—¿De quién es esta casa? —preguntó Lotte.
—De un tipo que conozco. —Zhenia miró en la nevera, donde una cáscara de queso mantenía una vigilia solitaria.
—¿Te deja llave? Tiene que ser un buen amigo.
—Más o menos. Es investigador.
—¿Ah, sí?
Arkady había dejado que Ania colgara fotografías de reclusos y sus tatuajes, con especial atención a los dragones, vírgenes y telarañas. Las fotos captaron la atención de la chica.
—Las vi en una revista —dijo Lotte.
—¿Quieres una cerveza? —Zhenia abrió dos botellas.
—¿Tu amigo es un poco extraño?
—¿Arkady? No podría ser más vulgar.
Lotte paseó junto a las estanterías.
—Le gusta leer.
—Tu cerveza, me temo que no está muy fría.
—Es muy británico —dijo ella bruscamente—. La cerveza natural es británica, la fría es americana.
—Pues aquí tienes tu cerveza británica.
Zhenia se sentía socialmente inepto y sabía que era un error llevarla al apartamento de Arkady. Todo era demasiado acelerado, pero no tenía otro sitio donde llevarla. Esperaba que ella hubiera puesto alguna excusa, que tenía clase o algún compromiso anterior. En el mundo del ajedrez oficial él era un pez pequeño. Por fortuna, al menos sabía cómo mover las piezas. El ajedrez era algo vivo: trampas, gambitos, proteger un peón pasado o la amenaza de dos torres alineadas como un cañón. El ajedrez era drama. La defensa siciliana olía a hechos oscuros en callejones oscuros. Cada anotación se leía como una historia. Por malo que fuera, cualquier jugador se relacionaba con los inmortales del juego. Paul Morphy y su fetichismo con los zapatos. Fischer el genio y Fischer el cascarrabias. Los serenos Capablanca y Alekhine, el glotón que se comía los dedos y murió al atragantarse con un bistec.
Zhenia pensó que, aparte del ajedrez, no tenían nada en común. Una pequeña aventura con un bribón, sería como ella recordaría el día. Él calculó que Lotte probablemente tendría diecinueve años, lo cual la hacía más de un año mayor que él, y lo más probable era que tuviera la vida programada: un año de rebelión, seguido por unos pocos trofeos menores de ajedrez, matrimonio con un millonario, hijos, una serie de aventuras con oligarcas y finalmente arrojada por la borda en Montecarlo.
—¿Cuáles son tus planes? —preguntó ella.
—¿Planes? Alistarme en el ejército y sentar cabeza.
—En serio, ¿qué quieres?
—Ser rico, supongo. Tener un buen coche.
—¿Y un hogar?
—Supongo —dijo Zhenia, aunque no podía imaginarse cómo sería un hogar.
—Eres muy evasivo.
Eso dijo ella, pero Zhenia sabía que si le contara la verdad saldría corriendo.
—Es complicado.
—Es sencillo. Oí que le disparaste a alguien.
—¿Quién dice eso?
—Todo el mundo. Por eso tienen miedo a jugar al ajedrez contigo.
—Tú no tienes miedo.
—Porque soy pelirroja. Todo el mundo sabe que las pelirrojas están locas. —En una voz más grave añadió—: No hagas como mi abuelo. No seas cobarde.
—¿Qué debería ser?
—Alguien.
—Voy tirando.
—¿Sí?
—Vivo con libertad, por mi cuenta.
—Salvo cuando pasas frío.
—Todo el mundo debería vivir con una mochila. Descubrirían qué es lo esencial.
—¿Como un forajido? ¿Qué es lo esencial? Enséñamelo.
Estaba acorralado y Zhenia se dio cuenta de que discutir con Lotte era como el ajedrez y, una vez más, estaba perdiendo.
—Vale.
Hurgó en su mochila y puso sobre la mesa un objeto tras otro: un ajedrez plegable, una bolsita de terciopelo con piezas de ajedrez, un reloj de ajedrez, una libreta y un lápiz, un libro de bolsillo sobre Bobby Fischer y bolsas de plástico que contenían un cepillo de dientes, un tubo de dentífrico y jabón.
—¿Cuántas partidas de ajedrez has ganado? Más de mil. ¿Y esto es todo lo que tienes para enseñar? Menudo forajido.
—Puedo ganarte.
—Pero no lo has hecho. —Lotte cogió la libreta y la abrió para saborear su victoria por segunda vez—. Ad5, Td5; De2, Td1. Ese fue tu error.
Él la siguió en torno a la mesa.
—Jugaré otra vez contigo, ahora mismo.
—La partida ha terminado.
—Entonces, si soy una pérdida de tiempo, ¿por qué estás aquí todavía?
—Nunca he dicho que fueras una pérdida de tiempo. —Se volvió hacia él y le dio un beso en los labios—. Nunca he dicho eso.
El apartamento de Maxim era básicamente un túnel cavado a través de pizza, botellas medio vacías de cerveza, botellas de vodka vacías del todo y libros, periódicos y revistas de poesía por todas partes, derramándose de los estantes, apilados en el suelo, resbalando bajo sus pies. La fina ceniza volcánica de los cigarrillos flotaba en el aire.
—Es más cómodo de lo que parece. —Maxim barrió del sofá una caja de pizza y unos manuscritos—. ¿Qué le hizo decidirse a quedarse en Kaliningrado?
—Es encantador. A lo mejor debería ir a un hotel —dijo Arkady.
—¿Y pagar esos precios? Es absurdo. —Maxim golpeó los cojines—. Sé que hay una botella de vodka en alguna parte.
Danzaron uno en torno a otro para cruzar la habitación.
—No puedo evitar pensar que molesto —dijo Arkady.
—En absoluto. Por supuesto, si hubiera sabido que iba a tener un invitado, habría…
Pedido una excavadora, pensó Arkady.
—Es la vida de un poeta —dijo—. ¿Dónde quiere que cuelgue mi abrigo?
—Donde quiera. Solo hay una regla.
—¿Sí? —Arkady estaba ansioso por oírla.
—No encienda un cigarrillo hasta que encuentre un cenicero.
—Muy prudente.
—Tuvimos problemas en el pasado.
—Con otros poetas, sin duda.
—Ahora que lo menciona. Siéntese, por favor.
Arkady cogió un fajo de papeles del suelo.
En la primera página decía: «Solo para reseña».
—El autor es un escritorzuelo sin ningún talento condenado a una bien merecida oscuridad —dijo Maxim, y añadió en un aparte—. Busca la misma beca que yo en Estados Unidos.
—¿Sabe que acaba de morir?
—¿Sí? En ese caso, Rusia ha perdido una voz singular… desaparecido demasiado pronto… deja un vacío. Quiero decir, ¿por qué no ser generosos?
—No me lo dijo.
—¿Qué es lo que no le dije?
—El nombre de la beca.
—¿Ah, no? No creo que tengan un nombre todavía. Están empezando. Será secreto hasta que tomen su decisión.
—Asombroso. ¿De verdad haría cualquier cosa para salir de Kaliningrado?
—No existe Kaliningrado. —Empezando por la puerta de la calle, Maxim hizo mímica de un hombre entrando en el apartamento, alcanzando una mesa de café, visitando el dormitorio y volviendo con una almohada, de la cual sacó una botella de vodka tan brillante como el cromo—. Es solo cuestión de recrear lo último que has hecho.
—¿Por qué la almohada?
—Eso no lo recuerdo. ¿Tiene hambre? —Maxim sacó de un armario los vasos, morcilla y una barra de pan dura como un bastón—. No soy eslavo. Sin ánimo de ofender, pero un eslavo bebe para emborracharse.
—Me he fijado.
—En cambio, una persona civilizada en un país normal bebe en compañía cordial, con buena comida y un intervalo decente entre brindis y brindis.
Arkady tenía que reconocer que eso superaba la debilidad de Víktor por el agua de colonia.
Empezaron solemnemente.
—Por Tatiana.
—Por Tatiana.
Enseguida aparecieron las primeras gotas de sudor en la frente.
—¿Qué quiere decir —preguntó Arkady— con que Kaliningrado no existe?
—Solo lo que he dicho. No hay pasado, no hay gente, no hay nombre.
Maxim explicó que Kaliningrado había sido Königsberg, residencia de los reyes alemanes. Pero los bombardeos británicos lo arrasaron durante la guerra y, después del conflicto, Iósif Stalin obligó a marcharse a toda la población alemana. Todas las gentes, sus hogares y recuerdos se borraron. En su lugar, Stalin trasladó a una nueva población de rusos y le dio un nombre nuevo, Kaliningrado, en homenaje a su adulador Kalinin.
—Kalinin era un mierda, ya lo sabe. Allí estaba, el presidente del Presidium del Sóviet Supremo, y Stalin envió a su esposa a un campo de prisioneros. El mismo Stalin la sacó de su celda para que bailara en la mesa. Supongo que cuando has quebrado a un hombre de ese modo, lo has quebrado para siempre. Dios mío, tengo la boca seca.
Maxim volvió a llenar el vaso de vodka.
—Y este es el chiste. Nadie reconoce ser kaliningradense. Se llaman königs. Pero la ciudad tiene el índice de delincuencia más elevado de Europa. Así que sabes que estás en Rusia.
El visitante tenía un hematoma bajo el ojo del tamaño de un puño. Por lo demás, a Zhenia le pareció la clase de nuevo ruso demasiado arreglado y con la exagerada confianza de quien ya había ganado su primer millón de dólares. Antes de que Zhenia pudiera cerrar la puerta, el hombre estaba en el apartamento.
—Disculpa, me llamo Alexéi. Pensaba que era la casa del investigador Renko.
—Lo es. Yo también vivo aquí —dijo Zhenia.
—Y… —Alexéi se volvió hacia Lotte, que estaba sentada ante el tablero de ajedrez y le devolvió la mirada.
—Una amiga —dijo Zhenia.
—¿Hay alguien más en la casa?
—No.
—Estáis en una fiesta privada.
—Estamos jugando una partida.
—Vaya con este sitio. Es como un museo. —Alexéi examinó las pesadas cortinas soviéticas, el suelo de parquet, la mesa de caoba y un armario lo bastante grande para navegar en él. Se fijó en Lotte—. Cuando el gato no está, los ratones bailan. ¿Es lo que sois? ¿Dos ratoncitos? No quiero estropear la diversión, solo he venido a coger una libreta como esta. De hecho, es una libreta igual que esta. —Tocó la libreta que estaba abierta sobre el tablero—. ¿Qué estás escribiendo?
—Cuando juegas al ajedrez —dijo Zhenia—, anotas los movimientos para estudiarlos después.
—Suena emocionante. —Alexéi se dejó caer en el sofá, al lado de Lotte. Cuando la chica intentó levantarse, él la agarró con fuerza del brazo—. Esperaré a Renko.
—Arkady está en Kaliningrado —dijo Zhenia.
—¿En Kaliningrado? ¿No es irónico? En ese caso, tendremos que empezar sin él. —Soltó a Lotte y dejó una pistola en medio del tablero, derribando piezas negras y blancas—. Partida nueva.
El hematoma de la cara era reciente. Zhenia quería creer que el puñetazo se lo había propinado Arkady, pero no podía imaginarlo.
—¿En qué puedo ayudarte? —dijo Zhenia.
—Eso me gusta. Estoy buscando una libreta común de espiral, sin ningún valor ni utilidad para nadie. Como esta, solo que el lenguaje es un poco diferente. Muy diferente en realidad. Cuando la veas, dímelo. Te daré cincuenta dólares a cambio.
—No.
—Cien dólares. Tienes pinta de que te vendría bien el dinero.
—No, gracias.
—Mil dólares.
—No.
Alexéi le preguntó a Lotte.
—¿Tu novio habla en serio?
—Completamente.
Zhenia pensó que Lotte no tenía miedo.
—Está rechazando mil dólares por una libreta de la que asegura no saber nada. Lo siento. Simplemente no lo creo. —Levantó la pistola—. Esta es mi máquina de rayos X. Puede decirme si alguien está mintiendo o no. ¿Qué clase de pistola es? —le preguntó a Zhenia.
—Creo que es una Makárov.
—¿Una Makárov qué?
—Una Makárov doscientos treinta y cuatro.
Alexéi pasó los dedos ligeramente por la culata.
—Exacto. Y si pones una pistola como esta delante de la gente, la mayoría actúa como si le hubieras puesto una serpiente en su regazo. ¿Cuántos pueden mantener la calma? He oído rumores. —Alexéi se volvió hacia Lotte—. ¿De verdad creías que era un chico ordinario? Es como Renko, una bomba de relojería.
—¿Qué quieres? —dijo Zhenia.
—Quiero la libreta. Encuentra la libreta.
—No sé qué aspecto tiene.
—Lo sabrás.
—Búscala tú. —Zhenia se acercó al armario y lo abrió. Cayeron cajas de zapatos, y de cada caja cayeron libretas al suelo—. Tengo centenares y centenares de partidas de ajedrez, aperturas, situaciones. ¿Qué quieres? Ruy López, siciliana, gambito de dama aceptado, gambito de dama rechazado. A mí me gusta la siciliana.
—¿De qué estás hablando? —dijo Alexéi.
—No tenemos la puta libreta. —Zhenia buscó en el armario y tiró más cajas al suelo. Sabía que debería estar intimidado. Pero por el momento era valiente y veía el mundo a través de los ojos verdes de Lotte.
Se había ido la luz en el edificio de Maxim y el poeta recitó a la luz de las velas.
Los caballos son aristócratas.
Cabeza alta y vestidos de seda.
Pateados, fustigados, orejas levantadas
por temor a los leopardos.
Mientras sus verdaderos enemigos en el Ministerio de
Industria Ligera gritan: ¡Más cola!
—Encantador —dijo Arkady.
—Gracias —dijo Maxim—. Había un animal para cada letra del alfabeto. ¿Recuerda? Necesito aire fresco.
Arkady abrió una ventana.
—Necesita un hígado nuevo.
Ayudó a Maxim a levantarse del suelo y lo condujo hacia el dormitorio. Aunque la botella de vodka estaba medio llena, Arkady la declaró ganadora y la metió debajo del sofá de una patada.
—¿Le ha gustado la morcilla? —preguntó Maxim.
—Estoy tratando de no pensar en eso.
—¿Cómo vamos? —Maxim caminó a tientas hacia el pasillo oscuro.
—Avanzando.
—Perdió el avión. Lo siento.
—No pasa nada. De esa forma puede vigilarme. Es lo que está haciendo, ¿no?
Si la sala de estar de Maxim era un túnel, su dormitorio era un pozo de hedor masculino, una mareante mezcla de cortinas corridas, cerveza rancia y loción para después del afeitado. Arkady buscó en la oscuridad algún lugar para depositarlo y finalmente lo inclinó en el borde de una cama.
Arkady cavó un agujero para él mismo en el sofá y se acomodó después de apartar unos libros, monedas y unas galletas de perro.
Zhenia juntaba libretas y Lotte las ordenaba. Una hora después de que Alexéi se fuera del apartamento todavía le temblaban las manos. Ordenar implicaba algo más que simplemente meter libretas en su caja adecuada, pero la tarea era en sí misma un proceso de sanación. Las piezas de ajedrez parecían contentas de volver a su saco de terciopelo.
La única libreta que no habían tocado era la del tablero, que había permanecido abierta toda la tarde. Cuando Lotte la cerró se descubrió mirando la cubierta de atrás y tardó un momento en comprender que la libreta había sido girada y volteada. La parte de atrás estaba delante y la parte de arriba abajo. En la posición original, las páginas estaban llenas de círculos, flechas, figuras de palo con elementos de jeroglíficos, mapas y señales de tráfico en un lío de taquigrafía y código aparentemente ininteligible.