Zhenia vivía de las consignas de la estación de tren y apuestas con el ajedrez. No tediosas partidas de cuatro horas con posiciones enquistadas, sino Blitz: cuarenta movimientos en cinco minutos. Le ganó cincuenta dólares a un cocinero de barco que esperaba el tren a Arjánguelsk y otros tantos a un magnate que se dirigía a las plataformas de Samarcanda. Los dedos de Zhenia se movían en pizzicato, eliminando piezas del tablero. ¿Embarque en diez minutos? Zhenia podía jugar dos partidas, quizá tres.
Su lugar favorito era un pequeño parque llamado el Estanque del Patriarca, en un barrio de embajadas, casas de una planta y cafés en las aceras. Se sentó en un banco y puso el tablero y las piezas de ajedrez como si reflexionara sobre una posición difícil. Antes o después, alguien se detendría a darle consejo.
Entretanto, disfrutaba de la colección de cisnes y patos —ánade real, porrón osculado, cerceta— vestidos con plumas iridiscentes. Conocía los nombres de toda la fauna acuática y los árboles. Cuando se llevaron de la oreja a un niño que echaba tapones a los cisnes, Zhenia lo aprobó completamente. La brisa arrastró copos de algodón a una esquina del estanque. Las semillas apergaminadas de olmos eran lo bastante lentas para que uno pudiera atraparlas.
La Escuela de Arquitectura de la universidad estaba cerca y los estudiantes se reunían en los bancos durante la pausa de mediodía. Aunque solo tenían dos años más que Zhenia, eran infinitamente más sofisticados. Todos los estudiantes, chicos y chicas, sostenían botellas abiertas de cerveza, posando con la naturalidad de modelos de revistas ilustradas. Los tejanos de los estudiantes estaban rotos por la rodilla como una declaración de moda. Los tejanos de Zhenia simplemente estaban rotos. No era que los chicos desairaran a Zhenia. Ni siquiera lo veían. ¿Y qué clase de conversación tendrían si se fijaran en él? ¿Submarinismo en la costa de México? ¿Esquí en Chamonix? Había media docena de chicas en el grupo, incluida una pelirroja de piel lechosa, tan hermosa que lo único que Zhenia podía hacer era mirarla. La pelirroja susurró tapándose la boca con la mano y Zhenia vio que el susurro se extendía por el grupo.
—Disculpa.
—¿Qué? —Zhenia se sobresaltó cuando un chico habló con él. Era el más grande del grupo y llevaba una sudadera de Stanford.
—Lo siento, no quería asustarte, pero no eres el zumbado del ajedrez.
—¿Qué?
Otras conversaciones se apagaron.
—Te hemos visto jugando en diferentes estaciones de tren. Estás haciendo lo mismo aquí. ¿De qué va?
Zhenia se sentía como un insecto bajo el microscopio.
—No sé de qué estás hablando.
—Claro que sí. Lo estás haciendo ahora. Por eso te llamamos el zumbado del ajedrez.
Zhenia se levantó, con la cara ardiendo. Aun así, el chico de Stanford lo miró desde arriba.
—Cálmate —dijo—, no voy a hacerte daño. Solo quiero saberlo, ¿eres el zumbado del ajedrez? De tus labios. ¿No? —El señor Stanford se volvió hacia la pelirroja—. Lotte, ¿es este el zumbado o no?
Ella dijo:
—La palabra que yo usé fue…
En ese momento el cisne salió del agua, voznando, con las alas extendidas y el cuello estirado como una cobra, persiguiendo al mismo gamberro que lo había molestado antes. Los estudiantes de arquitectura salieron corriendo y el tablero de ajedrez cayó del banco, esparciendo las piezas en todas direcciones.
Zhenia se encontró solo, buscando reyes y damas en el camino, la hierba y las hojas caídas. Encontró todas las piezas salvo un peón negro que cabeceaba en el estanque, fuera de su alcance.
«Zumbado» resonó en la cabeza de Zhenia.
Metió todo en su mochila, apartando la libreta que había cogido del escritorio de Arkady. Era un enigma sin ninguna pista, pero cumplía su propósito si obligaba a Arkady a firmar los formularios para alistarse en el ejército. Zhenia había faltado a clase tanto tiempo que ya no constaba en las listas y no iba a ninguna parte. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir gorroneando partidas con viajeros cansados? La mayoría de los jóvenes que pasaban por las estaciones iban conectados a sus iPhone. Algunos ni siquiera conocían las aperturas básicas del ajedrez, el más ruso de los test intelectuales. Sin ninguna titulación, Zhenia estaría compitiendo con tayikos y uzbekos para barrer. Sus otras opciones eran el ejército y la policía. Desde luego, no le iría bien en la policía. La tasa de resolución de asesinatos profesionales era del cuatro por ciento. ¿Cómo se atrevían a llamarse policías?