La larga caminata por los valles del este había sido dura para la Compañía de los Escorpiones, pero los zhentileses contaban con suficientes provisiones y estaban acostumbrados a las dificultades de este tipo de marchas. Cyric no tardó en enterarse por Tyzack de que la expedición de los Escorpiones a la colina del Diente de la Suerte obedecía a que buscaban un artefacto de gran poder del que habían hablado casualmente unos viajeros que pasaron por Zhentil Keep.
La Compañía de los Escorpiones había recibido estas órdenes antes de la batalla del valle de las Sombras, cuando lord Bane estaba obsesionado por encontrar cualquier artefacto susceptible de ser depositario de algún poder mágico. En medio de la confusión que había rodeado a la batalla y sus consecuencias, Zhentil Keep había olvidado a los Escorpiones y su misión, hasta que llegó el momento de reunir toda unidad zhentilesa disponible en Valle del Barranco. Una noche llegó una mística comunicación de la hechicera de Bane, Tarana Lyr, y los Escorpiones estuvieron encantados con el cambio de planes, pues los esfuerzos realizados en la colina del Diente de la Suerte habían sido vanos y tediosos.
Dos días después de haberse incorporado Cyric al grupo, los Escorpiones se encontraron con una patrulla sembia y se vieron obligados a combatir —una oportunidad para el ladrón de medir la habilidad de sus nuevos compañeros y, para éstos, de medir la suya—. La batalla fue rápida y sangrienta, con algunas pérdidas para los Escorpiones. Croxton había muerto, si bien Cyric no sabía muy bien si a manos de un sembio o a manos de un zhentilés. Ante la gran sorpresa de Cyric, Tyzack nombró al ladrón su lugarteniente por su actuación en la batalla. Slater apoyó abiertamente esta decisión y los demás no pusieron objeción alguna, aunque más de uno, como Eccles, no estuvieron nada contentos con la elección.
Al día siguiente del enfrentamiento con los sembios, los Escorpiones se encontraron con la primera de las muchas patrullas zhentilesas que se dirigían a Valle del Barranco. Tyzack asumió automáticamente el mando de la chusma de guerreros y ladrones con que acababa de encontrarse la compañía. Nadie se opuso a ello.
En momentos como aquéllos, mientras cabalgaba detrás de Slater, Cyric tenía la mente absorta en muchos asuntos; pero, sobre todo, observaba la brillante luz vespertina palpitar a través del pendiente en forma de prisma que la guerrera había cogido del cadáver de Mikkel y se había colgado de la oreja derecha. Mientras Cyric lo observaba soñadoramente, unos rayos multicolores surgían del objeto.
La línea del horizonte era escabrosa, desfigurada por escarpadas estribaciones, formada por una tierra extraña, mezcla de piedra musgosa-grisácea con vetas de arcilla rojiza. Unas desnudas colinas y pequeñas elevaciones rodeaban a los jinetes. Delante de ellos y a lo largo de muchos kilómetros, había una inmensa extensión de tierra, con una hondonada en su centro y unas depresiones como dentelladas, uniformemente espaciadas, que salían formando tortuosos desfiladeros. Cyric tuvo la sensación de estar viendo el esqueleto de un gigante que podía haber vivido milenios antes de que los dioses empezasen a gobernar Faerun.
Mientras miraba una estribación, se le ocurrió que podía haber sido la forma de un dios dominando sobre los Reinos, lo bastante alto como para llegar al cielo y hacer descender los mismísimos cielos, sin ser atrapado dentro de un frágil cuerpo de carne y hueso, como un mortal.
Una vez más, los rayos de luz que salían del pendiente robado llamaron la atención del ladrón y, mientras los zhentileses seguían cabalgando, ahora en número superior a trescientos, Cyric se dio cuenta de que el prisma lo había fascinado tanto como a Slater.
El ladrón de nariz aguileña observó los fragmentos de luz que centelleaban con una hermosa e impresionante serie de colores y estudió cada uno de los rayos. Las luces cobraban vida y desaparecían en un abrir y cerrar de ojos. Pensó que de manera muy parecida a la vida humana, que se iba y no tardaba en ser olvidada. Cyric quería más de su vida. Pensó en los dioses y en el don de inmortalidad que habían puesto en peligro con sus rencillas estúpidas y sin importancia. El ladrón sentía desprecio por las divinidades como Bane y Mystra, que habían permitido ser despojados de sus vastos poderes.
Cyric trató de sosegarse. El calor vespertino era abrasador e incluso la ligera brisa que sentía poco ayudaba a aliviar las zonas de intenso y sofocante calor que asaltaban a la compañía mientras viajaban siguiendo el curso del Ashaba. El calor se pegaba a la piel de Cyric como manos abrasadoras y opresivas y hacía que el sudor corriera como ríos por su rostro, y le impedía por momentos ver el prisma.
Después de mirar a su alrededor a docenas de rostros que no conocía, Cyric pensó que todos aquellos zhentileses viajaban a Valle del Barranco sólo para responder a la llamada de lord Bane. Casi todos ellos darían su vida sin un momento de vacilación si así se lo pedía lord Black. Aunque pareciese increíble, era a la Compañía de los Escorpiones adonde aquellos hombres se habían dirigido para obtener un liderazgo temporal. A Cyric le sorprendía la maniobra política que había realizado Tyzack para asegurarse la supremacía. Cyric consideraba al jefe de los Escorpiones incapaz de concebir siquiera un plan con cara y ojos, sin hablar de ponerlo en práctica.
El ladrón se enjugó los ojos y volvió a mirar el prisma. Los rayos que lanzaba el pendiente parecían inagotables y, cuando un nuevo rayo se desvanecía, otro ocupaba su lugar. Cyric pensó en Tyzack: aquel hombre debía de tener un punto débil, una vulnerabilidad susceptible de ser explotada por él. «¿Cuál es?» se preguntó el ladrón. Delante de él, Slater cogió el pendiente en forma de prisma y lo acarició suavemente. El ladrón sonrió. Quizás había una forma sencilla de descubrirlo.
Una hora después, Tyzack se alejó para hablar con el comandante de una patrulla de cincuenta hombres del valle de la Borla que estaba cerca de la retaguardia de la considerable avanzada zhentilesa. Ren se había ido con Tyzack. Cyric se adelantó e indicó a Slater que se reuniese con él a cierta distancia por delante de los zhentileses. Willingale, uno de los hombres del valle de la Tortura, había tomado posición a unos trescientos metros por delante de las tropas y Cyric les dijo a los demás que él y Slater iban a reemplazarlo.
—¿Por qué vamos a reemplazar a Willingale en su puesto de reconocimiento? —preguntó Slater, cabalgando junto al ladrón. Cyric titubeó, la frente sin cejas de la mujer se arrugó y sus ojos se abrieron de par en par, en un gesto destinado a dar énfasis a su perplejidad—. ¿Qué es lo que quieres realmente de mí?
—¿Tan transparente soy? —preguntó Cyric, para luego apartar la mirada de la soldado zhentilesa.
Slater sonrió.
—No contestes si no quieres —repuso.
Cyric se rió suavemente mientras se enjugaba el sudor de la frente.
—¡Por los dioses!, ¡qué calor!
Slater frunció el entrecejo y se puso a tamborilear la madera de su arco con los dedos.
—Si esto es lo que tú consideras tener una pequeña charla, creo que me voy a marchar —dijo.
—Sólo estaba haciendo un comentario —repuso Cyric volviéndose hacia la guerrera—. Y me estaba preguntando si habías sido observadora.
La mujer entornó los ojos y miró a Cyric con desconfianza.
—¿Con respecto a qué? —preguntó Slater.
—Me gustaría saber más sobre los Escorpiones —declaró Cyric de modo terminante, sin dejar de mirar fijamente a la mujer.
—Adivino la razón —replicó Slater, para luego acariciar la crin del caballo—. Es Tyzack quien realmente te interesa, ¿me equivoco?
El ladrón pensó que aquella mujer era más lista de lo que él había sospechado.
—Sí —admitió Cyric, intentando parecer lo más inocente posible—. Su actitud me confunde. También la tuya, por cierto.
Cyric vio que Slater estaba intrigada.
—Explícate —dijo ella, dando un tono de brusquedad a su palabra.
—Me recomendaste para ser el segundo en el mando, cuando tú habrías podido acceder a ese puesto. ¿Por qué actuaste así? —preguntó Cyric, y luego se volvió a enjugar el sudor de la frente.
Slater sonrió maliciosamente.
—Para vivir. Las personas que ocupan esta posición no parecen durar mucho en los Escorpiones.
A pesar de que Cyric trató de aparentar desconcierto, de hecho estaba encantado. Daba la impresión de que Slater necesitaba poca presión para decir la verdad. Podía ser un rasgo muy útil.
—Sí… —dijo el ladrón finalmente—. Pensé que había algo extraño en torno a la muerte de Croxton. ¿Hubo alguien antes de él?
—Sí —dijo Slater con indiferencia mientras ahuyentaba una mosca que zumbaba a su alrededor—. Se llamaba Erskine.
—¿Qué le pasó?
—Murió —se limitó a contestar Slater—. ¿Qué más quieres saber?
—¿Lo mató Tyzack? —dijo Cyric jadeando, tal vez de una forma un poco brusca y melodramática—. ¿Por qué?
La guerrera movió la cabeza y se encogió de hombros.
—¿Quién puede decirlo? Regresábamos de la colina del Diente de la Suerte. Tyzack, Erskine, Ren y Croxton habían ido a cazar para la cena. Todos volvieron, menos Erskine. Nos dijeron que había sido un accidente. Se habían separado para cubrir más terreno y Ren le disparó una flecha a Erskine… por equivocación. Lo enterraron en una fosa poco profunda y seguimos nuestro camino.
Cyric pensó que, en aquella ocasión, habían dejado a Croxton para los cuervos con los sembios muertos. Ni siquiera se mereció una fosa poco profunda.
—Quizá dijeron la verdad —sugirió el ladrón.
Slater se mordió el labio y respiró profundamente.
—Erskine era un elemento perturbador. Conocía a Tyzack desde hacía años, incluso antes de que se crease la Compañía. Era un hombre maleducado y estúpido y se tomaba unas libertades que nadie en la Compañía se habría atrevido ni siquiera a imaginar. Erskine estuvo acechando a la muerte hasta que, un día, ésta fue en su busca. Todos nos alegramos de habernos librado de él.
—¿Por qué me cuentas todo esto de tan buen grado? —preguntó Cyric un rato después. El ladrón presentía que sabía la respuesta, pero quería que Slater lo dijese en voz alta y que se comprometiese con la línea de conducta que ello implicaría.
La mujer se quedó un momento mirando al ladrón, luego miró a los zhentileses que los seguían.
—Porque Tyzack es débil —declaró a continuación sin emoción alguna—. No es un guerrero. Sus sueños consisten en un lugar cómodo dentro de la burocracia de la Red Negra. Su reticencia a combatir nos está costando días de viaje. Cuando lleguemos a la ciudad, a Valle del Barranco, tal vez la guerra haya terminado. Y, si no es así, nuestro cometido será el de proteger la vida de Tyzack a toda costa.
»Los otros zhentileses, los que siguen a unos jefes valientes, se verán recompensados con la gloria y el honor de conquistar a nuestros enemigos para lord Bane. Si puedo, no desperdiciaré esta oportunidad.
Slater lanzó un gruñido y volvió a poner la mano sobre la madera de su arco.
—¿Qué pretendes hacer? —dijo Cyric, tratando de adoptar una actitud inocente.
—¡No te hagas el tonto! —dijo Slater en voz baja—. Por mucho que tú así lo creas, el arte del engaño no es tu fuerte.
Cyric miró hacia delante. No tardarían en llegar a la altura de Willingale, el explorador.
—Te conozco, Cyric. Eres un ladrón. Eres un asesino. Y eres ambicioso —dijo Slater—. Si quieres, puedes mentir a los demás. A mí, no. Yo puedo ayudarte… y, de paso, ayudarme a mí. —La guerrera se agarró a la crin de su caballo y añadió—: Es posible que no haya oportunidad de actuar hasta que nos veamos en el fregado de la batalla del valle del Barranco. Todo lo que tendremos que hacer es dejar que se nos distraiga el tiempo suficiente para que una espada enemiga le corte la cabeza a Tyzack.
—Bien —dijo Cyric, después de haber dejado caer su máscara inocente—. ¿Y si se presenta la oportunidad antes?
La mujer volvió a entornar los ojos y miró al ladrón como si fuese la primera vez que lo veía.
—Entonces la aprovecharemos —dijo—. Después, me darás mi propio mando. Con treinta buenos soldados me arreglaré. De esta forma, si tu sangre resulta ser tan débil como la de Tyzack, no tendremos que enfrentarnos. Yo me llevaré a mis soldados a la batalla. Tú harás lo que quieras. ¿De acuerdo? —La soldado zhentilesa miraba ahora a Cyric directamente a los ojos, a la espera de su respuesta.
—¡De acuerdo! —dijo Cyric al cabo de un momento, devolviéndole la mirada.
Habían llegado lo bastante cerca de Willingale como para que éste pudiese oírles, de modo que Cyric dejó languidecer la conversación. Cuando ambos estuvieron más próximos, el explorador se volvió y les indicó que se apresurasen a llegar a su altura.
—Estoy contento de que hayas venido, señor —dijo Willingale a Cyric—. Me has ahorrado la molestia de volver atrás para informar. —A continuación señaló un punto delante de él—. Hay algo en el horizonte.
El ladrón siguió la dirección del dedo de Willingale y vio una luz fija y brillante a lo lejos. La elevación montañosa con valles y hondonadas que había en el flanco derecho de las fuerzas zhentilesas no les permitía a éstas protegerse de aquello que producía la luz. De hecho, no había absolutamente ninguna señal de protección natural en trescientos metros a la redonda.
—Podría ser una trampa —dijo Willingale, rascándose la barbilla—. Nuestro enemigo podría estar esperando en los rebordes de esas depresiones del centro de la elevación montañosa. En las hondonadas pueden caber unos cien hombres o incluso más.
—Es posible —repuso Cyric—. Pero ¿por qué alertarnos del peligro? ¿No sería más lógico que se limitasen a esperarnos para así cogernos desprevenidos? Debe de haber alguna otra explicación.
—Podría ser simplemente un reflejo natural de la luz del sol… o, incluso, alguna manifestación del caos de la naturaleza —observó Slater, después de frenar a su caballo—. La luz no parece cambiar.
—Vamos a volver a informar a Tyzack —dijo Cyric al explorador—. Tú sigue vigilando e indícanos si observas algo más, pero no sigas adelante. Cuando la compañía llegue a tu altura, recibirás nuevas órdenes.
Willingale asintió y Cyric y Slater volvieron hasta el cuerpo principal del ejército zhentilés. La mujer soldado permaneció en silencio un momento, luego comentó:
—Cyric, una emboscada nos daría la oportunidad que estamos buscando.
—¿A costa de cuántos compañeros zhentileses? Incluso es posible que a costa de nuestras propias vidas —repuso el ladrón un tanto brusco—. Habrá mejores oportunidades que ésta. Además, tenemos otro problema…, Ren. Se camufla tan bien con el telón de fondo que yo a veces apenas advierto que está presente. Al margen de quien desempeñe el cargo, parece ser él el verdadero segundo en el mando de Tyzack. Debemos tener en cuenta su interferencia en cualquier plan que tracemos.
El ladrón y la amazona llegaron a la primera línea de la avanzadilla zhentilesa. Tyzack y Ren los estaban esperando. El jefe de los Escorpiones temblaba con una rabia apenas contenida.
—¿Queréis hacer el favor de explicaros los dos? —gritó Tyzack. El hombre de cabello negro movió el puño en el aire como si estuviese agitando un dado.
Cyric miró a Slater, luego de nuevo a Tyzack.
—No lo comprendo. ¿Qué hemos hecho que requiera una explicación?
—Ignorar mis órdenes —contestó Tyzack de muy mal humor—. Alguien ha venido a informarme de que vosotros dos habíais abandonado las filas y me ha obligado a acudir a primera línea para saber lo que estaba ocurriendo. La pena por deserción es…
La expresión del ladrón se volvió tan dura como la piedra.
—¿No soy tu segundo en el mando?
Tyzack se acobardó.
—¿Qué tiene eso que ver con lo otro? Serás tratado exactamente igual que cualquier otro zhentilés.
—Estás equivocado —replicó Cyric—. Como segundo en el mando, es mi deber asegurarme de que tus órdenes se cumplan al pie de la letra cuando tú no estás presente para imponerlas.
El jefe zhentilés entornó sus oscuros ojos.
—Willingale estaba demasiado cerca del cuerpo principal —prosiguió Cyric, y señaló en dirección al soldado—. Él no es un Escorpión y no conoce tus normas acerca de la forma de actuar como hombre de reconocimiento para los zhentileses. —El ladrón hizo una pausa y sonrió—. Y, como es natural, nosotros dos sabemos que si Willingale estaba lo bastante cerca de nuestros hombres como para que éstos lo viesen claramente, como así era, estaba demasiado cerca para llevar a cabo un buen trabajo de reconocimiento. Slater y yo hemos ido a comunicarle el error que estaba cometiendo. —El ladrón hizo una nueva pausa. En esta ocasión, sin embargo, se volvió para mirar a la mujer zhentilesa—. Y ha sido cuando nos ha indicado aquella extraña luz…, ¿no es así, Slater?
Ren se acercó al jefe de la compañía y le susurró algo al oído.
—¿Qué extraña luz? —preguntó Tyzack, apenas Ren hubo terminado de hablar con él—. ¿De dónde procede?
Cyric se obligó a adoptar una expresión de perplejidad.
—No lo sabemos —contestó el ladrón. Luego contó a Tyzack lo que él y Slater habían visto, así como la opinión de ambos sobre la situación—. Hemos ordenado a Willingale que permanezca donde está hasta que tú llegues a su altura.
El jefe zhentilés de cabello negro se pasó una mano por su despeinada cabeza y esbozó una sonrisa maliciosa.
—Está bien —murmuró, luego hizo un gesto en dirección a Ren—. Que la compañía se detenga. Tal vez no sea nada, pero alguien tendrá que ir a investigar antes de que la compañía siga su camino.
El jefe zhentilés se volvió a continuación al hombre de nariz aguileña:
—Cyric, puesto que parece que hoy cuentas con una iniciativa ilimitada, la tarea de descubrir la naturaleza de esa luz extraña va a recaer sobre ti… y sobre Ren. Slater se quedará conmigo. Tus conocimientos en montañismo pueden sernos de utilidad. Escalaréis aquella elevación del sur y seguiréis su trayectoria hasta que descubráis el origen de esa luz.
Cuando Cyric miró el enjuto rostro de Ren, le dio un vuelco el corazón. Los ojos del hombre eran fríos, exentos de emoción. Ren miró a su vez a Cyric, como si éste fuese un cadáver sin el buen juicio de estar postrado en tierra y dejarse enterrar. En definitiva, las órdenes de Tyzack eran una sentencia de muerte, y tanto Cyric como Ren lo sabían.
—Tened cuidado allí arriba. Con todos esos desfiladeros y barrancos, sería una pena que alguno de vosotros sufriese un accidente —añadió Tyzack, todavía con la sonrisa diabólica en los labios.
Ren asintió e indicó a Cyric mediante un gesto que se pusiera en camino delante de él.
—¡No te preocupes! —dijo Cyric alegremente, fingiendo que las órdenes del jefe zhentilés no tenían un significado particular. Sin embargo, cuando el ladrón espoleó a su caballo y éste se puso en movimiento, añadió entre dientes—: Adiós, Tyzack… ¡Slater!
Ren siguió al ladrón a muy corta distancia y los dos hombres apenas se habían alejado unos treinta metros de la columna zhentilesa cuando Tyzack y Slater gritaron al unísono. Cyric, perplejo, se volvió… y vio un brillante fragmento de acero en forma de diamante que se acercaba procedente del este; daba volteretas mientras cortaba el aire y se encaminaba directamente hacia el cuerpo principal de la avanzadilla zhentilesa… hacia Slater y Tyzack.
El ladrón sacó su daga y lanzó el arma con un movimiento magistral. El cuchillo de Cyric voló por el aire y pasó por delante del metal que era sólo algo mayor que la propia daga, un instante antes de interceptarlo. El pedazo de acero siguió su camino. De pronto, resonó en el aire un ruido de metales que chocan. A pesar de que, aunque agudo, el sonido fue débil, Cyric dio un respingo al oírlo.
Ren había lanzado una de sus dagas y desviado el acero de su trayectoria. Slater y Tyzack estaban a salvo.
El ladrón centró su atención en Ren e hizo un esfuerzo para relajar el cuerpo. El zhentilés era, muy posiblemente, igual a Cyric en el manejo de un arma y, al darse cuenta de ello, Cyric agradeció haber sido temporalmente apartados de su «misión». Cyric sabía que dependía del él mismo convertir aquel respiro en algo permanente.
Su plan inicial fue el de matar a Ren en la estribación en forma de esqueleto que dominaba el paisaje para luego escapar por la parte sur de la elevación montañosa y llegar al Ashaba. Pero sin caballo y sin provisiones, sus probabilidades de sobrevivir eran escasas. Y si Tyzack quería venganza y ordenaba a unos cuantos soldados zhentileses que le diesen caza, sus probabilidades eran completamente nulas. Asimismo, volver a la avanzadilla con Ren muerto era algo que había que descartar. Tyzack habría ejecutado a Cyric allí mismo. Por consiguiente, dado que la misión en la sierra era una situación abocada al fracaso, el ladrón sabía que tenía que encontrar la forma de dar la vuelta a la situación y ponerla a su favor.
Slater miró el suelo, a menos de dos metros de ella había caído el pedazo de acero, de unos sesenta centímetros de largo. Miró a Cyric y vio frustración en su rostro, luego se volvió a Ren y dijo:
—Mis más efusivas gracias.
—Estoy aquí para servir —replicó el zhentilés rubio, en voz baja y gutural.
Tyzack estaba mirando al horizonte.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó, visiblemente perturbado.
Ren saltó de su caballo y se agachó para coger tanto su daga como el pedazo de metal en forma de diamante. El hombre recogió su cuchillo pero se oyó un silbido cuando la mano de Ren tocó el trozo de acero. El zhentilés retrocedió y se cogió la mano derecha con la izquierda.
—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡El metal está ardiendo!
—Debe de haber un brujo en todo esto —dijo Tyzack en un susurro a la vez que trataba de recobrar la compostura—. No veo ninguno cerca y no hay nada que hubiese podido lanzar este metal desde la montaña. Está sencillamente demasiado lejos.
El ladrón pensó instintivamente en Medianoche, luego se reprendió a sí mismo ante esa idea estúpida. La maga jamás habría sido tan insensata como para enfrentarse a un regimiento zhentilés de trescientos hombres. Luego al ladrón se le ocurrió otra cosa.
—Si se tratase de la obra de un mago, ello explicaría la luz que hemos visto en la lejanía —observó Cyric en voz alta.
Una sombra pasó súbitamente por encima de las fuerzas zhentilesas y un grito atronador surgió de entre las tropas. Cuando Cyric miró hacia arriba, con la mano puesta sobre la empuñadura de la daga, vio una arremolinada masa de luz centelleante sobre ellos. Cyric entornó los ojos y advirtió que, a pesar de estar mirando directamente al sol, una cortina de esquirlas de acero que colgaba del cielo bloqueaba su visión. Los fragmentos de metal formaban un nubarrón con miles de caras de las cuales salían unos rayos de luz.
—¿Qué es esto? —exclamó Tyzack con voz entrecortada.
El jefe zhentilés, en un intento de llamar la atención de Slater, alargó una mano y le clavó las uñas en el hombro. La amazona se apartó del contacto de Tyzack, después de controlar un deseo vehemente de coger la mano del hombre, arrojarlo de su caballo y degollarlo cuando cayese.
Por el contrario, Slater apartó de un empujón la mano de Tyzack y gritó:
—¡No me toques!
—¡Tyzack! —murmuró Ren, en cuya voz brusca se notaba inquietud—. ¿Cuáles son tus órdenes?
Como una gota de agua desprendiéndose del extremo de un carámbano que hubiese empezado a derretirse, cayó de los cielos una de esas esquirlas de metal. Tyzack apartó la mirada del cielo y se cubrió la parte posterior de la cabeza con los brazos y luego metió el rostro en la crin de su caballo. Se oyó un grito a unos treinta metros detrás del jefe de cabello negro.
—¡Le ha dado a Sykes en la pierna! —gritó alguien.
Los soldados zhentileses habían empezado a romper filas y se estaban dispersando por el campo abierto.
—¡No hay ningún lugar donde esconderse! —exclamó otro hombre, y un murmullo de gritos de terror se elevó de entre las tropas.
Cyric vio que el líder de los zhentileses temblaba de miedo.
—¡Ren tiene razón! —dijo el ladrón cuando Tyzack empezó a levantar despacio la cabeza—. ¡Tienes que dar alguna orden! —exclamó, lleno de desprecio por aquel cobarde.
Tyzack estaba a punto de hablar cuando otro fragmento de metal cayó del cielo, éste volando hacia las primeras filas de la avanzadilla, donde estaban reunidos los Escorpiones. El trozo de metal golpeó a Praxis en el hombro y éste chilló de dolor cuando la afilada punta salió por la parte posterior de su brazo.
—¡Me… me estoy quemando! —gritó Praxis cuando una nube de color negro grisáceo se elevó de la herida. El soldado trató de sacarse el metal, pero el esfuerzo sólo le produjo un dolor todavía mayor.
Cyric y Ren se volvieron para dirigirse al resto del ejército zhentilés. Ambos hombres pidieron calma a gritos, luego miraron a Tyzack, a la espera de que el hombre hablase. La discordia se iba extendiendo por las filas y los jefes trataban de tomar el control de las diferentes facciones dentro del grupo.
—¡Estamos… muertos! —murmuró Tyzack sin dejar de mirar al cielo—. ¡No hay ningún sitio adónde ir!
Cyric hizo que su caballo se colocase junto al de Tyzack. Cogió al hombre de cabello negro por el cuello y lo sacudió con fuerza.
—¡No digas esto! —le dijo el ladrón en un siseo—, perderás el control sobre los hombres. —A Cyric le sorprendió que Ren no hiciese movimiento alguno para detenerlo.
—¡Espadas! —exclamó Tyzack—. ¡Hay muchísimas y cada vez son de mayor tamaño! ¡Mira!
Cyric levantó la mirada y vio que aquella masa de esquirlas estaba transformándose en espadas plateadas que iban descendiendo lentamente.
—¡Huyamos con los caballos! —murmuró Tyzack, con una voz tan suave como la de un niño.
Media docena de fragmentos de metal cayeron del cielo como manzanas maduras de un árbol. Los zhentileses que tenían escudos se debatían para sacar éstos de sus espaldas o de las sillas. Del centro y de la retaguardia de la avanzadilla surgían gritos de confusión.
Cyric miró a Slater.
—¿Qué ha dicho?
Ren miró al ladrón.
—¡Tyzack ha dicho que huyamos con los caballos! ¡Tenemos que llegar a la protección de las montañas del sur antes de que los trozos de metal caigan del cielo! —El guerrero rubio espoleó a su caballo y un numeroso grupo de soldados lo siguió.
La lluvia de esquirlas de metal se intensificó, como si el fondo de la caja enorme e invisible que los contenía se hubiese roto de repente para dejar que los dardos cayesen al suelo. De las filas no salían más que gritos desesperados. Los zhentileses se desplomaban al suelo a puñados y morían o eran heridos gravemente.
—¡Huyamos! —gritó Tyzack, como si hubiese advertido repentinamente el peligro. El hombre de pelo negro clavó las espuelas en los flancos de su caballo y se puso en movimiento.
Al cabo de unos segundos, Cyric estaba a su vez cabalgando a galope en dirección a la estribación rojiza en forma de esqueleto. La sombra causada por la nube de cuchillos era cada vez más profunda y parecía seguir al ejército zhentilés. Los gritos de los zhentileses abatidos por las esquirlas de metal llenaban el aire, y sus chillidos estridentes se abrían paso entre el estruendo que producían cientos de caballos al galope.
Cyric pensó que tenía a los zhentileses a su espalda y, si bien esta idea le hizo gracia, su regocijo no tardó en convertirse en miedo. Se sentía expuesto y mucho más solo delante de la horda de soldados a la carga. Con los hombros rígidos, el ladrón aguzó el oído, atento a todo caballo que estuviese cerca de él, consciente de que en cualquier momento la lluvia de acero podía poner fin a todos sus problemas.
Aunque el ladrón sabía que aquella huida no serviría de nada, se fijó en la montaña. En aquel momento, llamó su atención una de las depresiones que salía de las colinas en forma de esqueleto, pues estaba aumentando de tamaño y su sombra negra como la noche se abría delante de los soldados, como las fauces de un animal hambriento. Las esquirlas de metal abatían cada vez a más jinetes zhentileses. Los más afortunados morían al instante, los más desventurados caían de sus caballos y eran pisoteados por los cascos de los animales de sus compañeros.
Slater seguía cabalgando cerca de Cyric cuando llegaron finalmente a la boca de la depresión, donde se habían refugiado Ren y la mayoría de los zhentileses que lo habían seguido. Los caballos abandonados por los soldados corrían de un lado a otro, en un intento frenético por evitar las candentes piezas de metal. Por el número de caballos heridos o sin jinetes que había a la entrada de la depresión, Cyric calculó que un centenar de hombres debía de haberse refugiado ya en el interior.
Pero dentro de la hondonada de tres metros de anchura, los zhentileses no lo estaban pasando mejor que los que estaban todavía en la llanura.
—¡Esto es absurdo! —exclamó Cyric.
En aquel momento un dardo se clavó en el cuello de su caballo y éste arrojó al ladrón al suelo. Sin embargo, por suerte para Cyric, estaba muy cerca de la depresión y los jinetes que había detrás de él aminoraron el paso, con lo que evitaron pisotearlo. No obstante, la caída dejó momentáneamente aturdido a Cyric.
Antes de que el ladrón tuviese la oportunidad de quejarse, Slater lo cogió por el brazo y ambos se vieron impelidos dentro de la oscura y fría grieta por el flujo de soldados que se apiñaban desesperadamente en la abertura. Una vez en la depresión, Cyric cogió un escudo de madera de un cuerpo pisoteado y se lo puso sobre la cabeza. Slater, más alta que el ladrón, tuvo que agacharse ligeramente para cobijarse junto a él. El ladrón y la amazona estaban rodeados de una caliente y maloliente masa de gente y Cyric maldecía en voz alta cada vez que lo empujaban o tropezaban con él.
—¡No piensan con la cabeza! —gritó el ladrón a Slater, la cual estaba junto a él encogida de miedo y escuchando los frenéticos gritos de los zhentileses y el silbido del metal que caía.
La lluvia de esquirlas de acero seguía cayendo sobre los zhentileses. Las paredes de la depresión ayudaban a frenar los fragmentos de metal; muchos golpeaban primero la roca, luego se abatían con menor fuerza contra los soldados, a quienes quemaban pero no mataban. Pero muchos seguían cayendo directamente en las filas, y los gritos de los moribundos llenaban la depresión de ecos espantosos.
—¡Utilizad los escudos! —empezó a gritar Cyric.
Slater se unió a él y se puso también a gritar, en un intento de que sus voces se oyesen por encima del estruendo. Una docena de soldados con los ojos desorbitados rodearon inmediatamente al ladrón, ansiosos por recibir órdenes. Sin embargo, las palabras de Cyric fueron deslizándose a través del caos de forma tan segura como la punta afilada de una espada a través de un cuerpo sin armadura.
—¡Utilizad los escudos! ¡Si no tenéis escudo, meteos bajo un cadáver!
Más soldados se volvieron hacia Cyric y obedecieron sus órdenes.
—¡Entrelazad los escudos, luego…! —Cyric interrumpió sus gritos cuando un fragmento de metal ardiente atravesó su escudo y se clavó en su brazo. Se oyó un silbido y el hombre de nariz aguileña sintió que se le estaba quemando la piel. Apretó los dientes y se volvió a Slater—. ¡Sujeta el escudo! ¡He sido alcanzado!
La mujer zhentilesa obedeció la orden de Cyric. Mientras el ladrón apartaba el brazo del escudo y retiraba el metal que todavía chisporroteaba, aquel grupo de casi cincuenta soldados con escudos cerraron filas alrededor del ladrón, cerca del centro mismo de la depresión.
—¡Pasad los escudos a los hombres más altos! —gritó Cyric, mientras se protegía la herida con la mano—. ¡Quienes no tengan escudo, que permanezcan agachados debajo!
Las esquirlas de metal seguían cayendo, pero ahora era el ruido de los golpes sobre los escudos lo que resonaba a través de la concavidad, ahogando los gemidos de los heridos y tomando el relevo a los gritos de los moribundos. Naturalmente, de vez en cuando esos fragmentos de acero encontraban los antebrazos carnosos en la superficie inferior de los escudos, pero nadie se quejaba.
Cyric se desgarró la camisa y se vendó provisionalmente el brazo.
—¡Olvidaos del dolor! —gritó—. ¡Por lo menos no estáis muertos! —A continuación se desplazó entre los hombres amontonados lo mejor que pudo para dar órdenes a otro sector de las aterrorizadas tropas, con Slater siempre a su lado—. Los que estáis en el suelo, ayudad a los heridos. Olvidaos de los muertos. ¡Ya no se les puede ayudar! ¡Mantened los escudos altos si queréis seguir con vida! —gritaba Cyric, a la vez que les daba una palmada en la espalda a unos y alentaba a otros a medida que avanzaba entre las filas.
El plan de Cyric estaba dando resultado. Más de cien zhentileses con escudos se apiñaban bajo la red de protección a lo largo de toda la depresión.
En un momento dado, cuando Cyric se sentó a descansar y Slater aprovechó la ocasión para volver a vendarle la herida, ella le preguntó cómo se le había ocurrido que los hombres utilizasen los escudos como si fuesen uno en lugar de hacerlo separadamente.
El ladrón sonrió, o su mueca fue lo más parecido a una sonrisa desde que empezó la lluvia mortal.
—Tomando un castillo por asalto… hace mucho tiempo. Se llamaba «formar una tortuga». Evita que las tropas de uno mueran cuando el enemigo decide arrojar aceite sobre las cabezas o lanzar una lluvia de flechas. —Levantó la vista hacia los hombres que sostenían los escudos sobre él—. A decir verdad, es algo bien simple.
—¡Cyric! —llamó una voz baja y gutural que salía de entre los soldados apiñados.
El ladrón se dio la vuelta y vio a Ren arrastrarse en su dirección, sin escudo, la camisa rota y con diversas heridas leves de las que manaba sangre.
—Tyzack ha muerto —dijo el soldado rubio a voz en grito—. El cobarde se ha quedado paralizado cuando la muerte lo miró a los ojos.
Ambos hombres se pusieron en pie y se quedaron mirándose el uno al otro, mientras esperaban que pasara la tormenta. El ruido sordo e uniforme de las esquirlas de acero contra los escudos se fue desvaneciendo finalmente, hasta que cesó del todo. El siseo de los pedazos todavía calientes que chamuscaban los escudos prosiguió, al igual que los murmullos de los hombres y los gritos de los heridos. Muchos de los hombres que sostenían escudos empezaron a bajarlos, pero Cyric les gritó que los mantuviesen en alto hasta que él ordenase lo contrario.
El ladrón se volvió a Ren.
—Si Tyzack ha muerto… —empezó a decir Cyric, con la frente arrugada.
—Entonces tú eres ahora el jefe —dijo Ren, para luego inclinar ligeramente la cabeza—. Yo vivo para servir.
Al ladrón le daba vueltas la cabeza. Lo primero que pensó Cyric fue pasar el mando a otra persona, pero ésta resultaría ser sin lugar a dudas Ren y ello supondría probablemente la muerte de Cyric. Como siempre, el hombre de nariz aguileña estaba seguro de que no tenía elección.
—Pero ¿a quién sirves, Ren?
Éste frunció el entrecejo.
—Como te he dicho, yo vivo para servir. Tú has salvado a los hombres. Tú debes estar a su mando. —El hombre rubio hizo una pausa y se pasó la mano por el rostro, sucio y manchado de sangre—. No hay motivo para que me temas… por lo menos de momento.
El ladrón ignoró el último comentario.
—Quiero ver el cuerpo de Tyzack —dijo Cyric con voz tranquila.
Los dos hombres se abrieron paso entre los hombres que sostenían los escudos. Ren señaló a un hombre muerto que estaba a unos tres metros del último zhentilés con escudo. A pesar de que estaba empezando a oscurecer, Cyric vio que un trozo de metal había atravesado el pecho de Tyzack, muy cerca del corazón. Y el ladrón advirtió algo más. Tyzack tenía la garganta cortada. Mientras se volvía a mirar a Ren, Cyric pensó que los fragmentos de metal no podían haber sido tan eficaces.
El ladrón salió de debajo de los escudos y miró al cielo, ahora vacío. El suelo, a su alrededor, estaba sembrado de pedazos de metal, algunos todavía candentes. Ren siguió a Cyric fuera del tejado de escudos y se reunió con el nuevo jefe de los aproximadamente doscientos soldados zhentileses que habían sobrevivido a la lluvia de la muerte.
—Dime —dijo el ladrón cuando Ren llegó a su altura—, ¿qué horrible secreto guardaba Tyzack para que hayas llegado a matarlo para protegerlo?
El hombre rubio no contestó enseguida, sino que bajó la vista al cuerpo de Tyzack.
—Últimamente estaba loco de inquietud ante la posibilidad de que alguien descubriese lo que había hecho mucho tiempo atrás en un pequeño templo dedicado a Bane al norte de aquí. —El guardia levantó la vista y miró a Cyric—. En sus años jóvenes Tyzack había sido un impetuoso y un idealista y cometió la estupidez de rebelarse contra la Red Negra porque ésta no lo quería aceptar como clérigo. Atacó el templo y asesinó al joven de la organización Zhentarim allí aislado. Si alguien de esta organización hubiese llegado a descubrirlo algún día…
—Habría significado su muerte —terminó el ladrón. Luego se echó a reír—. ¡Tyzack era un estúpido! Lo que hizo, de hecho, podía haberle granjeado la simpatía de alguno de los poderes de Zhentil Keep.
El soldado frunció el entrecejo y bajó la vista. Cyric sonrió y murmuró:
—Ren, yo he hecho cosas peores de las que Tyzack jamás habría siquiera imaginado. Pero tú no tendrás que proteger mis secretos, yo sé cuidar de mí mismo. —La frente del hombre rubio se arrugó todavía más. El ladrón empezó a alejarse de él—. Esperaremos otros veinte minutos, creo que para entonces podremos enviar a nuestros exploradores a hacer un reconocimiento sin peligro. —Cyric hizo una pausa y miró el cuerpo de Tyzack—. Y entonces podrás anunciar que yo soy vuestro nuevo jefe —dijo con orgullo para luego dar media vuelta e ir a reunirse con sus tropas.