Era el típico día sin ninguna gracia. Había terminado el verano, el cielo estaba encapotado y descolorido y las hojas secas colgaban como crespones a lo largo de la carretera. En esa calma pasó un ciclista con ropa roja de elastano, pedaleando con furia, aprovechándose del terreno llano.
Joseph hablaba seis idiomas. En los restaurantes hablaba francés, con los comerciantes prefería el chino y soñaba en tailandés. Se lo montaba solo. Eso significaba que podía viajar y encontrar trabajo en cualquier parte del mundo. Naciones Unidas lo enviaba a un sitio y la Unión Europea lo enviaba a otro. Siempre se llevaba su bici negra fabricada a medida, su maillot y culote de diseño, su sillín ergonómico y su casco en forma de lágrima. Había empezado a pedalear demasiado mayor para ser un ciclista de competición, pero podía dejar asombrados a los locales en la mayoría de las pruebas populares. De todos modos, ganar no importaba. Lo que le resultaba más placentero era la adrenalina, esa sensación de un arco tensado. Calculaba que en ese momento ya había pedaleado el equivalente a dos vueltas al mundo. Nunca se había casado. Su calendario laboral no lo permitía. Además, le daban pena los infelices condenados a ir en tándem.
A Joseph le encantaban los juegos de palabras. Tenía memoria fotográfica, una memoria eidética para ser exactos. Podía mirar un crucigrama y reproducirlo en su mente mientras iba en bici, burlándose de esas palabras en distintos idiomas que solo existían en los crucigramas: ecru, ogee, amo, amas, amat. Una pista que no estaba en inglés era mucho más fácil. Tort era una acción civil; torte era un pastel. Un anagrama podía ocupar su mente desde Toulon a Aix-en-Provence. Joseph tenía la tarde libre y la necesitaba después de poner en contacto a rusos y chinos. Las dos partes se habían separado antes de hora y el intérprete aprovechó la oportunidad para pedalear.
Se enorgullecía de encontrar rutas fuera de lo común. Su idea del infierno era estar en la Toscana o en la Provenza, obligado a ir detrás de turistas que daban tumbos en la carretera en sus bicis alquiladas mientras digerían una comida de queso y vino. En los bolsillos elásticos de la parte de atrás del maillot, Joseph llevaba botellas de agua, barritas energéticas, un mapa y un kit de parches. Estaba dispuesto a reparar una o dos cámaras a cambio de regalarse una nueva vista panorámica. Kaliningrado poseía la reputación de ser una ciudad fea y asolada por la delincuencia, una ciudad que era huérfana o bastarda o ambas cosas. Sin embargo, escapabas de la ciudad y, voilà, una delicia bucólica.
Joseph había nacido para traducir; su padre era ruso, su madre francesa, y ambos, profesores en la Berlitz. Cuando él extendió el rumor de que habían fallecido trágicamente en un accidente de automóvil en Montecarlo, se convirtió en el chico más invitado para las vacaciones por los compañeros de clase ricos. Era zalamero y en ocasiones se imaginaba pasando sus últimos días como invitado en una villa cerca del mar. Todavía enviaba a sus padres una tarjeta en Navidad, pero no los había visto en años.
Hacía de intérprete de estrellas de cine y jefes de Estado, pero el trabajo más lucrativo eran las negociaciones empresariales. Normalmente, las llevaban a cabo pequeños equipos que funcionaban en estricta confidencialidad, con lo cual un intérprete tenía que ser omnipresente y al mismo tiempo casi invisible. Por encima de todo, debía ser discreto. Quienes le pagaban tenían que poder confiar en que olvidaba lo que oía, que borraba la pizarra cuando el trabajo estaba hecho.
Cuando la carretera se convirtió en un camino de campo, Joseph pasó a toda velocidad junto a varios edificios de ladrillos en ruinas, asfixiados por las lilas. Por fortuna, apenas había tráfico. Esquivó un bache tras otro y después rodó por un asfalto tan ondulado como el mar. Una furgoneta de carnicero con un cerdo de plástico en el techo vino en dirección contraria y dio la impresión de que iba directamente hacia la bici, hasta que los dos vehículos se cruzaron como dos barcos en un lago.
De hecho, el intérprete no lo había borrado todo. Estaban sus notas. Pero estas no corrían riesgo, porque, aunque se las robaran, nadie podía leerlas salvo él.
La carretera terminaba en una zona de aparcamiento desierta con un quiosco cerrado con postigos y una cartelera que anunciaba actividades pasadas. Había una carta de helados caída de costado. Todo describía el hastío posestacional. Sin embargo, cuando oyó el graznido de las gaviotas, Joseph bajó de su bici, la cargó al hombro y caminó hasta superar la cima de una duna. Desde allí, la vista de la playa se extendía hasta el horizonte a ambos lados, y enfrente las olitas avanzaban en orden regular. La neblina convertía el mar y el cielo en bandas de un azul luminoso. La arena brincaba en el viento y se acurrucaba en la hierba de la playa que crecía entre las dunas. Toscas sombrillas de madera a las que les faltaba la lona se alzaban en guardia, pero no se veía a nadie más. Perfecto.
El intérprete dejó la bicicleta en la arena y se quitó el casco. Era un hallazgo, la clase de miniaventura que serviría para una buena historia en torno a la chimenea con una copa de vino y un público cautivado. Una pequeña hazaña para coronar su carrera. Para darle «trascendencia», esa era la palabra.
Aunque el aire se notaba frío, Joseph tenía calor de pedalear y se quitó las zapatillas de ciclismo y los calcetines. La arena era fina, no como las piedrecitas sueltas de la mayoría de los centros de vacaciones, y virgen, probablemente porque Kaliningrado había sido una ciudad cerrada durante la guerra fría. El agua de una ola le rodeó los pies y se retiró.
Su ensueño fue interrumpido por la aproximación de un vehículo que avanzaba como un marinero borracho por la playa. Era la furgoneta del carnicero. El cerdo de plástico, rosado y sonriente, osciló de derecha a izquierda hasta que la furgoneta se detuvo y bajó un hombre de unos treinta años con un sombrero de fieltro y pelo greñudo. Un delantal sucio se agitaba en torno a su cuerpo.
—¿Buscando ámbar?
—¿Por qué tendría que buscar ámbar? —preguntó Joseph.
—Este es el lugar, pero hay que esperar una tormenta. Hay que esperar que una tormenta remueve todo el ámbar.
«Remueva» no «remueve», pensó Joseph, pero lo dejó pasar. No detectó nada en común con el hombre, ningún vínculo intelectual. Tarde o temprano el tipo le pediría dinero para vodka y listo.
—Estoy esperando a unos amigos —dijo Joseph.
La inclinación del sombrero de fieltro daba un aire antiguo al carnicero. Parecía mareado o borracho; en todo caso, le hizo tanta gracia un chiste privado que tropezó con la bici.
—¡Idiota! —exclamó Joseph—. Mira por dónde vas.
—Lo siento, lo siento de verdad. Dime, ¿es italiana? —El carnicero levantó la bicicleta por la barra horizontal—. Coño, es preciosa. No se ven muchas así en Kaliningrado.
—No lo sé.
—Confía en mi palabra.
Joseph se fijó en las manos del carnicero, marcadas y curtidas de manejar vacas congeladas, y en su delantal salpicado de manchas de hígado, como correspondía. En cambio, las sandalias no eran calzado apropiado para las resbaladizas cámaras frigoríficas.
—¿Puedes darme la bici, por favor? Lo último que quiero es que entre arena en el cambio.
—Claro. —El carnicero soltó la bici y preguntó—: ¿Vacaciones?
—¿Qué?
—Es una pregunta. ¿Estás de vacaciones o has venido por negocios?
—Vacaciones.
La cara del carnicero esbozó una sonrisa.
—¿En serio? ¿Has venido a Kaliningrado de vacaciones? Te mereces una medalla. —Simuló colgar una condecoración en el pecho de Joseph—. Dime los puntos de interés de Kaliningrado. Cuéntame, ¿qué has visto esta mañana?
Joseph había trabajado toda la mañana, aunque eso no le importaba a nadie, pero el carnicero sacó una pistola niquelada que sopesó en su mano como si se tratara de unas monedas. Lo que había sido para Joseph una brisa fresca, en ese momento le dio un escalofrío, y notó granos de arena pegados al sudor de su piel. Quizás era un intento de extorsión común. Sin problemas. Pagaría lo que le pidieran y el cliente se lo reembolsaría.
—¿Eres policía?
—¿Tengo pinta de ser un puto poli?
—No. —Joseph se desanimó. Le habían enseñado a mantenerse calmado y cooperativo en situaciones con rehenes. Las estadísticas eran francamente tranquilizadoras. Solo había muertos cuando alguien trataba de hacerse el héroe—. ¿Qué quieres?
—Te he visto en el hotel con esas personas. Están rodeados de guardaespaldas y tienen una planta entera solo para ellos. —El carnicero se puso en plan confidencial—. ¿Quiénes son?
—Hombres de negocios.
—Negocios internacionales o no necesitarían un intérprete, ¿eh? Sin ti, todo se detiene. La maquinaria se para. La pequeña rueda detiene la gran rueda, ¿no es eso?
Joseph se preocupó. Al fin y al cabo, estaba en Kaliningrado. El cerdo estaba radiante, contento de ir al matadero. Joseph contempló la posibilidad de salir huyendo de ese loco. Aunque no le disparara, tendría que abandonar su bici; la capa de arena era demasiado profunda y blanda para las ruedas. Toda la escena era degradante.
—Solo interpreto —dijo—. No soy responsable del contenido.
—Y tomas notas de las reuniones secretas.
—Es totalmente legal. Las notas solo son una ayuda para mi memoria.
—Hablamos de reuniones secretas o no serían en Kaliningrado, sino en París.
—Es sensato —concedió Joseph.
—Apuesto a que sí. Tienes un don. La gente habla a toda velocidad y tú lo traduces palabra por palabra. ¿Cómo te acuerdas de todo?
—Ahí es donde entran en juego las notas.
—Me gustaría verlas.
—No las comprenderías.
—Sé leer.
—No estaba insinuando que no sepas leer —se apresuró a decir Joseph—, solo que el material es muy técnico. Y es confidencial. Estaríamos infringiendo la ley.
—Enséñamelas.
—Sinceramente, no puedo. —Joseph miró a su alrededor y no vio nada más que gaviotas patrullando la playa por si aparecía comida. Nadie había dicho a las gaviotas que la temporada había terminado.
—No lo entiendes. No necesito conocer los detalles. Soy un pirata como esos africanos que secuestran buques. No tienen ni puta idea de petróleo. Solo son unos negros cabrones con ametralladoras, pero cuando secuestran un petrolero tienen todas las de ganar. Las navieras pagan millones para recuperar sus barcos. Los secuestradores no van a la guerra; solo joden el sistema. Los petroleros son sus blancos de oportunidad y eso es lo que eres tú, mi blanco de oportunidad. Lo único que pido son diez mil dólares por una libreta. No soy avaricioso.
—Si solo eres un chico de los recados, eso lo cambia todo.
Joseph comprendió inmediatamente que se había equivocado al decirlo. Fue como incitar a una cobra con un palo.
—Deja que… te enseñe. —Joseph buscó con torpeza en los bolsillos de su maillot, tirando una botella de agua y barritas energéticas hasta que encontró una libreta y lápices.
—¿Es esto? —preguntó el carnicero.
—Sí, solo que no es lo que esperabas.
El carnicero abrió la libreta por la primera página. Miró la segunda página, la tercera y la cuarta. Empezó a pasar rápidamente las hojas hasta el final.
—¿Qué coño es esto? ¿Dibujos de gatos? ¿Garabatos?
—Es mi forma de tomar notas. —Joseph no pudo reprimir un atisbo de orgullo.
—¿Cómo sé que son las notas?
—Te las leeré.
—Puedes decir lo primero que se te ocurra. ¿Qué se supone que he de enseñarles?
—¿A quién?
—¿A quién crees? No se jode a esta gente o te joden a ti.
¿Sus jefes? Si pudiera explicarse.
—Mis notas…
—¿Es un chiste? Yo te contaré un chiste.
El carnicero arrastró a Joseph a la parte de atrás de la furgoneta y abrió el portón. De los muchos idiomas que conocía el intérprete la única palabra que se le ocurrió fue Gesù. Dentro de la furgoneta había dos corderos despellejados colgados boca abajo, con aspecto frío y azul.
A Joseph no se le ocurrió qué más decir. Hasta le faltaba el aire.
—Que lo lean los pájaros. —El carnicero lanzó la libreta al viento, luego metió a Joseph en la parte de atrás de la furgoneta y subió detrás de él.
Aparecieron gaviotas de todas partes. Descendieron como una sucesión de ladrones, robándose unas a otras. Cada resto procedente de los bolsillos de Joseph fue arrancado e inspeccionado. Se desarrolló un juego de la soga con una barrita energética a medio comer. Las aves se quedaron momentáneamente desconcertadas por un disparo y la que se impuso salió volando, seguida por otras gaviotas y graznidos de indignación. El resto de las aves se quedó en una paz hosca de cara al viento. Cuando la neblina se retiró, apareció un horizonte y las olas llegaron a la orilla con el sonido de cuentas arrojadas en un suelo de mármol.