Epílogo

La muerte de Torm y de Bane causó la formación de un cráter en el extremo norte de Tantras, donde habían estado el templo de Torm y la ciudadela. La rocosa costa septentrional del estrecho del Dragón era ahora tan lisa como el cristal y, en la explosión, había desaparecido una buena parte del acantilado que dominaba la orilla. En las rocas de la despejada playa y del medio derruido acantilado se habían formado unos hermosos dibujos que consistían en franjas de color ámbar, rojo, negro, azul y plata. En las olas que se rompían en la arenosa playa, aparecían restos de los avatares.

Después de que el escudo se disipara para desaparecer completamente, Medianoche y Elminster se dirigieron a las ruinas, fruto de la batalla de los dioses. Pero cuando llegaron cerca del cráter, un repentino cansancio se apoderó de la maga de cabello de color ala de cuervo, que acabó cayéndose de rodillas.

—¡Elminster! —exclamó.

La cabeza empezó a darle vueltas y se cayó en redondo al suelo, inconsciente. También el sabio de cabello blanco experimentó una gran debilidad y llamó a un joven de pelo rojo muy corto que andaba husmeando entre los escombros del templo.

—¡Eh, tú! —Elminster indicó al hombre con un gesto que se acercase—. ¡Ayúdame a llevar a esta mujer!

El joven parecía nervioso, pero se prestó a ayudar al sabio. Elminster y el hombre pelirrojo llevaron a Medianoche hasta el borde de las ruinas. Una vez allí, la colocaron suavemente sobre el suelo despejado. El joven se quedó mirando a la maga de cabello negro.

—Ahora puedes marcharte —le dijo Elminster—. Te agradezco la ayuda pero yo me ocuparé de ella.

—¡Cómo! —dijo el joven—. ¿No piensas pagarme por mi ayuda?

El sabio murmuró algo entre dientes, le dio al hombre pelirrojo una moneda de oro y se volvió a Medianoche. Cuando el joven se hubo alejado, Elminster se puso a acariciarse la barba y reflexionó sobre la situación.

—Algo está pasando aquí —murmuró antes de sacar su pipa.

El olor al tabaco de la pipa hizo que Medianoche se despertase al cabo de unos minutos. Tosió dos veces y escupió.

—¿Qué ha pasado?

—Creo que esta zona está muerta para la magia —indicó Elminster—. Nada mágico, ni siquiera los magos, pueden entrar en ella.

—Pero ¿cómo es posible? —preguntó Medianoche mientras se sentaba—. Yo creía que el tejido alcanzaba a todos los puntos de los Reinos.

Elminster sonrió y se sacó la pipa de la boca.

—Antes, quizá —dijo después de ayudar a Medianoche a ponerse de pie—. Pero no desde el Advenimiento. La muerte de los dioses debe de haber abierto un agujero en el tejido. Tal vez el caos mágico esté desgarrando el propio tejido.

—¿Hay más zonas nulas para la magia en los Reinos? —preguntó ella mientras se encaminaban a los caballos.

—Sí —dijo el anciano—. En algunos lugares. Son mucho mayores que aquí.

Antes de subir a su caballo, Medianoche volvió la mirada hacia las ruinas con una expresión asustada en los ojos.

—¿Se puede reparar el tejido? —susurró.

Elminster apartó la vista y no contestó.

Medianoche y el sabio de barba blanca llegaban al puerto veinte minutos después. Como habían acordado unas horas antes, Kelemvor y Adon esperaban en el malecón donde el guerrero había trabado conocimiento con Alprin. El clérigo y el guerrero se habían pasado los últimos días ayudando a los militares de Tantras a restaurar el orden en la ciudad. Patrullaron para evitar los saqueos, ayudaron a transportar a los heridos a los hospitales de campaña que se habían instalado alrededor de la ciudad, trabajaron incluso en la reconstrucción de algunas tiendas importantes para que el comercio recobrase su actividad.

Cuando el guerrero vio a su amada, la tomó en sus brazos y así estuvieron abrazados hasta que Elminster carraspeó ruidosamente.

El anciano se volvió a Medianoche con un malicioso brillo en los ojos.

—A pensar de lo mucho que disfruto de vuestra compañía, me temo que debo marcharme. Asuntos urgentes requieren mi atención en otro lugar. Os veré pronto en Aguas Profundas.

—¡Espera! —gritó Medianoche cuando el anciano se dio media vuelta—. ¡No puedes irte así!

—Ah, ¿no? —exclamó Elminster sin volverse a mirar a los héroes—. ¿Por qué no?

—¡Porque nos has mandado a una misión peligrosa y debes estar allí para ayudarnos! —repuso Kelemvor con voz airada.

Elminster se detuvo y se dio media vuelta.

—¡Deberías haber comprendido que la misión que vais a llevar a cabo es vital para la supervivencia de Faerun, pero que no es lo único importante que debe hacerse! —espetó—. Ahora me necesitan en otro lugar, pero volveréis a verme en Aguas Profundas.

Dicho esto, Elminster se puso en marcha en dirección a la ciudad. Nadie trató de detenerlo.

Medianoche, Kelemvor y Adon se quedaron observando en silencio el barco con el que se iban a marchar de Tantras. Al cabo de un rato, Medianoche sonrió y dijo:

—Si tenemos en cuenta todas las circunstancias adversas a las que hemos tenido que enfrentarnos, lo hemos hecho bastante bien hasta el momento. Casi me hace ilusión ir a Aguas Profundas.

Adon, que iba pulcramente vestido como no lo había estado desde hacía mucho tiempo, se volvió a mirar el estrecho del Dragón y frunció el entrecejo.

—Me pregunto si Cyric estaba en uno de los barcos zhentileses que se han ido a pique.

Medianoche movió la cabeza.

—Está vivo. Sé que es así.

—Pero no lo estará por mucho tiempo —dijo Kelemvor entre dientes—. En cuanto le ponga las manos encima… —El guerrero apretó la empuñadura de su espada.

La expresión de Medianoche se endureció.

—Deberías darle la oportunidad de explicarse…

—¡No! —repuso Kelemvor, y le dio la espalda a la maga de cabello negro—. No me harás creer que Cyric estaba actuando contra su voluntad en la posada Cosecha Misteriosa. Tú no viste su expresión de sorpresa cuando vio que yo había sobrevivido a la trampa que me habían tendido. Tú no viste la sonrisa de sus labios cuando vio mis heridas.

—Estás en un error —dijo Medianoche fríamente—. No conoces a Cyric.

—Conozco a esa bestia mejor que tú —dijo Kelemvor gruñendo. Se dio media vuelta y, con sus ojos verdes llenos de rabia, añadió—: Es posible que tú te hayas dejado engañar por las mentiras de Cyric, pero yo aprendí hace tiempo a no creerlo. La próxima vez que nos encontremos, uno de los dos no saldrá con vida.

Adon asintió.

—Medianoche, Kel tiene razón. Cyric es una amenaza para todos nosotros, para todo Faerun. ¿Te acuerdas cómo se comportó en el Ashaba? ¿Te imaginas lo que podría suceder si se apodera de las Tablas del Destino?

Medianoche se apartó de Kelemvor y de Adon, se encaminó al barco donde tenían pasaje reservado y subió a bordo con la talega que contenía su libro de hechizos y la Tabla del Destino sujeta fuertemente bajo el brazo.

Kelemvor echó pestes en voz alta y se precipitó al barco detrás de la maga.

—¡Date prisa, Adon! —gritó—. Nuestra maga ha decidido que es hora de marcharse.

Adon lanzó una última mirada a Tantras y recordó las palabras de Torm en el jardín del templo. El clérigo desfigurado sonrió. «Sí —pensó—, mi deber está claro. Mis amigos me necesitan». Adon se detuvo un momento y se alisó el cabello, luego se fue a reunir con Medianoche y con Kelemvor a bordo del barco.

En las sombras de un almacén cercano al malecón, el joven pelirrojo arrancó el letrero, metió la barca en el agua y le dio una patada al hombre que dormía en la proa.

—Estaba empezando a pensar que no llegarías nunca —dijo el barquero gruñendo y frotándose una verruga que tenía en su gruesa nariz.

—No te pago para pensar. Limítate a manejar este montón de madera podrida —dijo el joven—. Ya sabes adonde vamos. —A continuación saltó a la barca y el hombre fornido tomó los remos y se puso a remar.

La barca no tardó en salir del puerto para seguir la costa meridional de Tantras. En una ensenada a unas cuantas millas de distancia había un trirreme negro. El hombre pelirrojo señaló el barco cuando se acercaron a él y subió a bordo.

El capitán del Argento lo estaba esperando.

—¡Sabinus! —exclamó alegremente Cyric mientras lo ayudaba a subir a bordo—. ¿Qué noticias me traes?

El contrabandista le contó todo lo que había oído y le describió el barco en el que los héroes marchaban de Tantras. El joven le enseñó a Cyric la moneda de oro que Elminster le había dado y se echó a reír.

Cyric sonrió.

—Has hecho un buen trabajo. Puedes estar seguro de que serás recompensado.

—Tantras ya no es un lugar seguro para mí —le dijo el pelirrojo al ladrón—. Me prometiste un pasaje para llevarme a un lugar lejos de aquí.

—Y cumpliré mi promesa —dijo Cyric con tono despreocupado a la vez que pasaba el brazo por encima del hombro del contrabandista—. Siempre cumplo mis promesas.

Sabinus no oyó cómo la daga de Cyric salía de su funda, pero sintió un dolor punzante cuando el arma se clavó en su cuello. Se tambaleó. El ladrón le dio otra cuchillada y lo empujó por encima de la borda. El hombre pelirrojo había muerto antes de tocar el agua.

Cyric miró el cuerpo.

—No es nada personal —murmuró—. Pero ya no necesito tus servicios.

El hombre de nariz aguileña se dio media vuelta, llamó a su teniente y le dijo que iban a seguir al barco que llevaba a los héroes. Dalzhel, por su parte, saludó a su capitán y dio una serie de órdenes a los pocos supervivientes de la flota zhentilesa de Valle del Barranco.

El día de la batalla de las mutaciones, cuando Cyric vio el extraño torbellino sobre la ciudad, ordenó a la tripulación que condujese el Argento al estrecho del Dragón, lejos del conflicto. El barco y su tripulación se salvaron gracias a esta orden. Cyric sabía que la gratitud de sus hombres le sería de gran utilidad en un futuro próximo.

El ladrón contempló el sol como hierro candente que se ponía sobre Faerun. Pensó en sus antiguos aliados y en todo lo que Sabinus le había contado sobre las amenazas de Kelemvor y los comentarios de Adon. El hombre de nariz aguileña pensó que, por una vez, el guerrero y el clérigo tenían razón.

Cyric había decidido unos días antes que, cuando volviese a encontrarse con Medianoche y sus amigos, no tendría compasión de ellos si se atrevían a interponerse en su camino.