Cada vez que Arkady abría el portátil en su escritorio, se sentía como un pianista que, al sentarse ante su instrumento, se daba cuenta de que no tenía ni idea de qué teclas tocar. Sentía que el público se tensaba, captaba la mirada de pánico del director, oía susurros en la sección de cuerda. ¡Fraude!
Arkady buscó «intérprete Kaliningrado». Resultó que los intérpretes de Kaliningrado doblaban como acompañantes románticos, lo cual era demasiado general. Probó con «intérprete conferencia Kaliningrado» y descubrió que pronto se celebrarían conferencias sobre «Immanuel Kant hoy», «Moluscos en peligro en el mar Báltico», «Amistad con Corea del Norte», «Concordia con Polonia», «Bienvenido BMW», etcétera, todo lo cual requería intérpretes, pero no daba ni la menor insinuación de quiénes eran. «Hoteles Kaliningrado» generó una lista que ofrecía un centro de fitness, piscinas interiores y vistas de la Ciudad Vieja y la plaza de la Victoria. De manera más específica, los «hoteles de conferencias de Kaliningrado» ofrecían Wi-Fi, centros de negocios, salas de reuniones y saunas rusas auténticas. Arkady imaginó a hombres de negocios extranjeros, colorados como langostas hervidas, azotándose con palitos de abedul.
Arkady se sentía razonablemente convencido de que un intérprete internacional cobraba mucho y viajaba bien. Descartó la posibilidad de que el muerto hubiera estado en la casa de algún amigo. ¿Por qué dormir en un sofá cuando puedes disfrutar de las atenciones de un hotel lujoso cuya factura presumiblemente pagaban los clientes? Además, los clientes no querrían a su intérprete lejos de su alcance si era vital para el negocio que llevaban a cabo. En cualquier caso, había algo solitario en el intérprete. Arkady no podía imaginar a dos personas con menos en común que él y Tatiana Petrova.
¿Cuánto tiempo podían conservar el cadáver del intérprete si no lo reclamaban? Eso dependía del espacio en el depósito de cadáveres y la exigencia de restos de la Facultad de Medicina, en cuyo caso iría mermando, loncha a loncha, como jamón español.
Arkady llamó al reducido grupo de hoteles de Kaliningrado de cuatro y cinco estrellas; las respuestas fueron humillantes.
—Quiere saber si hemos perdido un cliente. No sabe su nombre ni su nacionalidad. Ni cuándo se registró o se marchó. Si estaba en una conferencia o si iba solo. Cree que iba en bicicleta. ¿Nada más?
—Nada más.
—¿Es un chiste?
—No.
Un hotel advirtió a Arkady que «todas las preguntas relacionadas con actividad criminal o sospechosa debían comunicarse inmediatamente al teniente Stásov». Un trabajo fantástico, pensó Arkady, que pasaportes, tarjetas de crédito y equipaje pasen por tus manos todo el tiempo.
Arkady pasó a «Alquiler de bicicletas». Dudaba que alguien se arriesgara a llevar su bicicleta hecha a medida a una ciudad que era famosa por el robo de cualquier cosa con ruedas. El problema era que los ladrones no se anunciaban y pocas tiendas podían permitirse un sitio web.
Mediodía. Después de cuatro horas ante el ordenador, no podía aguantar ni una taza de café amargo más y fue a un pub irlandés de la esquina. El camarero era un irlandés auténtico rodeado de una atmósfera falsa: sticks de hurley cruzados, banderines de equipos de fútbol irlandeses, una canción entonada por The Chieftains y duendes de cerámica. El monitor de pantalla plana mostraba nada menos que una carrera ciclista en marcha. Arkady observó hipnotizado las ruedas que giraban, giraban, giraban. La pizarra ofrecía diez cervezas de barril. Una pizarra de comidas ofrecía, entre otros elementos, pan de soda, barmbrack, goody y crubeens.
Arkady estaba intrigado.
—¿Qué es barmbrack?
—Ni la menor idea.
—¿Qué es goody?
—Me supera.
—Crubeens.
—Manitas de cerdo. Un hombre podría morir de hambre en este ambiente. Vuelva esta noche. Tenemos camareras con falda corta que bailan en la barra.
Arkady no tenía ganas de eso.
—Solo una cerveza y pan de soda.
—¿Con gluten o sin?
—Solo una cerveza.
El camarero echó una mirada a la televisión.
—Es la Copa del Mundo de Ultra Maratón Irlandés. ¿Sabe una cosa? —Cogió el mando a distancia y congeló la imagen—. Soy yo el del maillot verde esmeralda, justo detrás del capullo de la Union Jack que está a punto de caer. No puedo soportarlo. —Apagó el monitor—. Me da escalofríos cada vez que lo veo. Como una oca sobrevolando mi tumba. ¿Qué ha pedido?
—Solo la cerveza. —Arkady entrecerró los ojos para leer la etiqueta con el nombre del camarero. Mick. Mick sonaba bastante auténtico—. Entonces, ¿entiende de bicis?
—Eso espero. ¿Adónde va?
—Ahora vuelvo.
Cuando Arkady tenía nueve años, el general Renko se había retirado en buena parte a su biblioteca, a un aura de cortinas de terciopelo rojo. Arkady tenía prohibido entrar en la sala. Ocasionalmente, el general le pedía que le llevara vodka o té y él atisbaba fotografías irresistibles de una ciudad destrozada, así como una colección de cascos alemanes y estandartes de batalla hechos jirones. La única luz de la habitación la proporcionaba una lámpara de escritorio. Ese era el lugar donde el general invocaba a sus enemigos.
Arkady esperó su oportunidad y cuando la puerta quedó entornada, se coló. Corrió en torno a la habitación haciendo inventario, hasta que llegó a estandartes coronados por esvásticas y águilas. Estaba especialmente fascinado por un estandarte de calaveras y huesos de las SS, cuya seda había quedado rígida por la sangre. No oyó regresar al general hasta que ya casi estaba en la sala.
Arkady se escondió detrás de las cortinas cuando el viejo entró con una botella de vodka y un vaso de agua que limpió con su pijama. Cada movimiento era solemne y ceremonial, como un sacerdote en una comunión: se sentó y bebió medio vaso de vodka de un trago. En el escritorio había una máquina de escribir y tres teléfonos, blanco, negro y rojo en importancia ascendente. Arkady se quedó en silencio. El general estaba tan callado que Arkady pensó que se había quedado dormido. Esperó una oportunidad de salir sin que lo vieran, pero entonces el general se retorcía o murmuraba o rellenaba el vaso. Rio. Hizo un gesto con la mano de manera vaga. Agitó el puño como si se dirigiera a la multitud. Quizá no le habían dado el bastón de mariscal de campo que le correspondía, pero la gente que lo sabía, lo sabía.
El teléfono rojo, la línea con el Kremlin, no había sonado en años. No obstante, el general estaba preparado. Solo era cuestión de ponerse el uniforme y afeitarse.
—¿Quién anda ahí?
Arkady no era consciente de haber hecho un sonido. Oyó que la silla del general rodaba hacia atrás y que se abrían y cerraban rápidamente cajones del escritorio. Oyó que se abría el cilindro de un revólver y balas rodando por el escritorio.
—¿Eres tú, Fritz?
Arkady se hundió más profundamente en la cortina.
—Voy a darte una pista, Fritz —susurró el general—. Si quieres matar a un hombre, si quieres asegurarte, acércate.
El general logró cargar solo una bala. Cinco cayeron al suelo. No obstante, apretó el gatillo. La recámara estaba vacía, pero el cilindro avanzó y él apretó con fuerza el gatillo tres veces más sin ningún resultado. Las llamadas de auxilio de Arkady fueron asfixiadas por las pesadas cortinas mientras el general sostenía la bandera en torno a su rostro y disparaba en otra recámara vacía.
Arkady se liberó y gritó.
—¡Soy yo!
Al quedarse cara a cara, el general levantó su pistola a la frente de Arkady.
Por un momento se quedaron quietos. Entonces el general pestañeó a la manera de alguien que se despierta y un profundo gruñido escapó de su pecho. Volvió la pistola contra sí mismo y apretó el gatillo.
El mundo se detuvo. Los ojos del general se cerraron y su rostro se volvió de tiza al apretar el gatillo una y otra vez, sudando, hasta que, exhausto, dejó que la pistola colgara de su mano.
Arkady cogió el revólver y abrió el cilindro.
—Está atascado.
La bala estaba encajada entre dos recámaras, lo cual ocurría en ocasiones con los revólveres cuando el gatillo se apretaba con demasiada prisa.
Mick, el camarero, estaba sirviendo a otros clientes cuando Arkady regresó al pub. Observó el paso del tráfico. De eso trataba en gran parte la vida, de no hacer otra cosa que contar los coches que pasaban. BMW, BMW, Mercedes, Lada, Volvo, Lada, BMW. Los coches rusos estaban muriendo como nativos asolados por una epidemia.
—Ha olvidado algo. —El camarero le llevó una cerveza a Arkady y señaló a su cabeza con entusiasmo—. Si no recuerdo mal, el tema eran las bicis.
—Una bici en particular.
—¿Cuál?
—No lo sé, porque no sé lo que estoy mirando. Dígamelo usted.
Esta vez Arkady había llevado la libreta. La giró por la cara interna de la cubierta posterior con la lista de números, siluetas de un gato dibujado una y otra vez y un triángulo doble.
—¿Es un cuadro de bici?
—Sí.
—Y gatos.
—No son gatos. Son panteras.
—¿Cómo lo sabe?
—Es el logo de Ercolo Pantera, salvo que debería ser rojo. Es como el Ferrari de las bicicletas.
—¿Es cara?
El camarero sonrió ante semejante ignorancia.
—Una Pantera cuesta treinta mil dólares como mínimo. Cada bici está hecha a mano en Milán como un traje italiano y hay una lista de espera tan larga como su brazo.
De regreso a su apartamento, Arkady pasó junto al escenario todavía caliente de un accidente de tráfico: coches de policía y una ambulancia pasando entre el tráfico detenido, cristales rotos y una bicicleta apoyada en un coche como un mero observador.