5

A la mañana siguiente, Arkady se sentía extrañamente bien. En parte se debía a la vicodina y en parte a la sensación de que había entrado en contacto directo con Tatiana Petrova y tenía una idea de por dónde empezar. Serguéi Obolenski había sido uno de los pocos hombres que habían ofrecido resistencia a las puertas del apartamento de Tatiana. También había sido el amigo más cercano de Tatiana en la revista Ahora.

—Es más bien Ahora y entonces —dijo Obolenski—. Retiramos el último número para poder repensar nuestra política sobre periodismo de investigación. Quizás hemos de poner un horóscopo en lugar de la investigación. Quizá solo imprimiremos horóscopos. No voy a hacer que el personal de la revista arriesgue sus vidas. Personalmente, he decidido que soy demasiado viejo para morir. Es muy simple cuando eres joven y no tienes familia ni obligaciones económicas. A mi edad, es un embrollo. Ningún artículo vale eso. —Obolenski se frotó los moretones en su cabeza afeitada—. No es nada comparado con un pulmón perforado. —Trajo una botella de vodka y dos vasos que sacó del cajón de un escritorio—. Normalmente, no bebo en medio de la jornada, pero como somos dos supervivientes de la batalla del Altavoz, hemos de brindar.

—¿Batalla? —Arkady pensó que era un poco exagerado.

Una pared de la oficina de Obolenski estaba cubierta de menciones de medios de comunicación y escuelas de periodismo del mundo entero. Dos fotografías eran de Obolenski y Tatiana Petrova recibiendo premios. Había un sofá de cuero desgastado; un ficus muerto acechaba en un rincón. El escritorio de Obolenski quedaba medio oculto por un ordenador y manuscritos y libros que inundaban los estantes. En total, más o menos el desorden que Arkady esperaba encontrar en la oficina del director de una revista.

—¿Qué ocurrió después de que Ania y yo nos marcháramos? —preguntó—. ¿Recuperaron las cámaras y los teléfonos móviles?

—Después de que el capitán confiscara todas las tarjetas de memoria. El capitán se lo pasó bien. Nos aconsejó no insistir con la paliza si no queríamos que repartieran en serio. ¿Repartir en serio? ¿Qué significa? ¿Qué queda después del asesinato? Entretanto, nos denunció por reunión ilegal y difamación de la presidencia. Ni una palabra sobre el ataque del que fuimos víctimas. Soy responsable de mi gente. No quiero su sangre en mis manos.

—¿Ha interpuesto una denuncia en la fiscalía?

—¿Para qué? Fiscales, investigadores, policía, son todos ladrones, con la excepción presente. —Solo dos vasos de vodka, y Obolenski se estaba emocionando—. Renko, usted y yo sabemos que nuestra manifestación era sobre algo más que Tatiana. Era sobre todos los periodistas que han sido atacados. Hay un modelo. Un periodista es asesinado; un sospechoso improbable es detenido, juzgado y declarado inocente. Y es el final, salvo que recibimos el mensaje. Pronto no habrá más noticias que sus noticias. Dicen que eso es mejor que una prensa libre, que es una prensa libre pero «responsable». —Llenó un vaso con torpeza y lo levantó—. Así que la nación sigue adelante, con los ojos vendados.

—¿Qué pasa con Tatiana?

—Tatiana era intrépida, independiente. En otras palabras, yo no podía pararla. Hacía lo que quería. Fue a Estados Unidos una vez por un gran premio humanitario, y de lo único que podía hablar al volver era de los adhesivos de los parachoques. Dijo que si tuviera un coche, llevaría un adhesivo que dijera: «Tanta corrupción, tan poco tiempo». Creo que sabía que su tiempo se estaba acabando. ¿Por qué otro motivo viviría en un edificio al lado de skinheads?

—¿La atacaron alguna vez?

—No.

—¿Es posible que la respetaran?

—¿Por qué no? Son monstruos, pero también son humanos. Siempre estaba al lado de los desamparados. —Obolenski se encorvó para acercarse a Arkady—. La línea oficial es que Tatiana saltó y no habrá ninguna investigación. Así pues, ¿qué está haciendo? La guerra ha terminado.

—La gente no sabe nada de la manifestación —dijo Arkady.

—Ni lo sabrá. Las noticias de televisión de esa noche mostraron a Putin acariciando a un cachorro de tigre y a Medvédev arreglando flores. De todos modos, Tatiana ha desaparecido otra vez.

—¿Otra vez?

—Primero estaba en el cajón equivocado. —Obolenski llenó otra vez los vasos. Hasta el borde—. Ahora ha desaparecido por completo.

—¿Qué quiere decir?

—No la encuentran. Dicen que han buscado en todas partes. Solo nos están jodiendo. Aparentemente, a las autoridades les preocupa que el lugar donde entierren a nuestra Tatiana se convierta en una especie de templo. Están haciendo malabarismos hasta que se les ocurra una respuesta.

—¿Por qué no incinerarla?

—Quizá lo han hecho, ¿quién sabe? Pero se supone que hay que preguntar a la familia antes.

—¿Tenía familia?

—Una hermana a la que nadie consigue localizar. Lo he intentado. Fui a su casa en Kaliningrado, porque si la hermana no la reclama u ocultan a Tatiana el tiempo suficiente, podría terminar en una fosa común. Una doble desaparición.

—¿Era reservada por naturaleza?

—Tenía vida privada. Desaparecía una semana y nunca decía dónde había estado. Una dama impredecible. Creo que el hecho de que fuera impredecible la mantenía con vida. Y nunca reveló sus fuentes, pero estábamos mirando las noticias y vio ese cadáver en la playa de Kaliningrado. Insistió en ir a la escena.

—¿Cómo se llamaba la víctima?

—No me lo dijo.

—¿De qué lo conocía?

—Según Tatiana, se conocieron en una feria del libro en Zúrich. Él era el intérprete de uno de los otros autores. Por supuesto, una vez que supo quién era ella, trató de impresionarla y le contó que tenía información confidencial sobre actividades criminales en Moscú y Kaliningrado. La policía ni siquiera hizo amago de investigar su muerte. Solo se llevaron el cadáver. Fueron los chicos de la playa los que encontraron su libreta entre las algas. Los demonios se la vendieron a Tatiana. Quinientos rublos por una libreta de enigmas. Ellos fueron los últimos en reír, porque es completamente inútil. —Obolenski abrió un cajón y sacó una libreta de espiral de periodista.

—¿Qué es?

—Tatiana decía que eran las notas del intérprete.

—¿Notas sobre qué?

—Dígamelo usted. Tatiana lo mantuvo en secreto. Iba a ser la cumbre de su carrera. Tatiana iba de camino a la santidad. En cambio, ahora viene la campaña de descrédito del Kremlin: pervertía a la juventud, era una agente occidental, una desvergonzada. Te echan barro encima al tiempo que te matan; así es como trabajan.

—¿Quiénes?

—Hay gente en el Kremlin que decide si un periodista está hurgando demasiado hondo o llegando demasiado lejos. Son gente a la que le gusta decir que solo un ataúd corrige una joroba.

—¿Dónde está el perro de Tatiana?

¿Polo? Con Maxim, según tengo entendido. Renko, ¿cómo es que todavía suena como un investigador?

—La costumbre. —Arkady miró despreocupadamente por la oficina. Un cactus en el alféizar parecía marchito y derrotado—. ¿Qué ocurrió con el manuscrito de Tatiana?

—Desapareció. Iba a darme un primer borrador el día que murió. Lo único que tengo es su libreta.

—¿Puedo verla?

Obolenski rio.

—Eche un vistazo.

Arkady pasó la primera página. Segunda, tercera y su confusión fue en aumento. Eran dibujos. Flechas, cajas, lágrimas, un pez, un gato y más cosas, como si alguien hubiera volcado el contenido de una caja de tipógrafo y hubiera añadido símbolos gnósticos, signos de dólar, palos y, lo más inverosímil, Natalia Goncharova, el nombre de la mujer infiel por la que el poeta Pushkin perdió la vida.

—¿Qué significa? —preguntó Arkady.

—¿Quién sabe? —Obolenski recuperó la libreta y volvió a guardarla en el cajón—. Lo siento, la guardo para la periodista que he asignado a un artículo de seguimiento sobre Tatiana.

—Pensaba que después del ataque en la manifestación iban a dejar de causar problemas.

—Lo hemos hecho, lo hemos hecho. No obstante, tenemos a una periodista que está ansiosa por intentarlo. ¿Cómo iba a negárselo?

—¿Quién?

—Ania. Es su gran oportunidad, ¿no cree?

El coche de Arkady acababa de salir del taller, y ahora que lo había recuperado estaba nervioso como un padre. Cada vehículo pasaba a un milímetro de la piel de otro. Otros conductores no establecían contacto visual ni mostraban la menor indulgencia.

Víktor se regodeó.

—Es como correr delante de los toros en Pamplona, pero a cámara lenta. Me alegro de volver a ver tu coche. Un poco machote para mi gusto, no sé si me explico.

—Ni idea.

—El problema es que el comisario dice que como la muerte de Tatiana Petrova fue claramente un suicidio no hay base para una investigación posterior. Eso significa que no hay declaraciones ni citaciones ni abogados. El cadáver ha desaparecido. El comisario me lo ha negado. Hemos superado con creces nuestra cuota de nada. ¿Adónde vamos?

—A ver a nuestra testigo.

—¿La vecina? ¿Svetlana?

—Te dije que oyó gritos.

—Vale, digamos que tienes permiso para una investigación (que no lo tienes, pero no importa), ¿ella vio algo? ¿Estaba bajo los efectos de alguna droga? ¿Puede jurar a qué hora fue? ¿Estaba con un cliente? Menudo testigo.

—Necesitamos más, estoy de acuerdo.

—¿Más?

—Deberíamos hablar con todos los colegas y amigos de Tatiana para comprender su estado de ánimo. Además, estaba investigando una muerte en Kaliningrado. Tenía una docena de batallas abiertas.

—Arkady…

—Y parece que ha paralizado un proyecto inmobiliario muy caro.

—Arkady, odio decir esto, pero el caso está cerrado. La investigación ha terminado. No solo eso, sino que parece un suicidio. Llegó a casa sola, cerró la puerta y saltó por el balcón. Sola. No confiaba en nadie, y dadas las circunstancias tiene mucho sentido. Es como si toda la ciudad fuera a por ella. La empujaron a ello.

—Confió la llave del apartamento a su vecina.

—Una chiflada, por desgracia. Es hora de que vuelvas a ponerte en marcha, pero con un homicidio real. Sin cadáver no hay caso. Empezaremos despacio con asalto con agravante e iremos subiendo. O, en un nivel personal, ¿por qué no descubrir quién te pisó? He hecho algunas llamadas en relación con la manifestación mientras tú estabas en cama.

—¿Y?

—La mitad de la gente que dijiste que estaba en la manifestación niega haber estado allí. Las únicas dos personas que apoyan de verdad la acusación son Ania y Obolenski, pero eso vende revistas, ¿no?

—¿Qué pasa con Maxim Dal? Nos rescató.

—Ha desaparecido. Si se lo preguntas a cualquiera salvo a Ania, Obolenski y tú, no hubo manifestación. Es como ese viejo dicho sobre un árbol caído en el bosque; si nadie lo oyó, ¿hubo un sonido?

—¿Y si te cae encima?

Mientras subían despacio los seis pisos hasta el apartamento de Svetlana, Víktor resopló y dijo:

—Mira, te eché de menos de verdad mientras estabas en cama. Ahora ya no estoy tan seguro.

Había un recibo para el «ocupante» pegado a la puerta de Tatiana. Lo emitía la Sociedad Renacimiento de Curlandia por el contenido del apartamento, que podía ser recuperado en el plazo de un mes previo pago de una tarifa de almacenamiento. Después de treinta días, el contenido sería destruido.

La puerta se abrió nada más tocarla.

El apartamento de Tatiana estaba vacío. Muebles, aparatos electrónicos, se habían llevado hasta las alfombras. Libros, fotografía, música… no quedaba nada. Cada pisada resonaba en habitaciones convertidas en charcos de luz de última hora de la tarde y motas en movimiento.

—¿Sociedad Renacimiento? Suena bonito —dijo Arkady—. Pienso en Leonardo, Miguel Ángel, Bernini.

—Yo pienso en los Borgia —dijo Víktor—. Recapitulando, no tenemos testigo, no tenemos cadáver y ahora no tenemos escena del crimen.

—No te falta razón.

—Te diré lo que sí que tenemos. —Víktor olisqueó el aire al volver a salir al pasillo—. Gatos.

Había cinco gatos en el apartamento de Svetlana. No los habían alimentado ni habían cambiado el cajón de arena desde al menos un día y se reunieron en torno a Víktor mientras este vertía leche en un plato. Víktor, de manera harto extraña, era amante de los gatos. No admiraba los gatos peludos persas ni los exóticos siameses, sino los salvajes supervivientes de la calle. ¿Comían pájaros cantores? Que lo hicieran. El ave favorita de Víktor era el cuervo.

Svetlana se había ido. Como Arkady recordaba, acampaba en el apartamento más que vivir en él. No habría necesitado más de diez minutos para reunir todas sus pertenencias en una maleta. Los gatos maullaban y ronroneaban en torno al bol, con puntitos de leche en los bigotes.

Había seis gatos en su primera visita. Faltaba Copo de Nieve, el favorito de Svetlana. Se le ocurrió a Arkady que una mujer que se lleva a su gato no ha sido raptada. Había huido.

—Deja que te recuerde —dijo Víktor— que aunque las paredes estuvieran salpicadas de sangre, no tendrías autoridad para hacer nada hasta que el fiscal te asignara el caso. No lo has visto desde hace semanas.

—Bueno, lo he descuidado —reconoció Arkady.

Como Arkady no jugaba al golf, no sabía cuántos swings podía hacer un jugador para sacar una bola del tee. Los swings del fiscal Zurin solo se hacían más erráticos con cada intento.

—No ha de quedarse aquí como un buitre, Renko. Lo estaba haciendo perfectamente bien antes de que apareciera.

—¿No es así como funciona?

Así que ese era el famoso club de golf del fiscal. El funcionamiento era sencillo: una jaula abierta por delante y trozos de hierba artificial entre un concesionario de coches y un circuito de paintball. El campo estaba iluminado y había señales que marcaban la distancia desde el tee: «100 metros», «150», «200». Para Zurin era casi como si dijeran «Marte», «Saturno», «Júpiter». El problema era que parecía un jugador de golf de verdad; alto, moreno y con el cabello plateado. Igual que parecía un fiscal de verdad.

—¿Ha probado el paintball? —preguntó Arkady.

—Al grano, ¿qué quiere?

—Quiero informarle de que he vuelto al trabajo.

—Tiene una semana más de baja médica.

—Ya he descansado suficiente. He tratado de localizarle por teléfono. Le he dejado mensajes.

Zurin miró en dirección a Víktor y el Niva.

—Puede pasar por la oficina y recoger su correo, pero no tengo ningún caso para investigar. Todos los demás están en un equipo. No puedo romper equipos. La verdad es que no hay nada para usted en este momento.

—Encontraré algo.

—¿Como qué?

—Un cadáver del depósito. Parece que lo han extraviado.

—¿Homicidio?

—Suicidio —lo tranquilizó Arkady.

Vio que Zurin repasaba mentalmente las noticias, inseguro de si se trataba de un regalo del cielo o una trampa.

—¿Sabe?, cuando se mete en manifestaciones radicales y peleas callejeras, se refleja en toda la oficina. Somos rehenes suyos. Sus colegas están hartos del melodrama de su vida. Encontrar el cadáver de un caso de suicidio no va a cambiar nada, ¿no? Los muertos, muertos están. —La atención del fiscal flaqueó al sentir la llamada del tee. Le quedaba medio cubo de bolas—. Si quiere perseguir un cadáver, adelante. Es su estilo, un gesto completamente inútil. Pero, por favor, al menos fiche en la oficina como si trabajara allí.

Arkady pensó que solo podían ocurrirle cosas malas cuando iba a la oficina. Había sido Plutón, un bulto de hielo en el espacio exterior, satisfecho en su oscuridad. Sin embargo, bastó dar un paso en la oficina para encontrarse con toda la fuerza de la gravedad. Memorandos, notas y recordatorios se apilaban en su escritorio y la doctora Kórsakova estaba esperando en un sillón con radiografías en su regazo.

—Qué placer —dijo Arkady.

—Y también una sorpresa, estoy segura. Aparentemente es un fantasma o ha estado evitándome.

—Nunca.

Quería ofrecerle té, pero su tetera eléctrica había desaparecido. Kórsakova había tratado a Arkady por una herida de bala, una herida en el cerebro que debería haberle matado y lo habría hecho si la bala no hubiera sido una reliquia degradada por el tiempo. En lugar de abrir una vía en la cabeza de Arkady, varios fragmentos habían quedado alojados entre el cráneo y la corteza cerebral, y habían causado una hemorragia suficiente para justificar un drenaje y abrirle el cráneo. Desde entonces, la doctora se interesaba por la salud de Arkady.

—Bueno, aquí estamos, le ofrecería té y algo para comer, pero el armarito parece vacío.

—No todo el mundo al que disparan en la cabeza tiene una segunda oportunidad. Debería apreciar eso. ¿Recuerda sus dolores de cabeza?

El término médico era síndrome de vasoconstricción cerebral reversible, un aullido repentino en medio de la noche que marcaba el inicio de una hemorragia cerebral. Arkady lo recordaba.

—Con cautela —dijo la doctora Kórsakova— puede que no haya nada por lo que alarmarse. ¿Está prestando atención?

—Estoy fascinado. Me ha dicho que no me preocupe, que probablemente no ocurrirá nada.

Ella se levantó para sacar las radiografías y reordenó el escritorio de Arkady de manera que la lámpara quedó mirando hacia arriba.

—¿No le importa?

—En absoluto.

—Hace seis meses. —Sostuvo una radiografía sobre la luz y luego una segunda sobre la primera—. Hace una semana.

Las radiografías se fundían en un único cráneo luminoso, similar en todos los detalles, salvo por una manchita blanca marcada con un círculo en cada placa.

—Algo se ha…

—Movido —dijo la doctora Kórsakova—. Nunca sabemos cuándo una partícula así se desplazará o en qué dirección lo hará. Aparece metralla en veteranos de guerra después de cincuenta años. Sabemos que la violencia no ayuda. ¿Lo tuvo en cuenta cuando se unió a la manifestación por Tatiana Petrova?

—Era una reunión pública.

—Era una manifestación y para usted podría haber resultado fatal. Nadie sabe qué dirección podría tomar esa partícula. Ahora mismo, los fragmentos se dirigen al lóbulo frontal. Podría experimentar confusión, náuseas, cambios de personalidad.

—Puedo vivir con eso. Quién sabe, puede que sea para mejor. —Abrió con rapidez los cajones hasta que encontró un cenicero y un paquete de cigarrillos.

La doctora Kórsakova se levantó de repente.

—¿También va a fumar?

—Mientras pueda, como un carretero.