15

Millones de rusos están aterrorizados por unos pocos chechenos.

¿Por qué?

Porque cuando son brutales, nosotros somos diez veces más brutales.

Por cada golpe que nos den, les caerán diez a ellos.

Dices: no sé a quién darle.

Digo: dales a todos.

Dices: no sé a quién darle.

Digo: dales a todos.

Abdul llevaba una camiseta negra con su nombre escrito en blanco en el pecho y cantaba su rap en un tanque ruso quemado, con un lanzagranadas en el hombro. A continuación, Abdul aparecía en una jaula de hierro, destrozando la cara de un hombre. Luego conducía un BMW, esquivando el tráfico a alta velocidad. A continuación, llevaba la figura renqueante de una mujer a una cama de cuatro columnas con dosel. Abdul tenía el pelo negro grueso y los ojos amarillos, y a Arkady no le habría sorprendido verlo echarse hacia atrás y aullar como un lobo.

Dices que no sabes a quién joder,

yo digo, jódelas a todas,

jódelas a todas,

jódelas a todas.

La sala de proyección se oscureció y, cuando las luces se encendieron, Abdul estaba inclinado sobre una consola de vídeo, escribiendo notas. Una cohorte de hombres robustos hacían guardia con los brazos cruzados. También había mujeres hermosas, tan apáticas como maniquís, despatarradas en sillas de cuero. Todas llevaban camisetas de Abdul. Arkady pensaba hablar con los jefes principales de la mafia sobre Tatiana. Tenía que reconocer que no había caso, y quizás esa sería su mejor oportunidad.

—¿Qué opina? —preguntó Abdul.

—¿Del vídeo? La verdad es que no soy un crítico. —Arkady esperaba no haberse mostrado impresionado.

Las paredes insonorizadas, el minibar, la consola para mezclar audio y vídeo del tamaño de un puente de mando de nave espacial eran símbolos de éxito. También había recordatorios sutiles de las empresas de Abdul: el negocio de la demolición en Grozni, los coches que robaba en Alemania, las prostitutas que controlaba en los hoteles más caros de Moscú, todo anunciado con el insistente ritmo del rap.

—¿Su opinión sincera?

—Bueno, un poco…

—¿Sí?

—Exagerado.

—¿Exagerado?

—Un pelín.

—A la mierda. Mi último DVD vendió quinientas mil copias en todo el mundo. Tengo mil visitas diarias en mi web. ¿Eso le parece exagerado?

—Me parece aterrador. —A Arkady le pareció que se estaban desviando del tema—. ¿Les dijo a los detectives Slovo y Blok que conocía a Tatiana Petrova? —Todavía le parecía improbable a Arkady.

—Sí.

—¿Sobre una base amistosa?

—Le parece increíble. Un policía debería saber que nadie es del todo santo o del todo pecador.

—¿Y ahora es usted un buen ciudadano?

—¿Por qué no?

Víktor había seleccionado a Abdul, Simio Beledon y Valentina Shagelman como los dirigentes de la mafia con más posibilidades de haber ordenado el asesinato de Grisha Grigorenko. Por lo demás, todos eran buenos ciudadanos.

—Durante la guerra, Tatiana era amiga del pueblo checheno y trató de conseguir la paz. Cada vez que se cometía una atrocidad (y, créame, había atrocidades a diario) ella aparecía, desatada por así decirlo. —Oyó una risita en su cohorte—. Salid. ¿Para qué coño estáis aquí sentados? ¡Fuera todos!

Los hombres parecían acostumbrados a los cambios de humor mercúricos de su jefe. Suspiraron y se fueron; las mujeres salieron detrás. Abdul hizo una pausa hasta que pasara la tormenta.

—Cretinos.

—No hay problema. Suena como si usted y Tatiana se llevaran bien.

—¿Llevarnos bien? Puede decirlo así. Dos veces en Chechenia puse la mira en Tatiana. La primera vez que me fijé en ella llevaba un niño cubierto de sangre. La segunda vez que la tuve en el punto de mira estaba poniendo a salvo a una abuela. Decidí que antes de apretar el gatillo debería descubrir quién era esa persona.

¿La historia era cierta? Abdul era un experto creando su propia leyenda.

Abdul buscó en el minibar.

—¿Le apetece tomar agua, cerveza, brandy?

—No, gracias.

—Así que la investigué.

—¿Y?

—Bueno, descubrí que era una mujer.

—¿Qué significa eso? ¿Usted y Tatiana?

—Descúbralo, usted es el investigador. Solo le diré que Tatiana Petrova era una luchadora. Nunca saltaría de ningún balcón.

—Eso no importa. No hay caso y no hay cadáver.

—Lo sé. La gente dice que está usted loco. —Abdul lanzó puñetazos al aire—. De verdad. Dicen que está chiflado. Le vi en el funeral de Grisha, haciendo pasar un mal rato a su hijo. ¿Y no lleva pistola? Eso es de lunático.

—No hay caso.

—Si le importa, siempre hay caso. Eh, quiero conocer su opinión. Tengo un segundo DVD.

—¿Otro?

—Tatiana pensaba que el vídeo quizá necesitaba un poco de equilibrio. Para extender mi base, sabe. —Señaló con la cabeza hacia la puerta—. Mis amigos son mis amigos, pero artísticamente no tienen ningún matiz.

—Adelante.

¿Por qué no otro baño de testosterona?, pensó Arkady. Hasta el momento, la única información que Abdul le había proporcionado era una insinuación de que se había acostado con Tatiana, y ella estaba demasiado muerta para negar esa fanfarronada.

Era el mismo DVD con la misma combinación de vanidad y sangre. Idéntico, salvo por una imagen final de Abdul mirando directamente a la cámara mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla.

—Empatía —dijo Abdul.

—Al por mayor.

Shagelman hacía una buena imitación de un cretino. Su camisa y su traje eran una talla demasiado pequeños, de manera que sus tatuajes parecían salir reptando de sus puños. Su sonrisa era la sonrisa de un bobalicón, iluminada por dos dientes de oro. No decía prácticamente nada. En los consejos de la mafia, era mudo. Después, se iba a casa, a la cocina de su apartamento, e informaba palabra por palabra a su mujer, Valentina, mientras ella afilaba sus cuchillos y cortaba carne, pimientos y cebollas para un shish kebab. Shagelman siempre lloraba cuando ella cortaba las cebollas.

Valentina no aprobaba a Tatiana.

—El lugar de una mujer está en la casa, escuchando a su marido, ayudándole, guiándole, no atrayendo la atención hacia ella.

Sin atraer la atención hacia ella, Valentina había atesorado una fortuna de las obras públicas hechas en nombre de Shagelman.

Ella insistió en servir a Arkady y a su marido té negro y galletas en el salón, que estaba repleto de tapices y alfombras persas. Con el cabello recogido en un moño, ella misma parecía una tetera.

—No puedo decir que lamente el fallecimiento de Tatiana Petrova. Siempre tenía cosas buenas que decir de los chechenos y cosas malas que decir de Rusia. Es terrible decir esto, pero buen viaje.

—¿Cree que alguien podría haber llevado a cabo esa amenaza?

—En lo que a mí respecta, Tatiana Petrova era una traidora y una zorra.

Isaac Shagelman mantuvo la mirada baja y rehuyó el problema.

Valentina revolvió mermelada de fresas en su té.

—¿No cree que Grisha Grigorenko tuvo un funeral digno?

«Bueno, sí —pensó Arkady—, salvo por el agujero de bala en la nuca».

—¿Grisha y Tatiana eran amigos?

La pregunta pilló a Valentina por sorpresa.

—Eso decía la gente. No presto atención a esos rumores. A Grisha le gustaba correr riesgos. Hacía esquí acuático. Le dije que el esquí acuático era para los nietos. ¡Él y su barco!

—¿Cómo se llamaba?

Natalia Goncharova. Menudo barco.

En un lado de la mesa, Arkady se fijó en una pequeña pila de calendarios en color de algo llamado Banco de Curlandia. Nunca había oído hablar de él, pero los Shagelman eran conocidos por fundar bancos que eran poco más que catálogos bonitos para blanquear dinero. La foto de cubierta era de un pelícano tragando un pez.

—Bonita foto. —Arkady cogió un calendario.

—Llévese uno, por favor.

—¿Hay alguna relación con Renacimiento de Curlandia, el promotor inmobiliario?

—Hum. —Valentina encontró algo para revolver en el fondo de su taza.

—¿Renacimiento de Curlandia no estaba tratando de construir en el edificio donde vivía Tatiana Petrova?

—Supongo que sí.

—¿Ella no estaba paralizando el proyecto?

—Mire, gente como Tatiana Petrova actúa como si el aburguesamiento fuera algo sucio. Vamos a construir un hermoso centro comercial con más de cien tiendas. Cuando talas leña, saltan astillas.

—Es lo que me dice todo el mundo —dijo Arkady.

Iván Simio Beledon estaba orgulloso de vivir en una dacha que había sido residencia de campo del KGB. No había cabaña rústica en esta, sino un spa con piscina, pista de tenis, masaje, baño de barro, mesa de billar, humidificador de puros y guardaespaldas dentro y fuera.

Simio Beledon y Arkady se sentaron junto a la pista de tenis. El jefe de la mafia se había quedado en pantalón corto y exhibía unos brazos largos y flacos y una espalda de vello grueso que se movía en la brisa. Nadie lo llamaba Simio en su presencia, y aunque se especializaba en el tráfico de drogas, despreciaba a cualquiera de su organización que «probara la mercancía», según lo expresaba él.

Sus dos hijos estaban jugando en la pista de tenis y Simio miraba con benevolencia en su dirección de vez en cuando.

—Lo tienen tan fácil que no lo saben. El respeto ha muerto.

—¿Juega alguna vez con ellos?

—¿Tengo pinta de estar loco? Iban mucho con el hijo de Grisha, Alexéi. Chicos ambiciosos. Una vez vi a Yeltsin jugando al tenis con Pavarotti. Menudo partido. —Beledon buscó entre un despliegue de vitaminas y frutas en una bandeja de plata—. Borís le pegaba fuerte a todas las bolas, pasara lo que pasase. El peso de Pavarotti era engañoso. Podría haber sido jugador de fútbol profesional. Tendría que haber visto la cara de Yeltsin cuando Pavarotti hacía una dejada. Me caían las lágrimas. La cuestión es ¿qué cara puso Grisha cuando alguien le apoyó una pistola en la cabeza? ¿Fue de sorpresa o de resignación? Morir es una cosa, que te traicionen es otra. Todo depende de quién fuera. La relación. —Simio se detuvo para aplaudir un ace—. ¿No le gustan los chicos? No tienen ninguna preocupación en el mundo. ¿Recuerda a Marlon Brando en El padrino? Sufre un ataque al corazón jugando con su nieto. Buena forma de morir. Familia. Por supuesto, ayuda que el chico sea un ganador. Que desarrolle el negocio. Que muestre un poco de ambición. Aunque a veces hay demasiada ambición, demasiado pronto. Eso puede crear conflictos. Usted, por ejemplo. Que yo sepa, lo único que tenía que hacer era encontrar el cadáver de Tatiana Petrova, a quien, por cierto, siempre tuve en gran estima a pesar de que estábamos en bandos diferentes, por así decirlo. En fin. Pero la ha encontrado, al menos sus cenizas. ¿Qué busca ahora? ¿Me lo cuenta?

—Busco al que la mató —dijo Arkady.

—¿Lo ve? Una respuesta sincera. Eso me gusta. Sin autoridad oficial, sin esperar a que un fiscal se la encuentre, solo determinación terca. ¿De quién era el buey muerto? Eso es lo que hay que buscar. Quién se beneficia. Tome, coja algunas pastillas. Tiene pinta de necesitar un poco de vitamina C y D. —Simio se levantó—. Los chicos le acompañarán a la salida.

—Pensaba que íbamos a hablar de Tatiana Petrova.

—Ya lo hemos hecho.

Víktor todavía no había respondido su llamada. No estaba en la Guarida ni en ninguno de la media docena de bares y cafeterías con cristales ahumados que frecuentaba. Finalmente, Arkady probó en la Armería, un abrevadero para guardias de frontera. Víktor estaba en el reservado del fondo, avergonzado de que lo hubieran encontrado, pero —como si le hubieran cortado las piernas— incapaz de dejar a sus nuevos camaradas.

—Espera, estos caballeros son muy educados.

—Vamos —dijo Arkady.

—Es hombre de pocas palabras, pero profundas.

Dos rostros de sonrisa torcida miraron a Arkady.

—Es nuestro colega.

—Va a unirse a nosotros en el Día de los Guardias de Frontera.

Eso era una promesa audaz. Los guardias de frontera eran famosos por beber en su día y tomar la plaza Roja.

—Una copa más —le rogó Víktor a Arkady.

—Levántate.

—Puedo hacerlo. No necesito ninguna ayuda. Por el amor de Dios, deja a un hombre un poco de dignidad. —Víktor hizo una reverencia teatral y casi se desplomó del banco.

Arkady consiguió llevarlo al coche.

Mientras circulaban, Arkady se fijó en que el Natalia Goncharova, el superyate de Grisha, ya no estaba anclado en el muelle del Kremlin. En ese caso, ¿dónde estaba Alexéi? Había alardeado con Ania de que tenía un dúplex. En cualquier caso estaba lejos del alcance de Arkady.

Víktor sacó la cabeza por la ventanilla y dijo como un experto.

—Aire fresco.