Al llevar a Víktor al apartamento de Tatiana, Arkady pasó por el escrutinio de los skinheads.
—¿A lo mejor necesitáis ayuda?
—Qué va —dijo Víktor—. Estoy buscando a mi gatito, Copo de Nieve, visto por última vez en compañía de una mujer de unos veinte años, de cabello corto teñido de rubio y que probablemente llevaba un maletín rojo.
—Eso es muy sentimental.
—Es la naturaleza humana —dijo Víktor—. Gente que no delataría a Jack el Destripador tiene debilidad por las mascotas. Gente de gatos, sobre todo.
—¿No tienes gatos?
—Tres, pero son gatos callejeros.
—¿Salvajes?
—Libres.
Arkady miró a su alrededor al acercarse al edificio de Tatiana. Era la primera vez que veía el callejón a la luz del día, y se dio cuenta de que en el pasado debía de haber sido un barrio agradable con bancos para los ancianos y columpios para los niños, con familias en lugar de fantasmas.
—Al otro lado de la valla de atrás hay una obra donde les gusta acampar a los skinheads.
—Es bueno saberlo —dijo Víktor.
—Svetlana es lo más parecido que tenemos a un testigo.
—Lo sé, lo sé. Nos vemos en la Guarida. —La Guarida era un restaurante situado en la parte de atrás de la comisaría.
—¿Seguro?
—Estoy preparado —dijo Víktor, y agitó su gabardina para que Arkady oyera las latas de gaseosa que llevaba en los bolsillos.
Los rayos atravesaban las nubes, como en la vida personal de Arkady. Prefería mantenerse ocupado y no pensar en Ania o Zhenia, de ahí que intentara localizar a la hermana de Tatiana por teléfono. Su número tenía el código de área 4012. Kaliningrado. No hubo respuesta ni contestador automático.
Pasó junto a «apeaderos»: los pasos subterráneos, albergues de autobús y paradas de camión donde se reunían las prostitutas. No eran las modelos exóticas que cruzaban las piernas en los vestíbulos lujosos de buenos hoteles y conseguían sus clientes mediante el teléfono móvil. Estas eran chicas menores de edad y mal alimentadas, envueltas en abrigos finos para protegerse del frío. En cada apeadero que visitaba, ellas se acercaban a su coche para preguntarle por sus necesidades mientras un macarra rondaba con ansiedad. Nadie recordaba a una chica delgada y un gato blanco.
Por si se daba el caso de que hubieran trasladado el cuerpo de Tatiana, Arkady buscó en diversos depósitos de cadáveres, dando la vuelta a los difuntos, examinando las etiquetas en el dedo gordo del pie y la apariencia, que en general no era buena. Había catorce depósitos de cadáveres en Moscú, algunos tan limpios como cocinas de exposición, otros mataderos con carros de sierras y cinceles ensangrentados. Arkady cayó en una especie de estado de fuga disociativa, observando con mirada fría y profesional, estando allí y no estando.
Al final, se encontró en una sala de vela con unas pocas sillas plegadas y un jarrón de lilas artificiales. Había un cadáver a la vista, un general con uniforme del ejército. El uniforme había mantenido la talla, pero el general se había encogido. Su rostro, hundido y paliducho, estaba casi oculto entre su gorra y un pecho lleno de medallas: orden de Lenin, campañas en Stalingrado y Besarabia, una cinta por la caída de Berlín. La única persona que lo velaba era una chica adolescente que escuchaba su iPod, ajena a la muerte, lo cual, pensó Arkady, probablemente era la mejor opción.
Al cruzar el río por el muelle del Kremlin, Arkady divisó el superyate de Grisha Grigorenko, el Natalia Groncharova, anclado en medio del cauce. El Natalia era blanco como un cisne, un buque que inspiraba envidia y ambición, con tres cubiertas, ventanas panorámicas, solárium, pista de baile y motos acuáticas a popa. Vio figuras moviéndose, haciendo lo que hace la tripulación de un superyate: puliendo bronce, ajustando el radar, llevando a pasajeros de un lado a otro. Arkady pensó que había un aire de indecisión. El rey estaba muerto y había que ungir al nuevo rey.
En ocasiones, costaba saber dónde terminaba el crimen y empezaba el castigo. La comisaría central de la policía se hallaba en una casa de la calle Petrovka con un busto de Dzerzhinski, el lobuno fundador del terror revolucionario, que vigilaba unos planteles de petunias. En los días embriagadores de la democracia, ese símbolo del terror había sido bajado de su pedestal, pero, después de años en el exilio, el busto había regresado a su posición privilegiada.
Detrás de la comisaría central se extendía un complejo de calabozos, laboratorios y balística. Los coches de policía azules y blancos, sobre todo Skoda y Ford, estaban aparcados sin orden ni concierto. Los testigos se reunían a fumar un cigarrillo junto a la oficina del fiscal del distrito. Justo al otro lado de la calle, en un sótano, estaba la Guarida, un restaurante popular a ambos lados de la ley. La gente entraba y salía del tribunal para tomar una copa, echar un cigarrillo o cruzar unas palabras con un abogado o un cómplice. De vez en cuando, los clientes se fijaban en los cumulonimbos y se trasladaban al interior del restaurante, donde la atmósfera estaba azulada de humo. Las paredes estaban decoradas con fotos firmadas por estrellas de hockey sobre hielo y de fútbol, y postales de bailarinas del vientre. La música de Oriente Próximo sonaba de manera distraída entre el olor a kebab. Víktor todavía no había llegado, sin embargo, a través de la niebla, Arkady vio a Ania en una mesa del rincón, tomando champán con Alexéi Grigorenko. Habría apostado a que el hijo de Grisha no sobreviviría una semana en Moscú, pero allí estaba casi convertido en una celebridad, codeándose con la prensa. Arkady sabía que debía esperar a Víktor en la calle, simplemente evitar la escena, pero se vio irresistiblemente atraído a la mesa de Alexéi y, cuando un guardaespaldas se interpuso para interceptarlo, Alexéi le hizo un gesto para que lo dejara pasar.
—Está bien —dijo Alexéi—. Conozco al investigador Renko. Incluso asistió al funeral de mi padre.
—¿Qué se celebra hoy? —preguntó Arkady.
—Dos de los amigos de Alexéi han sido declarados inocentes de asesinato —dijo Ania.
—¿Inocente como un bebé o inocente como un juez comprado?
—El juez ha dictado que no hay suficientes pruebas para encerrarlos —dijo Alexéi.
—Los jueces salen caros —le contó Arkady a Ania—. Deberían poner un cajero automático y eliminar al mediador.
Alexéi concedió una sonrisa a Arkady.
—El mediador, por supuesto, sería el abogado.
Alexéi no era un mafioso típico. Lucía un bronceado de aspecto saludable, pelo engominado y un traje a medida que llevaba con naturalidad. La clase de hombre, pensó Arkady, que pertenecía a un club deportivo y podía nadar más de cincuenta metros sin hundirse. Se inclinó hacia delante con seguridad.
—¿Qué buscas, Renko? He oído que ahora vas detrás de cadáveres desaparecidos. ¿Esperas que aparezcan aquí?
—Nunca se sabe. El mes pasado mataron a un hombre en esta misma mesa. ¿Era amigo tuyo?
—Lo conocía.
—¿También era de Kaliningrado?
—Creo que sí.
—Toda esta gente de Kaliningrado. Quizás es una cuestión de perspectiva. Una vez leí una historia de un hombre que se enamoró de una pelirroja de una sola pierna y a partir de entonces veía pelirrojas de una sola pierna por todas partes.
—Te pediríamos que te unieras a nosotros, pero sabemos que estás ocupado persiguiendo fantasmas.
Arkady acercó una silla.
—No, no, tengo todo el tiempo del mundo, es lo que tienen los fantasmas. Siempre están ahí.
A una señal de Alexéi, un camarero trajo otra copa. ¡Qué servicio! Arkady pensó que estaba bien ser jefe de la mafia, hasta el momento en que te pegaban un tiro.
Estaba interesado en el papel que desempeñaba Ania en ese encuentro. Se fijó en el collar de ámbar color miel que llevaba.
—Muy bonito.
—Es un regalo de Alexéi.
—Míralo de cerca —dijo Alexéi—. En la pieza central verás un mosquito atrapado hace sesenta mil años.
—Desde antes de que tú fueras investigador. —Ania echó el humo hacia Arkady.
La periodista seria que Ania aparentaba ser había sido sustituida por Ania la chica del mafioso. Lo que Arkady no comprendía era por qué Ania estaba perdiendo el tiempo con un aspirante a jefe de la mafia como Alexéi cuando se suponía que tenía que escribir un artículo trascendental sobre Tatiana.
—Tú y Ania sois viejos amigos —dijo Alexéi.
—Nuestros caminos se han cruzado.
—Eso me ha contado Ania. —La sonrisa de Alexéi fue como un gancho en la boca—. ¿Es verdad que no llevas ningún arma de fuego? ¿Por qué razón?
—Por pereza.
—No lo creo.
—Bueno, cuando la llevo casi nunca la uso. Y te hace estúpido. Dejas de pensar en las opciones. La pistola no quiere opciones.
—Pero te han disparado.
—Es el inconveniente.
—¡Salud! —dijo Ania.
Bebieron, escucharon un trueno y se sirvieron más, como si fueran viejos amigos reunidos ante una tormenta. Un camarero se acercó con los menús.
—La verdad es que nunca he comido aquí. ¿Recomendaciones? —le preguntó Alexéi a Arkady.
—Espero a mi compañero, el detective Orlov. Es un sibarita. Bueno, Alexéi, ¿quién crees que mató a tu padre?
—Eres muy rudo para ser un hombre desarmado.
—Solo me estoy preguntando cómo esperas asumir los diversos intereses profesionales de tu padre.
—Pondré las cosas en un entorno profesional genuino. Este país se dirige como un bazar árabe. Ha de haber reglas y normas. ¿Cómo puede haber inversión cuando no hay futuro? ¿Y cómo puede haber un futuro cuando no hay sinceridad?
—Alexéi tiene planes —dijo Ania.
—Mi padre era un gran hombre, no te equivoques, pero carecía de estrategia profesional, de un plan general. Yo corregiré eso.
—Pero ¿primero una pequeña venganza?
Alexéi tamborileó suavemente con los dedos en la mesa.
—Tu amigo está de broma —le dijo a Ania.
—Estoy de broma —dijo Arkady.
—Porque estás celoso —dijo Alexéi—. Ves a tu hermosa mujer conmigo y te pones celoso. Cherchez la femme, ¿verdad?
—Está buscando a una femme diferente —dijo Ania—. Alguien que perdió.
—¿Alguien que conozca?
—Tatiana Petrova.
—¿La periodista? Oí que saltó por la ventana.
—Arkady tiene sospechas oscuras —dijo Ania—. ¿Conocías a Tatiana?
—Lo único que sé es que escribió muchas mentiras sobre mi padre. Probablemente recibió lo que merecía.
—Entonces tú tampoco crees que fuera suicidio —dijo Arkady.
—No he dicho eso.
—Por supuesto que no.
—No pongas esas palabras en mi boca.
—No se me ocurriría. —Arkady se levantó.
Decidió que ya no quería ser un aguafiestas. Ania tenía que jugar su propio juego. Quizá tenía algo que ver con casarse con un millonario.
Además, Víktor había llegado con una recomendación.
—Prueba la sopa. Creo que la revuelven con una fregona.
El coche de Víktor estaba aparcado con dos ruedas sobre la acera, a las puertas del tribunal. En el asiento de atrás había una caja de cartón que se balanceaba y maullaba.
—No la abras —dijo Víktor, y le mostró a Arkady los arañazos sanguinolentos en las manos.
—¿Copo de Nieve?
—Copo de Nieve.
La caja estaba abierta solo lo suficiente para que asomara un ojo verde enfurecido.
—¿Es blanco? —preguntó Arkady.
—Créeme.
—¿Lo encontraste cuidado por alguna dulce anciana?
Víktor se apoyó en el coche.
—Más bien no. Encontré a Copo de Nieve en los brazos de un skinhead llamado Conan en el solar en construcción de al lado del edificio de Svetlana. Aparentemente, tenían una relación. Un skinhead y una prostituta, ¿puede llegar más lejos el amor? Dejó a Copo de Nieve a su cuidado porque se iba a casa.
En la caja, el ojo verde retrocedió, sustituido por un zarpazo.
—¿Dónde está su casa?
—En Kaliningrado. Nada más específico.
—¿Tienes una identificación real de él?
—No.
—¿Qué aspecto tiene?
—Como Conan. Muchas horas en la sala de pesas, camiseta de cuero, abdominales en los que podrías abrir almejas. Muchos tatuajes, pero nazis, no de la mafia. Le prometí que encontraría un hogar lleno de ratones para Copo de Nieve.
—¿Por qué iba a darte el gato?
—Iba en moto. Se fue de allí en una Harley negra. No estaba lo bastante cerca para ver la matrícula.
—¿Dijo adónde iba?
—Mencionó Asia central.
—Mira el lado positivo, has encontrado a Copo de Nieve.
—Ahora todo lo que necesito es una armadura para abrir la puta caja. —Víktor miró a la Guarida—. ¿Qué pretende Ania con Alexéi Grigorenko?
—Investigación.
—Su padre ya no está para protegerlo, así que espero que Ania trabaje deprisa.
Noche y día, pensó Arkady.
Cuando Víktor se metió en el coche, Copo de Nieve soltó un auténtico bufido. Víktor bajó la ventanilla para decir:
—Otra cosa. A Conan le gustaba Tatiana porque ayudaba a Svetlana. Pensaba que era una santa.
El apartamento de Arkady era un fortín contra la tormenta. En ocasiones, daba la impresión de que la naturaleza estaba asediando la ciudad, que furias negras y banshees irlandesas estaban destrozando las calles. Eran las dos de la madrugada y estaba muy despierto. Había cenado algo grasiento con pan y vodka. Se le ocurrió que muy posiblemente ese podría ser su último caso, que podría cerrar su llamada carrera persiguiendo una muerte anónima. Se lo merecía. Cogió una caja de zapatos de cintas de audio que había cogido del apartamento de Tatiana Petrova y metió una en la grabadora. ¿Cómo sonaba una santa?
Apretó el Play.
Los cabrones no me dejan pasar. Lo han hecho antes. Esta vez no lo harán. Hay más de trescientos niños en la escuela y es el segundo día del asedio. He traído comida y material médico y la oportunidad de negociar. El Servicio Federal de Seguridad no quiere negociaciones. De hecho, a las tropas federales del FSB, el GRU y los francotiradores de OMON se les ha ordenado alejarse de la escuela, alejarse de cualquier comunicación. No es que tengan ningún plan aparte de la «no negociación con terroristas». Si no hay negociaciones, ¿qué? Sin negociaciones, habrá una carnicería de dimensiones terribles, pero ¿hay alguien del Kremlin aquí? Los líderes chechenos no son mejores. Podrían interceder con sus hermanos en el edificio. En cambio, siguen en silencio. Todos guardan silencio mientras se acerca la carnicería de trescientos niños.
Al final de la cinta, a Arkady se le había cerrado la garganta y descubrió que tenía el rostro humedecido de lágrimas. Un cigarrillo sin encender, seguía olvidado en su mano. Volvió a cerrar la botella de vodka y probó otra cinta.
¿Soy una inocentona? Me han pedido que forme parte del equipo de negociación. Entramos en el teatro con comida y mensajes, salimos con rehenes que han sido liberados, sobre todo mujeres, niños y musulmanes. Hasta el momento, han soltado a doscientos, dejando unos setecientos rehenes en manos de los rebeldes chechenos. Se estaba representando una revista musical cuando los rebeldes aparecieron en el escenario tan de repente que la gente pensó que formaban parte del espectáculo. El cuerpo en el pasillo nos devuelve a la realidad. Supongo que soy una de las pocas rusas en las que los chechenos tienen algo de confianza, pero sus exigencias son imposibles. Y para un negociador en una situación con rehenes es difícil tratar con alguien que quiere morir.
Diez horas de asedio. Los rehenes deben de sentirse como pasajeros en un vuelo sin destino conocido. El foso de la orquesta es su lavabo. No es tiempo de heroicidades. Un hombre rompe la barrera policial para sacar a su hijo. Un alma valiente. Los rebeldes lanzan su cadáver como si fuera basura.
Fuera, la tormenta cerró una puerta, y pareció hacer eco a un disparo de otra época.
Veintiocho horas. Las viudas negras llevan burkas negros con rendijas para los ojos. Los burkas son anchos para esconder los cinturones con explosivos atados a sus cinturas. Me asombran estas mujeres jóvenes y su misión suicida. Cierto, han perdido a sus maridos, pero tienen por delante la mayor parte de sus propias vidas. Creo que cada una de ellas vive en los sofocantes confines del ataúd de su marido, hasta que su propia muerte las libere. Conozco la sensación.
Arkady oyó voces y pisadas en el rellano cuando Ania se metió en su apartamento. Eran las tres de la madrugada, una hora compartida por los insomnes.
Se terminó —dijo Tatiana—. A las cincuenta y siete horas de asedio, el grupo de operaciones especiales introdujo un gas somnífero en el sistema de ventilación y cuando entraron las tropas rusas treinta minutos después prácticamente no hubo resistencia. Cincuenta rebeldes chechenos (incluidas las viudas negras) fueron ejecutados en el acto. Se liberaron setecientos rehenes y no se perdió ni uno solo de nuestros soldados en lo que claramente debería haber sido un triunfo en la guerra contra el terrorismo. No obstante, el gas también mató a ciento treinta rehenes; familias que todavía ocupaban sus asientos en el teatro. Centenares más necesitaron hospitalización. Hay un antídoto, pero nos han informado de que la naturaleza del gas es un secreto de Estado que no puede divulgarse. El hombre de operaciones especiales dice: «Cuando talas leña, saltan astillas».
El resto de la cinta sonaba tan bajo que estaba prácticamente en blanco, un latido en la oscuridad.