6

Cuando Arkady y Ania se sentaron a desayunar, el pan era fresco, el café estaba caliente y ella quería saber por qué él estaba estropeando una mañana perfecta yendo a reunirse con Maxim Dal nada menos que en una iglesia.

—¿Esperas una confesión? Y después ¿vais a sentaros los dos con una bufanda y una taza de té y vais a recordar los porrazos de los antidisturbios?

—No, para eso está el vodka. La iglesia fue idea de Maxim. Además, podría saber algo sobre la muerte de Tatiana que nos ayudaría.

—¿Exactamente qué estás buscando? ¿Cuál es el caso?

—El cuerpo de Tatiana ha desaparecido. Lo estoy buscando.

—¿Un investigador jefe buscando cajones en el depósito? ¿Sabes lo patético que suena?

Sonó el teléfono de Arkady.

—¿Quién es?

—Zhenia.

Miró el teléfono y lo apagó. Tenía que prepararse para una conversación con el chico más truculento sobre la faz de la tierra, así que se paralizó como de costumbre. Entre Ania y Zhenia, no creía que pudiera librar una batalla en dos frentes al mismo tiempo.

—¿Hay algún testigo además de la chica de los gatos? —preguntó Ania—. Si no recuerdo mal, los edificios que rodean al de Tatiana están vacíos.

—Casi. Nunca se sabe cuándo puede aparecer alguien, pero hay que ir puerta por puerta. No tengo suficientes hombres para hacer eso, y aunque los tuviera…

—Nadie hablaría con la policía.

—Bueno, después de la última semana ¿quién puede culparles? ¿Y el director, Obolenski? ¿Lo has visto? Creo que fue bastante valiente cuando atacaron los antidisturbios. ¿No crees que estuvo valiente?

—Mucho.

—¿Va a mantener la revista?

—Por supuesto.

—Siempre que tenga quien escriba.

—Sí. ¿Por qué ese interés repentino en Serguéi Obolenski?

Arkady se apresuró un poco, como un patinador a punto de acercarse al hielo quebradizo.

—Fui a verlo.

—¿A su oficina?

—Sé que te dio las notas finales que tenía Tatiana para escribir un artículo glorioso. También podrían ser las notas por las que murió.

—¿Cuándo ibas a hablarme de esa visita?

—¿Cuándo ibas tú a hablarme del artículo?

Arkady pensó que las dos preguntas tenían igual peso, pero ella no hizo caso de esa lógica. Al instante, el pan estaba duro, y el café, frío. Arkady nunca había sido bueno discutiendo con mujeres: se aprovechaban de pozos de resentimiento relacionados con desaires que habían estado macerándose durante años.

—¿Tienes idea de lo irrespetuoso que es eso? —preguntó Ania—. ¿Tienes idea de cuánto tiempo he necesitado para que me aceptaran como reportera? ¿O lo humillante que es que te salve un héroe de la fiscalía? ¿Y ahora quieres que renuncie al artículo más importante de mi vida?

—Solo quería decir que las notas de Tatiana podrían contener información que le costó la vida y que podría ser sensato dejar que Víktor y yo las viéramos antes.

—Serguéi me dio las notas con la condición de que no las compartiera con nadie.

—Al menos dime si había alguna mención de Grisha Grigorenko.

—No puedo decírtelo.

—O de Kaliningrado.

—¿Por qué Kaliningrado?

—No deja de aparecer. No me cabe duda de que Serguéi Obolenski es una gran director, pero cabe la posibilidad de que sea también, digamos, creativo a costa de sus autores.

Ania se apartó de la mesa.

—Puedo cuidarme sola.

—¿Como en la manifestación?

—Quizá, pero lo decido yo. No tiene nada que ver contigo. Mira, Arkady, si querías estar más implicado en mi vida, tuviste tu oportunidad.

Eso, pensó Arkady, silenciaría a cualquier hombre.

La catedral de Cristo Redentor era una copia de una iglesia demolida por Stalin para dejar sitio a una estatua de Lenin señalando al futuro, solo que la estatua nunca se erigió y el futuro soviético nunca llegó. La nueva catedral era una construcción blanca con cúpulas doradas en forma de cebolla. Grisha Grigorenko había contribuido a costear una cúpula y había cobrado su inversión con un funeral digno de la realeza.

Arkady prefería iglesias desvencijadas y llenas de humo, con sacerdotes encorvados cuyas barbas tocaban el suelo. Las abuelas visitaban las capillas de sus santos favoritos, poniéndose de puntillas para besar los libros e iconos amados. Compraban velas finas por 1, 5 o 10 rublos según la longitud. Arkady pensó que si encendía una vela por cada persona a la que Grisha había hecho daño ardería la catedral.

Comprendía por qué Maxim eligió reunirse en la catedral; era uno de los pocos lugares que ofrecía una vista de 360 grados de la ciudad. En otras palabras, uno podía ver quién se acercaba. Gitanas daban el pecho en la puerta. Mendigos pedían caridad. Los turistas estaban inmovilizados por sus guías mientras las abuelas pasaban a su lado con los pies envueltos con trapos de limpiar. Iconos de santos, profetas y apóstoles cubrían las paredes, todos en marcos dorados, hasta los más pobres. La mayoría de las figuras ofrecía una bendición lánguida y su falta de profundidad daba al visitante la impresión de estar en un castillo de naipes.

—Santa Pelagia. Una de mis mártires favoritas —dijo Maxim. El poeta señaló con la cabeza al icono de una chica estoicamente en llamas—. La martirizaron quemándola en un toro de cobre al rojo vivo. Debería ser la santa patrona de los cocineros.

—Da la impresión de que conoce a los santos íntimamente —dijo Arkady.

—Y a los pecadores. Conocía a su padre. Menudo hijo de perra era.

Arkady no podía estar en desacuerdo. Su padre había sido un oficial del ejército que nunca se había adaptado a los tiempos de paz. También era la última persona de la que Arkady quería hablar.

Maxim continuó caminando junto a la pared.

—Este es otro de mis favoritos. San Fanorio. Primero lo apedrearon, luego lo flagelaron y lo pusieron en el potro, lo aplastaron y lo quemaron con carbón. Se parece a usted.

—Espero que no.

—Debería mirarse bien de vez en cuando.

Maxim también merecía más de una mirada. De niño, Arkady había devorado historias de aventuras ambientadas en el Salvaje Oeste. Que los autores nunca hubieran estado en América no le molestaba en lo más mínimo y Maxim, con sus ojos estrechos, chaqueta de gamuza y cola de caballo tenía un encanto lobuno. Dos de las mujeres que limpiaban el suelo lo miraron y murmuraron tapándose la boca como adolescentes.

—Esto es un poco público —dijo Arkady.

—Oh, nadie presta atención. Están todos en su propio mundo, sumidos en sus profundos pensamientos religiosos. La iglesia es un teléfono estropeado; pero la gente es más lista, levanta el teléfono y escucha. ¿Ha estado escuchando?

Arkady se preguntó si Maxim estaba refiriéndose a las cintas de Tatiana que había estado escuchando hasta bien entrada la noche hasta que Maxim añadió:

—La acústica de una iglesia como esta puede llevar susurros por el aire.

—Es muy poético. ¿De qué quiere hablar?

—Mire los murales de aquí. Todos esos pliegues; Botticelli con una toalla de playa. Tengo entendido que estuvo en el funeral de Grisha Grigorenko.

—Sí.

—Eso fue antes de la manifestación por Tatiana Petrova.

—Fue un día de mucho trabajo.

—¿Recuerda dónde lo rescaté?

—Lo recuerdo y se lo agradezco otra vez.

Un grupo de turistas chinos entró en tropel en la iglesia y generaron ecos. Hombres y mujeres, todos mostraban el mismo entusiasmo y todos llevaban los mismos sombreros de fieltro.

—¿Han encontrado el cadáver? —preguntó Maxim.

—No que yo sepa.

—Obolenski me llamó para preguntarme si podía escribir un poema sobre la policía y la manifestación. Como estaba allí, perfectamente situado. Serendipia, podría decirse.

—¿Para su revista?

—Para un número especial de Ahora sobre Tatiana Petrova. Tengo entendido que su amiga Ania contribuirá con un artículo basado en las notas que consiguió Tatiana.

—¿A quién más se lo ha contado Obolenski?

—A nadie. ¿Qué dicen las notas?

—No lo sé.

—Pero las ha visto.

—Un momento. Y aunque lo supiera ¿por qué iba a decírselo?

—Está en deuda conmigo.

—¿Qué posible interés tiene en las notas de Tatiana?

—Me interesa todo de Tatiana.

—¿Por qué?

—Porque estuve enamorado de ella.

El Zil estaba anticuado, pero tenía estilo. Un chasis plateado con destellos cromados, muchos cromados. Dos faros que significaban una actitud vigilante, tapicería de cuero que ofrecía comodidad, alerones que prometían velocidad. La transmisión de botones le daba un toque futurista.

—Fabricaron un total de diez Zil en mil novecientos cincuenta y ocho. Por supuesto, traga gasolina como un borracho, pero un hombre que deja que la culpa arruine el placer es el alfiletero del destino. Adelante, usted conduce.

Fue una experiencia rara. Cuando Arkady se metió en el tráfico de Bulvárnoye Koltsó, otros coches —Mercedes, Porsche y sobre todo Lada— se apartaron.

—Se causa impresión en un coche como este —dijo Arkady.

—Esa es la idea.

El Zil también proporcionaba intimidad. Con las ventanillas subidas, lo único que oía Arkady era el susurro del aire acondicionado.

—¿Usted y Tatiana? No se ofenda, pero parece, en términos de personalidad, una pareja extraña. Por no mencionar el hecho de que usted era treinta años mayor.

—Lo sé. Nadie lo sabe mejor que yo.

—¿Dónde?

—En Sochi. En el Festival Cultural del Mar Negro. Yo estaba recitando poemas. Tatiana era estudiante de vacaciones con amigos. Ellos se fueron pronto, pero Tatiana se quedó. Algunos tipos que estaban drogados trataron de atracarla. Yo los ahuyenté. La invité a una copa, ella me invitó a mí. Una cosa llevó a la otra. Cuando terminó el festival, estábamos completamente enamorados. Para siempre.

»En Moscú todo cambió. Todo el mundo la necesitaba. Estaba implicada en todas las causas. Palestinos, africanos, cubanos. Rusos también, no podemos olvidar la reforma en Rusia. Yo me estaba ahogando y ella estaba en su salsa. Los dos lo sabíamos. Al final, no creo ni que se diera cuenta de que me había ido. Como dice el refrán: “La cabeza blanca y el seso por venir”.

Pasaron junto a galerías de arte y floristerías en Bulvárnoye Koltsó. Maxim lio un cigarrillo. Arkady rechazó la invitación. Cada vez más, el poeta le recordaba un hombre de montaña comprobando sus trampas.

—¿Por qué quiere las notas? ¿Cree que aparece en ellas? Da la impresión de que han pasado años desde la última vez que usted y Tatiana se vieron. ¿Por qué iba a escribir sobre usted?

—Hace años, luego me la encontré hace un mes. Y un par de veces después de eso. Cabe la posibilidad de que me mencione.

—Y en ese caso, ¿qué?

—Razones personales.

—Eso no basta.

—De acuerdo. Van a darme un premio en Estados Unidos. Un premio al trabajo de toda una vida.

—¿Qué significa eso?

—Básicamente que sigues vivo. Los muertos no participan. Los criterios en Estados Unidos son bajos.

—Entonces, ¿por qué hacerlo?

—El premio conlleva dinero.

—Aun así.

—Cincuenta mil dólares.

—Ah.

—Si los americanos se enteran de que estoy implicado de algún modo en un caso de asesinato puedo despedirme del premio.

—La persona con la que debería hablar es Obolenski. Es el hombre que tiene las notas.

—¿Obolenski? Cuando las ranas críen pelo. No, estoy hablando de su amiga Ania. Tengo entendido que ella tiene las notas. Le dejaría verlas.

—Lo dudo. Ni siquiera sé si todavía me habla.

—Les he visto juntos. Ella ha nacido para hablar con usted, como gotas de agua que caen de una roca. Gotean, gotean, gotean. Hacen un agujero hasta que hay espacio para la dinamita.

Habían dado una vuelta para volver al Niva de Arkady, que se hizo más pequeño en comparación con el Zil.

—Un coche fantástico —dijo Arkady.

—Y a prueba de balas. Está usted en la compañía ilustre de presidentes, déspotas y héroes cosmonautas que han hecho desfiles. —Maxim le entregó a Arkady una tarjeta de visita con la dirección y el número de teléfono tachados y un nuevo número escrito encima—. Sería aún mejor conseguir una copia de las notas.

—Con la aprobación de Ania.

—Como quiera hacerlo —dijo Maxim.

Cuando Arkady conoció a Zhenia, el chico estaba a las puertas de un albergue infantil, pasando frío. Tenía ocho años, era raquítico como un niño que empuja vagonetas en una mina de carbón y prácticamente mudo. A los diecisiete, Zhenia parecía simplemente una versión mayor de sí mismo. Era el patito feo que no se convertía en cisne y retraído hasta el punto de desaparecer. Salvo en ajedrez. En los confines de un tablero mandaba y humillaba a jugadores cuyo rango era muy superior, porque él prefería el dinero a los trofeos en los torneos.

Arkady encontró a Zhenia en una tienda de reparación de ordenadores, a una manzana del Arbat. Había tres técnicos trabajando, cada uno de ellos rodeado de bandejas de plástico llenas de diodos de color de caramelo, herramientas en miniatura y lámparas flexibles. Todos ellos llevaban cascos que los conectaban a sus mundos separados. La especialidad de Zhenia era la mejora de audio. No música, solo sonido. El humo de un narguile flotaba en el aire.

El primer hombre que reparó en Arkady se sobresaltó.

Zhenia se quitó los casos.

—No pasa nada. Viene a verme. —A Arkady le dijo—: ¿Qué estás haciendo aquí?

—¿Aquí? Llamaste y dejaste un mensaje. —Arkady siempre se sentía a la defensiva con Zhenia—. Además, quería darte las gracias por la pieza de ajedrez de chocolate que me trajiste cuando estaba en cama. Debería habértelo agradecido antes.

—No tenía tarjeta.

—No importa. Como era una pieza de ajedrez, lo adiviné.

—Sí. —Zhenia se aclaró la garganta—. Hablando de ajedrez, he tomado unas decisiones. No creo que el ajedrez me vaya a servir. Chanchullo o competición, no hay dinero, no hay dinero de verdad.

—¿Y los ordenadores?

—¿Piratear?

—Prueba con algo legal.

—No quiero un trabajo de escritorio. He estado sentado toda mi vida. Llevo desde los cinco años jugando al ajedrez. Quiero decir que he de encontrar un camino diferente. No este lugar.

—¿Y entonces? —Era una conversación con esperanza, real.

—Necesito tu ayuda.

Arkady iba muy por delante. Ya se estaba imaginando a qué universidad o instituto técnico podría presentarse Zhenia. Cómo usar la influencia que tenía.

—Lo que necesites, basta con que me lo digas.

—Genial. —Zhenia hurgó en su mochila y le presentó una carta doblada.

—¿Qué es esto?

—Léelo.

Arkady hojeó la carta. Sabía lo que era.

—Permiso parental —dijo Zhenia—. Soy menor de edad y tú eres lo más parecido que tengo a un padre. Me voy a alistar en el ejército.

—No.

—Puedo esperar siete meses y hacerlo yo mismo, pero ahora estoy preparado.

—No.

—¿No crees que sería un buen soldado?

Arkady pensó que Zhenia sería un buen saco de boxeo para los soldados.

—No es eso.

—Tú estuviste en el ejército. Tu padre fue general. He leído sobre él. Era un asesino.

—Ahora es un ejército diferente.

—¿Crees que no podré soportar las novatadas?

Arkady pensó que se trataba de algo más que novatadas. Era un sistema de brutalización en manos de suboficiales y oficiales borrachos. Eran palizas diarias con puños y sillas, que te dejaban desnudo a la intemperie en un clima gélido, y conseguían la eliminación del menor signo de inteligencia. Se trataba de un sistema que producía soldados que desaparecían, que se ahorcaban con sus cinturones o cambiaban armas por vodka.

—Dentro de siete meses…

—Ojalá estuviera aquí tu padre —dijo Zhenia—. Él me dejaría alistarme.

—Bueno, no está aquí. Está paleando carbón en el infierno. No voy a firmar nada.

Arkady trató de permanecer calmado y ser razonable, pero no sonó de ese modo, ni siquiera a sí mismo. Sonó enfadado y frustrado. Oír a su padre invocado como modelo a imitar fue la gota que colmó el vaso.

—Nunca te he pedido nada —dijo Zhenia—. Siempre me dices que quieres ayudar, pero la primera vez que te pido algo me dices que no.

Arkady buscó algo que golpear, aunque cualquier teatralidad lo habría hecho parecer ridículo. No era el padre de Zhenia, y esa era la cuestión, le tomaba el pelo por cuidarlo. ¿Para qué?, pensó Arkady. Si metes una serpiente en un tarro, nueve años después sigue siendo una serpiente. Zhenia merecía estar en el ejército. De todos modos, Arkady hizo una bola con la carta y la tiró a la papelera.

—Puedes hacerlo mejor.

—Como si fueras un ejemplo —dijo Zhenia—. Al menos el general era alguien.

El recuerdo era un fragmento de película que se repetía una y otra vez, en cada ocasión de forma un poco diferente hasta que los fotogramas se superponían. Arkady, furioso con Zhenia, recordó una historia de su propio padre sentado ante un tablero de ajedrez, bromeando, simulando que un vaso de vodka era una pieza. El oponente del general era un oficial de las SS capturado; no era un mal jugador, pero no estaba familiarizado con los efectos del vodka. Cuando perdió ya había perdido toda coherencia y el general lo dejó colgado de la horca hasta que su cuello se estiró como un chicle.