21

Con la chaqueta cruzada abotonada hasta arriba para protegerse del viento, Arkady bajó a pasos agigantados por una duna hacia la playa. Maxim se quedó atrás, tambaleándose entre una niebla matinal tan gruesa como un forro de algodón.

—Parece indecentemente feliz —dijo Maxim.

La playa era una mezcla de guijarros y arena salpicada de restos de madera y algas. En pequeños charcos formados por la marea bailaban crustáceos en miniatura. El graznido de las gaviotas se elevaba por encima del rumor de las olas. ¿Qué era lo desagradable?

—¿No le gusta la playa? —preguntó Arkady—. ¿Su padre nunca le llevaba?

—Mi padre rara vez salía de casa. Esta es la clase de niebla que él llamaba «crema de guisantes». Eso es lo que es, una crema de guisantes. ¿Por qué ha insistido en venir aquí?

—Solo quiero formarme una idea del lugar.

—Es todo lo mismo. Arena, agua, más arena.

—¿Dijo que hay una frontera en el istmo?

—Más o menos.

—¿Cuánto tiempo se tarda?

—Diez, quince minutos. La mitad norte del istmo es lituana; la mitad sur es rusa. Dicen que hay alces. Yo nunca he visto ninguno. Niebla sí, alces no. —Maxim dio un pisotón—. Iba a hablar con la hermana de Tatiana y volver a Moscú. En cambio, estamos aquí varados en un banco de arena con una carretera de un solo sentido. Durante el verano, hay gente tomando el sol, niños con cometas, nudistas jugando a voleibol. Pero en este momento del año todo está vacío. Es deprimente. ¿Por qué estamos aquí?

—Estamos aquí porque Joseph Bonnafos y Tatiana vinieron aquí. No estaban en Moscú.

—¿Y?

—¿Y si se le caen las llaves de casa en la puerta de atrás las busca delante porque hay mejor luz? Además, quería verlo.

—Parece más bien un perro de caza olisqueando el aire.

Arkady lo tomó como un cumplido.

—¿Por qué no vuelve al coche?

—Se perdería.

—Es difícil perderse en un banco de arena. ¿Por qué se ofreció para ser mi guía?

—Estaba borracho entonces. Hágame caso, nadie viene aquí en esta época del año.

—Entonces es un buen sitio para reunirse con alguien.

—¿Reunirse con quién? ¿Reunirse para qué? No sé si puedo aguantar tanta especulación con el estómago vacío.

Eran buenas preguntas. Arkady tenía que reconocerlo. El teniente Stásov de la policía de Kaliningrado nunca había enviado fotografías del cadáver ni del lugar pese a que lo había prometido. Con suerte, no sabría que Arkady estaba en Kaliningrado.

—El istmo de Curlandia —dijo Maxim— es estrecho pero largo. Puede esconder cualquier cosa en la arena. De hecho, la arena hará el trabajo por usted.

—¿Qué quiere decir?

—Se llaman dunas viajeras. Tapan carreteras, invaden casas y ocultan pruebas.

La idea de un paisaje en movimiento era intrigante. La única estructura que Arkady veía en la playa era un quiosco cerrado recubierto de carteles de grupos de rock y discotecas, pero a saber qué habría reclamado la naturaleza. La única otra persona a la vista era una figura tan envuelta en bufandas que podría haber sido un peregrino de la Edad Media. Arrastraba un trineo con el botín de un vagabundo de playa: madera, botellas y latas.

La orilla atrajo a Arkady. No sabía si la niebla se estaba haciendo más densa o disipándose, ni si imaginó o vio realmente un movimiento en los pinos que bordeaban las dunas. ¿Un alce esquivo? Unos prismáticos lo enfocaron a él. Los prismáticos se movieron y enfocaron a otro punto de la playa, a las algas que había arrastrado la marea. Dos niñas ajenas a la aproximación de Arkady y Maxim estaban en el mar, con agua hasta los tobillos, barriendo la arena con rastrillos. Descalzas, con el pelo decolorado por el sol y vestidos escasos parecían supervivientes de un naufragio y, aunque temblaban de frío, examinaban las piedrecitas a la luz de una vela y guardaban las pocas que elegían en un saquito de cuero.

—Ámbar —dijo Maxim.

Un chico salió de los pinos y cruzó la playa, con unos prismáticos en una mano y una pistola de señales en la otra. No hizo caso de Maxim ni Arkady y gritó a las niñas para que se dieran prisa.

Arkady lo interceptó.

—¿Podemos hablar?

El chico levantó la pistola de señales. Las pistolas de señales no estaban diseñadas para la precisión, pero el fósforo rojo de un cartucho alcanzaba los 2500 grados, lo cual la convertía en un arma considerable.

—¡Vova! —gritó una de las niñas.

—¡Voy! —gritó el chico.

Su atención se volvió hacia el quiosco y a una furgoneta con un cerdo iluminado que parecía flotar en el techo. Era un cerdito rosado y feliz. Arkady no podía ver al conductor, pero era alguien que había quitado suficiente presión de las ruedas para poder rodar con suavidad por la arena.

Las chicas corrieron y la furgoneta las siguió, inclinándose como un pequeño barco sobre la superficie desigual de la playa. Cuando la furgoneta encendió los faros y proyectó las sombras de las niñas, estas tiraron sus herramientas. El chico las apartó hacia los pinos, pero la furgoneta las obligó a dirigirse al borde del agua hasta que Arkady y Maxim se interpusieron ante los faros. La furgoneta se detuvo, haciendo una pausa reflexiva entre la niebla.

Arkady pensó que el conductor tendría que decidirse. El tiempo y la marea no esperaban a nadie. Cada segundo que pasaba al borde del agua, la furgoneta se hundía en la arena húmeda.

—«A la feria, a la feria, a comprar un lechón —recitó Maxim—. Brinca que brinca, canta esta canción».

El agua fría se filtró por los zapatos de Arkady. Enseguida alcanzaría el tubo de escape y pararía el motor. Antes de eso, la arena cedería y la furgoneta perdería toda la tracción. El chico llamado Vova y las dos niñas se escabulleron mientras la furgoneta se concentraba en Arkady y Maxim. Arkady se preguntó cuántas opciones estaba considerando el conductor. Entonces, sin un atisbo de problema, la furgoneta retrocedió hacia un terreno más sólido y partió en dirección al quiosco mientras el cerdo se bamboleaba con las ondulaciones de la playa, lentamente al principio y luego al trote.

Arkady recogió las herramientas que habían abandonado las niñas en su huida. Su lámpara era ingeniosa: una zapatilla de ciclista rellenada con una vela y arena. Arkady añadió una tarjeta con el número de su teléfono móvil y un billete de veinte rublos.

Maxim estaba echando humo.

—Un chiste —dijo en cuanto entraron en el coche—. Un hombre está leyendo un libro, y llaman a la puerta. Sale a abrir y hay un caracol en el umbral. El hombre solo quiere leer su libro, así que le da una patada al caracol en la oscuridad y vuelve a leer el libro. Pasan dos años. Llaman a la puerta. Al abrir se encuentra con el caracol que le pregunta: «¿Qué coño ha sido eso?». Así que le pregunto ¿qué coño ha sido eso?

—No lo sé.

—Parecía personal. Nos persigue un lunático con una furgoneta de carnicero y usted no parece particularmente sorprendido. Tengo los zapatos mojados, los calcetines húmedos y usted está poniendo dinero en una zapatilla que se va a llevar la marea. ¿Cree que alguien va a verlo?

—Los chicos lo verán. Son muy audaces. Volverán en cuanto vean que no hay moros en la costa.

—¿Qué tiene eso que ver con Tatiana?

—Tatiana compró la libreta a unos chicos en esta playa, quizás a estos mismos chicos. Queríamos establecer contacto y creo que lo hemos hecho.

—¿Entonces ha sido un gran éxito?

—Desde luego.

—Sentía que me estaba mojando los pies.

—Puedo entender eso. Lo siento por sus zapatos.

A pesar de la disculpa, Maxim estaba ofendido.

—¿Y ahora qué?

—Dijo que había una frontera en el istmo.

—Más o menos.

—Me gustaría verla.

«Más o menos» era una exageración. Un punto de control ruso típico contaba con guardias de frontera preparados para examinar cualquier documento sospechoso. Bajo cualquier pretexto, un viajero podía ser conducido a salas de espera donde el contenido de su mochila sería vaciado y fisgoneado.

Sin embargo, la frontera ruso-lituana en el istmo de Curlandia no era más que una casucha detrás de una torre de comunicaciones esquelética de diez metros de alto. El puesto y la torre estaban custodiados por neumáticos blanqueados medio enterrados en el suelo y un reflector antiguo con aspecto de no haber sido encendido desde el sitio de Leningrado. Las líneas telefónicas colgaban de la alambrada y desaparecían en un bosquecito de abedules. Un guardia de frontera con ropa de camuflaje ordinaria se levantó lo suficiente para hacer un movimiento circular con el brazo y gritó:

—¡Vuelvan! No pueden ir más lejos en coche.

—¿Esto es todo? —preguntó Arkady.

—Esta es la frontera —dijo Maxim—. En esta época del año pasan algunos observadores de aves. Por lo demás, es muy mínimo. ¿Quiere denunciar al maníaco en la furgoneta del carnicero?

—¿Qué denunciaríamos?

—Vimos a un hombre amenazando niños.

—Solo que se ha ido y también los niños.

—Podrían buscar.

—Los guardias no están autorizados a dejar sus puestos.

—Podrían llamar.

—Esperemos que no —dijo Arkady—. A partir de aquí, seamos invisibles.

En el camino de regreso del istmo, Maxim miró a Arkady durante unos segundos.

—Tiene una opinión muy elevada de sí mismo, Renko. En dos días, cree que ha entendido Kaliningrado. Que sabe todo lo que hay que saber.

—No exactamente.

—Pero al parecer sí lo suficiente para meterse en el mar espontáneamente. ¿Qué más sabe?

—No mucho.

—Cuénteme.

—Sé que Tatiana Petrova pensaba que merecía la pena arriesgar su vida para venir a Kaliningrado a por una libreta que nadie podía leer. Que cayó de un balcón el día que regresó a Moscú. Que los periodistas honestos tienen enemigos y Tatiana más que ninguno.

—Supongo que han utilizado a expertos y ordenadores para descifrar el código.

—Quizás. Eso no ayudaría —dijo Arkady.

—¿No lo cree?

—No creo que sea un código. No puede leerse, igual que no puede leerse la mente de otra persona.

—¿Usted también tiene enemigos?

—¿Puede ser más específico?

—Gente que le tiraría por el balcón.

—Bueno, no he estado mucho tiempo en Kaliningrado —dijo Arkady—. Deme tiempo.

Sin avisar, Maxim metió el Zil en una carretera llena de baches. Un camión pasó atronadoramente a su lado, como un rinoceronte salpicando arena y agua.

—¿Dónde estamos? —preguntó Arkady.

Las palabras apenas habían salido de la boca de Arkady cuando bajó bruscamente la línea del horizonte. La dirección del Zil se sacudió sobre surcos tan duros como el cemento y el coche se detuvo en seco ante el espectáculo de una mina a cielo abierto con maquinaria gigante en funcionamiento.

No hacía falta mucho personal para manejar una mina a cielo abierto. Un hombre para controlar una excavadora, otro en un bulldozer que empujaba la tierra a un lado y otro. El capataz iba a pie con una manguera de alta presión. El suelo suelto se apilaba en montículos de escombros negros. Entretanto, una excavadora mantenía un patrón de caminos que descendían seis niveles de arriba abajo. Entre el ruido de los motores y el chorro de agua a presión, un meteoro podría haber impactado en la mina y nadie se habría enterado.

—El noventa por ciento del ámbar del mundo procede de Kaliningrado —dijo Maxim—. Controlar Kaliningrado significa controlar la producción mundial de ámbar. Eso merece un poco de lío.

—¿Quién lo controla?

—Lo controlaba Grisha Grigorenko, pero alguien lo mató. Quién sabe, a lo mejor hay una nueva guerra. O quizá con su talento puede usted empezar una.