10

El sitio web de Bicicletta Ercolo era una sola pantalla con letras góticas rojas sobre negro, con el nombre, número de teléfono, fax y dirección de correo. Su severidad sugería que no agradecía los visitantes casuales.

—Perdón, ¿habla ruso?

Clic.

—¿Inglés?

Clic.

—¿Alemán?

Clic.

—¿Está el señor Ercolo? No voy a dejar de llamar.

—El señor Ercolo no está aquí. Ercolo es Hércules, en ocasiones Heracles. Es un personaje mitológico. Adiós.

Un buen comienzo. El hombre hablaba inglés. En el fondo, Arkady oyó el sonido de un taller.

Llamó otra vez.

—Ha sido una estupidez. Debería haber sabido lo de Ercolo.

—Una estupidez.

—Pero tengo su bicicleta.

—¿Qué quiere decir que tiene mi bicicleta? ¿Quién es?

—Soy el investigador jefe Renko y llamo desde Moscú. Creo que una de sus bicicletas fue robada.

—¿Desde Moscú? Está loco.

—Creemos que podría haber estado implicada en un homicidio.

Sei pazzo.

—Acabo de mandarle por fax una copia de mi identificación y número de teléfono.

—Voy a colgar.

Arkady pensó que los hornos microondas eran el mejor amigo de un hombre soltero. Los hombres estaban hechos para calentar cosas, para coger bloques de hielo y convertirlos en guisantes o enchiladas y tener tiempo para estar en la cocina y sopesar los segundos digitales al ir pasando. Los fabricantes de bicicletas de Ercolo no habían llamado ni le habían enviado un fax. Probablemente, estaban sentados ante un plato de espaguetis.

Un ángulo que no había examinado era el asesinato de Grisha Grigorenko. Había un grupo de sospechosos por ese hecho y la perspectiva de que surgieran más mientras Alexéi Grigorenko se quedara en Moscú. A Arkady le desconcertaba que Ania quisiera estar tan cerca de un objetivo probable. Quizás era por el bien del artículo, para conseguir un clímax adecuado. Recordó lo que había dicho de cuál era el secreto de hacer mejores fotografías: «Acercarse».

Sonó el teléfono. Arkady respondió y captó el silbido de una sierra. Era de Milán.

—Investigador jefe Renko, en Italia los jefes no investigan.

—Aquí tampoco. ¿Puedo preguntar con quién estoy hablando?

—Lorenzo, director de diseño.

Arkady tuvo la impresión de un Vulcano manchado con carbón y sudor.

—¿Qué pasa con la bicicleta? —preguntó Lorenzo.

—Tenemos aquí un hombre muerto sin ninguna identificación más que su relación con una Ercolo Pantera.

—¿Y?

—Espero que pueda ayudarnos.

—¿Por qué? Si dispararan a alguien en un coche norteamericano, ¿interrogaría al señor Ford? Deje que le advierta que muchas de las Pantera que hay por el mundo son imitaciones. Cada Ercolo auténtica es única. Por eso los más arrogantes vienen a Milán para que les tomemos medidas. No vendemos a cualquiera. Bicicleta y comprador deben encajar.

—Desde luego.

—Así que cada Pantera está numerada en la parte inferior del tubo horizontal. ¿Puede leerme el número?

—Me temo que no.

—No tiene la bicicleta.

—No.

—Y tampoco tiene al ciclista.

—No.

—No tiene nada.

—Eso es más o menos correcto.

—Tiene que ser un trabajo difícil.

—Requiere perseverancia. Dice que cada Pantera es única.

—Sí.

Arkady leyó de la parte posterior de la libreta.

—¿Quién era este? Sesenta centímetros, cincuenta y seis coma cinco centímetros, mil novecientos noventa gramos.

—Sesenta centímetros, cuadro —contestó Lorenzo—; cincuenta y seis coma cinco, tubo superior; mil novecientos noventa gramos, peso: para alguien con piernas largas y torso pequeño. Lo llamamos alto de caderas. Es curioso, me acuerdo mejor de las bicis que de las personas que las compran. Le encontraré el encargo o el recibo. Señor Bonnafos, recuerdo. Le dije que no le hacían falta diez marchas, que con ocho bastaba, pero creía que estaba en el Tour de Francia.

—¿Cuadro de acero y no de carbono?

Lorenzo hizo un ruido como si compartiera un chiste.

—El carbono está bien a menos que se rompa. Hacemos cuadros de acero desde hace más de cien años.

—Su ayuda es vital. ¿Me llamará si encuentra el número de la bici? ¿Recuerda su nombre de pila?

Joseph Bonnafos, 38 años, era un ciudadano suizo, intérprete y traductor, soltero, ingresos: 200.000 euros. Sin detenciones. Recibió visado de turista en Rusia, entró en el país por el aeropuerto Domodédovo de Moscú, continuó a Kaliningrado el mismo día, información recopilada de programas de datos del Ministerio del Interior, que observaba y catalogaba a la gente del modo en que los astrónomos examinan sin cesar el cielo nocturno.

Había una nota al pie. Antes del vuelo a Kaliningrado, el personal de tierra se había negado a cargar su bicicleta en su funda dura sobre la base de que era demasiado grande y demasiado pesada. Bonnafos llamó a alguien, que a su vez debió de hacer una llamada, porque al cabo de un minuto la tripulación cargó la bicicleta con especial cuidado.

Arkady no era supersticioso, pero creía que el impulso solo existía si se utilizaba. Insistió con los mismos hoteles de Kaliningrado a los que había telefoneado antes, esta vez preguntando por un cliente llamado Bonnafos. Todas las recepcionistas de hotel menos una se tomaron un momento para buscar la lista de huéspedes antes de decir «no». La excepción fue Hydro Park, que dijo que no enseguida. Arkady se preguntó si sería igual de rápida en alertar al teniente Stásov. Solo una idea.

Arkady trató de llamar a la hermana de Tatiana. Liudmila Petrova no estaba en casa, pero un vecino que casualmente se encontraba en el apartamento dijo que volvería en una hora.

Y trató de llamar a Víktor, al que encontró en el coche.

—¿Has tenido suerte con Svetlana?

—Está en el tren nocturno a Kaliningrado que llega por la mañana a las nueve cincuenta.

—Asombroso. ¿Quién te lo ha dicho?

—Conan. Puede que se dirigiera a Asia central, pero solo llegó hasta la celda de borrachos. Allí me conocen. Llevaba mi tarjeta y fui a sacarlo.

—Bien hecho.

—Así que ahora puedes volar a Kaliningrado y traerla de vuelta. Así mantenemos la investigación contenida. Solo nosotros, solo Moscú, ¿verdad?

—La verdad es que se está complicando un poco. El ámbito de la investigación se ha ensanchado.

—No me gusta «ensanchado» y odio «complicando» —dijo Víktor.

—Dos días antes de que la mataran, Tatiana fue a Kaliningrado y volvió con una libreta. Hasta el momento, nadie puede leerla porque las notas están escritas por un intérprete profesional en una especie de código personal. Él podría ayudarnos, pero está muerto, le dispararon en la misma playa donde encontraron su libreta. Tenemos su nombre: Joseph Bonnafos, suizo, intérprete. ¿Quién sabe?, la libreta podría contarnos todo lo que necesitamos conocer.

—¿Dónde está ahora?

—En un cajón cerrado de mi escritorio.

—¿No sabes para qué son las notas?

—Una especie de evento internacional, supongo, porque necesitaban los servicios de un intérprete.

—¿No puede ocuparse allí la policía local?

—El caso está siendo torpedeado por un tal teniente Stásov, que al parecer considera que los hoteles de Kaliningrado son su parte del pastel. No ha habido una investigación real de la muerte de Bonnafos.

—Espera —dijo Víktor—, lo único que nos encargaron fue encontrar el cadáver de Tatiana. Solo buscarla a ella, no quién la mató si es que la mataron. ¿Ahora estás telefoneando a gente de Kaliningrado? A ella no la mataron en Kaliningrado y su cadáver no está en Kaliningrado. Lo estoy diciendo como un hombre sobrio, deberíamos quedarnos con lo que sabemos.

—También ha desaparecido una bicicleta italiana hecha a medida —dijo Arkady.

Para entonces Víktor había colgado.

¿Cómo sabe un hombre cuándo se vuelve obsesivo? ¿Quién puede decírselo salvo un amigo? Más concretamente, ¿cómo podían dos hombres cubrir toda una ciudad, y mucho menos dos ciudades situadas a cientos de kilómetros de distancia? Necesitaría una docena de detectives y perros policía, y el fiscal no autorizaría ni una cosa ni otra. Lo único que autorizaría Zurin era un juego de las sillas musicales en el depósito de cadáveres. A esas alturas, si Tatiana había sido desplazada de un cajón a otro, estaría de color azul claro con una película de cristales. Quizá la persona que la escondía estaba esperando al primer manto de nieve para deshacerse de ella cuando pasara el escándalo y ella fuera solo una santa más. Lo extraño era que Arkady estaba deseando oír las otras cintas, no porque la voz de Tatiana fuera especialmente meliflua, sino porque era clara, y no porque los sucesos que ella describía fueran dramáticos, sino porque Tatiana interpretaba su papel de forma comedida. Y porque, escuchando las cintas, pensaba que la conocía y que se habían conocido antes. ¿Eso era obsesivo?