propuesto. Simplemente mencionó la excursión de la tienda de bicicletas y se aferró a ello. Ella alquiló una bici y equipo. La chaqueta cruzada de Arkady servía como un atuendo inusual y Karl, el dueño de la tienda, le preguntó cuándo había montado por última vez.

—Hace un tiempo. Supongo que no me vendría mal una pinza para el pantalón.

Karl lo miró de pies a cabeza.

—Siempre que tengas dinero para un taxi.

Los ciclistas no eran un grupo politizado. La mitad eran mujeres. La mayoría llevaba un saco de dormir y tienda y —aunque el trayecto era de solo cincuenta kilómetros, apenas un paseo— había un aire de anticipación, sobre todo después de que los ciclistas salieron de la ciudad.

Arkady se bamboleaba al principio, pero el tráfico era ligero y recuperó la sensación de equilibrio. Tatiana luchaba contra el viento, y estaba claro que estaba disfrutando. Pasaron camiones militares, pero eso era de esperar estando tan cerca del puerto base de la flota del Báltico.

Karl iba en cabeza. A una señal de él, las bicicletas se metieron por un camino casi invisible entre abedules larguiruchos y pasaron a través de helechos altos hasta la cintura hasta llegar a una empalizada negra de abetos. Finalmente, el grupo se detuvo en un círculo de piedras carbonizadas. Las mujeres enseguida reunieron madera y los hombres montaron las tiendas. A Arkady le dieron una endeble de nailon de dos personas y armazón de plástico. Cuando empezó a arder una hoguera de campamento, extendieron sobre unos periódicos un festín de vodka, vino, salchichas, tocino salado y pan.

Todos los demás ciclistas parecían conocerse entre sí. Karl se inclinó sobre la hoguera para hablarle a Arkady.

—Tu amiga debería quitarse el casco —dijo—. Aquí somos todos amigos.

Tatiana se quitó el casco. Nadie dio ninguna pista de reconocer a la famosa periodista de Moscú.

—Mucho mejor —dijo Karl, como si se hubiera cruzado un umbral de amistad.

Se abrió el apetito. Los ciclistas tenían treinta y tantos y cuarenta y tantos, y en su mayor parte eran atractivos porque estaban en forma. Klim era contable; Tolia, bombero; Ina, maestra de escuela; Katia, esteticista. Arkady no podía acordarse de todos los nombres, sobre todo porque las caras danzaban a la luz de la hoguera.

Ina le pasó un vaso de vodka a Arkady.

—¿A qué te dedicas?

—Soy investigador.

—Y esta dama, supongo que es una femme fatale.

—Exactamente —dijo Tatiana.

—Bueno —dijo Karl—, hay una tradición de campamento de contar historias, pero también está la tradición de las canciones. —De la oscuridad sacó una guitarra.

Cantaron sobre mujeres de ojos oscuros, lobos de ojos amarillos, gitanos, marineros, madres llorosas, vías de tren que se extendían hasta el horizonte… y cada canción iba acompañada de una ronda de vodka. Las mejillas se pusieron coloradas y, al tiempo que el fuego se suavizaba, Arkady se dio cuenta de que Ina, la maestra de escuela, se había desnudado de cintura para arriba.

—El movimiento naturista tiene una larga tradición en los estados bálticos.

—Ya lo veo —dijo Arkady.

—Algunos lo hacen, otros no.

Karl había traído también una balalaika, lo cual siempre era una invitación para que alguien entrechocara los talones como un cosaco. Al agacharse, Klim cayó como un ciervo herido, y eso fue la señal para que otros miembros del club se alejaran del fuego y se retiraran. Pero no durante mucho tiempo. Arkady oyó cuerpos que entraban y salían de las tiendas.

Tatiana cerró la tienda con la cremallera.

—Esto es una locura.

—Tú querías salir de la ciudad.

—No a costa de toda dignidad.

—Eres bienvenida en la mía. Está hecha polvo, pero puedes quedártela.

Arkady desenrolló una colchoneta, que suavizó el suelo cubierto de agujas de pino. La oscuridad magnificaba los sonidos: el roce de ramas, el cric de los grillos, el engullir de los sapos.

—Tengo que confesar —dijo Tatiana— que había una playa nudista en el istmo. De niñas, Liudmila y yo nos colábamos a mirar. Probablemente aún existe.

Unos pies sonaron junto a la tienda y un dedo chocó contra ella. Arkady esperó a que el visitante siguiera adelante.

—Es como una orgía pésimamente organizada —dijo Arkady.

Tatiana casi se rio.

—¿Y mañana? —preguntó él—. Kaliningrado es peligroso para ti y Moscú no es mejor.

—Pensaré en eso. A lo mejor las cosas se calman.

—Ya te han asesinado una vez. Diría que las cosas han ido demasiado lejos.

—No para ti. Tú puedes volver a Moscú.

—No —dijo él, aunque reconocía lo tentado que había estado y lo pequeño que había sido su papel.

Era el drama de Tatiana, y Arkady se dio cuenta de que ella no estaba interesada en huir. Quizás escapar era la última cosa en la que pensaba.

Durmieron lo más separados posible dentro de la tienda, pero la noche era fría y al despertarse se la encontró acurrucada contra su espalda. Las otras tiendas estaban en silencio, con el fuego de campamento reducido a un crepitar de ascuas.

El nombre del asesino era Fiódorov. Era más bajito y mayor de lo que Zhenia esperaba y lucía el traje completo y el bigote fino de un actor de cine mudo, y aunque Víktor lo había esposado a un radiador, el hombre mantenía un aire profesional.

—No me gustaba el trabajo. Matar niños no me sienta bien. Se suponía que solo tenía que cuidarlos. Alexéi me dijo: «No dejes que salgan ni que monten un pollo ni nada». Parecían muy amables.

—¿Pero les habrías disparado?

—Habría hecho lo que me dijeron. ¿Qué vas a hacer? —Miró a Lotte, encogiéndose de hombros—. Lo siento.

—Esa es la diferencia entre tú y nosotros. —Fue a acompañar a su abuelo al ascensor. El acto de valor del artista lo había dejado agotado.

—Quizás. —Esa fue la declaración del hombre, ese asesino que hacía crucigramas para pasar el rato.

Zhenia buscó signos delatores, las marcas y pestañeos que traicionan un gambito antes de que se juegue. Fiódorov estaba tratando de quedar bien con Víktor, porque era el que ostentaba el poder.

—Una chica espabilada, pero poco realista —dijo Fiódorov. Logró sacar un paquete de cigarrillos y un mechero—. ¿Quieres uno? —le preguntó a Víktor—. ¿No? ¿Puedes darme un cenicero? ¿No te encantan estos apartamentos antiguos? Techos altos, chimeneas, suelo de parquet. Francamente, me alegro de que no haya nadie herido. Yo soy la parte herida, ¿no? Esto se puede arreglar. ¿Crees que puedes aflojar estas esposas?

—No creo que tu problema sean las esposas —dijo Víktor—. Tu problema es si vas a estar vivo dentro de diez minutos.

—Bueno, para ser drástico, tú eres un borracho notorio y el chico es un tramposo. Creo que ahora os estáis dando cuenta del problema en el que os habéis metido. Solo es mi opinión.

Víktor se tomó su tiempo para abrir una lata de Fanta; en los interrogatorios, como en la comedia, el tempo lo era todo.

—¿Qué busca Alexéi? —preguntó.

—Venganza, supongo. Trata de encontrar al asesino de Grisha. Ese es su deber filial.

—¿Qué tiene eso que ver con la libreta en la que están trabajando estos chicos?

—Ni idea. ¿Puedes darme un poco de hielo? Tengo un dolor de cabeza terrible. Me has golpeado la cabeza contra la puta pared. Probablemente debería ir al hospital.

—¿Cuáles fueron exactamente las palabras de Alexéi?

—Esperar hasta que él volviera. Luego llama y quiere que me ocupe de los chicos enseguida. No quiere cabos sueltos, esa clase de cosas.

—¿Mencionó al investigador Renko? —preguntó Zhenia.

—¿Quién es el investigador Renko? —preguntó Fiódorov a Víktor.

—Responde al chico —dijo Víktor.

—Hablaré contigo, no con el chico.

—¿Renko está bien? —preguntó Zhenia con tanta intensidad que hasta sorprendió a Víktor.

—Quién coño lo sabe. Mira, se me ocurre que como yo no he hecho nada, no tienes motivos legales para retenerme. A lo mejor debería acusarte de asalto y secuestro. Tienes suerte si lo dejamos así.

—Habla con el chico —dijo Víktor.

Fiódorov se fijó en la Makárov que descansaba en el regazo de Zhenia y se incorporó apoyándose en el codo para preguntar.

—¿Es esa mi pistola? ¿Te llamas Zhenia? Zhenia, ¿has manejado un arma de verdad antes?

Zhenia desmontó la pistola como le había enseñado Arkady.

—Vaya —dijo Fiódorov con una leve sorpresa.

Zhenia reajustó la pistola y apuntó a Fiódorov.

—¿Dónde está Alexéi?

—Esto es estúpido. Lo he dejado claro, no respondo preguntas de un chaval.

—No me lo digas a mí, díselo a él —dijo Víktor.

—¿Quién sabe? Alexéi tiene su propio avión privado. Está aquí, está allí…

—No te pongas nervioso —dijo Víktor.

—No estoy nervioso, coño.

—No me lo digas a mí, díselo a él.

—¿En Kaliningrado? —preguntó Zhenia.

Fiódorov sonrió.

—A lo mejor puede desmontar una pistola. Eso no significa que pueda apretar el gatillo.

—Has olvidado el silenciador. —Víktor le pasó a Zhenia un tubo negro mate.

—Créeme —dijo Fiódorov—, me han apuntado con un arma en un centenar de ocasiones. Con los chicos es todo bravuconería.

Zhenia ajustó el silenciador en el cañón.

La sonrisa de Fiódorov se quedó sin aire.

—Te lo advierto, los niños no deberían jugar con pistolas cargadas.

—Zhenia no es un niño —dijo Víktor.

Zhenia disparó y el suelo de parquet estalló junto a Fiódorov.

—¿Dónde está Alexéi? —preguntó.

—¡Estás loco!

El segundo disparo de Zhenia astilló el suelo al otro lado de Fiódorov. Su tez se puso gris sebo e hizo una mueca de anticipación.

—¿Dónde está Alexéi? —preguntó otra vez Zhenia.

—¡No lo sé!

Zhenia apoyó el silenciador en la frente de Fiódorov y apretó el gatillo con la lentitud suficiente para que él oyera el mecanismo de disparo de la pistola deslizándose en su lugar.

—En Kaliningrado —dijo Fiódorov—. Están todos allí. Alexéi, Abdul, Beledon, todos.

—He encontrado un taxi para mi abuelo —dijo Lotte al volver a la puerta.

Se detuvo y miró a Zhenia, con la pistola y el olor a carbón en el aire. En un instante desapareció en el ascensor.

Zhenia bajó corriendo por la escalera tras ella, rebotando en las paredes. La atrapó en el vestíbulo, pero Lotte se zafó cuando él intentó agarrarla del brazo.

—No eres mejor que él —dijo Lotte—. Solo necesitas una buena excusa.

—No es lo que piensas.

—Entonces, ¿qué es?

—Un juego. —Zhenia se llevó la pistola a la cabeza y apretó el gatillo. El percutor impactó en una recámara vacía—. Un juego. Vacié el cargador y solo metí dos balas. No soy un asesino, solo un tramposo.

Víktor encontró canguros.

Los detectives Slovo y Blok tendrían que haber estado en Sochi, pero dos días después de retirarse habían regresado. En Moscú eran hombres de autoridad. En Sochi eran don nadies barrigudos de mediana edad en sandalias que se unían a otros don nadies en sandalias llenando carros de supermercado con vino australiano de saldo, esperando una sonrisa de la cajera, amontonando sucedáneo de caviar en galletas húmedas, desmayándose en el sofá con una copa en la mano. Estuvieron encantados de mantener a Fiódorov esposado a una litera en la celda de borrachos favorita de Víktor.

Comunicarse con Arkady no fue tan fácil.

—¿Sabes lo que me haría feliz? —dijo Víktor—. Que se molestara en llamarnos. ¿Dónde está? Está en un agujero o en alta mar. Porque sus amigos de Moscú van todos hacia él.