Desde su primera visita al jardín de Liudmila Petrova, los girasoles se habían alborotado, los tomates pesaban en la mata y los calabacines se habían arrugado. En cambio, las malas hierbas florecían.
Un doguillo salió corriendo de la puerta de la casita en persecución de una pelota de goma. El perro agarró la bola, la agitó furiosamente y empezó a correr otra vez hacia una mujer que estaba apoyada en la puerta con los brazos cruzados.
—¡Polo! —dijo Arkady.
La mujer levantó la mirada. El perro se detuvo y trató de mirar en dos direcciones al mismo tiempo, luego, con expresión de disculpa, llevó la pelota a Arkady.
—Has vuelto —dijo la mujer.
—Eso me temo. —Arkady sacó la pelota de la boca del perro y añadió tuteándola—: Siento decir que tu amigo no tiene sentido de la lealtad.
La mujer no sonrió, pero Arkady tuvo la sensación de que en cierto modo le hacía gracia.
—Siempre que intento cuidar el huerto, Polo quiere jugar.
—A lo mejor es el precio de la amistad. —Miró en torno al huerto—. Tu verdura parece a punto de estallar.
—Quizá no le he estado prestando suficiente atención.
—No sé qué decirte —dijo Arkady—. No soy agricultor.
—Se supone que es muy sencillo. Plantas y riegas.
—Y mantienes a los perros alejados. Hay mucha verdura que parece lista para ser recogida. Podría ayudarte.
—¿Y tu investigación?
—Puede esperar —dijo Arkady.
—Eres un investigador extraño. ¿Qué te hace pensar que necesito ayuda?
—Cuando estuve aquí con Maxim llevabas gafas porque eras sensible a la luz.
—Maxim siempre se está fijando en mí.
—Es la impresión que me dio. Y no has arrancado malas hierbas desde entonces. Tu hermana era la que cuidaba el huerto.
—¿Cómo lo supiste?
Además del perro, el huerto descuidado y la ausencia de gafas oscuras. Había oído la voz de Tatiana en cintas de audio durante horas. La habría reconocido en cualquier sitio.
Ella se volvió y entró en la casita, y, aunque no hubo invitación, Arkady la siguió. El doguillo siguió a Arkady, soltando la pelota como una sugerencia, dejando que rodara y recuperándola. Mientras Tatiana calentaba agua para el té, Arkady miró los adornitos que ocupaban estantes de la cocina y armarios. Fotos familiares de Liudmila Petrova sosteniendo bebés y niños pequeños de varias edades. Postales de todo el mundo. Fotografías enmarcadas de las mismas dos niñas con sonrisas brillantes y pelo dorado, pedaleando, yendo en kayak, bajando corriendo por una duna con los brazos extendidos como si pudieran volar.
—¿Quién era mayor?
—Ella. Solo nos llevábamos diez meses.
—¿Estas fotos son de sus hijos?
—No. Primos, amigos, hijos de amigos. A pesar de su poca visión, Liudmila era una gran aficionada a la fotografía. —Puso dos tazas de té en la mesa y se sentó—. ¿Azúcar?
—No, gracias.
—Todos los hombres que conozco toman el té sin azúcar. ¿Por qué?
—No lo sé. ¿Por qué todas las mujeres que conozco chupan el té en un terrón de azúcar? —La pilló haciéndolo.
—Es un pequeño pecado y hay muchos donde elegir. Le dije a Liudmila que no fuera a Moscú, pero ella siempre tenía que ser la hermana mayor. Odiaba preocuparse y me temo que hice su vida desgraciada. ¿Cómo lo supiste? Oh, sí, las gafas oscuras.
—Parece que te has curado milagrosamente.
—¿Fue tan sencillo como eso?
—Más o menos.
—¿Crees que voy a salir de aquí con vida?
—Lo dudo. Puedes correr el riesgo como Liudmila, pero apuesto a que sospechan.
—¿Por qué crees que sospechan?
—Me he fijado al entrar en que hay un hombre en un coche vigilando tu puerta.
—Es el teniente Stásov. Me ha convertido en su proyecto personal. Entró y registró la casa. Ahora se queda en la calle.
Por un segundo, Arkady tuvo el impulso de tocarla y ver si era real. Se preguntó con qué frecuencia causaba ese efecto en los hombres, como si creara una vibración tenue.
Siguió insistiendo.
—Supongamos que la persona que mató a Liudmila estuviera esperando en tu apartamento. ¿Dónde estabas tú?
—Me quedé trabajando hasta tarde en la revista con Obolenski. Maxim pasó y dijo que me habían declarado muerta, que había saltado desde mi balcón y que teníamos que salir de Moscú lo antes posible. Porque una vez que estás oficialmente muerta no tardarás en estarlo en realidad. Es una cuestión de contabilidad. Condujimos toda la noche hasta Kaliningrado. No sabía que Liudmila iba a ir a mi apartamento.
—La cuestión es quién la empujó. Debería haber llamado al timbre cuando llegó a tu apartamento.
—Yo no estaba allí.
—Pero Liudmila tenía su propia llave, ¿no?
—Sí. —La voz de Tatiana sonó más apagada—. Confundieron a mi hermana conmigo y murió. Ahora yo estoy viva simulando ser ella. —Aunque claramente despreciaba las lágrimas, se enjugó los ojos antes de cambiar de tema—. Maxim me habló de tu aventura en la playa. Así que encontraste al chico que se llama Vova.
—Sabe negociar.
—Lo sé. Le pagué cincuenta dólares por la libreta.
—¿Qué hay en ella?
—Lo confieso —dijo ella—. No lo sé.
Arkady casi rio.
—¿No lo sabes? Están disparando a gente y tirándola por los balcones por esta libreta y tú no sabes por qué.
—Joseph, el intérprete, iba a traducirla para mí.
—¿Y esto iba a ser una gran historia, tan grande como una guerra en Chechenia o una bomba en Moscú?
—Eso es lo que dijo Joseph. Y la prueba estaba en la libreta.
—¿No te dio una idea?
—Solo que no lo podía entender nadie más que él.
—¿Por qué iba a ayudarte? ¿Por qué iba a jugarse el cuello?
—Quería ser alguien. Quería ser alguna cosa además de un eco, que es lo que había sido toda su vida. Por otro lado, pensaba que mantener todo en notas que solo él podía leer lo mantendría a salvo.
—Y en cambio, es veneno pasando de mano en mano.
—¿Tienes la libreta? —preguntó ella.
—La tiene un amigo.
—¿Un intérprete?
—Es una manera de decirlo.
El té se había enfriado. Tatiana miró por la puerta mosquitera a una fila de sandías que se habían hinchado y abierto.
—Es culpa mía —dijo Arkady—. Si no hubiera metido las narices cuestionando la identificación del cuerpo de Liudmila, tú podrías estar a salvo.
—Ahora has de seguir. Tú eres el investigador.
Arkady oyó un ruido. El doguillo había abierto un armario y derramado la caja de galletas.
Tatiana las recogió.
—Qué cerdito.
—Eso me recuerda, ¿cómo llegó aquí Polo?
—Maxim lo trajo después.
—Es un camino largo. Hay que cruzar las aduanas lituana y polaca y todo. ¿Maxim estaba contento yendo y viniendo?
—Eso parecía.
Arkady se preguntó qué le harían a Tatiana esos censores que seguían a periodistas con una pistola o una porra. Igual que ella tendría que habérselo preguntado.
—¿Conoces a Stásov? —preguntó Tatiana.
—Hemos hablado por teléfono.
La verja estaba abierta. Arkady apartó la persiana para ver a un hombre en un avejentado Audi aparcado al otro lado de la calle, ante una agencia de viajes que prometía: «Idilio a precio de saldo en Croacia». Al parecer nadie buscaba un idilio.
—¿Tienes una pistola? —preguntó Arkady.
—¿Tú? —Ella interpretó la pausa de Arkady—. Qué par de seres humanos inútiles.
Arkady se encogió de hombros. Eso parecía.
Visitó las otras habitaciones. La casa era pequeña y acogedora y todos los cuartos daban a un pasillo estrecho. Los muebles eran de roble de antes de la guerra. Los antepasados miraban desde marcos ovales. Habían convertido la habitación del fondo en un cuarto oscuro de fotografía. La puerta de atrás no se abría.
—No vas a encontrar nada. Stásov se llevó mi portátil.
—¿Pero todavía cree que eres Liudmila?
—De momento. Lo borré todo.
En la cama había una mochila llena a tope. No era la señal de alguien resignado a quedarse atrapado.
—¿Dónde está tu canario? Parece que se ha llevado la jaula con él.
—Con una amiga.
—Entonces estás lista para marcharte.
Tardó un segundo en decir.
—Supongo que sí. ¿Adónde?
Tatiana clavó en Arkady una mirada que le decía que estaba pidiéndole más confianza de la que se había ganado. Al fin y al cabo, ¿cuánto hacía que lo conocía? ¿Quince minutos? ¿Y qué podía hacer por ella mientras ella estaba atrapada?
Arkady salió primero con Polo y lanzó la pelota de goma del doguillo debajo del coche del detective. El perro empezó a ladrar de forma lo bastante histérica para que Arkady tuviera que gritar:
—No se mueva.
Stásov bajó la ventanilla del pasajero.
—¿Qué? ¿De qué está hablando?
—Mi perro está debajo de su coche. Si se mueve, lo atropellará.
—Entonces sáquelo.
—Lo intentaré si no se mueve.
—No me muevo, por el amor de Dios.
—Estaba persiguiendo una pelota.
—Saque el maldito perro. ¡Qué idiota!
—¿Tiene el freno de mano puesto?
—Dese prisa o los atropellaré a los dos.
—Solo es un cachorro.
—Será un cadáver si no lo saca.
—¿Puede llegar a la correa desde su lado?
—No, no puedo coger su maldita correa.
—Oh, bueno, pediremos ayuda.
—No necesitamos más gente.
—No puede culpar a un cachorro.
—Le pegaré un tiro si no se aparta del coche.
—Bueno, parece que ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Oh, ya lo veo. Está bien, gracias a Dios. —Arkady sacó a Polo tirando de la correa y lo cogió.
Para entonces Tatiana había salido por la puerta del jardín y se había unido a los compradores de las paradas.
—Seis letras, raza de perro, que empieza por «af».
—No puedo creerlo —dijo Zhenia.
—Vamos, no seas tan pasmado. Estáis resolviendo un enigma y yo estoy resolviendo otro. Podemos ayudarnos mutuamente. Vale, programa de televisión, dos palabras, empieza por «gr». Tampoco podéis ir a ninguna parte. Está bien, a vuestro rollo.
Pasó media hora antes de que el hombre del pasillo apretara otra vez la boca en la puerta.
—No seas tan capullo. Dos palabras, once letras, empieza por GR.
—Gran Hermano —dijo Lotte.
—Encaja. Mira, no ha estado mal. Ahora podéis preguntarme a mí.
—¿Preguntarte?
—Lo justo es justo.
Zhenia se preguntó qué aspecto tendría el hombre que estaba al otro lado de la puerta. ¿Alto o bajo? ¿Delgado o gordo? ¿Entre asesinato y asesinato tenía un bebé en sus rodillas? Zhenia y Lotte esperaban con una bala en la pistola de Arkady y bastones de esquí debajo de la mesa.
—Es una clase de enigma diferente —dijo Zhenia.
—Te das un aire de superioridad. Solo estoy tratando de ayudar.
—¿Tienes hijos? —preguntó Lotte.
—No, no. Nada personal. Personal verboten. Ni siquiera debería estar hablando contigo.
—Entonces no lo hagas —dijo Zhenia.
—Como queráis. Tenéis alrededor de una hora, según mi reloj. Mira, solo hablaré con la chica. Ni siquiera ha dicho nada. Escríbelo en un trozo de papel, deslízalo por debajo de la puerta.
—Esto es una pérdida de tiempo total —dijo Zhenia—. El hombre es un asesino. Simplemente nos está torturando.
—Solo voy a hablar con ella.
Lotte cogió un trozo de formulario del escritorio y escribió la letra L. La deslizó por debajo de la puerta.
—¿Eso es todo? —preguntó el hombre.
—Esto tiene gracia —dijo Zhenia—. No reconocería a un perro afgano ni aunque le mordiera.
La hoja volvió. El hombre al otro lado de la puerta dijo:
—El numeral romano de cincuenta. Está en todos los crucigramas que se han escrito.
Lotte bajó por la lista de interpretaciones de la letra L y miró a Zhenia.
—Se nos pasó esta.
—Podría ser cincuenta mil. Cincuenta millones, cincuenta por ciento.
—¿Por qué? ¿Y qué pasa con todas las avispas en círculos?
Zhenia se dio cuenta de que estaba mirándole los pechos.
—Si la avispa está atrapada en ámbar —dijo—, entonces la pista es el ámbar no la avispa.
Sonó un teléfono móvil en el vestíbulo. El hombre del crucigrama contestó y sonó descontento.
—¿Todo bien? —preguntó Zhenia.
Hubo un silencio al otro lado de la puerta.
—¿Va a volver Alexéi? Todavía tenemos media hora —dijo Zhenia.
De nuevo silencio.
—Acabas de decirnos que teníamos casi media hora —dijo Lotte.
Nada.
—No puedes matar a alguien antes de tiempo —dijo Zhenia, pese a que sabía lo ridículo que sonaba—. ¿Sigue al teléfono? Déjame hablar con él. —Abrió la puerta con la cadena y el hombre del crucigrama le pasó el teléfono por la rendija—. Alexéi, estamos avanzando.
—¿Qué tenéis?
—No es la libreta normal ni el acta de una reunión. No hay fecha. Solo sé que se reparará un submarino, que una cantidad considerable de rublos rusos cambiará de manos.
Alexéi no dijo nada, pero el silencio era significativo. Ese era el punto en una partida de ajedrez en que un jugador no tiene más opción que sacar el rey de la protección de la fila del fondo y avanzar hacia el centro del tablero.
—Va a haber otra reunión —dijo Zhenia.
—¿A bordo del Natalia Goncharova?
—Sí. —¿Qué otra cosa podía decir?
—Gracias, era todo lo que necesitaba oír. Devuélvele el teléfono a mi hombre.
Zhenia devolvió el teléfono y cerró la puerta.
—¿Ha funcionado? —preguntó Lotte.
—No lo sé.
Lo único que recibió del otro lado de la puerta fue silencio. No «lo has conseguido, chaval», sino solo una sensación pegajosa y la boca seca.
Él y Lotte ya no se miraban el uno al otro. No era justo. Si alguien tenía que ceñirse a un horario era un ejecutor. Asimilaron los sonidos de la calle, el edificio vacío, el sonido de un silenciador ajustado en el cañón de una pistola. Solo tenía diecisiete años. Descubrió que el ajedrez ya no era tan importante para él. Había fantaseado con que le pusieran su nombre a una apertura. Ahora todas las partidas parecían triviales. Tenía otras ambiciones. Curiosamente, pensó que no sería tan malo ser un investigador como Arkady.
Lotte decidió renunciar al ajedrez por la música. Su familia siempre había sido de artistas. Oyó un arco pasando por las cuerdas de un contrabajo. Algo deprimente de Wagner. Götterdämmerung. El ocaso de los dioses.
Zhenia sacó la pistola de la parte de atrás del cinturón, pero Lotte estaba en medio, tratando de mantener la puerta cerrada. Zhenia se estiró hacia ella y los dos se apoyaron juntos contra la puerta.
El hombre del crucigrama empujó con todas sus fuerzas. La cadena sonó y Zhenia miró a un hombre delgado con una nariz de pico surcada de pequeñas venas tratando de insertar una pistola. La puerta se cerró de golpe y la abrió un hombre anciano con bata y zapatillas.
—¡Lotte, te he encontrado! —El abuelo de Lotte, el cobarde, pugnó por la pistola—. Tenéis que correr.
El hombre del crucigrama lo apartó.
La puerta se cerró. Zhenia oyó una cabeza aplastada contra la jamba. La puerta se abrió otra vez con todas las cartas barajadas cuando Víktor Orlov golpeó dos veces más al hombre de los crucigramas contra la jamba y lo tiró por la escalera.