La lluvia era deprimente. El barro era deprimente. El día siguiente probablemente sería deprimente.
—Kaliningrado. —Maxim abrió los brazos para dar la bienvenida a Arkady—. Una fantasía que salió mal.
Empezando por su aeropuerto tercermundista, pensó Arkady. La construcción y las aspiraciones se habían detenido a medio camino. La mayor parte del techo se había derrumbado y lo que quedaba revelaba barras de acero corrugado retorcidas y manchas de óxido. Las barreras en la carretera forzaban al tráfico a acercarse en zigzag. Los BMW negros hacían cola para ponerse al día con la burocracia, pero Maxim se impuso a todos con su majestuoso Zil.
—¿Ha venido conduciendo desde Moscú? —preguntó Arkady.
—¿Cree que dejaría atrás mi posesión más valiosa?
—¿Cómo sabía que estaría en el avión?
—Me lo dijo Ania. Decidí que como Dante en el infierno necesitaría un guía. «Abandonad toda esperanza al entrar aquí». —Maxim cargó la bolsa de Arkady. Casi parecía contento—. Recuerde que di clases aquí durante años. Si alguien puede conducirle con seguridad a través de esta tierra de contradicciones soy yo. —Le mostró a Arkady una botella de Hennessy de doce años en una bolsa de papel—. Para privilegios de aparcamiento especiales. De hecho, voy a exhibir el Zil para promocionar un rally de coches clásicos de Moscú a Kaliningrado. Entre, vuelvo en un minuto.
Maxim rebotó bajo la lluvia, con la bolsa y el brandy metidos bajo el brazo.
Arkady comprendía que, básicamente, Maxim Dal se había ofrecido para proteger su premio de poesía y los cincuenta mil dólares caídos del cielo. Entonces, ¿por qué poner en peligro el premio yendo a una manifestación? El premio era estadounidense, pero las autoridades relevantes de Moscú podrían retirarle el pasaporte. Difícil de entender. Maxim poseía aptitudes para jugar a dos bandas. El viejo también tenía estilo, como el Zil con sus botones de control, interior de cuero y ceniceros extraíbles. Arkady encendió un cigarrillo y lo apagó de inmediato. Desde que había escapado de ser aplastado se estaba aficionando a los buenos hábitos.
—Tiene un aspecto fatal —dijo Maxim a cambio—. Una mera observación.
—No es el primero que me la hace.
Se extendían campos inhóspitos a ambos lados de la autopista, pero el asfalto era tan suave como la sensación de una mesa de billar, y las farolas mostraban elaborados diseños de galeones.
—Ahora estamos circulando por la carretera más cara de Europa. En otras palabras, la mujer del alcalde tiene una empresa de construcción de carreteras. Así es como se hacen las cosas aquí. Lo ve, necesita que alguien le muestre cómo son las cosas. —Maxim miró alrededor—. No está contento. ¿No cree que podemos trabajar juntos?
—No es usted un detective ni un investigador.
—Soy un poeta. Es lo mismo. Aún más, soy un könig.
—¿Qué es un könig?
—Un könig es un oriundo de Kaliningrado. Puedo ayudarle. Seremos compañeros, estaremos tan juntos como pepinillos en un tarro.
Kaliningrado no tenía nada del empuje y el poder de Moscú ni la elegancia de San Petersburgo. Pepinillos sonaba bien.
—¿Cómo puede ayudarme?
—Le enseñaré esto.
—¿Por qué?
—Amaba a Tatiana —dijo Maxim—. Al menos, dígame a qué ha venido. Si no hay cadáver ni hay caso, ¿qué queda?
—Un fantasma. Como poeta debería saberlo.
La flecha encontró su diana; Maxim siempre era acusado de ser un poeta monocorde, igual que Arkady se estaba convirtiendo en un investigador monocorde. Si Liudmila Petrova no tenía información nueva sobre su hermana, Arkady podría haberse ahorrado el viaje.
—¿Es cierto lo que dicen de que está acabado? —preguntó Maxim—. Algunas personas cuentan que tiene un trozo de plomo rebotando en el cráneo, una bomba de relojería que los cirujanos no pueden extraer.
—¿Está usted acabado? —preguntó Arkady.
—Los poetas nunca están acabados. Siguen parloteando.
—Bueno, hay un elemento de riesgo. No puedo dejarle que me ayude ni aunque quiera.
—Eso es mi problema.
—No, es el mío. Rusia no puede permitirse perder otro poeta querido.
Arkady miró al poeta. El rostro de Maxim estaba colorado como si le hubieran dado un bofetón. Al acercarse a la ciudad, la arquitectura cambió de los horrores de edificios de cemento de cinco plantas de la era Jruschov a los horrores de edificios de cemento de ocho plantas de la era Brézhnev.
—Usted visitó mi escuela.
—¿Ah, sí?
—Yo estaba en tercer grado. Era una labor cultural de los miembros de la Unión de Escritores con niños mocosos.
—Sí, sí, estoy seguro de que tuvo un gran efecto.
—Recuerdo un poema en particular: Todos los caballos son aristócratas.
La lluvia adoptó un ritmo de martilleo constante. Los peatones se reunían en las esquinas y cruzaban en mareas opuestas de sombrillas. Maxim se permitió una sonrisa.
—Así pues, ¿le gustó ese poema?
Zhenia no había jugado al ajedrez en semanas, pero tenía poco dinero, y un torneo al aire libre en la Universidad de Moscú prometía ganancias fáciles. Uno o dos miembros del club reconocieron a Zhenia y trataron de escapar de que les tocara, pero en general reinaba la confianza entre los estudiantes. Los jugadores de Internet que normalmente perseguían a Supermario se sentaban en mesas y sillas al aire libre. La moda entre estudiantes licenciados eran los tejanos rotos y los jerséis de Milán. Zhenia llegó con pantalones de camuflaje arrugados, con el aspecto de un prisionero de guerra.
La universidad encarnaba todo lo que él odiaba, que era lo que no tenía: acceso, dinero, un futuro. Zhenia no tenía futuro ni pasado, solo un círculo. Su padre había disparado a Arkady y Víktor había matado a su padre. ¿Quién sabía en qué podría haberse convertido Arkady sin una bala en su cerebro? ¿Un gran pianista? ¿Un filósofo profundo? Al menos, fiscal general. Zhenia imaginaba que nueve gramos de plomo se habían iluminado en su cerebro como fuegos artificiales. El hombre tenía sus límites. ¿Qué estaba persiguiendo en Kaliningrado? Tatiana estaba muerta y desaparecida. La revista Ahora estaba promocionando un nuevo elenco de héroes. El fiscal se centraba en nuevos agentes de disrupción social.
Zhenia reconoció al chico de la sudadera de Stanford, el estudiante licenciado que lo había acosado en el Estanque del Patriarca, y casi se mareó tratando de mantener la cabeza baja. Había veinte participantes, incluida la chica pelirroja que había formado parte de su humillación. Probablemente se follaba al señor Stanford, pensó Zhenia.
La mayoría de los estudiantes había mantenido la frescura en su juego mediante el ajedrez electrónico. Capullos. Quitar una cara del otro lado del tablero eliminaba el tempo, la psicología y la amenaza de violencia.
Un tintineo de botellas de cerveza atrajo la atención. Stanford se puso enfrente de Zhenia e hizo un anuncio.
—Este es el zumbado del ajedrez. Ha vuelto entre nosotros. ¡Con el Jabberwock, hijo, ten cuidado! ¡Las fauces que muerden, las garras que agarran!
Fue su última risa. Zhenia fingió una apertura holandesa, atrajo las piezas de Stanford y las aniquiló. Zhenia tenía que informarle:
—Mate en tres.
El resto de las partidas de Zhenia funcionaron del mismo modo. No se fijó en que la chica había mantenido el mismo paso hasta que se sentó frente a él para la partida final.
—Hemos jugado antes —dijo ella.
—Lo dudo. Recuerdo las buenas partidas.
—Hace años, en un casino. Éramos niños.
Zhenia lo recordó entonces. Era una exhibición. Había salido vivo por los pelos.
—¿Por qué tu amigo y tú me llamáis zumbado?
—Eso fue palabra suya, no mía. Yo dije «genio».
El apenas visible hoyuelo en la mejilla de la chica estaba iluminado por el sol de la tarde. Sus cejas eran reflexivas briznas de pelo; sus ojos, esmeraldas; y Zhenia llevaba una docena de movimientos antes de darse cuenta de que perdía por un peón.