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El tiempo no se detenía en el cementerio de Vagánkovo, pero se enlentecía. Las hojas que caían de los álamos y fresnos esparcían una sensación de alivio, informalidad y abandono. Muchas sepulturas eran modestas: una lápida y un sepulcro en un recinto de hierro forjado a punto de oxidarse. Un tarro con flores o un paquete de cigarrillos eran pruebas de atención a fantasmas a los que por fin se les permitía darse un gusto.

Podía decirse que Grisha Grigorenko siempre se había dado el gusto. Había vivido a lo grande e iba a despedirse del mismo modo. Durante días, el investigador jefe Arkady Renko y el sargento detective Víktor Orlov habían seguido al muerto por todo Moscú. Habían empezado con un Grisha eviscerado en el depósito de cadáveres, a continuación, un baño herbal y maquillaje en un balneario. Por fin, vestido y aromatizado, el cadáver se perdió de vista en un ataúd bañado en oro sobre un lecho de rosas en la basílica de la catedral de Cristo el Redentor. Todos coincidieron en que Grisha, considerando el agujero en la nuca, tenía bastante buen aspecto.

Para un investigador jefe como Renko y un sargento detective como Orlov, una vigilancia de esa naturaleza era bastante degradante, una tarea que podría haber realizado un revisor de cine. El fiscal les había encargado: «Anotar y fotografiar. Mantenerse a distancia del cortejo fúnebre para vigilar únicamente. Ser discretos y no establecer contacto».

Menuda pareja. Arkady, un hombre delgado, de pelo oscuro y lacio, parecía incompleto sin un cigarrillo. Víktor era un fracasado con los ojos inyectados en sangre. Debido a su afición por la bebida, nadie se atrevía a trabajar con él, salvo Arkady. Siempre que estaba investigando un caso, Víktor se mantenía sobrio y era un buen detective. Era como un aro: conservaba el equilibrio mientras permanecía en movimiento, pero caía en cuanto se detenía.

—«No establecer contacto» —dijo Víktor—. Es un funeral. ¿Qué espera, un pulso? Eh, esa es la chica del tiempo. —Señaló a una rubia vestida de negro bajando de un Maserati.

—Si saludas, te pego un tiro.

—Mira, hasta te está afectando. «Ser discretos». ¿Por Grisha? Puede que fuera multimillonario, pero seguía siendo un matón enaltecido.

Había dos Grisha. Estaba el benefactor público, patrocinador de organizaciones benéficas, mecenas de las artes y miembro destacado de la Cámara de Comercio de Moscú. Y estaba el Grisha que controlaba drogas, armas y prostitución.

El grupo del funeral reflejaba una mescolanza similar. Arkady localizó a multimillonarios que poseían el control de la madera y el gas natural del país, legisladores que estaban secando las arcas del Estado, boxeadores reconvertidos en matones, sacerdotes tan redondos como escarabajos, modelos que hacían equilibrios en tacones de aguja y actores que solo representaban el papel de asesinos confraternizando con asesinos de verdad. Habían tendido una alfombra verde a lo largo de la primera fila, donde jefes del hampa de Moscú daban la cara en toda su variedad, desde veteranos como Simio Beledon, un gnomo con abrigo y gorro de cordero persa, acompañado por sus dos corpulentos hijos; a Isaac y Valentina Shagelman, expertos en bancos insolventes; y Abdul, que había evolucionado de rebelde checheno a traficante de automóviles y, en un salto profesional, artista del hip-hop. Cuando Víktor levantó una cámara, uno de los hijos de Beledon le bloqueó la visión.

—Esto está jodido. —Era la expresión favorita de Víktor. Este partido de fútbol está jodido, esta partida de cartas está jodida, esta ensalada está jodida. Estaba constantemente jodido—. ¿Sabes lo que me cabrea?

—¿Qué te cabrea?

—Vamos a volver con doscientas imágenes de todos los que están en este puto agujero y el comisario cogerá la cámara digital, dirá: «Muchas gracias». Y las borrará delante de mis narices.

—Vuélcalas antes en un portátil.

—No se trata de eso. Se trata de que no puedes ganar. Solo estamos haciendo el numerito. Podría haberme pasado un gran día en la cama desmayado y borracho.

—¿Y he interrumpido eso?

—Sí. Sé que no lo has hecho de mala fe.

Un sacerdote hablaba con voz monótona.

—«Dichosos los que van por un camino intachable, los que siguen la ley del Señor». —Un crucifijo dorado oscilaba a la altura de la tripa del pope; un Rolex dorado brillaba en su muñeca.

Arkady necesitaba un descanso. Dio una vuelta por el cementerio, echando un vistazo a las lápidas, a sus estatuas favoritas por decirlo de alguna manera. En mármol negro, un gran maestro de ajedrez torcía el gesto sobre un tablero. En mármol blanco, una bailarina flotaba en el aire. También había fantasía: un duende del bosque se alzaba de la tumba de un escritor; una figura en bronce de un cómico ofrecía un clavel fresco. Los vivos podían sentarse en un banco en pequeños espacios de hierba y mantener una conversación con alguien fallecido tiempo atrás.

Alexéi Grigorenko se interpuso en el camino de Arkady.

—¿No pueden enterrar a mi padre en paz? ¿Vas a seguirlo hasta la tumba?

—Mis condolencias —dijo Arkady.

—Estás interrumpiendo un funeral.

El oficio se había detenido mientras Alexéi hacía gala de lo duro que era, defensor del honor de la familia y todo eso.

—Alexéi, es un cementerio —dijo Arkady—. Todo el mundo es bienvenido.

—Esto es acoso y es un puto sacrilegio.

—¿Así es como hablan en las escuelas de negocios de Estados Unidos?

—No te han invitado —dijo Alexéi.

Alexéi era una versión más delgada de su padre, con barba de tres días a la moda y el pelo rizado con gel en la nuca. Formaba parte de una nueva generación que asistía a foros empresariales en Aspen, esquiaba en Chamonix y dejaba que se supiera que esperaban llevar a la familia al siguiente peldaño de legitimidad. Arkady se preguntó si Alexéi sobreviviría a esa semana.

Se estaba armando un alboroto en la puerta del cementerio, donde los sepultureros cerraban el paso a un grupo de personas que llevaban carteles. Arkady no captó de qué se trataba, pero atisbó a una fotoperiodista que conocía. Ania Rudenko vivía en su misma planta y en ocasiones ocupaba su cama. Era joven y llena de vida y lo que veía en el investigador era un misterio para él. Arkady no tenía ni idea de qué hacía en el cementerio, y la mirada que ella le lanzó era una advertencia para que no se acercara. No era un asunto de la mafia. Los amigos de Ania eran escritores e intelectuales capaces de hacer locuras, pero no de cometer crímenes, y después de un momentáneo escándalo, siguieron calle abajo y ella permaneció con el grupo.

El sacerdote se aclaró la voz y se dirigió a Alexéi:

—Tal vez será mejor que sigamos con el panegírico antes…, bueno, antes de que ocurra algo más.

Tenía que ser más que un panegírico, pensó Arkady. Era la presentación de Alexéi a muchos de los reunidos, un público duro. En opinión de los presentes, era más probable que Alexéi perdiera la cabeza a que llevara una corona.

—Si es listo —dijo Víktor—, esta es la parte donde se despide y se va corriendo.

—Mi padre —empezó lentamente Alexéi—, Grisha Ivánovich Grigorenko, era honesto y justo, un visionario en los negocios, un mecenas de las artes. Las mujeres sabían que era un gran caballero. Aun así, era todo un hombre. Nunca decepcionaba a un amigo ni huía de una pelea, por más que eso le costará manchas en su reputación. A mi padre le gustaba el cambio. Comprendía que estamos en una nueva era. Aconsejaba a una nueva generación de empresarios y era un padre para todo el que lo necesitaba. Era un hombre espiritual con un profundo sentido de comunidad, decidido a mejorar la calidad de vida en su Kaliningrado de adopción así como en su Moscú natal. Prometí a mi padre cumplir su sueño. Sé que sus verdaderos amigos me seguirán para hacer realidad ese sueño.

—Y quizá lo abrirán como una cremallera —susurró Víktor.

—En un tono más ligero —añadió Alexéi—, quiero invitaros a todos a disfrutar de la hospitalidad de la familia Grigorenko en el barco de Grisha, anclado en el muelle del Kremlin.

Los dolientes pasaron en fila junto a la tumba abierta y arrojaron rosas rojas sobre el ataúd. Nadie se entretuvo. La perspectiva de un banquete en un yate de lujo era irresistible, y en cuestión de minutos, los únicos que quedaban en el cementerio eran Arkady, Víktor y los empleados que echaban tierra en la tumba. Grisha Grigorenko y sus rosas desaparecieron.

—¿Has visto esto? —Víktor señaló a la lápida.

Arkady se fijó en ella. Debía de estar solo pendiente de una fecha, porque el retrato a tamaño real de Grisha estaba fotograbado en el granito pulido. Llevaba una gorra de capitán de barco y la camisa abierta dejaba a la vista un crucifijo y unas cadenas. Un pie descansaba en el parachoques de un Jeep Cherokee y sostenía una llave de coche de verdad en la mano.

—Esta lápida cuesta más de lo que yo gano en un año —dijo Víktor.

—Bueno, a él le volaron la cabeza, si eso te hace sentir mejor.

—Un poco.

—¿Por qué dispararle? —preguntó Arkady.

—¿Por qué no? Los mafiosos tienen una vida limitada. La cuestión es que, ahora que Grisha ya no está, Kaliningrado es campo abierto. La gente no cree que Alexéi tenga lo que hay que tener para mantenerlo. No son niños de colegio. Si Alexéi es listo, volverá a la escuela de negocios. ¿Vas a ir al yate?

—No, no creo que pueda reprimir la envidia durante más tiempo. Creo que me quedaré un rato más.

Víktor miró a su alrededor.

—Calma, serenidad, todo muy bucólico. Te lo regalo. Voy a buscar el yate y a mear en el río.

En cuanto Víktor se marchó, Arkady centró su atención en los sepultureros. Todavía estaban nerviosos por la confrontación con los amigos de Ania.

—Era una manifestación. No se puede hacer una manifestación sin permiso.

Arkady estaba decidido a no meterse en los asuntos de Ania, pero no pudo evitar preguntar.

—¿Una manifestación sobre qué?

—Se lo hemos dicho, no importa lo famosa que sea una persona, un suicidio es un suicidio, y un suicida no puede enterrarse en suelo consagrado.

—¿Suicidio?

—Pregúnteles a ellos. Todo el grupo está caminando hacia Tagánskaya. Puede atraparlos.

—¿Quién se ha suicidado?

—Tatiana.

El otro sepulturero se mostró de acuerdo.

—Una alborotadora hasta el final.

A las puertas del cementerio, los dos hijos de Simio Beledon compartían un porro.

—El viejo nos tiene esperando como si fuera la puta reina de Inglaterra y nosotros el príncipe de Gales. ¿Cuándo nos va a dejar el mando? Te diré cuándo. Nunca.

—Es cuestión de autoridad real.

—La autoridad real no se delega.

—La tomas. La ejerces.

—La demuestras como, bueno: «Otra gran noche aquí en el Babylon, ¿eh?».

Scarface. El precio del poder, Tony Montana. ¿Tú llamas a eso acento cubano?

—«¿Quieres jugar? ¿Quieres jugar duro? Vale. Dile hola a mi pequeña amiga». Y se los carga.

—Habré visto ese DVD un centenar de veces.

Una tos.

—Que Simio no te pille fumando esa mierda.

—Es un puto maestro de escuela.

—Que le den.

—Y a Alexéi también. Se lo sirven todo en una bandeja de plata.