¿De quién era el buey?
La cuestión tenía una resonancia bíblica. Arkady imaginaba a un antiguo sumerio de pie en un campo de grano pisoteado y planteando la misma pregunta. ¿Quién sufría? ¿Quién se beneficiaba?
Las de Beledon y Valentina eran organizaciones establecidas, les iba muy bien, gracias, y no era probable ver ningún beneficio en revolver el carro de las manzanas. O el buey.
Abdul no observaba esas sutilezas. «Dices: no sé a quién darle. Digo: dales a todos».
Pero ¿una organización chechena iba a tomar todas las bandas rusas? Abdul parecía más implicado en las ventas de su DVD que en la revolución.
Alexéi Grigorenko pensaba que podía heredar las empresas de su padre reclamándolas públicamente. Solo por su ignorancia, era peligroso.
¿De quién era el buey?
Por la noche, los concesionarios de coches y los clubes de caballeros dominaban Bulvárnoye Koltsó. Zhenia llamó al móvil de Arkady y se mostró aún más exasperante de lo habitual.
—¿De qué va la libreta?
—No es nada —dijo Arkady—, es solo una libreta. Lo importante es que la robaste y quiero recuperarla.
—Dijiste que estaba en código.
—No sé lo que es. No tiene valor.
—¿Por eso la metiste en la caja fuerte? ¿A lo mejor tendría que romperla?
—No.
—A lo mejor debería pedir dinero, pero seré generoso. Lo único que quiero es el formulario parental firmado para que pueda alistarme. Yo puedo ingresar en el ejército y tú puedes quedarte una libreta que nadie puede leer.
—Es de un caso cerrado.
—No está cerrado si estás trabajando en él.
—Es por Tatiana Petrova.
—Eso ya lo sé.
—¿Cómo lo sabes? —No había nombres en la libreta que Arkady recordara.
La voz de Zhenia adquirió un nuevo tono.
—Firma el permiso.
—¿Vas a descubrir el código?
—Te daré una hora antes de empezar a romper las hojas de la libreta.
—¿La has leído? ¿Qué más has averiguado?
—Firma el permiso —dijo Zhenia, y colgó.
—Mierda —dijo Arkady. Era la única palabra que servía.
En cuanto llegó a su apartamento, Arkady se desplomó en la cama. No había oído ningún ruido procedente del piso de Ania y no iba a llamar a su puerta. Quizás ella y Alexéi estaban disfrutando de una fiesta prefiesta. A Arkady no le importaba. Lo único que echaba de menos era dormir, y aún estaba vestido cuando subió la colcha.
La fatiga conjuró el más extraño de los sueños. Se encontró siguiendo un sonido de golpecitos por un pasillo oscuro; rápidos golpes de garras en un suelo de madera. Al acercarse se hizo evidente que estaba siguiendo un conejo blanco que entraba y salía de cortinas de terciopelo rojo. Arkady casi lo tenía a su alcance cuando el conejo se metió en una habitación llena de hombres con uniformes nazis y heridas horribles.
El padre de Arkady estaba sentado a una mesa con un revólver y tres teléfonos: blanco, rojo y negro. Arkady desconocía el significado de los colores. Aunque el general se había afeitado la parte superior de la cabeza, fumaba un cigarrillo con aplomo y cuando el conejo blanco saltó a su regazo, dejó que se acurrucara como si fuera su mascota favorita. Iba creciendo la expectativa. Aunque Arkady no comprendía nada, era consciente de unas manos empujándole hacia la mesa. El doguillo levantó la cara hacia Arkady.
Sonó el teléfono rojo. Sonó y sonó hasta que Arkady se despertó sudando. Los alemanes y su padre ya no estaban. El revólver había desaparecido y la pesadilla estaba incompleta. Sin embargo, el teléfono sonaba en su lugar.
—Hola.
—Hola, investigador Renko. Soy Lorenzo.
Arkady encontró su reloj. Eran las tres de la madrugada.
—Lorenzo…
—De Bicicletas Ercolo, en Milán.
—¿Qué hora es allí?
—Medianoche.
—Eso pensaba. —Arkady se frotó los ojos para sacudirse el sueño.
—Me dijo que llamara si encontraba el recibo o el número de bicicleta que hicimos para un tal señor Bonnafos. ¿Tiene bolígrafo y papel?
Arkady buscó a tientas en el cajón de la mesita de noche.
—Sí.
—Solo será un segundo —le prometió Lorenzo.
—Estoy preparado.
—Una bicicleta se prepara como un traje a medida, y más.
—Entiendo.
—Al fin y al cabo, una bicicleta no es solo una cuestión de belleza, sino que ha de estar hecha para resistir los rigores de la carretera.
—Estoy seguro. ¿Cuál es el número?
—Esto me ha llevado horas de investigación. ¿Está listo? —preguntó Lorenzo. Cantó los números de identificación como un maestro del bingo—: JB-10-25-12-81. JB-10-25-12-81.
—¿Recuerda alguna cosa más sobre Bonnafos?
—La caja del pedalier y los cables a la vista.
—Me refiero a personalmente.
—Un fanático del fitness, pero por lo demás diría que no tenía ningún rasgo de personalidad destacado.
—¿Mujeres?
—No.
—¿Política?
—No.
—¿Deportes?
—Aparte del ciclismo, no.
Arkady pensaba que Joseph Bonnafos sonaba cada vez más como un perfecto cero a la izquierda; quizás eso era una ventaja para un intérprete.
—¿Alguna cosa más? —preguntó Lorenzo—. Se está haciendo tarde.
—Nada más, gracias. Ha sido muy paciente.
Arkady esperaba alguna despedida educada, pero Lorenzo simplemente dijo:
—Encuentre la bici.
Arkady pensaba que aunque Bonnafos fuera un cero a la izquierda, su cerebro tenía que ser fenomenal. Según los estudios, cada cerebro humano era diferente, dependiendo de la edad, el sexo, el consumo de vodka y las enfermedades. ¿Había una diferencia según el idioma? En distintos lugares del mundo, la gente imitaba de forma diferente el maullido de los gatos. Si escuchaban a los gatos de manera distinta, ¿cómo iban a entenderse unos a otros? Preguntas eternas, pensó Arkady. Obviamente, estaba medio dormido.
Sin embargo, oyó el zumbido de la alarma de un coche y desde la ventana del dormitorio observó los garajes del otro lado de la calle, donde destellaban las luces de su Niva. Arkady pulsó su control remoto sin ningún éxito, lo cual solo le dio más ganas de disparar al coche y terminar con él.
Finalmente, por el bien de los vecinos, bajó en el ascensor y abrió el garaje. Era una construcción pequeña donde solo había espacio para su coche, una mesa de trabajo y bidones de gasolina. La luz estaba apagada y cuando desconectó la alarma se quedó en la completa oscuridad.
Oyó una pisada y olió a éter.
Cuando Arkady se despertó, estaba tumbado boca arriba entre bloques de hormigón cubiertos de barro. Podía levantar un poco la cabeza y cruzar una pierna sobre la otra, pero solo tenía visión periférica: negro en un lado y, en el otro, los faros cegadores de un coche.
Se tocó un chichón situado en medio de la frente que se había hecho en su primer intento de sentarse.
—¿Dónde estoy?
—Te daré una pista —dijo Alexéi—. No estás en un yate.
—¿Una casa flotante?
—Casi casi. Una barcaza.
Tenía que ser una barcaza con el lastre de un bloque de hormigón que estaba suspendido con cintas sobre otro bloque de hormigón donde él estaba tumbado como en un canapé. Arkady se retorció a un lado y a otro. De hecho, estaba sepultado con menos espacio que un ataúd.
—¿Qué quieres?
—Muy bien. Bajo control. Porque queremos tu concentración plena.
Arkady sintió que tenía los ojos bien abiertos y descubrió que estaba al nivel de los zapatos del otro hombre, y ese no era el mejor nivel para negociar. Lo que necesitaba era una madriguera y un conejo blanco que le indicara el camino.
—¿Qué quieres? —repitió Arkady.
—Quiero la libreta que te dio Ania.
—No la tengo.
—¿Quién la tiene?
—No lo sé.
El lastre cobró vida y bajó lo suficiente para dejar las cosas claras. Sin ningún efecto, Arkady trató de levantar las piernas y contenerlo. No gritó. Parecía sobreentendido que cualquier llamada de auxilio terminaría rápidamente con la conversación. No era la clase de situación que pudiera terminar de ninguna otra manera. La cuestión era si terminaría enseguida o al cabo de un rato.
—¿Crees que esto causará impresión a Simio Beledon o Abdul? —preguntó Alexéi—. A lo mejor me tomarán más en serio. Que se chupen las bolas. ¿No tienes opinión? Muy bien, lo intentaré otra vez, ¿quién tiene la libreta? Sé que no la tiene Ania. Entonces, ¿quién la puede tener?
—He dicho que no lo sé.
Alexéi bajó otra vez el lastre, de manera que Arkady estaba respirando directamente en él. La cuestión era qué se aplastaría antes, la caja torácica o el cráneo.
Pensar racionalmente en esa situación exigía disciplina. No obstante, Arkady estaba casi convencido de que se encontraba en el puerto de Moscú. A la mañana siguiente, algún pobre marinero tendría que arrancarlo de la losa. Entretanto, Alexéi contaba con un control remoto y no se manchaba.
—Háblame de Kaliningrado —dijo Alexéi.
—¿Kaliningrado? —A Arkady le pilló por sorpresa.
—Kaliningrado. ¿Qué está pasando allí?
—No tengo ni idea de lo que está pasando allí.
—Está todo en la libreta.
—Nadie puede leer la libreta.
—Entonces, devuélvemela.
—No tengo la libreta, no pude leer la libreta y no tengo ni idea de lo que está pasando en Kaliningrado.
—Entonces no tiene sentido mantenerte con vida.
—Tengo muchas otras libretas.
—Estás ganando tiempo.
—No. —Literalmente no, pensó Arkady. Ganar tiempo implicaba la esperanza de rescate. Solo estaba terminando el juego.
El control remoto sonó y el lastre reanudó su lento descenso.
—Creo que es un pecado que mueras por una libreta que ni siquiera puedes leer —dijo Alexéi—. Ni siquiera es un despilfarro, es inmoral.
—En cuanto te lo diga, me matarás.
—Ese es un punto de vista pesimista. ¿Qué puedes perder?
—Te llevaré allí.
—Nada de expediciones. Dime dónde está la libreta aquí y ahora.
—Espera.
—Lástima. Última oportunidad. Adiós.
Algo pequeño pasó por delante de los faros. No era un conejo blanco de ojos rosados, orejas largas y un reloj, sino un perro de orejas cortas y ojos inexpresivos. El lastre se detuvo abruptamente cuando el perro empezó a olisquearlo. Un doguillo. Una vez que descubrió a Arkady se retorció con deleite y reptó por su pecho para lamerle la cara.
Los doguillos eran raros en Moscú. Arkady solo conocía uno.
Gritos y silbidos trataron de poner al perro fuera de su alcance, pero Arkady lo llamó («¡Polo!») y el perro volvió.
Cuando Alexéi metió la mano, Arkady le agarró el brazo y se lo retorció en sentido contrario a las agujas del reloj, con fuerza suficiente para dislocarle el hombro. Esto planteó un dilema a Alexéi. Tenía el mando a distancia, pero en una pelea, podía apretar el botón equivocado y aplastarse a sí mismo también, porque estaba brutalmente agarrado por alguien que había decidido vivir.
Los dos hombres retrocedieron de debajo del lastre como cangrejos atrapados en combate. Arkady era consciente de que se levantaba un aire fétido, de barcos arrastrados bajo las estrellas, del perro que salía corriendo y luces que se retiraban. El dolor de un hombro dislocado dejó a Alexéi poco tiempo para tomar decisiones. Se liberó pero llevaba la pistola en la cartuchera de debajo del brazo izquierdo y su brazo derecho colgaba inútil.
—Esto no ha ocurrido —dijo Alexéi.
Arkady le golpeó en la cara.
—Esto sí que ha ocurrido.
Le golpeó otra vez en la misma mejilla.
—Y esto también ha ocurrido. Ve a ver a Simio Beledon o a Abdul ahora. Cuéntales la historia que quieras.