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Ania era una enfermera pésima. Cuando trataba de cocinar, Arkady olía a comida quemada y la oía maldiciendo las ollas y sartenes. Si Ania estaba escribiendo en el apartamento de Arkady, este olía sus cigarrillos y la escuchaba maldecir a su portátil. Pero le sorprendió su paciencia. Habría esperado que ella, como un gato, pasara a otra cosa. Aunque tenía trabajos —un desfile de moda, un ensayo fotográfico sobre la mafia—, Ania pasaba varias veces al día para ver cómo estaba Arkady.

—Me echarías de menos si no viniera. En el fondo eres un romántico —dijo ella.

—Soy un cínico. Creo en accidentes de coche, desastres de avión, niños desaparecidos, autoinmolación, ahogamiento con almohadas.

—¿En qué no crees?

—No creo en santos. Hacen que maten a la gente.

—No es gran cosa —dijo Víktor cuando lo visitó—. Me parece que estás montando mucho escándalo por un par de costillas rotas. ¿Qué demonios te pasa, por cierto?

—Un pulmón perforado. —Un par de días con una válvula en el pecho y el pulmón volvería a inflarse por sí solo.

—Es como visitar a la dama de las Camelias. ¿Te importa? —Víktor levantó un paquete de cigarrillos.

Por una vez, Arkady no tenía ganas de fumar.

—Así que es un suicidio.

—O asesinato —dijo Arkady.

—No, lo he oído por la radio. El fiscal ha determinado que Tatiana Petrova se tiró por la ventana. Decían que estaba deprimida. Por supuesto que estaba deprimida. ¿Quién no está deprimido? Cualquiera con ojos para ver y oídos para oír está deprimido. El planeta está deprimido. El calentamiento global no es más que eso.

Arkady lamentaba no tener esas percepciones. Su mente estaba colgada en los detalles. ¿Qué pasaba con los vecinos? ¿Quién oyó los gritos? ¿Qué gritó?

Arkady notaba que los calmantes le proporcionaban una euforia apagada. Sabía que Zhenia había pasado por allí, porque había una gran pieza de ajedrez de chocolate envuelta y con un lazo en su mesita de noche. Arkady tenía el sueño ligero, pero Zhenia era escurridizo como un leopardo de las nieves.

Un hombre confinado a una habitación se convierte en un meteorólogo. A través del vidrio de la ventana examina las nubes, traza el paso majestuoso de un cumulonimbos, se fija en el inicio de un chaparrón. La pared del dormitorio se convierte en una pantalla en la que él proyecta sus «¿Y si?». ¿Y si hubiera salvado a esta mujer? ¿O la hubieran salvado? Una persona en esta situación agradece el estallido y el estruendo de una tormenta. Cualquier cosa que interrumpa una revisión de su vida: Arkady Kirílovich Renko, investigador jefe de Casos Especiales, miembro de los pioneros y de la generación de la juventud dorada y, por suerte o por desgracia, un experto en autodestrucción. Su padre, militar, se voló la cabeza. Su madre, más digna, se cargó de piedras y se ahogó. Arkady también había tenido esa clase de escarceos, pero lo habían distraído en un momento crítico y con eso pasó su fiebre suicida. Aun así, con toda esta experiencia y pericia, se consideraba un buen juez del suicidio. Defendía el honor de la gente que se suicidaba, el compromiso que exigía el suicidio, el aislamiento y el sudor, la voluntad de seguir y abrir un segundo frasco de somníferos o hacer una incisión más profunda en la muñeca. Se habían ganado el título y le ofendía la impostura de camuflar el asesinato como algo que no era. Tatiana Petrova no se había suicidado, igual que no habría volado a la luna.

Después de retirar el tubo del pecho de Arkady, el médico había dicho:

—Pondremos una venda compresiva limpia cada día. La perforación se curará sola. Sus costillas también sanarán, si las deja. No haga giros, no levante pesos, no fume ni haga movimientos bruscos. Piense en usted como en una taza rota.

—Lo haré.

Arkady había pedido a Víktor que repasara los archivos de la policía y elaborara una lista de enemigos de Tatiana Petrova.

—Por cierto, tienes un aspecto horrible —dijo Víktor.

—Gracias.

Hasta ahí las cortesías de rigor. Víktor se sentó junto a la cama y abrió en abanico un fajo de fichas.

—Coge una ficha, la que quieras.

—¿Es un juego? —preguntó Arkady.

—¿Qué otra cosa va a ser? Siete personas con excelentes razones para matar a Tatiana. —Dio la vuelta a una ficha que llevaba grapada una foto en color de un hombre bronceado, de pelo largo y oxigenado, y ojos evasivos—. Ígor Mulóvich amenazó a Tatiana en un juicio. Había reclutado a mujeres jóvenes como modelos y las vendía como carne en los Emiratos.

—Lo recuerdo —dijo Arkady.

—Deberías. Lo detuvimos nosotros, pero fueron los artículos de Tatiana los que lo condenaron. Cumplió un año en prisión. Compró a un juez en la apelación, lo pusieron en libertad y lo atropelló un camión, así que le salió el tiro por la culata.

Víktor entregó otra ficha y otra cara familiar. Aza Baron, antes Baranovski, un corredor de bolsa cuyos clientes disfrutaban de rendimientos fenomenales hasta que Tatiana Petrova dejó al descubierto su plan piramidal.

—Baron está en Israel luchando para que no lo extraditen.

Dio la vuelta a la tercera ficha.

—Tomski. El pez gordo en persona —dijo Arkady.

—Sí.

Kazimir Tomski, viceministro de Defensa. Apenas había entrado en el juego cuando un carguero ruso tuvo que desviarse a un puerto de Malta. Su carga se había desplazado en una tormenta y hubo que reestibarlo. En la operación, se volcó una grúa del muelle y se rompieron cajones de embalaje etiquetados como «Electrodomésticos». Sin embargo, lo que cayó eran lanzacohetes. Todos sabían que las armas las vendían ilegalmente hombres altos y bajos en el Ministerio de Defensa. Tatiana les puso nombres.

Tomski cumplió condena en prisión. Fue puesto en libertad diez días antes de que mataran a Tatiana Petrova.

—Decididamente, un candidato —dijo Arkady.

—Salvo que fue directamente a Brighton Beach para vivir con su madre. Lástima, era un sospechoso encantador.

—¿Quién queda?

—Los Shagelman.

—Marido y mujer.

—He oído que ella es una cocinera excelente, siempre que no te importe encontrarte dedos en el estofado. Una vieja dama encantadora que quiere transformar el barrio de Tatiana en un centro comercial con balneario. De juicio en juicio, Tatiana estaba costando al proyecto una fortuna en sobornos, préstamos y abogados. Conocía bien la ley. Los Shagelman quieren arrasar y despejar el terreno cueste lo que cueste antes de que llegue el invierno. Para ellos es una decisión de negocios, nada personal.

»Luego está el comodín. —Una tarjeta negra apareció en las yemas de los dedos de Víktor.

—¿Quién es?

—No lo sé. Alguien al que ella abrió la puerta. Un amigo en el que confiaba.

—¿Y Grisha? Tatiana escribió un artículo sobre él hace un año que casi lo dejó al descubierto.

—Grisha ya estaba muerto.

—¿No te parece interesante que hayan muerto con un día de diferencia entre uno y otro? Es toda una coincidencia.

—La coincidencia es relativa. Cuando voy a un bar, es el destino. Si tú también estás allí, es coincidencia. —Víktor volvió a sus fichas—. La cosa mejora. Están Simio Beledon y Abdul, la superestrella chechena. Echaré un vistazo.

—Dame un día y lo haremos juntos.

—¿Te refieres a un día sobrio? Dame un poco de confianza.

—Toda la fe del mundo.

En cuanto a él, Arkady sabía que debería dejar la fiscalía. Debería haberlo hecho años antes, pero siempre había una razón para quedarse y una apariencia de control, como si pudiera decirse que un hombre cayendo con un yunque en las manos tiene el control.