11

Y la luna bogará y bogará,

soltará los remos en los lagos.

Y Rusia vivirá a pesar de todo,

y habrá baile y llanto en el cercado.

Así que nada cambia —dijo Tatiana—. El poeta Yesenin lo sabía hace cien años. Rusia es un oso borracho, en ocasiones un entretenimiento, en ocasiones una amenaza, en ocasiones un genio, pero al caer la noche, siempre un oso borracho acurrucado en el rincón. En ocasiones en otro rincón yace un periodista cuyos brazos y manos han roto de manera sistemática. Los matones que hacen ese trabajo son meticulosos. No hace falta ir a Chechenia para encontrar a esos hombres. Nosotros los reclutamos y los entrenamos y los llamamos patriotas. Y cuando encuentran a un periodista honesto, sueltan al oso.

¿Merece la pena? El problema con el martirio es la espera. Antes o después, seré envenenada o me empujarán por un precipicio o me disparará un desconocido, pero primero pondré un torpedo bajo su línea de flotación, por así decirlo.

Además, ¿por qué el cielo parece tan soso? Hay amor en el cielo, pero ¿hay pasión? ¿De verdad hemos de ir descalzos y llevar esas ropas? ¿Se permiten tacones? Siempre he envidiado a las mujeres con tacones altos. Me gustaría pasar mis primeros mil años en el cielo aprendiendo a bailar tango. Entretanto, me quedaré a distancia del oso mientras pueda.

No era tanto estar escuchándola, sino más bien una sensación de estar a solas con ella, y si estuvieran solos, tendría la audacia de ofrecerle un cigarrillo.

Cuando Arkady oyó una llave en la puerta, su primer impulso fue recoger las cintas y la grabadora y guardarlas en un armario de la cocina. No lo hizo. Luego lo lamentó.

Entró Ania y Alexéi Grigorenko se coló tras ella. Estaban colorados por la histeria anterior a la fiesta y la primera botella de champán. Si era de mal gusto hacer celebraciones transcurrido tan poco tiempo desde la muerte de su padre, también había un mensaje de Alexéi a hombres de la generación anterior: las viejas maneras, incluso entre ladrones, estaban desfasadas. Daba la impresión de creerse un príncipe. De hecho, era un pato de feria. Los dos formaban una atractiva pareja de entusiastas de las boutiques, Arkady tenía que reconocerlo. En comparación, él parecía que se hubiera vestido con la ropa sacada de la colada de un extraño.

—Alexéi dijo que quería ver mi apartamento —explicó Ania— y entonces me ha parecido oír a Tatiana en el tuyo.

—Es una mujer interesante —dijo Arkady.

—Es seductora incluso muerta, aparentemente. —Ania caminó adelante y atrás, casi olisqueando el aire.

—Espero que no te estemos molestando —dijo Alexéi.

—Arkady siempre está levantado —dijo Ania—, como un monje en sus plegarias.

—¿Es así como resuelve sus casos? —preguntó Alexéi—. ¿Rezando?

—Muchas veces.

Los rasgos de Alexéi eran más finos que los de su padre. Tenía los párpados caídos; manos rápidas y delicadas de un crupier; el bulto de una pistola bajo la chaqueta.

—¿Puedo ofreceros una bebida? ¿Algo para comer? —preguntó Arkady, como si hubiera algo de comida en la nevera.

—No, gracias —dijo Ania—. Va a mostrarme su nuevo apartamento. Es un dúplex.

—¿Un dúplex? —Esa era una palabra que Arkady nunca esperaba oír en labios rusos—. ¿Vas a mudarte a Moscú?

—¿Por qué no? Grisha dejó varias propiedades e inversiones aquí y en Kaliningrado.

—Dejó los beneficios de una guerra. Las cosas estaban tranquilas hasta que mataron a tu padre. Como en una selva, pero tranquilas. ¿Por qué no te llevas el dinero y vives en paz en alguna isla tropical?

—Quizá tengo más fe y menos negatividad que tú. —Alexéi fijó su mirada en las cintas de casete de Tatiana, que seguían en la mesa—. Por ejemplo, ¿cómo puedes soportar escuchar esta basura?

Alexéi fue a coger los casetes y Arkady lo agarró por la muñeca.

—No.

—Vale, relájate. —Alexéi se enderezó y se atusó el pelo—. No tenía ni idea de que significaban tanto para ti. Error mío.

Arkady sabía que era un momento que dejaba todo en evidencia: la ambición de Alexéi frente a su aislamiento. No se atrevió a mirar a Ania.

La una de la noche era un territorio tanto como una hora, y Víktor Orlov y Arkady se contaban entre sus residentes de larga duración. Víktor se dejó caer en una silla y contempló la grabadora y las cintas en la mesa de la cocina.

—¿Es esto lo que has estado escuchando?

—Tatiana.

—Ah. Es ella la que te ha estado jodiendo.

—Víktor, está muerta.

—No importa. Te tiene listo para que te tires de cabeza en un cubo de mierda. Solo porque tengas autorización para ir a Kaliningrado no significa que tengas que hacerlo. Esto no es exactamente una persecución candente. Lleva diez días muerta y mi única esperanza es que quien se la llevó la tenga en hielo.

—Hay una conexión…

—No hay ninguna conexión. Tatiana Petrova saltó desde el balcón de su apartamento en Moscú, le hicieron la autopsia en Moscú, y si los capullos del depósito de cadáveres la perdieron, lo hicieron en Moscú.

—Visité dos veces su apartamento —dijo Arkady—. La primera vez, lo había puesto patas arriba alguien que buscaba algo, quizá la libreta. La segunda vez estaba absolutamente vacío, para no correr riesgos.

—Pregunté —dijo Víktor—. La primera vez fueron los skinheads quienes destrozaron el apartamento solo para divertirse. La segunda vez el apartamento estaba vacío porque el constructor quiere edificar un centro comercial. Esos son los hechos. Tengo que preguntártelo, Arkady, ¿te encuentras bien?

—Hablé con el fiscal. Aceptó que busque en Kaliningrado.

—Por supuesto. Kaliningrado es como Siberia. Le encantaría que pasaras el resto de tu vida buscando cadáveres en Kaliningrado.

—Solo será un viaje de un día.

—¿A Kaliningrado? Eso no existe, ya lo verás. ¿Seguir un cadáver de ciudad en ciudad, llamar a un fabricante de bicicletas en Milán? Eso es demasiado loco incluso para mí.

¿Demasiado loco para Víktor? Arkady pensó que era inquietante.

—El fabricante de bicicletas —dijo— nos condujo a Bonnafos, quien, creo, era una fuente de Tatiana. No podemos interrogarlo, porque, por desgracia, le dispararon y lo mataron en la misma playa donde se encontró la libreta. Era lo bastante importante para que Tatiana hiciera un viaje especial a Kaliningrado. No sé lo que buscaba, pero la libreta es la clave.

—Solo que no puedes leerla.

—Tienes razón. Hemos de llamar a algunos expertos.

—¿No has probado con el profesor Kunin?

—Lo probaremos otra vez.

—No lo entiendo —dijo Víktor—. ¿Por qué estás tan enganchado por una libreta que nadie puede leer? Estoy contigo, pero quiero que sepas cómo me siento.

—Ahora lo sé.

—Dos hombres para cubrir dos ciudades. Debería ser interesante.

—¿Quieres ver la libreta? ¿Ver el motivo de todo este jaleo? Está en el escritorio.

Víktor metió las manos en los bolsillos del abrigo.

—Pasaré. Es tarde y ya siento la hoja de la guillotina. —Le dio a Arkady un abrazo formal—. Estamos muy jodidos.

Era vergonzoso que Arkady lo reconociera, pero estaba deseando que Víktor se marchara para poder volver a las cintas y escuchar la voz en el interior de las palabras. Había oído que las alucinaciones auditivas eran más sutiles y más poderosas que sus equivalentes visuales. Todavía oía de vez en cuando a su mujer Irina. Lo cual era una locura, porque estaba muerta.

En las últimas cintas, Tatiana sonaba cansada, con la guardia baja.

Se supone que soy muy importante, pero estoy enferma de importancia. De ser Nuestra Señora de los Dolores. De ser Tatiana Petrova. De hecho, preferiría perderme con los gitanos. Quizás estoy loca. Ansío a un hombre que no he conocido.

Eso ya decía bastante, pensó Arkady. Sin embargo, estaba la última cinta, con un toque metálico tan tenue que apenas merecía grabarse. Arkady hurgó de todos modos en la caja de material de Zhenia: conectores USB, cintas, auriculares, discos, tableros de ajedrez electrónicos. Mono de repetición. Había visto a Zhenia conectar el sistema de mejora de sonido a sus auriculares un centenar de veces. Arkady los enchufó a la grabadora y escuchó.

Silencio. Aspiración. Tres golpes amplificados de metal sobre metal. Luego tres arañazos. Silencio. Tap. Tap. Tap.

El padre de Arkady le había enseñado diversas capacidades útiles: cómo desmontar una pistola, hacer señales con banderas, enviar mensajes en código Morse.

Los golpes y arañazos estaban en código Morse y decían una y otra vez: «Estamos vivos».

El submarino nuclear Kursk había encerrado a ciento dieciocho oficiales y marineros para un simulacro de combate en aguas del Ártico cuando, por razones no explicadas, sus torpedos delanteros estallaron y desencadenaron una serie de incendios a lo largo de la nave. La tripulación actuó en la más alta tradición de la Armada rusa y fueron recompensados póstumamente con medallas al honor. A las familias las tranquilizaron diciendo que toda la tripulación murió de forma casi instantánea.

Tap. Tap. Arañazo.

El jefe de operaciones de rescate informó de que oyó llamadas en el compartimento nueve del submarino en la parte de atrás del casco.

—Se está haciendo todo lo posible. La gente tiene que permanecer en calma y mantenerse en su posición —dijo el primer ministro y celebró una barbacoa en su villa del mar Negro.

Tap… tap…

En una conferencia de prensa, la madre de un tripulante exigió la verdad. Fue sedada por la fuerza y sacada de la sala a rastras. El jefe de operaciones decidió que había interpretado mal las señales de vida del compartimento nueve.

Los golpes llegaron a su fin.

Finalmente, diez días después del accidente, submarinistas noruegos rompieron la escotilla y encontraron una nota envuelta en plástico en el cadáver de un marinero sacado del compartimento nueve. Había escrito y fechado su nota a las 15.15 h, cuatro horas después de la explosión. Algunos expertos calcularon que veintitrés tripulantes del submarino habían sobrevivido otros tres o cuatro días.

La etiqueta en la cinta decía «Grisha», aunque la conexión al Kursk se le escapó a Arkady como un pez entre las manos.