Arkady entrecerró los ojos, porque la luz matinal era tan brillante que las migas proyectaban sombras en la mesa de la cocina. Ania llevaba gafas oscuras, las uñas pintadas de rojo escarlata, cabello negro cepillado y brillante. La incertidumbre estaba en el aire. Ella había pasado la tarde y la mitad de la noche con Alexéi, y Arkady no sabía si estar enfadado o fingir despreocupación. No esperaba que apareciera a la mañana siguiente en el umbral de su casa, con aspecto fresco como una margarita. No obstante, Ania le sostuvo la mirada demasiado rato y encendió un cigarrillo con movimientos que eran ligeramente acelerados.
—Toma un poco de cafeína con eso. —Le sirvió una taza—. Llegaste tarde.
—Alexéi y yo fuimos a un club.
—Eso suena divertido.
—Dice que estás celoso.
—Me lo dijo. —Como no había nada que pudiera alegar para no sonar celoso, se tiró de cabeza—. ¿Cómo va el artículo?
—Sigo investigando.
—¿Con Alexéi?
—¿Qué tienes contra él?
—Nada, salvo que es una versión de pelo engominado de la mafia real. Alguien le va a meter una bala en su cabeza hueca cualquier día. —Pensó que eso no sonó justo—. Solo espero que no estés en medio. —Eso tampoco sonó mejor.
—Entonces tú también te acostaste tarde.
—Escuchando a Tatiana. Encontré unas cintas viejas en su apartamento.
—A veces creo que prefieres escuchar a un fantasma que a alguien vivo.
—Depende.
—Y ahora, además de fantasmas, tienes a santa Tatiana. A lo mejor deberías rezar.
—Lo que ayudaría más que las plegarias es la libreta que Tatiana se trajo de Kaliningrado.
—Es gracioso. Todos la quieren y nadie puede leerla.
—Me gustaría intentarlo.
Ella abrió su bolso y sacó la libreta de espiral que le había mostrado Obolenski.
—Solo para ti, el Santo Grial.
—¿Lo has leído?
—Una y otra vez.
—¿Puedo?
—Adelante.
Las páginas estaban cubiertas de símbolos enigmáticos. En la cara interior de la cubierta posterior había formas geométricas, una lista de números y dibujos de un gato.
Ania recogió su abrigo.
—Yo prefiero un exaltado que un cubo de hielo.
Arkady escuchó el golpeteo decidido de los zapatos de Ania y quizá la palabra «idiota» cuando ella cerró la puerta.
Cada vez que Arkady visitaba la universidad, no podía evitar medir su progreso en la vida en relación con el estudiante precoz que había sido. ¡Qué promesa! Un joven brillante, hijo de un general de infausta memoria, había aflorado con facilidad hasta lo más alto. A esa altura ya debería ser viceministro o, al menos, fiscal, dirigir su propia comisaria y darse un festín a costa de las arcas públicas. En cierto modo, había deambulado. Casi todos los casos que recibía estaban alimentados por el vodka y coronados por una confesión borracha. Los crímenes que mostraban planificación e inteligencia iban con demasiada frecuencia seguidos por una llamada de arriba, con consejo de tomárselo «con calma» o no «causar problemas». En lugar de doblegarse, Arkady insistía, y eso garantizaba su descenso de joven promesa a paria.
Una excepción a la decepción general era el profesor emérito Kunin, un anciano iconoclasta que arrastraba una bombona de oxígeno y una sonda de respiración por su despacho. Como experto en lingüística, lo habían detenido por hablar esperanto, considerado en tiempos soviéticos un lenguaje de conspiración. Arkady convenció al juez de que el profesor estaba hablando portugués.
—Mis disculpas, mi querido Renko, porque mi oficina está hecha un desastre. Hay un sistema, se lo prometo. Con todos estos… gráficos y pizarras… ni siquiera puedo ver las ventanas. Sé que hay una botella de licor de cereza por alguna parte.
Movió los brazos inútilmente hacia los gráficos, el equipo de audio, fotografías de pequeños indios con arcos y flechas enormes. Dos guacamayos en jaulas separadas inclinaron sus cabezas con escepticismo a Arkady y parpadearon con sus ojos de zafiro.
—¿Tienen nombres? —preguntó Arkady.
—Jódete —dijo uno.
—Muérete —dijo el otro.
—No les dé pie —dijo Kunin—. Ya es bastante malo que la selva tropical de la que vinieron haya sido arrasada… por las corporaciones internacionales… que talan el Amazonas… ¡Paraíso perdido! Mis gráficos son lápidas virtuales… Gracias a Dios por el ADN… Por ejemplo, ¿quién demonios son los lapones? En serio.
—Buena pregunta. ¿Tiene cinco minutos para ver esto? —Arkady sacó la libreta.
—Ah, como lo mencionó al teléfono; su indicio. —El profesor sacó libros de su escritorio para hacer sitio—. Tiene suerte. He estado haciendo un estudio de «interpretación» para ver si nos dice algo sobre los orígenes del lenguaje. Las palabras básicas. Madre. Padre.
—¿Asesinato?
—Ya me entiende. Porque cada intérprete crea su propio lenguaje.
—Ah.
—Ya verá. —Kunin respiró oxígeno y estudió las páginas—. Puedo decirle, para empezar, una cosa extraña. Normalmente, lo primero que hace un intérprete profesional es escribir en la cubierta de su libreta el nombre del suceso, las partes implicadas y el lugar y la fecha donde se tomaron las notas. También su nombre, teléfono móvil y dirección de correo por si acaso pierde la libreta o se la roban. Hay quien promete una recompensa para el que la encuentre. Esta libreta no tiene identificación. Está el nombre «Natalia Goncharova», la mujer de Pushkin, pero por supuesto era una figura histórica y encima una fulana. —El profesor emérito se detuvo a tomar aire y regresó a la primera página—. Es difícil decirlo con tan pocas páginas escritas, pero parece la clase de libreta que generalmente usan periodistas o intérpretes consecutivos. Diría que por el uso de algunos símbolos comúnmente utilizados, esta era la libreta de un intérprete consecutivo. La parte A habla en un idioma que el intérprete comunica en un segundo idioma a la parte B. Así va y viene. Si mantiene bien las notas, puede hacer una traducción completa y precisa tanto si las partes hablan un minuto como si hablan diez. Es una hazaña mental asombrosa.
Arkady estaba más confundido que nunca. Cada página estaba dividida en cuatro paneles con un mareante sistema solar de jeroglíficos, medias palabras y diagramas. Se sentía como un pescador que había enganchado a una criatura muy por debajo de la superficie del agua sin ninguna idea de lo que había pescado.
—¿A partir de estas páginas un intérprete puede reconstruir una conversación completa?
—Sí. ¿Y no son encantadoras? Más allá de flechas que significan «arriba» o «abajo». Una línea desigual para las «dificultades». Y un lazo y una flecha que significan «como consecuencia». Genial. Una bola y una línea para «antes»; una línea a través de la bola para «ahora». Un intérprete crea un nuevo símbolo y otros intérpretes lo siguen. Es la creación de un nuevo lenguaje ante tus ojos. ¿Una bola en una caja con tres lados? Un gol, un «objetivo», naturalmente. ¿Espadas cruzadas? «Guerra». ¿Una cruz? «Muerte».
—Entonces deberíamos poder leerlo.
—No. —Kunin fue tajante.
—¿Por qué?
—Estos son solo los símbolos comúnmente aceptados. Puedo escribírselos. El resto son símbolos del autor. No conocemos el contexto.
—Si lo conociéramos, ¿podríamos leer las notas?
—Probablemente tampoco. No es un idioma y no es taquigrafía. La interpretación es un sistema de pistas personales. No hay dos intérpretes iguales y no hay dos sistemas iguales. Para un intérprete, el símbolo de «muerte» podría ser una tumba, para otro una calavera, para otro una cruz como esta. Los símbolos para «madre» cubren todo el espectro. Los gatos pueden ser siniestros o agradables.
—A mí no me parecen agradables y peludos.
—Verá, los triángulos dobles podrían ser un mapa o una constelación o una ruta con cuatro paradas.
Arkady había visto la forma antes; bailaba más allá de su alcance. Trató de no esforzarse mucho en recordar, porque las respuestas llegan cuando la mente deambula. Stalin solía dibujar lobos una y otra vez.
—O un cuadro de bicicleta —dijo Arkady.
Recordó haber entrado con Zhenia en una tienda de bicicletas. Colgada del techo de la tienda había una fila de cuadros de bicicleta de diferentes colores.
—Alguien estaba construyendo una bicicleta. —Puso a prueba la idea—. Una bicicleta cara para un ciclista serio.
—No lo sabe a ciencia cierta.
—Estaba hecha a medida. No como añadir un timbre al manillar.
—Renko, arrastro una bombona de oxígeno. ¿Tengo pinta de entender de bicicletas?
Y eso fue todo. Abruptamente, Arkady estaba seco. Había ido tan lejos como su rama endeble de cábalas podía sostenerlo.
—¿Está el teniente Stásov?
—Espere un momento.
—Dígale al teniente que el investigador jefe Renko le llama desde su móvil en Moscú y quiere hablar con él.
—Es el primero de la cola.
Arkady fue el primero de la cola durante veinte minutos, tiempo suficiente para regresar a su apartamento y calentar una taza de café rancio.
Finalmente, respondió una voz profunda.
—Teniente Stásov.
—Teniente, necesito un minuto de su tiempo.
—Si llama desde Moscú, tiene que ser importante —dijo Stásov.
Arkady podía imaginarlo haciendo un guiño a sus colegas en la sala de brigada, jodiendo al pez gordo de Moscú.
—¿Qué puedo hacer por usted? —dijo.
—Tengo entendido que es usted el detective jefe en el caso de un cadáver encontrado hace diez días en una de sus playas.
—Homicidio de varón de cuarenta años. Es correcto. En el istmo.
—¿En el istmo?
—Donde la tierra se estrecha. Una hermosa playa.
—¿Todavía no se ha identificado a la víctima?
—No hay identificación ni dirección, me temo. Si tenía cartera, ha desaparecido. Me alegro de que no ocurriera en verano cuando la playa está llena de familias. De todos modos, le sacamos una bala de la cabeza. Calibre pequeño, pero en ocasiones son las que usan los asesinos profesionales.
—¿Un sicario?
—En mi opinión. Llevaremos a cabo una investigación concienzuda. Simplemente no olvide que no contamos con los medios técnicos de que disponen en Moscú. Ni del dinero, después de que Moscú nos vacíe las arcas. Moscú es el centro y nosotros somos un hijastro. No me quejo, solo le muestro la imagen. No se preocupe, llegaremos al fondo de esto.
—¿Qué aspecto tenía?
—Tenemos algunas fotos. Las iré a buscar.
—Además de las fotos, ¿cuál fue su impresión general de la víctima?
—Delgado. Bajo y delgado.
—¿Su ropa?
—Ajustada y brillante.
El teniente iba a alargarlo, pensó Arkady.
—¿Ajustada y brillante como ropa de ciclista?
—Podría ser.
—¿Zapatos? No los menciona el informe.
—¿En serio? Supongo que se los quitó para caminar por la arena. O uno de los chiquillos se los robó.
—Eso tiene sentido. ¿Descubrió algo más?
—¿Como por ejemplo?
—Bueno, si era un artista podría tener pinceles y un caballete. O, si coleccionara mariposas, podría tener una red. Si era un ciclista, tendría una bicicleta. Lo encontraron en la playa. ¿No había bicicleta?
—¿Quién pedalea en la arena? —preguntó Stásov.
—Eso es lo que le estoy preguntando.
—Siento mucho no poder ayudarle. El tipo era marica.
Arkady se preguntó qué podía hacer decir eso a un teniente de un hombre al que nunca había conocido.
—¿Se afeitaba las piernas?
—Raro, ¿eh?
—¿Qué clase de transporte público hay desde la ciudad de Kaliningrado hasta ese istmo?
—Fuera de temporada, ninguno.
—¿Una persona tendría que conducir o caminar?
—Supongo. —El teniente estaba precavido ahora.
—¿Hubo alguna denuncia de coches robados o abandonados cerca de la playa?
—No.
—¿Bicicletas?
—No.
—¿Cascos?
—Mierda, Renko, calma. Se lo comunicaré cuando encontremos algo.
—Dígamelo otra vez, exactamente, ¿dónde se descubrió el cadáver?
El teniente Stásov colgó, dejando a Arkady mirando por la ventana de la cocina. El café era vomitivo. Estaba preparado la noche anterior y recalentado al menos dos veces. Arkady había oído que puntuaban los restaurantes japoneses según el número de veces que usaban el mismo aceite. Naturalmente, la primera vez era la mejor. El aceite lo iba usando luego un restaurante detrás de otro, degradándose de manera constante en un sedimento marrón. Arkady contempló su taza y se preguntó cuál sería el récord. Siempre era un excitante para el corazón. Se lo tragó de golpe.
Los ciclistas profesionales se afeitaban las piernas por una ventaja infinitesimal en aerodinámica o quizá solo por costumbre. Un aficionado también podía hacerlo si era lo bastante serio; lo bastante serio para que le construyeran una bici solo para él. ¿Qué clase de personalidad exigiría eso? Atlético. Competitivo. Mayor de veinticinco, menor de cuarenta y cinco. Dispuesto a invertir gran parte de su vida en el ciclismo. Muy ordenado. No ruso. Obsesivo. ¿Suizo? ¿Alemán? Cómodo viajando solo y por negocios; nadie iba a Kaliningrado por placer. Para el caso, nadie había denunciado su desaparición. Un hombre invisible.
A Arkady le sorprendió encontrar a Zhenia detrás de él.
—¿En trance? —preguntó Zhenia.
—Solo pensando.
—Bueno, parece extraño.
—Sin duda —dijo Arkady.
—He venido a recoger ropa. Nada más.
Estaba claro que Zhenia nunca marcaría un gol de la victoria en el estadio del Dinamo ni haría suspirar a supermodelos. La chaqueta de camuflaje le quedaba enorme en sus hombros, iba despeinado y tenía mala cara. Solo la vibración en sus ojos grises lo redimía.
Lo que era realmente raro para Arkady era cómo Zhenia lograba entrar en el apartamento y en la cocina sin que lo oyeran. El suelo de parquet chirriaba bajo cualquier otra persona.
—¿Cómo estás?
Zhenia reaccionó como si Arkady hubiera proferido la pregunta más estúpida jamás formada por la boca de un hombre.
—¿Qué es esto?
—Una libreta de interpretación.
—Sea lo que sea. —Zhenia pasó la cubierta adelante y atrás.
—Código. Un código personal escrito por un hombre muerto.
—Oh. ¿De qué va?
—No lo sé.
—¿Por esto lo mataron?
—Puede ser. ¿Tienes hambre?
—No queda nada en la nevera. Lo he mirado. Eh, nunca me contaste lo famoso que era tu padre. Los tíos del ejército estaban verdaderamente entusiasmados.
—Pueden seguir entusiasmados hasta que cumplas dieciocho.
—Esto es una gilipollez. ¿Quién te dio la autoridad para mangonearme?
—El tribunal, para que pudiera apuntarte en la escuela.
—Dejo la escuela.
—Ya me he fijado.
—No, quiero decir que dejo la escuela en serio. Fui a la oficina del secretario y se lo dije, así que no tengo nada más que hacer aparte de alistarme pronto.
—No con mi firma. Siete meses. Tendrás que esperar para esa locura.
—Lo vas a impedir.
—Exacto.
—¿Sabes qué edad tenía Alejandro Magno cuando conquistó el mundo? Diecinueve.
—Un chico precoz.
—¿Sabes quién era su maestro?
—¿Quién?
—Aristóteles. Aristóteles le dijo que fuera a conquistar el mundo.
—A lo mejor solo se refería a viajar.
—Eres imposible.
Ese era el punto en el que Zhenia normalmente daba media vuelta y se largaba. Esta vez se dejó caer en una silla y soltó su mochila. Siempre llevaba un ajedrez plegable, piezas, un reloj de juego, pero estaba empezando a ser demasiado conocido como farsante. Ya no parecía inocente. Quizá nunca lo había parecido, pensó Arkady. Quizás eso era una fantasía suya.
—¿Qué sabes de bicicletas?
—¿Bicicletas? —Era como si Arkady le hubiera preguntado por el pony de las Shetland—. Sé que has de ser un idiota para montar en bici en el tráfico de Moscú. ¿Por qué? ¿Estabas pensando comprarte una?
—En encontrar una.
Zhenia se estiró para coger la libreta y pasó las hojas despreocupadamente.
—Entonces, ¿cuál es la historia con este código?
—Es un código, jeroglífico, anagrama, acertijo y peor porque no está hecho para ser resuelto. No hay piedra de Rosetta, no hay contexto. Podría ser sobre el precio de las bananas, pero si no conocemos el símbolo que significa «banana» estamos perdidos. En este caso, el único contexto, quizá, son las bicicletas.
—No da la impresión de que hayas llegado demasiado lejos.
—Nunca se sabe.
—Muy profundo. ¿Hay leche? —Zhenia se lanzó en dirección a la nevera.
—Míralo tú mismo.
Un psicólogo le dijo una vez a Arkady que a Zhenia le estaba resultando difícil separarse. A Arkady le estaba costando cada vez más creerlo.
—Entonces, ¿qué sabes de bicicletas caras y hechas a mano?
—Lo mismo que tú.
—Lástima, porque yo no sé nada.
—Entonces estás jodido, ¿no? Bueno… solo he pasado a recoger ropa.
Eso sirvió a Zhenia de hola y adiós.