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Su mujer Irina había fallecido años atrás. Aun así, la recordaba cada vez que Arkady oía una voz como la suya en el barullo del metro o veía a una mujer hermosa en su esplendor. Mientras estaba viva, el misterio había sido por qué una mujer tan inteligente como Irina había unido su suerte a la de un hombre tan carente de perspectivas como Arkady. Después, Arkady no hablaba de ella por miedo a convertir su muerte en una «anécdota», que inevitablemente se alteraría cada vez que se contara, igual que una moneda de oro que se utiliza va perdiendo año tras año el dibujo acuñado.

Arkady recordaba cada detalle.

Habían salido a cenar y al cine. Irina tenía una infección menor y fue idea de Arkady parar en la policlínica local a pedir un antibiótico. La sala de espera estaba llena de chicos con monopatín, borrachos y abuelas con niños resfriados. Irina le pidió a Arkady que saliera y buscara un quiosco. Era periodista y si le faltaba un periódico era como si le faltara oxígeno.

Arkady recordaba la tarde agradable, las nubes de algodón reuniéndose y anuncios que ofrecían medicinas en venta grapados a los árboles.

Entretanto, la sala de espera se vació e Irina entró a ver al médico, que le prescribió Bactrim. En teoría, la policlínica tenía un amplio suministro. En realidad, el botiquín estaba vacío, porque los fármacos habían desaparecido por la puerta de atrás.

¿Irina era alérgica a la penicilina? Tanto es así que lo subrayó en su cuestionario. Pero la enfermera estaba pensando en una carta que había recibido ese día informando de que su hijo había vendido su apartamento y que ella tenía una semana para hacer las maletas. La única palabra que oyó fue «penicilina». Como no quedaban dosis orales en la policlínica, le dio a Irina una inyección y salió de la sala. Cuando Arkady regresó con un periódico y una revista, Irina estaba muerta.

Envuelta en una sábana húmeda, tenía aspecto de haber sido arrastrada por el mar hasta la costa. Aparentemente, cuando su tráquea empezó a cerrarse en una reacción anafiláctica, Irina reconoció el error de la enfermera y salió del consultorio con el vial en la mano. Una inyección de adrenalina la habría salvado. El médico, preso del pánico, partió la llave del botiquín, sellando el destino de Irina. Ella lo vio. Lo supo.

Cuando Arkady le cerró los ojos, el médico le advirtió que no tocara el «cuerpo». El rostro de Arkady se oscureció, sus manos se convirtieron en arpeos, y arrojó al médico contra la pared. El resto del personal retrocedió al pasillo y llamaron a la policía para que se ocuparan del loco. Entretanto, Arkady se sentó y sostuvo la mano de Irina como si estuvieran yendo juntos a algún sitio.

Tatiana le recordaba a Irina. Ambas eran audaces, idealistas. Y, Arkady lo reconocía, ambas estaban muertas.

El teléfono lo desconcertó. Era Maxim Dal, el poeta.

—¿Llama a todo el mundo en plena noche? —preguntó Arkady.

—Solo a gente nocturna. Rara vez me equivoco. La palidez, el silencio, la desnutrición, tiene todos los signos. ¿Tiene microondas?

—Por supuesto.

—Apuesto a que hay comida olvidada en ese microondas.

Arkady abrió el microondas. Dentro había una enchilada arrugada.

—¿Qué quiere?

—¿Recuerda nuestra conversación sobre la libreta de Tatiana?

—¿Buscaba alguna clase de premio de Estados Unidos por el trabajo de toda una vida?

—Por estar vivo, sí. ¿Recuerda que le pregunté sobre la libreta de Tatiana y si me mencionaba?

—¿Qué importa? Me dijo que tuvo una breve relación romántica con ella hace veinte años.

—Ese es el problema. Entonces yo era profesor y Tatiana era una joven estudiante. Las universidades de Estados Unidos no aprueban esas relaciones. Son puritanos. Si hay un atisbo de escándalo mi premio se va al garete.

—¿No ha tenido suficientes honores en su carrera?

—He pasado una mala temporada. A la mierda el honor. La diferencia son cincuenta mil dólares como poeta visitante en Estados Unidos o un bol de mendigo en Kaliningrado. ¿Ha estado alguna vez en Kaliningrado?

—No.

—Ya no hay seguridad. No es como en los viejos tiempos cuando un miembro de la Unión de Escritores podía escribir una Oda al colinabo y que le pagaran. Tampoco es como Moscú. Es un mundo separado. En serio, si alguna vez va allí, ha de dejar que le haga de guía.

Arkady bostezó. Sentía que se le estaban hundiendo los ojos en la cabeza.

—No lo creo. ¿Cómo podrían haberse enterado de la existencia de la libreta?

—Por otros poetas. No soy el único candidato.

—No sabía que la poesía era una ocupación de degüello. No creo que tenga que preocuparse por eso. Solo son unas pocas páginas y no he visto su nombre.

—¿Tiene la libreta?

—Sí, bajo llave.

—¿La ha leído?

—Nadie lo ha hecho. Nadie. Relájese. Buenas noches.

Arkady estaba a punto de irse a acostar cuando Víktor le llamó para disculparse por alguno de sus anteriores comentarios.

—Tienes derecho a tener una opinión. Hablaremos por la mañana.

—Espera, he estado fuera de lugar. Es por poner el foco en Kaliningrado. Recuerda que estuve destinado allí cuando estaba en la Armada. Era un agujero de mierda, alto secreto. Ni siquiera podías encontrarlo en el mapa.

—Gracias. —Arkady lo tomó como un voto de confianza.

—Otra cosa que olvidé mencionar. Vi a Zhenia en tu calle hoy. ¿Has hablado con él?

—No. ¿Dónde estaba?

—Fuera del edificio.

—¿Te ha visto?

—Creo que sí, porque se ha escondido como una ardilla.

—Típico.

—Pensaba que tenía que decírtelo.

Arkady se quedó dormido en cuanto su cabeza tocó la almohada. Tenía la sensación de estar envuelto en una telaraña, pero cómodamente. A gusto. Abrigado. Luego se zambulló en una profundidad negra y notó un viento frío en la cara. Aun así, sin quejas. Si eso era dormir, adelante. Por encima, un punto de luz que se desvanecía. Por debajo, una ciudad invisible.

La ciudad se extendió y se volvió líquida. Arkady provocó una salpicadura y se convirtió en un torpedo que aceleraba hacia la silueta de un barco. Era extraño que Tatiana se hubiera fijado en un accidente de submarino que se había producido doce años atrás. «Ardilla» describía perfectamente a Zhenia.

Zhenia.

Arkady tenía los ojos como platos. Bajó de la cama y fue a su despacho, encendiendo las luces por el camino. El escritorio era de caoba, con elementos de latón, y en el cajón inferior de la derecha, había una falsa tapa y una caja de seguridad de la que solo él conocía la combinación. Sin embargo, contuvo el aliento mientras probaba la manija y descubría que estaba cerrada.

Quizá Zhenia simplemente había estado en el barrio o había pasado cuando Arkady no estaba. Había varias explicaciones. Arkady no creía ninguna de ellas.

Al girar el dial, notó que las gachetas giraban: dos giros a la derecha, dos a la izquierda, uno a la derecha. Con un suave pop, la puerta se abrió.

Su pistola, una Makárov que le habían regalado, yacía en el fondo de la caja fuerte, pero la libreta había desaparecido. En su lugar había un formulario de permiso parental para un alistamiento en el ejército esperando su firma.