Arkady alquiló un Lada, una lata comparado con el Zil, y condujo hasta las dunas donde había visto por primera vez a Vova y sus hermanas buscando ámbar. Vova estaba esperando, descalzo otra vez, preparado para salir corriendo. Cuando Arkady le preguntó dónde vivía, Vova señaló a una caseta medio engullida por una duna.
—Gime por la noche. Tenemos unas vigas que la sostienen. Algún día se derrumbará, pero hasta entonces es toda nuestra. —Miró a Arkady de soslayo—. Se encontró con Cerdito.
—¿El hombre de la furgoneta de carnicero? Da bastante miedo.
—Sí, pero nadie me creerá.
—Prueba conmigo.
Vova examinaba continuamente la playa, el hábito de un vigilante. Había encontrado la tarjeta que Arkady había dejado en la zapatilla de ciclismo de Joseph Bonnafos y tenía algo que contar. O que vender, más probablemente, pensó Arkady.
—¿Es policía?
—En Moscú, no aquí.
—Porque la policía robará lo que tenga.
Eran conocidos por eso, pensó Arkady. Observó agujeros de aire que aparecían en la arena cuando el agua se retiraba: señales de un mundo oculto.
—Vova, por lo que a mí respecta es un asunto privado.
—Para mí también.
—¿Cómo se llaman tus hermanas?
—Liuba y Lena. Liuba tiene diez años. Lena, ocho.
—Al teléfono dijiste que tenías una bicicleta.
—Una bicicleta especial. Negra, con un gato.
Un viento constante esculpía la arena y azotaba el pelo de Vova en torno a su frente. Arkady tenía curiosidad por saber cómo sería vivir en un elemento tan implacable.
—¿Has enseñado la bicicleta a alguien más? —preguntó Arkady.
—Se lo dije a los tipos de la tienda de bicis.
—¿Cuánto te ofrecieron?
—Cincuenta dólares.
—Es mucho. —Quizás una centésima parte del valor de la Pantera, pensó Arkady—. ¿No se la enseñaste?
—Conozco a esos tipos, se quedarían el dinero y la bici.
—Eso es verdad.
Vova caminó en un círculo cerrado.
—¿Hay algo más? —preguntó Arkady.
—Cerdito.
—¿Qué pasa con él?
—Vimos a Cerdito matar al ciclista. Lo vimos desde los árboles.
La mayoría de los testigos, jóvenes o viejos, trataban de recrear la intensidad y el horror de un asesinato, como si resaltaran las líneas de un libro de dibujos. Vova era frío y realista. El ciclista todavía estaba vivo cuando Cerdito lo lanzó a la furgoneta de carnicero. Hubo un breve sonido como de pies pateando en el lateral de la furgoneta y luego un disparo. Cerdito salió y revisó el maillot del ciclista. Dio la impresión de estar cada vez más frustrado y finalmente lo echó a un lado.
—¿Te vio?
—No lo creo.
—Entonces, ¿por qué te persigue?
—Nos llevamos la bici.
Eso alteraba la situación.
—¿Robaste la bicicleta a Cerdito?
—Sí.
—¿Lo sabe?
—Más o menos.
—¿Más o menos?
—Vio que Liuba llevaba el casco y trató de atropellarla, pero no podía conducir por las dunas.
—¿Dónde están tus padres?
—Van a volver. —Sonó más como un deseo que como fanfarronería.
—¿Y vosotros? ¿Quién se ocupa de ti y tus hermanas?
—Nuestra abuela. Vive en la ciudad.
—¿Os da de comer?
—Nos las apañamos.
—¿Cuál es tu nombre completo? —Vova era diminutivo de Vladímir.
Vova cerró la boca. Sin padres, sin apellido.
—Vale —dijo Arkady—. Además de la bici y el casco, ¿qué más os llevasteis?
—Solo una libreta que encontré en la hierba. Estaba llena de garabatos.
—Entonces, ¿por qué la cogisteis?
—También encontramos una tarjeta con un teléfono móvil. Cuando la gente pone un número de móvil en una cosa, es que quiere recuperarla, ¿no?
—Eso es inteligente.
—Y la mujer que respondió era amable. Vino enseguida.
—¿Qué aspecto tenía?
—Parecía muy lista.
—¿Dijo su nombre?
—No. Tenía un perro pequeño.
—¿De qué clase?
—Tenía ojos saltones.
—¿Ojos saltones? ¿Y la cola?
—Corta y retorcida. Era bonita.
—¿La perrita?
—La mujer. —Vova añadió de hombre a hombre—. Y tenía piernas bonitas.
—¿Te fijaste en eso?
—Ha preguntado.
—¿Cuánto te dio por la libreta?
—Cincuenta dólares. Lo que de verdad necesito es una pistola.
Arkady se preguntó en qué clase de mundo vivía donde los chicos habitaban en casuchas y pedían una pistola como si tal cosa.
—Te diré una cosa —dijo Arkady—. Te daré cincuenta dólares si tú y tus hermanas permanecéis lejos de la playa.
—¿Habla en serio?
Arkady abrió la billetera.
—No os acerquéis a la playa en una semana, ¿podéis hacer eso?
—No hay problema. —Vova se animó—. Ojalá hubiera estado aquí durante la guerra del ámbar. Cada día aparecían cadáveres en la playa.
—Serás rico después de vender la bici.
—Hay un problema. Lena se llevó la bici y se olvidó de dónde la dejó. La arena se movió y ahora ha desaparecido.
Zhenia y Lotte tenían un plan que, como una partida de ajedrez, dependía de los movimientos del oponente: si el hombre del vestíbulo los llamaba, si entraba en el apartamento, si iba solo, si tenía cómplices. Zhenia sacaría la pistola. Si fallaba, Lotte seguiría con los bastones de esquí suponiendo que el hombre estuviera a su alcance. Ya habían pasado cuatro horas del plazo marcado por Alexéi y el miedo y el agotamiento los estaban venciendo.
En manos de Zhenia, la pistola era un funesto signo de interrogación, una pérdida de control más que control, una sensación de condena más que de decisión. Lotte no podía evitar mirar a la puerta como si la sangre ya se estuviera filtrando desde el umbral. Una idea sobre un símbolo era seguida titubeantemente por otra, y en ocasiones pasaban minutos sin que se pronunciara una palabra.
—Dos anillos entrelazados podrían significar cooperación —dijo Lotte.
—O dos ojos, dos huevos, dos címbalos, dos ruedas —dijo Zhenia.
—Entonces crees que es mala idea.
—No, pero no tenemos tiempo para ser una enciclopedia.
—Encajaría con los signos igual, las orejas de un buen oído y el «bla, bla» de la apertura.
Zhenia no dijo nada.
—Entonces, ¿crees que esto es posible? —preguntó Lotte.
—Peliagudo —concedió.
—Salvo para un timador de ajedrez, supongo.
—Sí. —Zhenia no era psiquiatra, pero sentía que podía leer la personalidad y el nivel de talento de alguien que se sentara frente a él en un tablero de ajedrez. Lo que veía en las notas del intérprete sugería vanidad. Lo que veía en Lotte era que estaba asustada pero animada—. Dinero, China, bancos, rublos, dólares, submarinos —dijo—. ¿En qué se resume?
—¿Qué significa la L?
—No lo sé.
—¿Higos negros?
—¿Lágrimas?
—Petróleo —dijo Lotte—. Cuando Rusia no puede pagar en dinero paga en petróleo.
—Y en gas natural, la lágrima blanca.
—¿Qué es lo que paga?
—¿Y si las vías de ferrocarril no son vías sino puntos de sutura? —dijo Zhenia—. ¿Y si son reparaciones?
—¿Y qué pasa con Natalia Goncharova? No tiene conexión con nada.
—Es una anomalía —concedió Zhenia.
—Una anomalía es algo que no sabes cómo tratar. ¿No es la mejor pista la que aparentemente no encaja? —preguntó Lotte.
Los escándalos de la corte imperial nunca habían sido el punto fuerte de Zhenia.
—Si mal no recuerdo —dijo—, Natalia Goncharova arrastró a su marido a un duelo en el que lo mataron. Eso es todo. El material de novelas románticas.
—O del asesinato —dijo Lotte—. Resulta que su marido era Pushkin, el poeta más grande de Rusia. El otro duelista llevaba un abrigo con botones de plata. La bala de Pushkin rebotó en un botón. Tres días más tarde, él estaba muerto y Natalia Goncharova encontró consuelo en brazos del zar. Así pues, adulterio, conspiración, censura, asesinato. ¿Por dónde quieres empezar?