Dos costillas rotas cambian la perspectiva de una persona. Un paseo por la calle se convierte en un desastre potencial. Un chico en un monopatín era un toro suelto. Conducir el Niva de cambio manual exigía una retahíla de obscenidades. Sonó su móvil. La doctora Kórsakova, una cirujana cerebral a la que conocía. Otra opinión que no necesitaba. Arkady no respondió.
El edificio de Tatiana y el terreno que lo rodeaba parecían aún más vacíos que en su anterior visita. No había más que ancianas que se inclinaban de un lado a otro al arrastrar sus carritos de la compra. Un verdadero callejón sin salida.
Arkady pulsó todos los timbres del edificio antes de que llegara a la puerta de la calle una chica vestida con un poncho. No tendría más de veinte años, guapa a la manera de una pilluela de la calle, con una costra de rímel en torno a los ojos y el pelo tan fino como pelusa de un pollito.
—¿Otro investigador? —dijo—. Si viene por Tatiana, llega una semana demasiado tarde. Si ha venido por el edificio, vuelva a encender la electricidad.
—No he venido por el edificio.
La chica explicó que los constructores habían estado tratando de deshacerse de Tatiana desde hacía meses.
—Desconectaron el ascensor y la calefacción. Mire este vestíbulo. Solo hay basura y palabras sucias. Los buzones están arrancados. Es un asco. Al menos los gatos mantienen a las ratas a raya.
—¿Quieres decir que no hay nadie más en el edificio?
—No, ahora que falta Tatiana.
—¿No hay personal?
—No.
—¿En qué piso estás?
—El sexto, el último. Justo enfrente de ella.
¿Qué más?, pensó Arkady.
—¿Te llamas…?
—Svetlana.
—¿No trabajas hoy?
—No lo sé, ya veremos.
Las escaleras estaban etiquetadas con sugerencias de lo que la gente podía hacerse a sí misma, junto con declaraciones en pintura roja que decían «Spartak es el amo» y «Puto Dinamo». Al seguir a Svetlana, Arkady se dio cuenta de que la joven estaba poniendo más oscilación en sus pasos de lo que era estrictamente necesario. Estás revolviendo una olla fría, pensó. Gracias por intentarlo.
—Así que erais vosotras dos contra el mundo.
Como si Tatiana necesitara más enemigos, pensó Arkady. Podían retirar los escombros y construir un megacentro comercial o un club de fitness exclusivo. Si Svetlana era de fiar, ella y Tatiana debían de haber sido un obstáculo exasperante.
—¿Estabas aquí cuando ella murió? —preguntó Arkady.
—¿La noche que cayó por la ventana? La oí entrar alrededor de medianoche. Eso no era inusual, solía trabajar hasta tarde. Era famosa, ¿sabe? No tenía que vivir aquí. Una vez se lo pregunté y dijo que le gustaba joder al sistema.
Las costillas de Arkady protestaban a cada peldaño y estaba sudando en el tercer piso.
—¿Está bien? —Svetlana miró atrás.
—Perfecto. ¿Hablaste con ella esa noche?
—No, pero la oí entrar.
—¿Sola?
—No estoy segura, solo la oí en el pasillo.
—¿Y no entró nadie después?
—No.
—Erais amigas.
—Nadie lo habría creído, la verdad, siendo ella quien era y tal. Siempre traía leche para mis gatos. Lo único que tenía que hacer era abrir su puerta y los gatos empezaban a maullar.
—¿Estabas sola?
—Oh, sí.
—¿Cómo os conocisteis? —preguntó Arkady—. ¿En el mercado de pescado? ¿En una comisión de inquilinos?
—No tanto. En un apeadero.
Un «apeadero» era donde los hombres recogían a las prostitutas. Podía ser un paso elevado, un paso subterráneo peatonal, un parque infantil…
—Tuve una pelea con un tipo y no estaba en buen estado. Tatiana me vio y me llevó a su casa.
—¿Sin más?
—Sin más. Ella tenía dos apartamentos y me puso aquí, enfrente del suyo.
—¿Por qué tenía dos apartamentos?
—No lo sé.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con ella?
—El día del accidente, hace una semana.
—¿Cómo estaba? ¿Contenta, normal, deprimida?
—De bajón. Dijo que los gatos percibían que algo iba mal. Maullaban todo el día. Bueno, ya hemos llegado.
Arkady se apoyó en la pared y calculó cuánto se tardaría en bajar hasta la calle. Había un precinto policial pegado en el marco y la puerta, que estaba cerrada. No había señales de una entrada forzada.
—Entonces, ¿la policía tenía llave?
—Supongo. Ella siempre cerraba la puerta.
—¿De dónde sacarían la llave?
—¿Por qué está haciendo todas estas preguntas? Todo el mundo dice que fue un suicidio.
—¿Podemos hablar en tu apartamento?
Svetlana se mostró reacia.
—No lo sé. ¿Esto va a meterme en líos? Tatiana me enseñó mis derechos. No estoy obligada a dejar pasar a nadie.
Arkady estornudó.
—¿Cuántos gatos hay? —preguntó.
—Seis. ¿Le gustan los gatos? Siempre he pensado que son buenos jueces del carácter. Ha de dejarlos que acudan a usted.
—Oh, acuden. —Según la experiencia de Arkady, los gatos sabían al instante qué personas eran alérgicas y gravitaban hacia ellas—. Mira, soy como la mayoría de la gente. En ocasiones olvido mi llave o no consigo encontrarla, así que doy una copia a un vecino. Ahora, eres la única aquí. Estabas haciendo un favor a Tatiana.
No hubo respuesta.
—El informe policial decía que una vecina oyó gritos —continuó Arkady—. Eras tú, ¿no? —Le dio tiempo para responder antes de añadir—. ¿Los gritos empezaron dentro o fuera del balcón?
Svetlana se limpió la nariz.
—¿Gritó o chilló? Hay una diferencia.
Las lágrimas nublaron los ojos de Svetlana, pero no dijo nada.
—¿Gritó tu nombre? Eras la única persona del edificio. ¿No sabía que estabas en casa?
—Le conseguiré la llave —dijo Svetlana.
Ya está, pensó Arkady, no mucho más cruel que arrancar la respuesta con un cuchillo. Necesitaba la llave. Para un investigador, eso lo excusaba todo, y cuando Svetlana abrió la puerta de su casa, entró tras ella.
Se había hecho un intento modesto de convertir el salón en un serrallo. Colchas indias baratas colgaban de las paredes y por encima de una cama estrecha. Había una lámpara de lava en una mesita de noche, con la lava agolpada en la parte inferior. Por lo demás, Arkady no vio nada que no pudiera meterse en una maleta para salir corriendo. Y gatos. Envolvieron los pies de Arkady, maullando lastimeramente. Mientras Arkady se quedaba inmovilizado, Svetlana fue a una habitación contigua y regresó con una llave brillante y recién hecha.
—¿Una copia nueva? —preguntó Arkady.
—Soy muy desorganizada. La pierdo todo el tiempo.
La mayoría de los gatos tenían rayas grises, pero había uno atigrado y otro blanco.
—Se ganan el sustento. Cada noche los saco a cazar ratas, salvo a Copo de Nieve. —Levantó el gato blanco—. A Copo de Nieve le gusta esconderse y quedarse atrás.
—¿Tú encontraste el cadáver?
—Sí. No había nadie más para oír su grito.
—¿Qué oíste exactamente?
Svetlana dejó al gato en el suelo.
—Ruidos.
—¿Qué ruidos?
—No lo sé. De mover muebles.
—Era tu amiga. ¿No fuiste a su puerta a preguntar por qué estaba moviendo muebles a medianoche?
—No.
—¿Llevaba hombres a su apartamento alguna vez?
—Por supuesto. Era una escritora muy ocupada. Es lo que tiene ser como yo o una escritora como ella, los encuentras de todas clases.
—¿De todas clases?
—Estaba metida en muchas causas.
—¿Como por ejemplo…?
—Chechenos, criminales, veteranos.
—¿Tipos violentos?
—Claro.
—¿Eran violentos con ella?
—No. De todos modos, la policía dijo que fue suicidio.
—Después de mover sus muebles.
—La policía dijo que tenía la puerta cerrada. Estaba sola.
—Eh, ¿conoces los nombres de esos agentes?
—Solo policía. Me preguntaron mi nombre por si tenían que hacerme preguntas.
—¿Las hicieron?
—No. Al menos la cubrieron con una sábana.
—¿Pero tú la identificaste antes?
—Sí. Qué desastre.
—Siento que tuvieras que ver eso.
—Gracias. Es el primero en decirlo.
Las preguntas de Arkady eran repetitivas, casi confusas. Era como caminar en torno a un caballo antes de comprarlo. Desde que Svetlana oyó el grito hasta que encontró el cadáver ¿cuánto tiempo pasó? ¿Cinco minutos? ¿Diez?
—Más bien cinco.
—¿Tardaste cinco minutos en reaccionar?
—Supongo que sí.
¿Una mujer joven y sana tardaba tanto en bajar seis tramos de escaleras? Si Svetlana era una testigo fidedigna, como mínimo su historia tenía agujeros y elipsis.
—¿Estás segura de que estabas sola en tu apartamento?
—Sí, se lo he dicho antes.
—Bien. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar aquí?
—No lo sé. Voy día a día.
O minuto a minuto, pensó Arkady. Apuntó el número de móvil de la chica y le dio su tarjeta.
—Si recuerdas algo más, llámame.
—Esos cinco minutos —preguntó Svetlana—, ¿cree que todavía estaba viva?
—¿De esa caída? Creo que murió al instante. No creo que sintiera nada.
—¿Quién haría eso?
—No lo sé, creo que Tatiana Petrova tenía tantos enemigos que tropezaban unos con otros.
—¿Por qué le importa?
—No me importa. Simple curiosidad. —Se le ocurrió una idea de última hora—. ¿Cómo se llevaban tus gatos con su perro? Vi un perro en fotos de ella.
—¿Su doguillo? ¿El pequeño Polo? Menudo cobarde. No se atrevía a entrar aquí.
Arkady hizo una pausa para ponerse guantes de látex antes de abrir la puerta. Tenía grandes esperanzas. Confiaba en que el apartamento fuera un reflejo de una mente bien ordenada, y las superficies limpias significaban buenas huellas dactilares.
Las cortinas del balcón estaban cerradas y la luz solo se filtraba por las rendijas. Pulsó un interruptor sin ningún efecto y recordó que habían cortado la electricidad del edificio. El haz de su linterna avanzó en zigzag hasta encontrar los cables colgando de un aplique en el techo. Enfocó al suelo y descubrió que no podría moverse sin pisar libros abiertos o cristales rotos. Desplazó el foco de la linterna por la habitación hasta un sofá que estaba boca abajo y abierto, derramando espuma. A su lado, había un escritorio en el que faltaban los cajones. Arkady vio carpetas apiladas fuera de los archivadores. Los estantes estaban vacíos y había papeles sueltos por todas partes. Cajas de zapatos esparcidas contenían cintas de audio que se remontaban veinte años atrás según sus etiquetas. Los restos flotantes del naufragio de una periodista profesional.
Arkady avanzó a pasos largos y cautelosos hasta la cocina. Todo lo que había estado en un cajón o un armario se encontraba en el suelo. Los cuchillos brillaban a través de una mezcla de yogur, helado derretido y cereales de desayuno. Habían apartado tanto la nevera como la cocina económica. Dos boles para el perro, uno boca abajo. En el cuarto de baño, habían vaciado el botiquín en el lavabo. En el dormitorio habían cortado en filetes el colchón y habían tirado el armario al suelo.
Arkady cruzó hasta el balcón y abrió las puertas. Esa había sido la última visión de Tatiana, más inhóspita de lo que Arkady había anticipado, lejos de las torres de cristal de los millonarios. Incluso con las puertas cerradas, en el balcón solo había espacio para dos personas. Una placa en la barandilla decía: POR FAVOR NO PONGA OBJETOS EN LA CORNISA. Buena idea, pensó Arkady. En el rincón del balcón había un cenicero y un geranio marchito en una maceta.
Regresó a la sala, aplastando en el suelo una caja de zapatos llena de cintas de casete, y recogió una grabadora. Esperaba que no hubiera pilas. En cambio, oyó el tableteo de una ametralladora y la voz de una mujer dijo: «Ambos bandos tienen las mismas armas, porque nuestros soldados soviéticos han cambiado sus armas por vodka. Aquí en Afganistán, el vodka es el gran igualador». Arkady probó otra cinta. «Las sirenas que se oyen son ambulancias llevando niños a un hospital que ya está sobrecargado de bajas, más de doscientas hasta ahora. Ahora está claro que no había plan de rescate. El primer ministro todavía no ha visitado la escena». Y una tercera: «La bomba explotó en la hora punta del metro. Hay cadáveres y partes de cadáveres por todas partes. Estamos tratando de acercarnos, pero algunos túneles están tan llenos de humo negro que es imposible respirar o ver». Historia acelerada.
Puso una nueva cinta. Al principio pensó que estaba en blanco y entonces escuchó la voz baja y suave de Tatiana. «La gente me pregunta si merece la pena».
Una pausa, pero sabía que Tatiana estaba allí al otro lado de la cinta. Podía oírla respirar.