Medianoche aprovechó el tiempo que los asesinos tardaron en llegar al valle del Barranco. Aun cuando fingió dormir la mayor parte del tiempo, la maga sacó partido del agitado viaje sobre el monstruo para ocultar los casi imperceptibles movimientos que estuvo haciendo con muñecas, tobillos y rostro casi todo el camino. Una pequeña pieza de metal de la silla le permitió ir cortando lentamente las cuerdas que la tenían sujeta. El viaje fue largo y aburrido y, cuando llegaron al valle del Barranco, la maga había adelantado mucho en eso de cortar las cuerdas.
Después de la puesta del sol, los corceles se colocaron en formación correcta y lo bastante cerca uno de otro como para que Medianoche pudiese llamar la atención de Adon. Intentó hacerle saber al clérigo mediante sutiles gestos de manos y cabeza, que estaba tratando de cortar las cuerdas. La maga sabía que Adon la veía pero, si éste comprendió lo que ella estaba tratando de decirle, no se reflejó en el rostro del clérigo.
Cuando los héroes distinguieron la ciudad portuaria, comprendieron de inmediato que aquél era un lugar adonde no les apetecía nada ir. De varias zonas de la ciudad se elevaban columnas de humo denso y negro. Los héroes vieron incluso en el puerto enormes hogueras que consumían vorazmente algunos de los barcos de mayor tamaño. Hasta vieron algunas galeras zhentilesas de esclavos cruzar la costa.
—¡La ciudad está sitiada! —exclamó Durrock—. ¡El valle del Barranco está en guerra! —Levantó su espada sobre la cabeza e indicó a los otros asesinos que se diesen prisa.
Los asesinos obligaron a sus caballos a acelerar el paso, pero todavía tardaron casi media hora en estar sobre la ciudad.
Cuando empezaron a volar sobre el casco urbano, los asesinos se pusieron a reír y a gritar alborozados. Había edificios en llamas, las calles estaban llenas de cadáveres y, en algunos lugares, la lucha estaba todavía en pleno apogeo. Los héroes advirtieron asimismo que en algunos de los edificios y casas de aspecto más impresionante, aparecía pintado en rojo el símbolo de Bane. Tropas armadas, con la armadura negra de la organización Zhentilar, marchaban por las calles sin encontrar resistencia.
Varro se acercó volando a Durrock.
—Tenemos que poner a los prisioneros a buen recaudo —dijo el asesino—. Luego quizá podamos echar una mano a la organización Zhentilar en la destrucción de las guarniciones, si no está ya hecho.
Durrock asintió y los jinetes desviaron a sus corceles del corazón de la ciudad y volaron hacia la guarnición de los zhentileses, en las afueras de la población. El poco impresionante fuerte estaba compuesto de media docena de edificios rodeados por un muro que, a juzgar por su aspecto, había sido construido precipitadamente. El almacén donde Durrock había hecho acudir a los monstruos estaba localizado justo fuera de los recién construidos muros de la guarnición. Los pocos guardias de la organización Zhentilar apostados fuera de los muros de la guarnición dieron muestras de alegría cuando distinguieron a los asesinos.
Kelemvor se quedó atónito cuando los caballos descendieron a la calle con una elegancia y una seguridad que jamás habría imaginado en unos animales tan inmensos. Una vez los asesinos estuvieron sanos y salvos en el suelo, Durrock desmontó y abrió la puerta del almacén. Los asesinos entraron a caballo en el viejo edificio de madera y se dispusieron a bajar a los prisioneros de las monturas. Varro se apresuró a desatar las cuerdas que sujetaban a Kelemvor a su corcel, pero no soltó las que le ataban brazos y piernas. Mientras llevaba a cabo esta operación, Varro le hablaba al espantoso animal en un tono suave y reconfortante.
Mientras Durrock se acercaba a su monstruo a fin de desatar las cuerdas que la tenían sujeta al animal, Medianoche permaneció completamente inmóvil. La maga mantuvo los tobillos juntos y el asesino no pareció advertir que las cuerdas que rodeaban sus piernas estaban deshilachadas y casi a punto de romperse. Medianoche miró a Adon y éste separó ligeramente las manos para dar a entender a la maga que también sus cuerdas estaban rotas. Medianoche se animó y no pudo reprimir una sonrisa.
Mientras Durrock se acercaba por delante a la descomunal bestia color azabache, Medianoche pensó que sería preferible escapar en ese momento, antes de que alguien advirtiera lo que estaba pasando. La maga entrelazó los dedos como si estuviese rezando, levantó las manos apretadas, y golpeó a la bestia salvaje con todas sus fuerzas. El animal lanzó un bufido y se encabritó; sus patas delanteras golpearon a Durrock, que cayó al suelo.
Medianoche separó los brazos, las cuerdas de sus muñecas se rompieron y se dejó caer hacia atrás, yendo a dar en el suelo detrás del animal. La maga de cabello color ala de cuervo se apresuró a desatarse las cuerdas de los tobillos y a quitarse la mordaza de la boca. ¡Estaba libre!
Unos segundos después de que Medianoche golpease al caballo de Durrock, Adon hizo lo propio con el de Sejanus. La segunda bestia de los asesinos también se encabritó y Adon cayó asimismo para atrás. Pero Sejanus reaccionó más deprisa que Durrock y esquivó ágilmente la furia de su caballo apartándose de sus cascos en llamas. A pesar de ello, el asustado corcel siguió estando entre él y su prisionero, de modo que Adon tuvo tiempo de romper las cuerdas de las muñecas y liberarse.
Kelemvor no estuvo tan afortunado.
En el preciso momento en que Adon golpeaba al caballo de Sejanus, Varro arrastraba a Kelemvor lejos del caballo y lo arrojaba al suelo. Las cuerdas de Kelemvor seguían atadas. Luego el tercer asesino alargó la mano para coger la daga que llevaba en el costado, pero Medianoche ya estaba haciendo gestos para lanzar un hechizo. Instintivamente, Kelemvor rodó por el suelo para alejarse de los pies de Varro, pero no sabía qué hechizo estaba lanzando Medianoche ni si saldría bien o mal.
Un dibujo de luz azul y blanca se formó alrededor de las manos de Medianoche, osciló un instante y luego desapareció. Al cabo de unos segundos, cuando Varro se preparaba para lanzar la daga, un rugido parecido a un trueno atravesó los confines del almacén en penumbra y una fuerza invisible golpeó al asesino directamente en el pecho. Varro fue arrojado hacia atrás a una distancia de quince metros y dio contra la pared posterior del almacén con tanta fuerza que las púas de su armadura se introdujeron en la pared y lo dejaron clavado a ella.
Medianoche y Adon se dirigieron hacia Kelemvor, pero Durrock y Sejanus ya estaban de pie y se preparaban para interceptarles el camino.
—¡Huid! —exclamó Kelemvor, con los dientes apretados y sin dejar de debatirse con sus ataduras—. ¡Ya me las arreglaré!
—Lo dudo mucho —repuso Durrock, de pie junto al guerrero de ojos verdes. El asesino desfigurado desenvainó su espada.
Medianoche titubeó un momento, preguntándose si debía probar otro hechizo. El que había lanzado contra Varro había salido mal, pero a pesar de todo había actuado en su favor. Sin embargo, dudaba de que la suerte volviese a acompañarla si lanzaba un segundo hechizo contra los restantes asesinos.
—¡Olvídate del guerrero, Durrock! —gritó Sejanus en el momento en que levantaba las bolas sobre su cabeza—. No puede ir a ninguna parte. ¡Coge a la bruja! ¡Es a ella a quien hemos de capturar!
—¡Maldita sea, huid! —gritó Kelemvor fulminando a sus compañeros con la mirada.
Durrock le dio a Kelemvor una patada en la parte lateral de la cabeza con su pesada bota. El golpe dejó sin habla al guerrero y la cabeza empezó a darle vueltas en medio de un mar de dolor.
Adon cogió a Medianoche de la mano y la arrastró hacia la puerta abierta del almacén.
—¡No puedes ayudarlo ahora! —le explicó Adon—. ¡Volveremos a por él!
Una expresión de desesperación apareció en el rostro de Medianoche, pero se dejó llevar por Adon. Cuando el clérigo y la maga se volvieron y echaron a correr, fueron cegados por la brillante luz del sol procedente de la entrada, ahora a menos de dos metros de ellos, y a continuación oyeron el agudo silbido de las bolas de Sejanus cortando el aire; el asesino se estaba preparando para lanzarlas.
—¡Al suelo! —gritó Medianoche, y empujó a Adon para que se arrojase al suelo.
Las bolas silbaron a través del aire por encima de las cabezas de los héroes y fueron a parar a la calle fuera del almacén.
Después de coger a Adon de la mano, Medianoche se puso en pie de un salto y tiró del clérigo. No tardaron en cruzar los dos metros que los separaban de la puerta pero, cuando los héroes salieron a la luz del sol, las fuertes pisadas de los asesinos se oían muy cerca de ellos.
Ya fuera del almacén, Medianoche vio que la guarnición zhentilesa estaba a su izquierda, de modo que descartó esa dirección y se encaminó a la derecha. La calle de tierra batida donde se encontraban la maga y el clérigo parecía conducir al centro de la población. A medida que se introducían en la ciudad del valle del Barranco, fueron oyendo cada vez con mayor claridad el estruendo de una batalla, si bien la escaramuza más cercana estaba a unas cuantas manzanas de distancia, a su derecha. Los héroes oían detrás de ellos los gritos de los asesinos y de la guarnición zhentilesa.
Corrieron por unas calles angostas y tortuosas, en busca de algún lugar donde esconderse de sus perseguidores; corrieron hasta que la callejuela que estaban siguiendo se cruzó con otra calle formando una T. Medianoche y Adon oían todavía las voces de los perseguidores zhentileses y, por consiguiente, no había posibilidad de volver atrás. La calle de la izquierda estaba llena de cuerpos y de escombros de edificios calcinados. A la derecha, un carro bloqueaba la calle y un fuego devorador consumía una casa baja y cuadrada. El denso humo envolvía la calle y no dejaba ver lo que había detrás del carro.
—¡Los zhentileses nos siguen! —dijo Adon entre resuello y resuello—. ¿Dónde podemos escondernos?
—¿Están muy cerca? —susurró una voz a la izquierda de Medianoche. Ésta miró en esa dirección y vio que de entre los cadáveres uno levantaba la cabeza—. Por vuestras expresiones, yo diría que os están pisando los talones.
El «hombre muerto» se puso en pie y se sacudió el polvo de la ropa. Llevaba un traje violeta ribeteado de malla dorada y unas manchas de sangre que se habían vuelto de color marrón oscuro lo cubrían de pies a cabeza. Las botas amarillas eran casi marrones a causa del barro y llevaba una capa con forro carmesí. El cabello, fino y rubio, estaba despeinado y revuelto, pero Medianoche vio que era muy largo, con rizos a la altura de los hombros. Iba armado con una espada corta y una daga y tenía en la frente un buen chichón de color púrpura.
—¡Vamos, entonces! —dijo el hombre, alegremente, indicando a Adon y a Medianoche con un gesto que lo siguieran—. No os quedéis ahí parados. Ya me habéis hecho llamar bastante la atención. Lo que menos podríamos hacer es tratar de escapar.
Medianoche miró hacia atrás y vio cómo se acercaban Sejanus, Durrock y unos cuantos zhentileses. A pesar de que los asesinos intentaban correr, sus armaduras no les permitían más que ir a paso ligero. Los zhentileses, sin embargo, apretaron el paso cuando vieron a la maga y al clérigo. Durrock, al ver a los héroes echar a correr detrás del hombre rubio, se detuvo y se encaminó de vuelta a la guarnición.
Medianoche miró por encima de su hombro sin dejar de correr y vio al asesino desfigurado abandonar la persecución.
—¡Se va a buscar su caballo! —dijo jadeando. Mientras corrían por la calle atestada de cadáveres, apretaba con fuerza la mano de Adon.
Después de recorrer unos doscientos metros, el hombre dobló una esquina y llevó a los héroes a un callejón que estaba entre dos grandes edificios. Las sombras de la callejuela los envolvieron y Medianoche y Adon se dieron cuenta de que estaban en un callejón sin salida. Medianoche estaba a punto de hablar cuando el hombre se volvió, sonrió y les dijo:
—Si hemos de morir juntos, me gustaría saber con quién voy a morir.
—Yo soy Medianoche del valle Profundo. Él es Adon, un clérigo de…
—Adon —dijo el clérigo entre dientes, y se pasó la mano por la cicatriz—. Adon.
—¡Muy bien! Yo me llamo Varden —repuso el hombre, se pasó la mano por su largo y rubio cabello y se encaminó hacia al fondo del callejón. Adon lo cogió por el brazo.
—¿Por qué nos estás ayudando? —quiso saber el clérigo.
Varden se volvió a los héroes, esta vez sin la sonrisa en los labios.
—¿Acaso no os perseguían unos zhentileses?
Medianoche y Adon asintieron. Un puñado de zhentileses pasó corriendo por delante de la calleja en sombras. Los tres fugitivos contuvieron la respiración y se adentraron en la oscuridad. Por suerte ninguno de los soldados se detuvo a mirar en el callejón.
El hombre señaló la calle por donde acababan de pasar los soldados.
—Es razón suficiente —dijo Varden. Adon retiró su mano del brazo del hombre, que se volvió para encaminarse al fondo del callejón—. Y ahora vamos a librarnos de vuestros estúpidos perseguidores para poder hablar en unas circunstancias… menos inquietantes.
Adon y Medianoche siguieron a Varden, que se introdujo todavía más en las sombras. El hombre rubio no tardó en pararse delante de una puerta lateral del edificio que tenían a su derecha. Empujó la puerta y descubrió que estaba cerrada.
En aquel momento, Sejanus apareció en la entrada del callejón, con las bolas en la mano.
—Detesto tener que trabajar bajo presión —murmuró Varden, y sacó un par de herramientas de una faja que llevaba en la cintura.
—¿Eres ladrón? —preguntó Medianoche, abriendo los ojos incrédula.
—Os lo aseguro, estoy completamente autorizado y acreditado por la Cofradía de los Ladrones —afirmó Varden mientras introducía una ganzúa en la cerradura y sin apartar su atención de la tarea que tenía entre manos—. Supongo que ese cretino sigue acercándose.
Medianoche miró hacia el extremo de la calleja y vio acercarse a Sejanus haciendo girar las bolas sobre su cabeza. El asesino estaba a poco más de veinte metros de distancia.
—¡Ven, pequeña hechicera! —dijo Sejanus a voz en grito—. No quiero llevar una mercancía defectuosa a lord Bane. Si me pones las cosas fáciles te prometo que te devolveré el favor más adelante.
Temblando, Medianoche se volvió al ladrón.
—¡Date prisa! —le instó.
—¡Así! ¡Ahora debería funcionar! —exclamó Varden.
Una serie de seguros se desprendieron dentro de la cerradura y el ladrón cogió el picaporte y empujó a Medianoche y a Adon dentro de un oscuro vestíbulo y cerró la puerta detrás de sí. Sejanus dio un grito al sentirse frustrado y lanzó las bolas, que se estrellaron contra la puerta.
En la semipenumbra del destartalado vestíbulo, Varden buscó a tientas el mecanismo para cerrar la puerta por dentro. Tardó en encontrar las palancas apropiadas, pero luego trabó la pesada puerta de roble.
—Esto lo entretendrá un rato fuera —dijo el ladrón sonriendo, y volvió a mirar la húmeda y desierta sala—. ¿Qué tenemos aquí?
Una tenue luz amarillenta brillaba en la sala principal de la casa, procedente de un agujero bastante grande que había en el techo mal cubierto por viejas tablas. La luz dejó ver una sala bastante grande con una desvencijada escalera de madera y un balcón interior en vías de desmoronarse que rodeaba todo el edificio. Una gran mesa de roble dominaba la planta baja de la casa. Esta mesa estaba destartalada y carcomida en algunos lugares y ocupaba casi toda la longitud del edificio.
A pesar de que unas profundas sombras ocultaban las esquinas de la sala del primer piso, Varden pudo ver como mínimo veinte juegos de armaduras apoyadas contra las paredes. Todas estaban oxidadas, la mitad no estaban completas. Sobre cada armadura colgaban unas cuantas armas, muchas torcidas; otras rotas. Medianoche creyó oír el susurro sofocado de una docena de voces, incluso más, pero llegó a la conclusión de que debía de tratarse del viento a través del agujero del techo.
—Parece que hemos venido a parar a una vieja casa solariega —dijo Varden mientras se encaminaba hacia un escudo que había en la pared. El tiempo y la herrumbre habían borrado el escudo de armas que algún día tuviera—. Por las armaduras y las armas deduzco que pertenecía a alguna orden de caballeros, tal vez paladines.
Un estruendo horrible se produjo en la puerta por donde habían entrado los héroes y Medianoche oyó a Sejanus echar pestes a voz en grito. Ella y Adon se apresuraron a examinar la sala en busca de otra salida. Cuando comprobaron que no había ninguna, la maga se volvió al ladrón, con el pánico reflejado en sus ojos.
—¿Dónde podemos escondernos?
Varden se echó a reír.
—Tenemos que escapar, no escondernos. Los zhentileses que han pasado por delante del callejón pueden volver en cualquier momento en busca de su jefe. —El ladrón hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada—. Si nos escondemos aquí, no saldremos con vida.
Sejanus volvió a arremeter contra la puerta.
—¡No podrás escapar de mí, maga! —vociferó el asesino.
—Es exactamente lo que se habría esperado que dijera —dijo Varden riéndose—. Hay que decir que estos zhentileses no tienen ninguna imaginación.
—Una observación inteligente —replicó Adon—. Entonces utiliza la tuya para encontrar las otras salidas.
Varden se apoyó contra la pared y se encogió de hombros.
—No tengo ni idea de dónde pueden estar.
—¿Quieres decir que no lo sabes? ¿Por qué nos has traído aquí, entonces? —preguntó Medianoche.
—Para no enfrentarnos con tu amigo allí fuera —dijo Varden, y señaló la puerta—. Creedme, sé tanto de este lugar como vosotros. Busquemos en los rincones de la casa otra puerta.
Se volvió al oír el estruendo de la puerta. En esta ocasión, el portalón de entrada se astilló ligeramente y se dobló hacia dentro en sus goznes. Medianoche se acercó a un extremo de la sala, donde había un juego de armadura, y le pareció oír unos susurros. Parecían proceder de la malla de chapa oxidada. Varden y Adon también oyeron voces en otros lugares de la sala.
—La guerra —susurró una abollada armadura—. Vivimos y morimos para la guerra.
A la derecha de Adon, una antigua malla de chapa con un agujero en su ornado peto se volvió hacia él.
—Dimos nuestras vidas por la ley y por la causa del bien. Luchamos contra la ociosidad y contra el deterioro para salvar a nuestros señores. Mi señor fue asesinado en Anauroch. Me trajeron aquí, un monumento a su grandeza.
Varden dio un respingo y empezó a retroceder, pero una oxidada cota de malla enrolló su manga en el brazo del ladrón.
—Caí al pie del glaciar del Gusano Blanco. —El ladrón trató de desasirse de la cota de malla fantasma, pero ésta lo agarraba con fuerza—. Servimos a las fuerzas del bien. ¿A quién servís vosotros? —susurró de nuevo la voz de la malla.
En medio de un gran chirrido, las armaduras de chapa bajaron de unos pedestales procedentes de todos los rincones de la habitación y se apoderaron de alabardas y espadas oxidadas. Fueron tomando forma las cotas de malla, como si las llevasen unos caballeros invisibles, que se fueron acercando al centro de la sala.
—Sí, ¿a quién servís? —dijeron en tono desabrido media docena de voces fantasmas.
—¡Nosotros…, nosotros trabajamos para el bien de los Reinos! —exclamó Medianoche.
Las armaduras se detuvieron un momento y, durante ese espacio de tiempo, se hizo silencio en la sala. La malla soltó a Varden, que corrió a ponerse junto a Medianoche. Adon caminaba despacio por la habitación, sin dejar de mover la cabeza.
—¡El mundo entero se ha vuelto loco! —dijo el joven clérigo suspirando.
Sin embargo, antes de que nadie pudiese replicar, la puerta del callejón se astilló en una docena de fragmentos y Sejanus irrumpió en la sala.
—En nombre de Bane, ¿qué está pasando aquí? —dijo el asesino, jadeando y mirando a su alrededor, donde diez juegos completos de armaduras con espadas se mantenían aprestados para atacar. En las sombras de los rincones de la sala, los juegos de armaduras incompletas o muy deterioradas se pusieron a balancear sus abollados y oxidados brazos y se volvieron hacia Sejanus.
—¡Tu armadura te delata, sirviente de la oscuridad! —dijo ásperamente la armadura con agujero, luego levantó su torcida espada.
Sejanus empezó a reírse muy nervioso.
—Dime, pequeña maga, ¿es esto cosa tuya?
Medianoche no contestó, pero ella y sus compañeros se colocaron detrás de la armadura que avanzaba.
—¡Nacido en el fuego! —susurró otra armadura para luego coger una alabarda y apuntar la cuchilla al asesino.
Sejanus miró a su izquierda y vio acercarse a una segunda armadura.
—¡Esto es una locura! —prorrumpió Sejanus de mal talante, luego lanzó las bolas a la armadura con la alabarda. La armadura desvió con facilidad las bolas con su alabarda y siguió avanzando hacia el asesino. Sejanus desenvainó su espada.
—¡Me estoy cansando de tu exhibición, maga! ¡Detén esto inmediatamente o pagarás más tarde por tu insolencia!
Mientras retrocedían hacia el extremo de la sala, Varden se acercó a Medianoche y le susurró al oído:
—¿Eres responsable de esto?
Ella frunció el entrecejo y sacudió la cabeza con un movimiento.
—No. Esto no es más que otra treta de la naturaleza o alguna magia antigua que estaba aquí mucho antes de aparecer nosotros.
Adon cogió a Varden por la manga y le señaló las penumbras del extremo de la sala. En las sombras había una puertecita de madera, que estaba sin embargo trabada mediante una serie de planchas.
—Podemos escapar por esa puerta mientras las armaduras entretienen al asesino —dijo Adon, y a continuación se encaminó hacia la puerta.
Oyeron de pronto, arriba, un estruendo de maderas rotas. Unos enormes trozos de madera cayeron al suelo y la luz del sol inundó el local. Los héroes se refugiaron bajo la larga mesa. Sejanus y las armaduras animadas dejaron de moverse. Todos los ojos se volvieron al tejado de la casa.
Allí, suspendido en el aire sobre el agujero del techo, estaba Durrock montado sobre su monstruoso corcel. El espeluznante animal estaba rompiendo las planchas que cubrían el agujero con sus cascos en llamas. Era evidente que Durrock quería entrar en el local a toda costa. Quería a Medianoche.
—¡Vámonos! —gritó Varden, cogiendo a Medianoche de la mano—. ¡Cubríos la cabeza!
Aprovechando la confusión causada por la aparición de Durrock, Varden, Medianoche y Adon salieron de debajo de la mesa y se precipitaron entre dos de las armaduras vivientes hacia la puerta que daba al callejón. Sejanus gritaba de rabia ante las armaduras animadas que iban cerrando el círculo a su alrededor.
—¡Durrock, la maga se nos escapa! —gritó Sejanus mientras esquivaba el golpe que con una espada le lanzaba una de las armaduras de chapa oxidada.
Durrock y su corcel desaparecieron del agujero abierto en el tejado, en el momento justo en que los héroes salían al callejón. El eco producido por el choque de las espadas, y los gritos de rabia de Sejanus, se extendían más allá de las paredes del edificio.
Mientras los héroes corrían hacia la calle, les llegó el ímpetu del corcel bufando y relinchando sobre sus cabezas. Medianoche miró al cielo y vio a Durrock y a su caballo volando sobre los tejados.
—El callejón es demasiado estrecho para este caballo, pero en la calle estaremos a su merced —dijo la maga—. ¡Estamos como al principio!
—¡Sí, pero no podemos quedarnos aquí todo el día! —exclamó Varden.
Medianoche se volvió al ladrón.
—Es a mí a quien quieren los asesinos —expuso la maga de cabello negro como ala de cuervo—. ¡Pon a Adon a salvo! Mientras yo esté atrapada en el callejón, Durrock no os seguirá.
—¡No digas tonterías! —espetó Varden, para luego agarrar a Medianoche por el brazo y tratar de arrastrarla—. ¡Y después querrás usar la magia! No hay nada que me saque más de quicio…
Medianoche apartó su cuerpo de Varden, metió la pierna izquierda entre las de él, pisó fuerte y empujó al ladrón contra la pared del callejón mediante una fuerte presión de su pierna. El hombre rubio se estrelló contra el muro con tal fuerza que se quedó momentáneamente aturdido.
—¡No vuelvas a ponerme las manos encima de esta forma! —dijo Medianoche con cara de pocos amigos, luego se apartó del ladrón—. Yo sé lo que hay que hacer. ¡Y ahora, marchaos!
Adon se acercó a Medianoche y puso su mano sobre el hombro de ella.
—No —dijo el clérigo suavemente—. Tenemos que confiar en Varden. —El joven desfigurado hizo una pausa y levantó la vista hacia el asesino, todavía suspendido sobre el callejón—. Tenemos que permanecer juntos.
Medianoche se había quedado sin argumentos. Meditó un momento sobre la situación y luego siguió a Adon y a Varden callejón abajo. En la esquina de la calle, el ladrón se detuvo y se volvió a la maga.
—Sé adónde podemos ir —susurró Varden—. Tenemos que llegar hasta una calleja que hay a cinco manzanas al este de aquí. —El ladrón miró hacia arriba y vio que la descomunal bestia iba descendiendo en dirección a la calle—. ¡Corred! —gritó, y se precipitó a la calle llena de cadáveres.
—¡Medianoche, tu enamorado está todavía en nuestro poder! —gritó Durrock cuando el pesado corcel llegó al suelo y empezó a correr por la calle tras la maga y sus compañeros—. ¡Ríndete inmediatamente, o será él quien pague por tu insensatez!
Medianoche lanzó una mirada por encima de su hombro y vio que Durrock había cogido un arma nueva cuando fue a buscar al caballo. El asesino llevaba en las manos una malla negra, tan grande como para contener a una persona, con unos pesos en sus cantos. El asesino desfigurado, con la malla extendida, estaba a sólo seis metros de Medianoche y de sus compañeros cuando Varden se metió súbitamente en otro callejón.
Una vez en la angosta callejuela flanqueada de dos edificios desmoronados, Varden subió corriendo un desvencijado tramo de escalera y se metió por un ventanuco. Medianoche y Adon doblaron la esquina a tiempo de ver desaparecer al ladrón. En aquel mismo momento, Durrock soltó la malla. La red metálica golpeó el edificio, pero los héroes, después de correr por el callejón, se introdujeron a tiempo por la ventana.
Dentro del edificio, Medianoche y Adon se encontraron en una pequeña habitación cubierta de papeles, como si un vendaval hubiese pasado por su interior y hubiese desparramado trozos de pergamino por todas partes. Cuando los héroes entraron, Varden estaba ya en medio de aquella confusión, poniéndose de pie. En un rincón de la sala, sentado con las piernas cruzadas y con un enorme montón de papeles en el regazo, había un hombre de poco más de sesenta años, con dos mechones de pelo blanco a cada lado de la cabeza y una brillante calva en el centro.
Varden vio al anciano y soltó un grito a modo de saludo.
—¡Gratus! —exclamó el ladrón, con una sonrisa feliz en los labios—. ¡Pero si es mi buen amigo y socio Gratus!
El anciano levantó la mirada. Iba vestido de forma parecida a la de Varden, pantalón y camisa violetas y botas amarillas, salvo que Gratus no llevaba capa. Con una expresión de dolor y pena en el rostro, el anciano entornó los ojos para escudriñar en dirección a Varden. Luego Gratus extendió las manos abiertas y los papeles echaron a volar en todas direcciones.
—¡Varden, estás vivo! —El anciano cambió inmediatamente de expresión y la ira apareció en sus rasgos—. ¡Márchate! ¡Cada vez que te veo no tengo más que problemas! —refunfuñó.
El anciano vio que los papeles habían volado de su regazo y trató vanamente de volver a juntarlos. La sonrisa de Varden se hizo más amplia.
—La verdad es que, dadas nuestras circunstancias actuales, no puedo negarlo —dijo el ladrón, y echó una mirada a la ventana abierta que había detrás de él—. ¡Me gustaría mucho que dejases de quejarte y nos echases una mano!
Adon, junto a la ventana, se asomó para mirar afuera.
—No veo señales de Durrock —indicó.
—Sin duda ha ido en busca de los otros zhentileses para cubrir todas las salidas —dijo Varden con firmeza en la voz—. No puede saber qué dirección vamos a tomar cuando nos marchemos de aquí.
—Perdonad —intervino Gratus—. Pero ¿habláis de «Durrock», el sirviente impío de Bane? ¿El que lleva una armadura negra con púas? ¿El que cabalga un horrible y monstruoso caballo con cascos en llamas?
Medianoche lanzó un profundo suspiro.
—Sí. Éste es el que nos sigue. —La maga se acercó a Adon y miró preocupada por la ventana.
—¡Por favor! —dijo Varden en tono alegre, volviéndose a Medianoche—. No pongas esa cara tan triste. Ya hemos vencido a un amigo de Durrock en la casa solariega.
Gratus levantó su arrugada mano a la altura del rostro.
—¡Bien! —dijo, luego levantó un dedo—. Habéis vencido a uno. —El anciano hizo una pausa y levantó otro de sus dedos huesudos—. Durrock está sin duda dando vueltas por aquí encima, luego ya son dos. —Gratus levantó despacio un tercer dedo y añadió—: Pero ¿dónde está el tercer asesino? Durrock va siempre acompañado de otros dos.
Medianoche se puso de espaldas a la ventana y miró al anciano fríamente.
—Le lancé un hechizo cuando escapamos. Es probable que siga clavado a la pared del almacén que está cerca de la guarnición zhentilesa.
—¡Una maga! —exclamó el anciano para, seguidamente, levantarse del suelo—. De modo que eso es lo que me traes, Varden. ¡Otra maga!
—¿Qué significa eso de «otra maga»? —quiso saber Adon.
Varden trató de evadir la respuesta con una sonrisa.
—Nada —dijo el ladrón rubio—. A veces Gratus desvaría un poco, eso es todo.
El anciano se irguió.
—¡Anda, Varden, cuéntaselo! —Gratus se puso las manos en las caderas—. No levantaré un dedo para ayudaros hasta que lo hagas.
Varden suspiró y agachó la cabeza.
—Yo tenía una… amiga que era maga. —Mientras el ladrón hablaba fue desapareciendo todo rastro de su buen humor.
Gratus asintió con énfasis.
—Observad la palabra «era» —dijo el anciano riéndose con una risa estridente y moviendo un dedo en dirección al ladrón.
Éste se dio media vuelta y se encaró al anciano.
—¡Yo no tengo la culpa de que Dowie intentase encender aquella antorcha mediante la magia! Fue una estupidez.
Gratus se echó a reír.
—¿Visteis alguno de los dos el pilar de llamas que se elevó en los cielos la semana pasada? —preguntó el anciano.
—Acabamos de llegar a la ciudad —contestó Adon.
Gratus asintió y prosiguió:
—Habríais tenido que ver la expresión del rostro de Dowie antes de…
—Creo que podríais dejar vuestras historias para después —dijo Medianoche. Una rabia apenas controlada hizo temblar a la maga—. Ahora necesitamos ayuda. Durrock volverá de un momento a otro con aquellos zhentileses que han pasado antes por delante de nosotros.
Varden levantó una mano para tranquilizar a Medianoche.
—Gratus, creo que deberíamos ir a la guarnición. —El ladrón se volvió a Medianoche y a Adon—. Nosotros somos comerciantes del valle de las Sombras pero, en los últimos días, nos ha parecido oportuno pedir protección a la guarnición de Sembia aquí destinada —explicó Varden—. La ropa que llevamos es la vestimenta de nuestro ilustre patrón.
El anciano asintió.
—A mí me parece bien. —Gratus hizo una pausa y dio distraídamente una patada a una pila de papeles—. A menos que la hermosa dama de la magia no quiera utilizar su gran poder contra los asesinos y convertir como consecuencia Valle del Barranco en un humeante agujero. He oído hablar de una maga que redujo una zona cercana a Arabel a…
—¿Cómo vamos a llegar allí, a la guarnición sembia? —interrumpió Adon—. Y, por favor, hagámoslo sin pérdida de tiempo, antes de que los zhentileses decidan tomar este edificio por asalto.
Gratus miró a Varden.
—Un muchacho impaciente, ¿verdad? —dijo suspirando el anciano—. ¿Esperas que saltemos a la calle como si nada y vayamos dando un paseo hasta la guarnición? Tendríamos a los zhentileses sobre nosotros antes de que cante un gallo.
Hasta Varden estaba empezando a impacientarse.
—¿Cómo vamos a salir entonces de aquí? —quiso saber.
Gratus esbozó una sonrisa dejando al descubierto unos dientes amarillos y torcidos.
—Me he recluido en este lugar para examinar un montón de documentos porque he oído rumores de que el antiguo gobierno construyó una serie de túneles secretos bajo la ciudad.
Medianoche no pudo contener una carcajada sarcástica.
—¿Y supones que su idea era construirlos por aquí, a la espera de que cualquier viejo ratero los encontrase y se introdujese en el edificio?
Gratus seguía sonriendo.
—¿Por qué no ocultarlos a la vista de todo el mundo? —dijo el anciano—. Eso es lo que yo habría hecho.
—Y es por esto por lo que no eres tú quien gobierna la ciudad —replicó Varden—. Gratus, no están las cosas como para que nos andemos fiando de un rumor.
El anciano, sin abandonar la sonrisa de su rostro, ignoró a Varden y siguió hablando.
—He hecho algunos descubrimientos bastante interesantes. Como este proyecto para un sistema de alcantarillado que… —Y se sacó un fajo de documentos del cinturón y gesticuló con ellos.
—¡Dámelos! —Medianoche alargó la mano y se apoderó de los pergaminos, todos manchados y arrugados. Después de estudiar los planos, Medianoche movió la cabeza y le devolvió la sonrisa a Gratus—. Según estos planos, debe de haber una entrada a la alcantarilla exactamente bajo este edificio.
—¡Exactamente! —dijo Gratus satisfecho de sí mismo—. Si el gobierno hizo construir túneles secretos, es lógico que haya accesos a todos los edificios públicos. Este edificio era una especie de archivo.
—Parece que la suerte no te ha abandonado, viejo —dijo Varden, y movió la cabeza con incredulidad.
—¡Suerte! —exclamó Gratus con los puños apretados—. Mira, de repente he dejado de sentirme culpable por haberte abandonado a tu suerte en la calle, después de habernos atacado aquella banda de zhentileses.
—Yo no pensaba ni mencionarlo —observó el ladrón, tajante—. Además, tú no podías saber que yo no estaba muerto. Al fin y al cabo he estado inconsciente un rato. —En este punto Varden se frotó el chichón de la frente—. En cualquier caso, mientras los zhentileses me creyesen muerto, no corría peligro alguno.
Gratus se puso rígido al escuchar las palabras de Varden, luego se volvió para disponerse a salir de la habitación.
—¿No lo sabes? —murmuró el anciano mientras se encaminaba al vestíbulo. En aquel momento se oyó a través de la ventana abierta la voz de Durrock dando órdenes a los zhentileses—. ¡Vamos, todos! ¡Tenemos que salir de aquí!
Medianoche y Adon siguieron a Varden y a Gratus por dos tramos de desvencijadas escaleras hasta el sótano del edificio. Cuando llegaron al húmedo subterráneo, el anciano recuperó el plano de manos de Medianoche y volvió a estudiarlo.
—La entrada a los túneles debería de estar ahí —dijo Gratus, señalando una enorme librería vacía.
Los héroes apartaron la librería de roble unos metros y encontraron una fina plancha de madera que cubría una puertecita oscura.
Varden había estado dándole vueltas al comentario que Gratus había hecho antes de marcharse de la habitación superior.
—¿Qué es lo que no sé? —preguntó finalmente el ladrón mientras los héroes miraban dentro del túnel.
Gratus frunció el entrecejo, pero no se volvió a mirar al ladrón.
—Por regla general, los zhentileses les cortan las cabezas a sus víctimas para asegurarse de que no están fingiendo —explicó el anciano—. Cuando caíste, tuve que suponer que estabas muerto… o que no tardarías en estarlo.
Varden se puso lívido y Medianoche no pudo reprimir un estremecimiento. «Las realidades de la guerra», se recordó a sí misma. Se apartó del túnel cuando oyó un gran estruendo arriba. Adon, por su parte, escuchó a Durrock dar órdenes a sus hombres.
—Puedo estar equivocado, ¿comprendéis? —observó Gratus con calma, luego cogió una antorcha que estaba colgada en la parte interior de la puerta, sacó el pedernal y el eslabón y encendió la vieja antorcha de madera—. Pero si estoy en lo cierto, creo que podremos llegar a la guarnición sembia al anochecer.
Varden cogió la antorcha de manos de Gratus y se introdujo en el túnel. Medianoche y Adon se miraron un momento, y luego los siguieron en la oscuridad.
Después de sacudir la cabeza para apartarse el grueso y enmarañado pelo de los ojos, Kelemvor examinó la celda. Era una habitación desnuda y muy angosta, a decir verdad era un cuadrado menor de dos metros y medio de lado, con una pared a su espalda, con barrotes enfrente y a los lados. Más allá de los barrotes que el guerrero tenía delante había un pasillo pobremente iluminado, donde dos guardias estaban apostados ante la celda. El guerrero tenía las manos y los pies atados con cadenas que sólo le dejaban apartarse de la pared posterior unos sesenta centímetros.
Se oyeron unas fuertes pisadas en el pasillo, como si en el sótano del cuartel general de los zhentileses hubiese entrado una procesión que estuviera ahora acercándose por la estrecha galería. Kelemvor vio aparecer a un hombre pelirrojo con armadura color ébano y detenerse delante de la celda. El guerrero reconoció la florida armadura, era idéntica a la que llevaba el dios de la Lucha en las mazmorras del castillo de Kilgrave. Junto al hombre pelirrojo había una hermosa mujer rubia ataviada con elegante túnica negra y un fajín rojo brillante. La dama esbozó una sonrisa perversa.
—Kelemvor Lyonsbane —murmuró lord Bane—. Espero me recuerdes. —El dios sacó una espada finamente labrada de la vaina de su cintura.
—Tus perros te llaman «lord Bane» y, si ello es cierto, has cambiado mucho —contestó el guerrero con mucha calma—. No eres tan espantoso como lo eras cuando Mystra te derrotó en Cormyr.
La espada se agitó en la mano de lord Black.
—¡No me provoques ni me obligues a darte una muerte rápida! —dijo Bane, mascullando las palabras.
Kelemvor hizo una mueca. Comprendió que, aunque no se tratase de Bane, aquel imitador controlaba la situación. Tal vez sería preferible no provocarlo.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó con delicadeza el guerrero.
—He venido a proponerte algo. Ten cuidado a la hora de decidir, pues tu vida depende de tu respuesta —susurró Bane, a la vez que hacía sonar la espada en los barrotes de la celda del guerrero.
—No podía esperar otro tipo de propuesta por parte de quien está amenazando con una espada a un hombre encadenado y desarmado —dijo Kelemvor, sonriendo. El guerrero miró a Bane y vio bailar chispas color carmesí en sus ojos.
El hombre pelirrojo entreabrió los ojos.
—Tampoco intentes jugar conmigo. Lo sé todo sobre ti, Lyonsbane. Quizás has olvidado que yo estaba dentro de tu mente cuando tú y tus pobres amigos llegasteis al castillo de Kilgrave.
Kelemvor se acobardó. Quien estaba delante de él era realmente el dios de la Lucha. Nadie más que él podía saber que, para evitar que rescatase a lady Mystra, Bane había penetrado en su mente y había provocado unas ilusiones basadas en sus más fervientes deseos.
—Ah, veo que lo recuerdas —observó Bane—. ¿Y recuerdas la propuesta que te hizo tu difunto tío en el sueño que yo provoqué? —El guerrero levantó bruscamente la vista—. Puedes liberarte de la maldición de los Lyonsbane, Kelemvor, ser libre para ser un héroe si eso es lo que deseas, sin temor a la maldición.
El guerrero de los ojos verdes apartó la mirada de lord Black y agachó la cabeza.
—¿Qué quieres de mí? —repitió Kelemvor.
Bane suspiró.
—Vamos al grano, pues. Como habrás podido adivinar, quien me interesa de verdad no eres tú. Por mí, como si estuvieses colgado de un gancho como un ternero en canal.
La mujer rubia insinuó una leve risita. Kelemvor recordó el cuerpo que había encontrado en la torre Inclinada, obra de Cyric, y pensó que aquellos dos harían buena pareja.
—Abrid la celda —ordenó Bane, guardando la espada.
Cuando la puerta se abrió al cabo de unos segundos, Bane se colocó a un metro del guerrero. La hechicera rubia siguió al dios caído dentro de la celda.
Bane esbozó una sonrisa perversamente carismática y puso una mano sobre el brazo del guerrero.
—Es a la maga a quien quiero…, a Medianoche. Tú la conoces mejor que nadie en todos los Reinos —dijo el dios de la Lucha en un susurro—. Toda tu vida pasó delante de mi vista en el castillo de Kilgrave.
Kelemvor miró a la mutación a los ojos y asintió lentamente con la cabeza.
—Quiero que me proporciones una información, mercenario —declaró Bane, sin emoción alguna en la voz—. Quiero una relación de todas las veces que Medianoche ha utilizado el poder que le otorgó lady Mystra.
—¿Te refieres al medallón? —preguntó Kelemvor—. ¿El medallón azul en forma de estrella que Mystra le dio a Medianoche? —El guerrero hizo una pausa y suspiró aliviado—. Ha desaparecido. Fue destruido en la batalla del valle de las Sombras. Medianoche no tiene ningún otro presente de Mystra y, por consiguiente, puedes dejar de preocuparte por ella.
Bane recordó sus momentos finales en el templo de Lathander. A pesar de que él le había arrebatado el medallón a la maga de cabello negro como ala de cuervo, ella había podido todavía lanzar un hechizo de una fuerza muy superior a sus posibilidades. Quizá Mystra, que en aquellos momentos era únicamente una especie de elemento mágico, otorgó directamente el poder a Medianoche. O tal vez Medianoche contaba con un poder mayor de lo que sospechaba cualquiera de sus amigos.
—Quiero que me expliques con todo detalle cada vez que Medianoche utilizó la magia desde el día del Advenimiento —dijo Bane, cuya voz temblaba de rabia—. Y quiero saber cuál es su destino.
Kelemvor comprendió al instante que sus amigos habían logrado escapar. Los asesinos no la habían vuelto a capturar.
—No conozco sus planes —dijo el guerrero con voz áspera, luego le volvió la cara al dios de la Lucha—. Además, ¿por qué debería ayudarte?
La mano de lord Black salió disparada y la cabeza de Kelemvor se ladeó ante la fuerza del golpe.
—Si me mientes, las consecuencias serán lamentables. —Bane se apartó un poco del guerrero y volvió a sonreír—. Además, acabarás diciéndome la verdad… con los medios adecuados. Por consiguiente, no me hagas perder el tiempo, ni pierdas el tuyo, obligándome a desollarte vivo.
La rubia hechicera pasó junto a Bane y tocó la mejilla de Kelemvor, donde había recibido el golpe.
—Si te niegas a cooperar conmigo —advirtió el dios de la Lucha—, dejaré que Tarana se apodere de tu cuerpo, luego de tu mente y, finalmente, de tu vida. —Bane se cubrió la boca con las manos y ahogó un bostezo—. Ella es maga. Puede penetrar en tu mente, de la misma forma que yo lo he hecho en el pasado.
El guerrero apartó la cabeza de las caricias de Tarana.
—La magia es inestable —dijo Kelemvor, empezando a estar embargado por el miedo—. Un hechizo semejante puede matarnos a ambos.
—Esto es verdad —convino Tarana, y volvió a soltar una risita de connivencia—. Una escena bastante romántica, ¿no te parece?
Kelemvor miró los profundos ojos azules de la hechicera y tuvo la sensación de estar mirando dentro de un pozo sin fondo de locura. El guerrero comprendió que ella los mataría a ambos con gusto; se estremeció y se volvió a Bane.
—¿Qué recompensa me ofreces por mi ayuda? Ya sabes que la maldición no me permitiría ayudarte sin un pago por hacerlo.
El dios de la Lucha sonrió.
—Antes de fijar un precio, amigo mío, deberías saber que yo quiero de ti algo más que información. —Bane se pasó una mano por el brillante pelo rojo e hizo una pausa—. Imagino que Medianoche tiene previsto dirigirse a Tantras, con la esperanza de encontrar una de las Tablas del Destino que lord Myrkul y yo robamos de los cielos. —El dios de la Lucha le dio la espalda a Kelemvor—. Por supuesto, nunca la encontrará. El escondite es una obra maestra del engaño. No está en ningún lugar donde uno esperaría que estuviese.
—Deja de jugar, Bane. Si vas a matarme apenas te haya proporcionado la información, bien podrías decirme dónde has escondido la Tabla —dijo Kelemvor.
—¿Matarte? —preguntó Bane con voz risueña. Se volvió de nuevo al guerrero.
Kelemvor frunció profundamente el entrecejo.
—¿Acaso no es ésa mi recompensa? ¿Una muerte rápida?
Toda emoción volvió a desaparecer del rostro de lord Black.
—No quiero matarte, Lyonsbane. Quiero contratarte para que saques a Medianoche de su escondite y luego vayas a buscar la Tabla del Destino a Tantras.
Kelemvor estaba perplejo y ello quedó claramente reflejado en su rostro.
—¿Por qué yo? Debes de tener un ejército de seguidores leales que estarían encantados de hacer este trabajo para ti. —El guerrero se detuvo y miró a Bane—. De hecho, ¿por qué no vas tú mismo en busca de Medianoche y también a recoger la Tabla?
—Se ha refugiado con la guarnición sembia y se esconde allí. Para capturarla, tendría que llevar a cabo un asalto en toda regla contra la «Resistencia sembia». Mucha gente moriría y, en medio de la confusión, a ella le sería fácil escapar. —El dios de la Lucha frunció el entrecejo—. En cambio, tú podrías hacerla salir de su escondite y tenderle una trampa sin dificultad. En definitiva, serías un espía perfecto.
Kelemvor apartó la mirada del dios, pero Tarana lo cogió por la mandíbula y le obligó a volver a mirarlo. Sus manos eran tan frías como una tumba.
El dios de la Lucha se quedó un momento mirando al guerrero.
—Decidas lo que decidas, la vida de Medianoche es mía. Hagas lo que hagas, será mía. Al fin y al cabo, yo soy un dios. —El tono de Bane era terminante. Dio un paso en dirección a Kelemvor y añadió—: No lo olvides nunca.
—No —repuso Kelemvor con voz firme.
Las cadenas se le estaban clavando en la carne y el dolor le recordaba la gravedad de la situación. No cabía duda de que, si no cooperaba, Bane lo mataría y ello pondría fin a su sueño de vivir una vida normal, aunque fuese por pocos años.
Y Kelemvor sabía que el dios de la Lucha podía capturar —peor aún, que capturaría— a Medianoche, tanto si él ayudaba al dios caído, como si no lo hacía. Pero el guerrero amaba a la maga; por lo menos pensaba que así era y, por esta razón, poco había en el mundo por lo que él se vendiera.
—No te he dicho todavía lo que te ofrezco —dijo lord Black, como si estuviese leyendo su mente—. Antes de tomar una decisión, tienes que saber lo que estoy dispuesto a hacer por ti.
El guerrero miró los ojos enrojecidos del dios hecho carne. Bane avanzó otro paso y Kelemvor vio su propio reflejo en los ojos del dios.
—Te ofrezco un fin a tu sufrimiento —dijo Bane en un susurro—. ¡Si haces lo que te digo, te libraré de la maldición de los Lyonsbane!
Las palabras de Bane tuvieron el efecto de un golpe con un mazo ligeramente almohadillado. Por un momento, mientras la posibilidad de librarse de la maldición daba vueltas en su cabeza, el guerrero se quedó atolondrado. Al cabo de unos segundos, volvió a centrar su atención en lord Black.
—Mi familia ha tratado de poner fin a la maldición de nuestro linaje durante generaciones. ¿Cómo puedo saber que estás en condiciones de cumplir tu promesa? —preguntó el guerrero, con una voz baja y embargada por la emoción—. Puedo ver y tocar una bolsa de oro. Su peso da sosiego a la maldición. La promesa que me has hecho estimula mis sueños, pero es poco probable que haga mucho más. Cuando haya llevado a cabo tu sucio trabajo, renegarás de tu promesa.
Sonriendo, Bane se pasó una mano por el rostro.
—Olvidas que estás hablando con un dios —dijo Bane, luego la falsa sonrisa se fue desvaneciendo de sus labios—. Yo no ofrezco lo que no puedo conseguir. —El dios caído dio un momento la espalda al guerrero e hizo un esfuerzo por contener su ira. Cuando se volvió de nuevo, en su rostro aparecía otra vez la sonrisa—. Ya sabes cómo funcionan los tratos, Lyonsbane. No has tenido más remedio que pasarte la vida preguntándote si éste o aquél cumpliría su palabra. —El dios de la Lucha hizo una pausa para rodear la garganta de Kelemvor con la mano—. Por esto sé que puedo confiar en que cumplas tu parte de nuestro trato una vez te haya librado de la maldición.
A Kelemvor le dio un vuelco el corazón.
—Naturalmente —continuó Bane sin andarse con rodeos—. No puedo pretender que me sirvas si no estoy seguro de que te has librado de la maldición.
—Pero ¿cómo puedes tú eliminar la maldición cuando los esfuerzos de tantos otros han sido inútiles? —preguntó Kelemvor sin aliento.
—Sigues olvidando que… yo soy un dios —dijo Bane y luego, aunque ligeramente, apretó la garganta de Kelemvor—. No hay nada que yo no pueda llevar a cabo.
Un sonoro suspiro salió de los labios de Kelemvor.
—¿Dudas de la palabra del dios de la Lucha? —dijo Tarana con un jadeo.
Se apartó del guerrero y sacó un pequeño cuchillo de los pliegues de la túnica. Bane movió la cabeza y Tarana guardó el cuchillo.
—En el pasado, mi familia recurrió a los dioses —declaró Kelemvor, para luego tragar saliva con fuerza.
—Pero ni un solo miembro maldito de los Lyonsbane ha creído nunca en un dios con anterioridad —repuso Bane, luego retiró su mano de la garganta del guerrero de ojos verdes. El dios de la Lucha acarició suavemente el rostro del joven—. Ahí está la clave —añadió en un susurro—. La voluntad de un dios no otorga misericordia ni favores a quien no cree completamente. Tú puedes no ser un seguidor mío, por lo menos todavía no lo eres, pero sabes lo que soy. Tú crees que yo soy lord Black, el dios de la Lucha. Tienes fe en que yo soy todo lo que digo ser.
Kelemvor asintió lentamente con la cabeza.
—Esto es suficiente. Todo lo que hace falta es fe —dijo Bane en voz baja. Hizo una pausa y volvió a darle la espalda al guerrero—. ¿Qué decides, Kelemvor Lyonsbane? Una última misión y, a cambio, el cumplimiento de todos tus sueños. ¿O prefieres pudrirte aquí hasta que te mueras? A ti te toca decidir.
La rubia hechicera había vuelto a ponerse al lado de lord Bane y, juntos, esperaron pacientemente la respuesta de Kelemvor.