Cuando Arkady alcanzó a los manifestantes, el grupo se había incrementado hasta un centenar de personas y acababan de llegar a su destino, el callejón donde la periodista Tatiana Petrova se había precipitado al vacío la semana anterior. Los edificios eran todos iguales: seis pisos de cemento gris, con árboles jóvenes muertos que habían sido plantados y olvidados. Excrementos de ave cubrían un banco y un balancín. En cambio, habían limpiado y blanqueado los escalones delanteros, donde había caído Tatiana Petrova.
No habían detenido a nadie, aunque un periodista de televisión que estaba con los manifestantes especulaba con voz entrecortada con que el estilo de periodismo de confrontación de Petrova tenía sus riesgos. No podía desdeñar la posibilidad de que la periodista se hubiera quitado la vida con fines publicitarios. Oficialmente era suicidio.
Lo que había captado la atención de Arkady era que los vecinos de Tatiana Petrova la oyeron gritar. El suicidio normalmente requiere concentración. La gente que se suicida cuenta pastillas, mira con fascinación el charco de sangre, se lanza al vacío en silencio. Rara vez grita. Además, Arkady no veía ningún vecino. Era la clase de suceso que debería haber atraído mirones a las ventanas.
Los manifestantes encendieron velas y alzaron fotografías que mostraban a Tatiana como una mujer despreocupadamente bonita ante un escritorio, leyendo en una hamaca, paseando a un perro, en la línea del frente de una zona en guerra. El director de su revista, Serguéi Obolenski, estaba en la primera fila de la multitud. Era fácil de localizar por su cráneo afeitado, barba recortada y gafas de montura metálica. Él y Arkady se habían visto una vez y se despreciaban mutuamente.
—¿Dónde está Tatiana? —preguntó el director mediante un megáfono—. ¿Qué están tratando de esconder?
Ania y su cámara parecían estar en todas partes al mismo tiempo. Arkady tuvo que agarrarla de la manga.
—No me hablaste de esto.
—Me habrías pedido que no viniera —dijo—. Así no discutimos. La policía asegura que saltó desde su balcón y se quitó la vida. Exigimos una autopsia independiente, y ahora dicen que no encuentran el cadáver. ¿Cómo pueden perder un cadáver?
—Han perdido cadáveres durante años. Es una de sus funciones. Y otra cosa, ¿tenéis permiso para esta manifestación? Sin un permiso podría considerarse una provocación.
—Es una provocación, Arkady. Siguiendo el espíritu de Tatiana Petrova, se trata precisamente de eso. ¿Por qué no te unes a nosotros?
Mientras Arkady vacilaba, apareció Obolenski.
—Ania, ¿qué estás haciendo aquí atrás? Te necesito delante sacando fotos.
—Un momento, Serguéi. ¿Te acuerdas del investigador Renko? Se manifestó con nosotros.
—¿Ah, sí? La manzana buena entre las podridas. Veremos si es cierto o no. —Obolenski ofreció a Arkady un saludo burlón antes de pasar a dar la bienvenida a la manifestación a un grupo de estudiantes universitarios.
—Tendremos doscientos manifestantes al menos —le dijo Ania a Arkady.
—Deberías habérmelo dicho.
—Sabía cuál habría sido tu respuesta y no me has decepcionado.
Todo era simple para ella, pensó Arkady, o negro como el carbón o blanco como la nieve. Le llevaba ventaja, porque él nunca lograba esa pureza de convicción. Si ella era una niña malcriada, él era un aguafiestas. Como periodista, Ania quería estar cerca de la acción, mientras que Arkady era un hombre en retirada. Ella no fingía ser fiel y él no esperaba que lo fuera. Eran amantes interinos. Simplemente se daba el caso de que los márgenes de sus vidas se solapaban. No había expectativas.
—Vete a casa, Arkady —dijo Ania.
Obolenski regresó para llevarse a Ania del brazo, como quien coge algo de su propiedad, y conducirla a un banco donde un hombre con un megáfono estaba arengando al viento. Arkady pensó que Tatiana Petrova habría sonreído al ver a los que habían venido a presentarle sus últimos respetos. Era un grupo de intelectuales de mediana edad. Editores que abandonaban a sus autores, autores cuyos escritos terminaban en un cajón, artistas que se habían enriquecido convirtiendo el realismo socialista en kitsch.
Se preguntó qué otras acusaciones podían lanzárseles. ¿Que una vez fueron una generación especial que había derrocado el peso muerto de un imperio? ¿Que eran románticos que se lamentaban por una cita con la historia que nunca se produjo? ¿Que se habían vuelto tan blandos como calabazas podridas? ¿Que eran viejos? ¿Que se habían manifestado en torno a la casa de Tatiana cuando estaba muerta, pero se habían mantenido a una distancia prudencial de ella cuando estaba viva?
A Arkady le pareció que Obolenski no necesitaba centenares de manifestantes, necesitaba miles. ¿Dónde estaban los chicos que enviaban tweets y mensajes de texto y reunían a miles de personas con sus iPhone? ¿Dónde estaban los liberales, los comunistas, los contrarios a Putin, las lesbianas y los gays? En comparación, la manifestación de Obolenski era una fiesta de jardín. Una sala de geriátrico.
Si de él hubiera dependido, Arkady habría enviado a todos a casa en ese punto. No es que pudiera señalar nada en concreto, solo un desequilibrio eléctrico en el aire a punto de descargar. Una protesta era adecuada, porque Tatiana era una alborotadora. Atacaba la corrupción entre políticos y policía. Sus objetivos favoritos eran los antiguos miembros del KGB que moraban como murciélagos en el Kremlin.
Arkady se separó de la multitud y caminó en torno al edificio. En un lado había una fila de casas de apartamentos en ruinas, en el otro, una valla metálica y una obra en construcción que apenas asomaba del suelo. Vio pilas de varillas de acero corrugado cubiertas de óxido. Había barracones de obra abandonados, con los cristales de las ventanas rotos y esvásticas pintadas en aerosol en las puertas. Unos cuantos hombres se habían reunido en un círculo en torno a una hormigonera. Tenían las cabezas rapadas y vestían de rojo, el color totémico del club de fútbol Spartak. En los partidos del Spartak con frecuencia los mantenían enjaulados en una sección de las gradas. Arkady observó que uno cogía una barra de hierro y daba un golpe de prueba.
Cuando Arkady regresó a la manifestación, esta ya estaba en marcha. No había formato. La gente compartía el megáfono y desahogaba su sensación de culpabilidad. En algún momento, todos ellos habían progresado profesionalmente retirando un artículo que Tatiana Petrova había escrito jugándose el cuello. Al mismo tiempo, recordaban, ella sabía cuál sería su fin. No tenía coche, porque, como ella decía, lo habrían hecho estallar y solo habría sido una forma de desperdiciar un buen automóvil. Podría haberse mudado a un piso más grande, podría haber hecho chantaje y conseguir lujo material, pero se contentaba con su apartamento de callejón, su ascensor desvencijado y sus puertas frágiles.
«Cada caracol prefiere su propia concha», había dicho Tatiana. Pero ella sabía que de una forma o de otra era solo cuestión de tiempo.
La tarde dejó paso al crepúsculo y el equipo de noticias de televisión se marchó antes de que apareciera el poeta Maxim Dal. Maxim era reconocible al instante: más alto que todos los demás, con una cola de caballo de pelo rubio oxigenado, un abrigo de piel de borrego y tan heroicamente feo que tenía cierto atractivo. En cuanto puso las manos en el megáfono, condenó la falta de progreso de la investigación.
—Tolstói escribió: «Dios conoce la verdad, pero espera». —Maxim repitió—: Dios conoce la verdad, pero espera a rectificar el mal que hacen los hombres. Tatiana Petrova no tenía esa clase de paciencia. No tenía la paciencia de Dios. Quería rectificar la maldad de los hombres ahora. Hoy. Era una mujer impaciente y por esa razón sabía que le llegaría su hora. Sabía que era una mujer marcada. Era pequeña, pero tan peligrosa para ciertos elementos del Estado que tenía que ser silenciada, igual que otros muchos periodistas rusos han sido intimidados, asaltados y asesinados. Sabía que era la siguiente en la lista de mártires y también por esa razón era una mujer impaciente.
Uno de los manifestantes cayó de rodillas. Arkady pensó que el hombre había tropezado hasta que se hizo añicos una farola. Hubo una toma de aire generalizada y empezaron los gritos de alarma.
Desde el borde de la multitud, Arkady gozaba de una visión clara de los skinheads que escalaban la alambrada como vikingos abordando un barco. Era un grupo reducido, no más de una veintena, pero empuñaban barras de hierro a modo de sables.
Los editores sedentarios no eran rivales para jóvenes matones que se pasaban el día levantando pesas y practicando golpes de karate al riñón o a la parte de atrás de las rodillas. Los profesores retrocedieron, llevándose la dignidad consigo, tratando de desviar los golpes. Los carteles cayeron en medio del caos cuando los ruegos fueron respondidos con patadas. Un golpe en la espalda dejaba sin aire. Un ladrillo en la cabeza abría una brecha en el cuero cabelludo. El rescate parecía inminente cuando llegó un furgón de la policía y descargó a los antidisturbios. Arkady esperaba que ayudaran a los manifestantes; en cambio, cargaron contra ellos con sus porras.
Arkady se encontró ante un policía enorme. Superado en tamaño, buscó la tráquea del hombre. Fue un golpe bajo más que un puñetazo para noquearlo, pero el policía se tambaleó en círculos buscando aire. Ania estaba en medio de la refriega, sacando fotos mientras Maxim la protegía blandiendo el megáfono como una porra. Arkady atisbó al editor, Obolenski, que también sostenía el suyo.
Sin embargo, Arkady cayó. En una lucha callejera no hay peor sitio que el suelo, y hacia él se precipitó. No sabía qué pies lo pisaron, pero dos antidisturbios empezaron a bailar en sus costillas. Bueno, pensó, en palabras de Víktor, estaba bien jodido.
Se levantó, sin saber cómo, y mostró su placa de investigador.
—¿Está con nosotros? —Un policía bajó el puño—. Me ha engañado.
En cuestión de minutos la batalla había terminado. Los skinheads saltaron la alambrada y desaparecieron. La policía circuló entre las bajas, recogiendo identificaciones. Arkady vio labios partidos y narices sangrando, pero el daño real era al espíritu de los manifestantes. Toda la tarde habían revivido y reavivado la pasión de su juventud, habían estado otra vez con Yeltsin en un tanque, habían desafiado de nuevo al aparato del KGB. Aquellos días embriagadores habían pasado, se habían desinflado, y lo único que habían cosechado eran moretones.
El ojo de Arkady estaba tan hinchado que no podía abrirlo y por la reacción de Ania se alegró de no poder verse. Ella, en cambio, daba la impresión de no haber hecho nada más peligroso que subir en una noria. Obolenski se había esfumado. El poeta Maxim también se había largado. Lástima. Había sido como tener a un yeti luchando de tu lado.
—Reunión sin permiso —bramó un capitán de policía—, extender rumores maliciosos, obstrucción a agentes de la ley.
—¿Quién ha asaltado a civiles inocentes? —preguntó Arkady.
—¿Tenían permiso para reunirse? ¿Sí o no? Mire, ahí es donde empieza el problema, con gente que piensa que es especial y está por encima de la ley.
—Gente a la que estaban pegando —dijo Arkady.
Por alguna razón, en virtud de su rango, Arkady se había convertido en portavoz de los manifestantes.
—Agitadores que atacaron ferozmente a la policía con ladrillos y piedras. ¿Quién ha dicho que era su jefe?
—El fiscal Zurin.
—Buen hombre.
—Uno entre un millón. Me disculpo, capitán. No he sido claro. Estas personas de aquí son víctimas y necesitan atención médica.
—Una vez que solucionemos esto. Lo primero es recoger todas las cámaras. Todas las cámaras y teléfonos móviles.
—¿En una bolsa de basura?
—Así podremos ver y evaluar objetivamente cualquier infracción como…
Arkady hizo una mueca, porque le dolía reírse.
—¿Esta gente tiene aspecto de poder asaltar a alguien?
—Son escritores, artistas, zorras intelectuales. ¿Quién sabe qué pretendían?
Regresó la bolsa de basura y el capitán la sostuvo abierta para Ania.
—Ahora la suya.
Arkady sabía que Ania quería clavar una daga en el corazón del capitán. Al mismo tiempo, estaba paralizada por la amenaza de perder su cámara.
—Ella va conmigo —dijo Arkady.
—No sea ridículo, no es investigadora ni policía.
—Por órdenes especiales del fiscal Zurin.
—En serio. Le diré una cosa, Renko. Vamos a llamar a la fiscalía. Vamos a preguntárselo.
—Dudo que esté en la oficina ahora.
—Tengo su número de móvil.
—¿Son amigos?
—Sí.
Arkady había caído en una trampa que él mismo había urdido. Estaba mareado y oía un silbido aflautado en el pecho. Nada de eso era bueno.
Al otro lado de la línea, un teléfono sonó y sonó hasta que finalmente saltó el contestador. El capitán colgó.
—El fiscal está en su club de golf y no quiere que lo molesten.
La cuestión seguía sin resolverse cuando un enorme sedán surgió de la oscuridad. Era una visión que anonadaba, Maxim Dal en un Zil plateado, una limusina de la era soviética con dobles faros, alerones traseros y neumáticos blancos. Tendría como mínimo cincuenta años. En voz autoritaria, Dal ordenó a Ania y Arkady que subieran al automóvil.
Fue como entrar en una nave espacial del pasado.