Prólogo

Forester había vivido toda su vida en el valle de las Sombras y, en la reciente batalla contra el ejército de Zhentil Keep, había luchado valerosamente en la defensa del puente sobre el río Ashaba en el extremo oeste del valle. Ahora se afanaba con algunos amigos y vecinos en cargar en los carros los cadáveres de los hombres muertos del valle e identificarlos. Un clérigo de Lathander, que sabía escribir tan bien como Lhaeo, el escribano del difunto Elminster, apuntaba los nombres de los muertos a medida que el corpulento guerrero los iba nombrando.

—Aquí está Meltan Elventree, hijo de Neldock —dijo Forester con voz monótona mientras tomaba al muchacho fallecido en sus brazos.

El guerrero había abandonado la tristeza tras haber retirado una docena de cadáveres. En realidad, después de haber transportado más de cincuenta cuerpos muertos, entre los que se contaban amigos e incluso familiares, Forester ya sólo prestaba particular atención cuando alguien era ostensiblemente pesado o notablemente ligero.

—Pobre muchacho —suspiró el clérigo; acercó el rostro a la tablilla de cera y escribió el nombre del hijo del granjero—. A Neldock se le partirá el corazón.

—Tiene otro hijo —aclaró Forester fríamente mientras levantaba el cuerpo para ponerlo en el carro de madera basta que había junto a él—. ¿Sabes una cosa, Rhaymon? Yo pensaba que ibas a sobrellevar todo esto mucho mejor. Lathander es el dios de la Renovación, ¿no es así? Deberías estar contento de que todos estos hombres comiencen una nueva vida.

Rhaymon ignoró el sarcasmo de Forester y repasó la lista de su tablilla.

—¡Tantos jóvenes muertos —dijo en voz baja—, tanto potencial perdido!

Después de colocar a Meltan Elventree en el carro, el guerrero, alto como un gigante, se detuvo un momento y se apartó de los ojos el largo y rebelde flequillo. Al igual que todos los que estaban destacados en la recogida de cadáveres, Forester estaba cubierto de sudor y sangre y olía a humo y a muerte. Se limpió las callosas manos en la túnica marrón y recorrió con la mirada la zona calcinada que lo rodeaba.

Una neblina gris azulada se cernía sobre el bosque que bordeaba la pequeña ciudad del valle de las Sombras. Una lluvia tan pertinaz como oportuna había apagado los incendios que las tropas de lord Bane prendieran con sus flechas incendiarias y con su magia arriesgada, pero el aire seguía cargado de humo. Forester ni siquiera se hizo pregunta alguna acerca del enorme ojo que de repente apareció sobre el valle, y sólo vertió una lágrima que fue la que salvó a la ciudad y al bosque de una completa destrucción. Al fin y al cabo, los dioses estaban ahora en los Reinos y esta clase de milagros eran corrientes. La lágrima de los cielos no les había inspirado ni mayor ni menor temor a los habitantes del valle que el ataque del que había sido víctima la ciudad, a pesar de que el propio dios de la Lucha y la Tiranía había conducido al ejército enemigo hasta sus puertas.

De hecho, los habitantes del valle de las Sombras, al igual que la mayoría de los hombres y mujeres que vivían en el continente de Faerun, se mostraban insensibles, ajenos, se puede decir, al caos que los rodeaba desde el día del Advenimiento. Fue el día en que todos los dioses fueron arrojados de las Esferas y se encarnaron en cuerpos humanos —mutación lo llaman— por distintos lugares a lo largo y ancho de los Reinos. Desde entonces, todo aquello que la gente había tenido por constante había resultado ser inestable.

El sol, irregular en su curso diario: unas veces no se levantaba sobre el horizonte, mientras otras aparecían cuatro soles que se elevaban en el aire como fuegos artificiales. Empezar de pronto a caer copos de nieve del cielo y, al cabo de un momento, estar lloviendo literalmente a cántaros era cosa corriente. Las plantas, los animales e incluso la gente se volvieron completamente imprevisibles; a veces se transformaban en cosas hermosas y mágicas, otras se convertían en abominaciones aterradoras.

Y lo peor de todo, el antiguo arte de la magia había dejado de ser fiable, se había vuelto incluso peligroso para aquellos que trataban de utilizarlo. Los magos, que habrían debido ser quienes enmendasen aquel caos misterioso de los Reinos, se convirtieron, por el contrario, en temerosos heraldos suyos. La mayoría de los hechiceros se limitaron a ocultarse para meditar sobre la situación, pero los que eran lo bastante temerarios como para lanzar sortilegios, cualquier clase de sortilegios, descubrieron que su arte era menos previsible que el sol. Corría incluso el rumor de que había fallecido Mystra, la diosa de la Magia, y que aquel arte nunca volvería a ser estable en Faerun.

Hasta el gran Elminster, el mago más poderoso de los Reinos, fue víctima del caos. Estaba muerto, se suponía que asesinado por dos forasteros enviados a defender el templo de Lathander junto a él. Todos los habitantes de la pequeña ciudad exigieron que los forasteros fuesen castigados por aquel asesinato y que Elminster fuese vengado. A diferencia de lo que ocurría con el caos desenfrenado del mundo que los rodeaba, la gente del valle de las Sombras consideraba que con respecto a aquel crimen sí podían actuar.

Y es que la mayoría de la gente aceptaba ahora el caos como parte de sus vidas. Los hombres y mujeres de Faerun necesitaron sólo unos cuantos días después de la caída de los dioses para percatarse de que éstos tenían poco control sobre su mundo, de modo que era preferible seguir viviendo como siempre habían hecho. Y, aunque, de pronto, las herramientas se convirtieran en cristal y se hicieran pedazos, los artesanos volvieron a sus respectivas actividades y los campesinos a sus cultivos.

Los habitantes del valle de las Sombras se enteraron en su momento del inminente ataque de Zhentil Keep, sus antiguos enemigos del norte, y libraron la batalla contra el ejército diabólico como siempre habían hecho. Murieron muchos hombres y, de no haber sido por los Caballeros de Myth Drannor y por los jinetes del valle del Tordo, el valle de las Sombras habría sido invadido. Pero sus habitantes lograron ahuyentar a los invasores. Ahora, como ocurre después de cualquier batalla, a los supervivientes les tocaba enterrar a los muertos y reparar los daños sufridos.

La carretera comercial que parte del valle de las Sombras en dirección al nordeste, poco más que un sendero de tierra de mucho paso, estaba llena de ciudadanos y soldados que se adentraban solemnemente en el bosque para amontonar cadáveres y desmantelar las trampas instaladas para los zhentileses. El camino avanzaba por lo más intrincado del bosque calcinado y, debido a que había sido el lugar donde había discurrido la mayor parte de la batalla de todo un día entre los hombres del valle y el ejército de Zhentil Keep, allí estaba centrado el grueso de la destrucción causada por los combatientes.

Mientras algunos de los hombres del valle se servían de caballos de refuerzo para derrumbar las barricadas, otros, como Forester, se ocupaban de la triste tarea de reunir los cuerpos de sus camaradas y cargarlos en los carros. La mayoría de los heridos del valle habían sido trasladados del campo de batalla a un hospital improvisado del centro de la ciudad; pero, a veces, cuando alguien empezaba a cargar los cuerpos, se encontraba con alguien vivo bajo la pila de cadáveres.

Forester se dio cuenta de que estaba mirando fijamente un montón de cuerpos y sacudió la cabeza, como si quisiera expulsar cualquier pensamiento no deseado de su mente. El guerrero se frotó su sucio y sudoroso cuello y se volvió al siguiente cadáver.

—¡Eh, Rhaymon! Necesito tu ayuda para levantar éste —pidió el guerrero al clérigo—. Pesa demasiado para mí solo.

—¿Quién es? —preguntó el clérigo de Lathander con voz suave. La ceniza y el sudor cubrían su mandíbula cuadrada y su pelo rubio ondulado.

—Creo que es Ulman Ulphor. No, espera… es Bertil, no Ulman —gruñó el guerrero mientras quitaba la espada de la mano del cadáver y sujetaba firmemente el cuerpo—. Yo pensaba que no sabía manejar las armas.

—Y no sabía —suspiró el clérigo—, pero se armó a todos aquellos que no abandonaron la ciudad antes de la batalla.

Rhaymon colocó con cuidado el trozo de madera que contenía la tablilla de cera y el estilo sobre el carro. En la tabla aparecía una lista de los muertos que habían sido identificados, cuyos nombres anotaba Rhaymon con torpes signos taquigráficos. Más tarde pasaría la lista a un pergamino. Habría realizado esta tarea en su habitación del templo de Lathander, pero éste había quedado destruido durante la batalla. El clérigo frunció el entrecejo al pensar en el templo derruido.

—Sigamos —espetó Forester—. No quiero estar aquí cuando oscurezca.

Rhaymon cogió el corpulento cadáver por los pies y ayudó al guerrero a auparlo hasta el carro. Mientras el clérigo recuperaba su tablilla y su estilo, resonó un aullido en el bosque. Rhaymon miró en torno suyo con nerviosismo, pero Forester esbozó una sonrisa y se limpió las manos en la túnica.

—No es más que un depredador…, algún gato montés o un lobo atraído por el olor de la sangre —comentó Forester.

Luego sacudió la cabeza y se dirigió al cuerpo siguiente. Cuando vio que se trataba de un joven soldado zhentilés vestido con la armadura negra del ejército de elite de Zhentil Keep, el guerrero lanzó una maldición y arrastró el cuerpo hasta un lado del camino, donde permanecería hasta que lo retirasen los hombres responsables de la recogida de cadáveres zhentileses. Pero cuando Forester se volvió hacia el clérigo, el zhentilés emitió un suave gemido.

—¡Maldita sea! —exclamó Forester entre dientes—. Todavía está vivo. —Se acercó al soldado zhentilés inconsciente, sacó su daga y lo degolló—. Otro que no podrá marcharse.

Rhaymon asintió con la cabeza e indicó con un gesto a otro hombre del valle que se acercase y adelantase un poco más el carro en la carretera. Forester se sentó en la parte posterior del carro y éste se puso en movimiento dando tumbos. El clérigo caminaba pesadamente detrás, sin dejar de comprobar una y otra vez su lista. Apenas habían recorrido unos cuantos metros cuando oyeron un grito procedente de la zona que acababan de despejar. Rhaymon se volvió a tiempo de ver como la figura fantasmagórica del soldado zhentilés que Forester acababa de matar se elevaba sobre su propio cadáver.

—¡Pagarás por lo que has hecho! —gritó el fantasma, sin dejar de mirar con saña al hombre que lo había matado—. ¡Todo el valle lo pagará!

Forester perdió el equilibrio en el carro y cayó a tierra. Rhaymon se agachó para ayudar al guerrero a ponerse de pie pero, antes de que ninguno de los dos pudiese darse a la fuga, el fantasma apareció junto a ellos suspendido en el aire. Forester posó su mirada en los ojos pálidos y airados del soldado muerto y musitó una oración.

Sin embargo, la actitud de Rhaymon no fue tan pasiva.

—¡Fuera de aquí! —gritó el clérigo, a la vez que apuntaba su símbolo sagrado, un disco rosa de madera, hacia aquel ser no-muerto—. ¡Lord Lathander, señor de la Mañana, dios de la Primavera y de la Renovación, ayúdame a enviar a este ser todavía vivo al reino de la Muerte!

El fantasma se limitó a echarse a reír y Forester se mareó al darse cuenta de que podía ver, a través del fantasma soldado, el suelo calcinado y los árboles chamuscados que había junto a la carretera. Pensó en sacar la daga, pero sabía que de poco le serviría contra un espíritu.

El fantasma esbozó una amplia sonrisa.

—Venga, venga, clérigo de Lathander, los dioses están en Faerun, no en las Esferas. Lord Myrkul no vive ahora en el reino de la Muerte y, por consiguiente, no puedes esperar que me vaya a un infierno vacío. Además, si no veo a tu dios por aquí, ¿cómo puedes esperar que tu plegaria tenga respuesta?

Un grupo de hombres del valle se apiñó alrededor de Forester, de Rhaymon y del fantasma. Algunos optaron por sacar sus armas, pero la mayoría se limitó a mirar el espectáculo como habrían hecho de tratarse de una comedia en la feria. Un hombre, un forajido delgado y con nariz de halcón, vestido con una capa oscura, se abrió paso entre el gentío y se puso junto a Forester.

—Entonces, ¿qué piensas hacernos? —preguntó Cyric, con los brazos extendidos—. Aquí nadie teme a un soldado zhentilés vivo, así que uno muerto supone incluso menos que una amenaza.

Forester miró de cabo a rabo a Cyric, el forajido moreno que había sido el comandante del guerrero durante la batalla del valle de las Sombras. Cyric el ladrón, como le llamaban, era un líder brillante y había replegado a los hombres del valle contra una poderosa fuerza de caballería zhentilesa, una fuerza capitaneada por el hechicero zhentilés Fzoul Chembryl. Aun cuando Forester tenía a Cyric por un gran hombre y por un defensor del valle, había muchos que lo consideraban sospechoso por la amistad que le unía con el clérigo y la maga, acusados del asesinato de Elminster.

Rhaymon, que todavía sostenía el símbolo sagrado frente a él, y Forester, todavía sentado de modo poco formal en el suelo y con la mano cerca de su daga, notaron una ráfaga de aire frío que salió del fantasma cuando éste se desplazó para acercarse a Cyric. El forajido entornó los ojos hasta convertirlos en una rendija y las patas de gallo que rodeaban sus ojos se volvieron más profundas y se multiplicaron. Mientras el fantasma se acercaba a Cyric fue extendiendo los brazos.

Cyric se rió cuando el fantasma lo atravesó.

—No eres un ser real, vivo —dijo Cyric con una sonrisa diabólica—. No eres más que otro producto del caos de los Reinos. —El ladrón se volvió y empezó a alejarse con paso majestuoso.

El soldado zhentilés volvió a lanzar un grito, más prolongado y desaforado que el lanzado cuando salió de su propio cadáver, pero nadie le hizo caso. La mayoría de los hombres del valle volvieron a su trabajo. Algunos se encaminaron a la ciudad. Rhaymon ayudó a Forester a levantarse y, apenas estuvo de pie, echó a correr, camino adelante, en pos de Cyric. La aparición del zhentilés fue desvaneciéndose y, sin dejar de proferir gemidos y lamentos, desapareció de su vista.

—¿Cómo…, cómo lo sabías? —preguntó Forester con voz entrecortada y respiración jadeante.

Cyric se detuvo para mirar al guerrero.

—¿Has visto que alguien echase a correr? ¿Te sientes más viejo?

Una expresión de absoluta confusión apareció en el rostro de Forester.

—¿Más viejo? Claro que no. ¿Acaso parezco más viejo?

—No. Es así como he sabido que no era un fantasma de verdad. Un fantasma real, creado cuando muere un hombre verdaderamente malvado, es algo tan aterrador que quienes lo miran envejecen diez años en un instante. Asimismo, los fantasmas irradian miedo. —Cyric vio que el guerrero seguía sin comprender y sacudió la cabeza.

—Dado que tú no pareces mayor que cuando estábamos defendiendo el puente y dado que ninguno de los otros hombres del valle se ha dado a la fuga, he supuesto que no podía ser real.

Forester seguía confundido, pero hizo un gesto de asentimiento con la cabeza como si hubiese comprendido perfectamente. Cyric frunció el entrecejo y pensó que aquellos hombres del valle eran idiotas.

—Escucha —dijo el ladrón, finalmente—. No tengo tiempo para echarte un discurso sobre los que no mueren. Tengo que encontrar a Kelemvor. Me han dicho que ha pasado por aquí hace un par de horas.

—Estuvo aquí —corroboró Forester—, pero desapareció en el bosque hace un rato. No lo he visto desde entonces.

Cyric masculló un juramento y se encaminó a los árboles.

—Ten cuidado —advirtió Forester mientras Cyric se dirigía al bosque todavía humeante—. Hace un rato oímos a una especie de animal salvaje en el bosque.

Cyric pensó que con toda probabilidad se trataba de una pantera. Por lo menos esto significaba que Kelemvor no se encontraba muy lejos. El ladrón desenvainó su espada y se introdujo cautelosamente en el bosque.

Entre los árboles el aire estaba densamente cargado de humo y había momentos en que a Cyric le costaba respirar. Sus ojos castaños empezaron a enrojecer cuando unas lágrimas punzantes corrieron por su delgado rostro y resbalaron por la mugre todavía allí incrustada desde la batalla. El ladrón entornó los ojos y siguió adelante para atravesar con paso acelerado el robledal y el laberinto de enredaderas que llenaban el bosque que lo rodeaba.

Después de caminar hacia el este lo menos una hora, Cyric se dio cuenta de que el aire se despejaba y que podía respirar con mayor facilidad. Encontró un mechón de pelo negro en un arbusto espinoso pero, cuando el ladrón lo estaba examinando, oyó que, por el sur, una rama crujía ruidosamente y luego otra más. Se apresuró a agazaparse detrás de un árbol y aferró la espada con firmeza.

No habían transcurrido dos minutos, cuando un arquero zhentilés cubierto de sangre pasó junto al escondite de Cyric a toda velocidad. El arquero respiraba con dificultad y movía frenéticamente brazos y piernas. Daba dos o tres pasos, y echaba una ojeada, preocupado, por encima del hombro. Cuando el soldado pasó por delante de unos matorrales, surgieron pájaros de distintas formas y colores que emprendieron el vuelo.

Cyric trepó a un árbol con la esperanza de evitar un encuentro con aquello que perseguía al joven arquero. Estaba a media altura cuando acudió a su mente el recuerdo del bosque del Nido de Arañas, donde había intentado escapar de unas arañas gigantes trepando a la copa de los árboles. Pensó que tal vez se estaba equivocando de táctica.

Antes de que Cyric tuviese tiempo de saltar al suelo, surgió de entre los árboles una descomunal pantera negra que se dirigió hacia el norte en persecución del arquero zhentilés. Mientras el animal corría por el bosque, desapareciendo de la vista de Cyric, no dejó de brillar en sus hermosos ojos verdes un júbilo malévolo.

—Kel —murmuró Cyric, para luego empezar a bajar del árbol. Oyó un corto y estridente chillido al norte, seguido al instante del rugido de la pantera mientras ésta atacaba ferozmente a su víctima.

Sintió gran piedad por Kelemvor Lyonsbane, el poderoso y habilidoso guerrero, compañero suyo que fue por espacio de casi un año, y se le enturbiaron los ojos por un momento. Kelemvor había viajado con él, con Adon, un clérigo de Sune, y Medianoche, una valiente maga de pelo negro como ala de cuervo, en una misión destinada a rescatar a la diosa de la Magia. Ahora Adon y Medianoche estaban encarcelados en la mazmorra de la torre Inclinada, a la espera del juicio por la muerte de Elminster, mientras Kelemvor rondaba por el bosque en forma de pantera. Pero el guerrero no controlaba su transformación en animal, pues la familia Lyonsbane era objeto de una maldición.

Mucho tiempo atrás, uno de los antepasados de Kelemvor abandonó a un poderoso mago durante una batalla, pues prefirió marcharse en busca de un tesoro. La maldición del mago moribundo hizo que a los Lyonsbane les resultase imposible hacer nada que no fuese por motivos altruistas. Sin embargo, con el tiempo, la maldición se invirtió y, ahora, un Lyonsbane sólo podía hacer aquello que fuese en su propio interés. Para ayudar a otra persona, debía recibir una recompensa. A Kelemvor no le quedó otra alternativa que la de convertirse en un mercenario habitual… ¡o transformarse en un monstruo hasta matar a alguien!

Cyric avanzaba sigilosamente por el monte, preguntándose qué habría activado la maldición en aquella ocasión.

Cuando llegó a un pequeño claro, la pantera estaba tumbada lamiéndose la sangre de las zarpas. El animal se puso rígido apenas vio a Cyric, se incorporó y dejó al descubierto sus perfectos y blancos colmillos en una mueca salvaje. Cyric, a la defensiva, retrocedió y levantó la espada cautelosamente.

—¡Soy Cyric, Kel! No te muevas. No me obligues a hacerte daño.

La pantera gruñó desde la profundidad de su garganta y se agazapó, como si estuviese a punto de saltar. Cyric siguió retrocediendo hasta que notó un roble detrás de sí. Aunque embargado por la tristeza, se dispuso a atravesar a la pantera si ésta se disponía a saltar sobre él. La pantera parecía pronta a atacarle de un momento a otro, pero en lugar de hacerlo se quedó inmóvil de repente, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido agudo y estridente.

Mientras Cyric la observaba, la piel de la pantera empezó a desgarrarse de forma convulsa. El animal separó las mandíbulas más de lo que era posible hacerlo. Dos manos cubiertas de sangre salieron de sus fauces, cogieron las mandíbulas y las abrieron todavía más. Se oyó un ruido espantoso al desgarrarse y, de pronto, el cuerpo de la pantera, empezando desde la boca, se partió en dos. El animal cayó en dos mitades al suelo y empezó a desintegrarse inmediatamente.

Un ser tembloroso, desnudo y con aspecto de hombre, cayó al suelo junto al montón de carne animal en desintegración, donde la pantera había estado agazapada sólo unos segundos antes. Un temor reverencial paralizó a Cyric. A pesar de que en una ocasión, en Tilverton, había sido testigo de la transformación de Kelemvor a partir de la pantera, el ladrón se sentía a la vez fascinado y asqueado por aquel espectáculo. Le resultó imposible darse media vuelta. La forma del suelo no tardó en convertirse completamente en un ser humano.

—¿A quién…?, ¿a quién he matado esta vez? —preguntó Kelemvor en voz baja. Trató de ponerse de pie, pero estaba demasiado débil.

—A un soldado zhentilés. Los hombres del valle te lo agradecerán. —Cyric se quitó la capa y la puso sobre los hombros de Kelemvor—. ¿Por qué has cambiado, Kel?

—Por Elminster —contestó Kelemvor, moviendo débilmente la cabeza—. Me prometió invalidar la maldición si luchaba por el valle de las Sombras en la batalla. Pero como él ha muerto, no puedo recibir mi recompensa. —El guerrero miró el cuerpo del arquero zhentilés y se estremeció.

—Me alegro de que no haya sido uno de los hombres del valle.

—¿Por qué? Los hombres del valle no son diferentes de los zhentileses. —Cyric miró al guerrero con el ceño adusto—. ¿Sabes lo que acabo de ver? He visto a Forester, aquel patán grandullón que luchó conmigo en el puente, degollar a un zhentilés indefenso y herido, en lugar de hacerlo prisionero.

—Cyric, no te olvides de que esto es una guerra. —El guerrero flexionó los brazos. Después de percatarse de que estaba recuperando fuerzas, se puso en pie—. No pretenderás que los hombres del valle movilicen tropas para ocuparse de sus enemigos heridos. Además, han sido los zhentileses quienes empezaron esto. Se lo merecen.

—¿Y acaso se merecen Medianoche y Adon estar encerrados en la torre Inclinada, a la espera de que los hombres del valle los declaren culpables de la muerte de Elminster? —preguntó Cyric—. Tú y yo sabemos que ellos no han matado al anciano. Ha sido probablemente la mutación de Bane o un hechizo malogrado, pero los habitantes del lugar necesitan echar la culpa a alguien y, por consiguiente, declararán culpables a nuestros amigos.

—¡Esto no es verdad! Lord Mourngrym les proporcionará un juicio justo. Se hará justicia.

Cyric, muy preocupado, guardó silencio un momento. Cuando por fin habló, fue en voz baja, casi en un gruñido.

—Mourngrym dará a los hombres del valle lo que quieren. La justicia que se hará aquí será la misma que la que se hizo en las ejecuciones del templo de Bane en Zhentil Keep.

Kelemvor dio la espalda al ladrón y se encaminó a los matorrales.

—Tengo que encontrar mi ropa y mi armadura. ¿Vienes?

Cuando el guerrero desapareció en el monte, Cyric lanzó un juramento en voz baja. Estaba claro que Kelemvor se había dejado engañar por la fachada de legalidad y verdad que la gente del valle había erigido. «Voy a tener que enfrentarme a esto yo solo», se dijo el ladrón para sus adentros mientras se encaminaba en pos del guerrero.