Después de abrirse camino a través de una maraña de gruesas ramas en la orilla norte del Ashaba, Cyric avanzaba entre la maleza, utilizándola para ocultar en lo posible su tembloroso cuerpo, cuando oyó el retumbar de los monstruos, en el cielo sobre el puente. Poco después vio cómo los asesinos se llevaban a Kelemvor, a Medianoche y a Adon.
El ladrón pensó que tenía mucha suerte de no estar con ellos. De hecho, tenía mucha suerte de estar con vida.
Después de que la flecha del hombre del valle le obligara a soltarse del árbol caído en el río, una fuerte resaca le arrastró bajo la superficie. El ladrón logró salvarse agarrándose con pies y manos a la escarpada y resbaladiza pared de la ribera del río. Al salir, finalmente, a la superficie, estaba al otro lado del puente.
Cyric permaneció escondido bajo un saliente de la orilla y desde allí observaba los acontecimientos que se desarrollaron en el puente. Vio surgir la esfera protectora de Medianoche y a Kelemvor convertirse en pantera feroz y atacar a los hombres del valle. Dos de ellos escaparon a la furia del animal, el guardia joven y rubio que habían conocido en el valle de las Sombras y un hombre calvo de piel enrojecida que iba sin camisa. Cyric no sabía adónde podían haber ido a parar los dos hombres.
El ladrón de nariz aguileña vio a Medianoche y a Adon salir a la superficie para, acto seguido, subir a gatas la ribera opuesta a la suya hasta el bosque que había al extremo sur del puente Pluma Negra. Cuando Cyric divisó a Medianoche que se dirigía a la orilla, suspiró aliviado, pero esta sensación no tardó en desvanecerse al ver que también Adon estaba con vida. El solo hecho de pensar en el sunita de voluntad débil enfurecía al ladrón. Es más, ni siquiera llegaba a comprender por qué Medianoche lo protegía.
Mientras trepaba por la ribera el ladrón llegó a la conclusión de que era aquel comportamiento absurdo, tanto por parte de Medianoche como de Adon, lo que le hacía pensar que se las arreglaría mejor sin ellos. En cuanto a Kelemvor, después de su incalificable comportamiento en aquella escaramuza con los asesinos. —«¡Se ha rendido!», despotricó Cyric para sus adentros—, el ladrón había añadido al guerrero a la lista de la gente demasiado sentimental para poder confiar en ella.
Sin embargo, Cyric sentía cierto remordimiento por no haber podido ayudar a Medianoche a escapar de los asesinos de Bane. El ladrón cayó de pronto en la cuenta de que ella se sentiría muy decepcionada, pero luego se enfadó consigo mismo por preocuparse de los sentimientos de la maga. Llegó finalmente a la conclusión de que, fuese donde fuese adonde la habían llevado, ella creería que él había muerto.
Quizá fuese mejor así. Se había creado un fuerte lazo de amistad entre el ladrón y la maga, por lo menos así era antes de iniciar el viaje por el Ashaba, y Cyric sabía que este tipo de vínculo podía fácilmente interferir en sus planes. Aun cuando no le importaba la suerte de Adon en su búsqueda de las Tablas del Destino, a Cyric no le gustaba nada la idea de perjudicar a Medianoche. Ella sabía cosas sobre él que nadie en el mundo sabría jamás. A pesar de ello, era consciente de que podía confiar en ella, de que no lo traicionaría. De darse la situación inversa, Cyric estaba seguro de que su amistad no resultaría ser tan inquebrantable como la de la maga.
El ladrón apartó algunas ramas con sumo cuidado para no hacer ruido y revelar su posición, y empezó a subir el terraplén. El bosque con el que se encontró Cyric debía de ser de una vegetación antinatural, un producto del caos físico y místico que aquejaba a los Reinos. Era lo único que se le ocurrió al ladrón para explicar la presencia de un bosquecillo en una zona que aparecía yerma en todos los mapas. A pesar de que no oyó ningún ruido fuera de la actividad normal de un bosque ni ninguna señal que presagiara la presencia de los dos supervivientes del valle, le inquietaba bastante ser descubierto, pues iba desarmado.
Llegó a lo alto del terraplén, y allí se encontró cara a cara con Yarbro, el guardia rubio. El joven iba sin armadura, sin duda por habérsela quitado para no ahogarse. No obstante, llevaba todavía la espada y su punta estaba ahora rozando la garganta del ladrón.
—Parece que por fin vamos a poder hacer justicia —dijo Yarbro entre dientes, y agarró al ladrón por el brazo y lo arrojó al suelo.
Cyric estaba a punto de saltar sobre Yarbro en un último esfuerzo por derribar al guardia, cuando oyó el crujido de una rama a su izquierda. El ladrón de nariz aguileña vio por el rabillo del ojo al hombre calvo de piel intensamente roja que había escapado del puente. Mikkel levantó el arco y preparó una flecha.
—¡Estáis cometiendo un error! —exclamó Cyric jadeando. El ladrón repasó mentalmente una larga lista de mentiras y verdades a medias susceptibles de ser creídas por los hombres del valle—. Yo soy tan víctima como vosotros —dijo con voz embargada por la emoción.
Yarbro movió un poco la espada, luego la dejó quieta y una mueca apareció en la comisura de sus labios.
—¿No me digas? —dijo casi en un gruñido—. ¿Y cómo es eso?
—¡Mátalo! —exclamó Mikkel—. ¡Mátalo enseguida para que podamos llegar cuanto antes al valle del Barranco y coger a los otros carniceros! —El pescador dio un paso en dirección a Cyric.
—No soy de la misma opinión —dijo Yarbro—. Espera. Primero quiero escuchar unas cuantas fantasías más de boca de este asesino.
—Lo que os he dicho no es ninguna fantasía —protestó Cyric—. La bruja ésa me hechizó. Me ha estado utilizando. No he sido dueño de mi voluntad… hasta este mismo momento. —El ladrón se puso de rodillas y levantó la vista hacia Yarbro—. Piensa un momento. Yo ayudé a salvar al valle de las Sombras de las tropas de Bane. Bajo mi mando hallaron la muerte más de doscientos soldados de Bane. Yo mismo disparé una flecha contra Fzoul Chembryl, el sumo sacerdote de Bane y cabecilla de su clero. Si yo era un espía de lord Black, ¿por qué habría debido atacarlo?
—Quizá querías el puesto de Fzoul —dijo Mikkel en tono burlón—. Tengo entendido que en Zhentil Keep el asesinato es el método preferido para hacer carrera.
Una rabia apenas contenida sacudió a Cyric.
—¡De no haber sido por mí, la torre Inclinada habría caído en manos de las fuerzas de Bane!
—Esto es agua pasada. —Yarbro fingió bostezar mientras bajaba la espada y volvía a rozar la garganta de Cyric—. Más recientemente, mataste a media docena de nuestros hombres cuando ayudaste a la maga y al clérigo a escapar de la torre. —El guardia hizo una pausa, esperando una respuesta por parte de Cyric—. ¿Acaso lo niegas?
—No —murmuró Cyric.
Mikkel hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y volvió a levantar el arco.
—Entonces, ¡debes morir! —aseguró Yarbro—. ¡Yo te sentencio, en nombre de Mourngrym, señor del valle de las Sombras!
Yarbro empezó a retroceder. El ladrón miró a Mikkel, que estaba a punto de lanzarle una flecha al corazón. Cyric supo que si no hacía algo inmediatamente sería hombre muerto.
—¡Fue la bruja! —exclamó el hombre de la nariz aguileña—. ¡Habéis sido testigos de lo que le ha hecho a Kelemvor! ¡Lo ha convertido en una pantera, en un animal salvaje!
Yarbro levantó la mano y Mikkel bajó el arco.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el joven guardia, para luego acercarse al ladrón—. Estabas en el agua. No has podido ver nada de lo que ha sucedido en el puente.
—Es cierto —concedió Cyric con voz firme y segura—. La hechicera de cabello negro como ala de cuervo no ha dejado de jactarse de lo que iba a hacer cuando el esquife llegase al puente. Traté de impedirles, tanto a ella como al clérigo, que os causaran daño alguno. Es así como zozobró la barca. —Cyric hizo una corta pausa y lanzó un profundo suspiro—. A pesar de todo, lanzó el hechizo y, en consecuencia murieron vuestros hombres.
Mikkel se acercó a Yarbro.
—¿Es posible que esté diciendo la verdad?
Una chispa de esperanza cobró vida en el corazón de Cyric, que lanzó un silencioso suspiro de alivio. Aquellos estúpidos habían mordido el anzuelo. Eran suyos.
—¡Sí! ¡Y tenéis que detenerla! —exclamó Cyric, y al decir esto, levantó una rodilla—. Medianoche me lanzó un hechizo antes de que la capturaseis en el templo de Lathander.
—Pero si tú no la viste desde que terminó la batalla hasta que dio comienzo el juicio —dijo Yarbro—. ¿Cómo pudo lanzarte un hechizo?
—Medianoche no necesita verme para lanzarme un hechizo —murmuró Cyric. El ladrón se llevó una mano al costado, donde estaba la herida que había recibido al norte de Cormyr—. Me hirieron antes de llegar al valle de las Sombras y la maga se apoderó del arma, manchada con mi sangre.
Aun cuando el ladrón no sabía muy bien cómo funcionaba la magia, conocía lo suficiente sobre la naturaleza humana y sobre las creencias populares como para inventarse un hechizo lo bastante amenazador que fuera capaz de asustar a los hombres del valle. Por eso, continuó:
—Chupó mi sangre del arma, lo que le permitió acceder posteriormente a mi alma, después de la batalla. ¡Me hechizó, me obligó a hacer cosas que yo jamás habría hecho por voluntad propia!
Yarbro miró al pescador calvo, luego de nuevo a Cyric. El ladrón agachó la cabeza.
—Debéis creerme…, yo quiero su sangre tanto como vosotros —prosiguió Cyric, sin levantar la vista—. Ella y el clérigo se reían de los gritos de los moribundos en la torre. Contaban cómo habían persuadido a Elminster para que se mantuviese alejado de la batalla y cómo lo habían matado en el templo de Lathander.
Yarbro, furioso, volvió el rostro. Cyric levantó los ojos hacia los hombres del valle y el ladrón decidió inclinar un poco más la balanza, para decidirlos definitivamente en su favor.
—El clérigo se vanagloriaba de haber llevado a los espías de Bane al templo de Tymora. Fue él quien empapó sus manos con la sangre de los sacerdotes muertos y pintó el símbolo de Bane en la pared. —Mikkel lanzó un grito sofocado, pero Cyric continuó, después de ponerse de pie y extender las manos hacia los hombres del valle—. ¡Ellos son los criminales y es a ellos a quienes debemos encontrar y dar muerte por sus crímenes! —Cyric hizo una pequeña pausa y luego bajó el tono de voz para seguir hablando a los hombres del valle—: Y si, después de haberlos encontrado, seguís pensando que debéis matarme, no haré movimiento alguno para impedíroslo. ¡Lo único que deseo antes de morir es oír los gritos de esos dos monstruos!
Yarbro y Mikkel dieron un paso atrás. El guardia bajó la espada. El pescador apartó el arco. Cyric sonrió. Acto seguido puso una mano en el hombro de cada uno de los hombres del valle.
—Ven con nosotros, pues —dijo Yarbro—. Encontraremos juntos a la maga, ¡y le haremos pagar por todo lo que ha hecho!
Cyric no daba crédito a su buena suerte. ¡Aquellos idiotas se habían creído su disparatada historia!
—Va camino del valle del Barranco —informó amablemente—. Los secuaces de Bane deben de haber recibido la orden de rescatarla. Deberíamos seguirlos hasta la ciudad.
Cyric y los hombres del valle caminaron por el bosque unos cien metros siguiendo el curso del río. Encontraron el esquife de pesca atravesado en un tronco. Era evidente que no volvería a estar en condiciones de navegar. Mikkel se quedó mirando la pequeña embarcación, recordando los maravillosos momentos que había compartido con Carella, su socio. Después de darle una patada a la barca para liberarla del tronco, el pescador observó cómo se hundía en el Ashaba.
—Vamos a tomar la carretera —dijo Yarbro con voz imperiosa, para luego darle la espalda al río y volver a introducirse en el bosque.
Cyric se apresuró a seguir al guardia y Mikkel no tardó en unirse a ellos.
Después de saltar del puente, apenas lograron llegar a la orilla, Yarbro y Mikkel se habían dirigido al campamento que los hombres del valle tenían instalado en el bosque al norte del puente Pluma Negra y allí cogieron tres de los caballos, uno para cada uno y el tercero como animal de carga, y espantaron a los otros caballos hacia la carretera, lejos del puente. Así que ahora los dos supervivientes de la cacería, junto con Cyric, encontraron a los espléndidos animales y cargaron en ellos las pocas provisiones que habían podido reunir.
Cuando estaban a punto de ponerse en marcha, Cyric se dio cuenta de que Yarbro y Mikkel estaban agotados. La falta de sueño que habían debido soportar durante la marcha desde la Roca Vertical y las aterradoras experiencias de las horas pasadas habían acabado con los últimos restos de energía de los hombres. Sin embargo, Cyric estaba todavía despejado y comprendió que los hombres necesitaban un poco de descanso más que ninguna otra cosa. Por consiguiente, el ladrón se propuso hacer todo lo posible para evitar que lo obtuviesen.
—Tenemos que cabalgar de firme y tratar de alcanzarlos antes de que lleguen al valle del Barranco —se apresuró a decir Cyric mientras saltaba sobre su caballo—. Si llegan a la ciudad antes que nosotros, podrán desaparecer entre la multitud o incluso coger una barca para dirigirse a Zhentil Keep, y entonces no los encontraremos nunca más.
Los otros hombres asintieron.
—Por el momento, tú irás delante —dijo Yarbro suspirando a la vez que montaba su caballo—. No cogerás un arma hasta que nosotros lo digamos…, y no olvides que tienes nuestro frío acero a tu espalda.
Cyric espoleó a su caballo.
—Por supuesto. Yo actuaría de la misma forma si estuviese en vuestro lugar. Lo único que os pido es que me deis la oportunidad de vengarme cuando llegue el momento.
—Sí —dijo Mikkel, ahogando un bostezo—. Te lo prometemos.
Cyric presintió que Yarbro no había creído tanto su historia como había él imaginado en un principio. Poco importaba. No lo habían matado. Cuando el grupo se detuviese a pasar la noche, los hombres del valle estarían en manos de Cyric. Una vez hubiese matado a los agotados y débiles hombres, cogería las provisiones y se dirigiría sólo al valle del Barranco.
Al cabo de una hora de marcha, el bosque dio paso a las áridas extensiones del valle de la Pluma ante Cyric y los dos hombres del valle. El ladrón miró atrás y casi esperó que el misterioso bosque se pusiera a temblar y desapareciese, o que los árboles se desprendiesen de sus raíces para seguirlos. Pero nada extraño sucedió.
Los jinetes dejaron la orilla del río para evitar una curva del Ashaba hacia el norte y poder así tomar el camino más directo al valle del Barranco. Después de cabalgar una hora a través de las llanas y áridas tierras del valle de la Pluma, Cyric distinguió en la distancia a un puñado de jinetes que cabalgaban en su dirección.
—¿Qué queréis hacer con esos jinetes? —preguntó el ladrón volviéndose ligeramente en la silla.
—No tenemos nada contra ellos, sean quienes sean —replicó Yarbro, con cierto asomo de nerviosismo en la voz.
Cyric tiró de las riendas de su caballo y éste se detuvo.
—Podemos tratar de evitarlos pero, si lo hacemos, podrían pensar que somos unos cobardes o unos criminales y perseguirnos.
El joven guardia frunció el entrecejo.
—¡Esperad un momento! Estoy tratando de pensar —dijo Yarbro con voz que denotaba su nerviosismo.
—No hay mucho tiempo, desde luego —prosiguió Cyric—. Si nos ponemos inmediatamente en marcha, tal vez tengamos una probabilidad de escapar de ellos.
—Hace un momento parecías estar a favor de enfrentarnos a ellos —dijo Mikkel, confundido. Luego detuvo su caballo junto al de Cyric.
El ladrón de nariz aguileña sonrió.
—Bien, ambas alternativas pueden ser peligrosas. Hay muchas cosas a tener en…
Yarbro movió enérgicamente la cabeza.
—¡Callaos! ¡No puedo concentrarme!
Mikkel frunció el entrecejo.
El ladrón sonrió. «Bien —pensó—. Un conflicto como éste hará que me resulte más fácil estar con vida algún tiempo más en compañía de estos patanes». Cyric se volvió a Yarbro.
—Sí —dijo en tono condescendiente—, ahí radica el problema en situaciones como ésta. Hace falta tener la mente clara, y un poco de intuición para juzgar al adversario de forma adecuada. Si me permites mi opinión…
—Ya la has dado —dijo Yarbro en un tono muy brusco—. ¡Y ahora cállate! ¡Me estás despistando!
—Ah, ¿sí? —dijo Cyric suave, casi sumisamente—. No era mi intención, te lo aseguro. —El ladrón volvió el rostro y obedeció.
Al rato, Yarbro desenvainó su espada y se la puso sobre el regazo.
—No haremos nada —dijo, y parecía contento de sí mismo—. Nos limitaremos a quedarnos aquí y ver lo que ellos hacen.
Los jinetes no tardaron en estar a unos cien metros. Se pudo entonces distinguir su ropa oscura y el escudo de armas, que Cyric identificó al instante.
—Zhentileses —afirmó—. Se trata probablemente de una patrulla errante. Dudo que estén en alguna misión especial. Todo lo que debe de importarles es seguir con vida.
A medida que los jinetes se iban acercando, los hombres del valle se pusieron tensos y nerviosos. Si se comportaban de forma adecuada, podrían evitar un conflicto con aquella banda superior en número. Sin embargo, sus expresiones asustadas y sus voces ligeramente temblorosas los delatarían fuese lo que fuese lo que le contasen a la patrulla zhentilesa.
El grupo de jinetes se detuvo a unos quince metros de Yarbro, Mikkel y Cyric. El jefe de la compañía, un hombre fornido de cabello negro, se adelantó unos pasos.
—Me llamo Tyzack, y estoy al mando de la Compañía de los Escorpiones. Éstos son mis hombres: Ren, Croxton, Eccles, Praxis y Slater.
Cada uno de los hombres vestidos de negro inclinó la cabeza ante la mención de su nombre y se notaba que llevaban días cabalgando, pues la piel bronceada y la ropa gastada y sucia los delataba. Después de un rápido examen de la compañía, Cyric advirtió que uno de los «hombres», Slater, era de hecho una mujer.
Tyzack cruzó los brazos y se hizo un incómodo silencio.
Cyric se inclinó hacia Yarbro.
—Se supone que debes contestar —susurró el ladrón—. Y yo no debería estar delante, pues así da la impresión de que soy yo quien está al mando.
Yarbro se puso delante de Cyric. El ladrón miró la empuñadura de la espada del guardia cuando éste pasó junto a él pero, por supuesto, no se atrevió a hacer movimiento alguno, pues el arma de Mikkel seguía estando a su espalda.
El guardia rubio se aclaró la garganta.
—Yo me llamo Yarbro…, soy un cazador de los valles y están conmigo Mikkel y Cyric. —La nerviosa pausa que siguió fue demasiado larga para pasar inadvertida por los zhentileses.
Tyzack recorrió con la mirada los campos áridos que rodeaban a los dos grupos y sonrió.
—Estáis un poco fuera de vuestro elemento. ¿Os habéis perdido? ¿No encontráis el camino para volver a casa? —Un suave murmullo de risas surgió de entre los zhentileses.
—Se están burlando de nosotros —dijo Mikkel entre dientes, en un susurro apenas audible.
—Es preferible eso a que nos ataquen —replicó Cyric al pescador.
El jefe de los zhentileses estuvo un momento observando a los hombres del valle, y luego miró a su compañía. Ren, un joven de cabello rubio como el oro, delgado y fuerte, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y Tyzack sonrió.
—¿Os dirigís al valle del Barranco?
—Así es —dijo Yarbro—. Y, si no os importa, tenemos un poco de prisa…
—No corras tanto, hombre de los valles —intervino Ren desde detrás de Tyzack—. Decidme, ¿qué es lo que vais cazando? Habéis hecho un largo camino en pos de vuestra presa.
Mikkel se puso delante de Cyric.
—Lo único que queremos es seguir nuestro camino —dijo, malhumorado, el pescador—. ¿Vais a dejarnos pasar?
Tyzack abrió los brazos con un ademán teatral.
—¿Acaso se ha planteado esta cuestión en algún momento? —El zhentilés indicó a su compañía que avanzase—. No había caído en la cuenta de que queríais nuestro permiso.
Cyric soltó una maldición en voz baja. Estaba claro que los zhentileses no tenían intención alguna de dejarlos pasar. El ladrón pensó que sería preferible que sacase provecho de aquella situación.
Yarbro se volvió a Mikkel y a Cyric.
—Adelante —dijo el guardia con una voz gutural.
Yarbro y Mikkel flanquearon al ladrón mientras avanzaban hacia los soldados zhentileses.
Cuando ambos grupos estuvieron cerca uno del otro, Eccles, un zhentilés de mirada salvaje y cabello pelirrojo, escupió en el suelo delante del caballo de Mikkel.
—Te escupiría a ti, hombre de los valles, pero eso sería malgastar agua —subrayó el guerrero cuando estuvo cerca del pescador de tez rojiza.
Mikkel se puso rígido en la silla.
—¡Perro zhentilés! —exclamó ásperamente.
—¿Qué ha sido eso? —gritó Tyzack, y enseguida levantó una mano.
La Compañía de los Escorpiones se detuvo.
—Ha llamado a tu hombre «perro zhentilés» —dijo Yarbro en tono tajante, y sacó la espada.
Los zhentileses se apresuraron a desenvainar a su vez sus armas.
Cyric meditó sobre su situación. Seguía teniendo a Yarbro y a Mikkel uno a cada lado. Los zhentileses estaban en formación de a dos; Tyzack y Eccles en cabeza, seguidos de Croxton y Praxis, luego Ren y Slater en la retaguardia. El ladrón comprendió que no había posibilidad de huir; y además no iba armado.
Eccles cogió una espada con la mano derecha y se pasó la izquierda, en cuya muñeca llevaba enrolladas las riendas, por su cabello. El guerrero temblaba de rabia.
—¿Y bien, Tyzack? —preguntó sin aliento el zhentilés de mirada salvaje.
El jefe de la Compañía de los Escorpiones miró con indiferencia a su banda por encima del hombro.
—Matadlos a los tres —dijo muy sosegadamente.
Con los dedos clavados en la crin de su caballo, Cyric empezó a prepararse.
—¡Sois hombres muertos! —gritó Eccles mientras espoleaba a su caballo—. ¡Hombres muertos!
Cyric saltó de su caballo antes de que llegase la primera embestida. Cayó al suelo cerca de Croxton, un hombre de barba roja, mandíbula recta y unas cejas gruesas y bien pobladas. Los labios del zhentilés se abrieron en una mueca cuando vio caer a Cyric, pero no le prestó atención y se abalanzó sobre Yarbro. Croxton pasó a toda velocidad junto al guardia y golpeó al joven en el rostro con el dorso de su mano enfundada en un guantelete de acero. Yarbro cayó del caballo hacia atrás y dio en tierra junto a Cyric. El ladrón vio bullir odio en sus ojos inyectados en sangre.
Slater, la única mujer en las filas del grupo de seis zhentileses, sacó el arco y lo levantó a la altura del rostro de Mikkel. Mientras Cyric la observaba apuntar al pescador, advirtió que no era mayor que Medianoche, si bien sus rasgos estaban más endurecidos por la lucha que los de cualquier hombre que él hubiera visto. Llevaba las cejas completamente afeitadas y el cabello castaño muy corto. Los labios, que podían haber sido carnosos y sensuales, estaban secos y agrietados. Mientras sonreía y se preparaba para matar al pescador, se mordía el labio inferior.
Eccles pasó junto a Mikkel con su caballo y le dio un corte en el brazo con su espada. Croxton y Praxis flanqueaban a Cyric y a Yarbro. Era evidente que la batalla había llegado a su fin.
—¡Esperad! —gritó Ren—. ¿Qué tiene de divertido matarlos, así, sin más? ¡Démosles una oportunidad para luchar… y luego los matamos! —El zhentilés rubio se volvió al jefe de la compañía—. ¿Estás de acuerdo, Tyzack?
—No tengo objeción alguna —dijo el soldado de cabello negro, con una sonrisa feroz bailándole en la boca—. ¿Qué propones?
Ren señaló a Mikkel con su espada.
—¡Baja del caballo, hombre del valle!
El pescador no se movió. Ren se inclinó hacia delante sobre su caballo y señaló a Slater, que seguía apuntando al hombre de piel roja con su arco. Ren sonrió, dejando al descubierto una hilera de dientes negros y careados.
—Si le digo que te hiera, pueden pasar días antes de que mueras. Te estoy ofreciendo una oportunidad de vivir.
Yarbro se enjugó la sangre de la boca.
—Desmonta, Mikkel. Veamos lo que tienen que decir.
Mientras el pescador desmontaba lentamente del caballo y se sentaba en el suelo, todas las miradas se concentraron en él.
Cyric aprovechó la ventaja de aquella distracción para arrastrarse muy despacio hacia atrás, apartándose de los hombres del valle. Fue entonces cuando un silbido estridente llamó su atención, levantó la vista y vio que Slater apuntaba una flecha a su corazón. Ella hizo un gesto en dirección a Yarbro y Cyric volvió a colocarse junto al guardia.
—¡Vaya, ese cobarde sería capaz de abandonar a sus amigos! —dijo Ren gruñendo después de haberse vuelto hacia Cyric—. Supongo que tu piel es lo que más aprecias en este mundo.
—Naturalmente —dijo Cyric entre dientes.
—¡Por el corazón negro de Bane! —exclamó otro de los zhentileses—. ¡Un hombre de los valles que dice la verdad! —Quien hablaba era Praxis, un hombre de pelo rojizo y ojos grises que dominaba a Cyric y a Yarbro desde la altura de su caballo—. Quizá podamos todavía sacar un poco de diversión de todo esto.
—¡Esto no es un juego! —exclamó Eccles, y se pasó nerviosamente una mano por el pelo—. Con los hombres de los valles sólo es un juego en la arena. —El soldado zhentilés de mirada salvaje se volvió a Cyric y añadió—: ¿Sabes lo que les hacemos a los «honestos» hombres de los valles como tú en la arena?
A Cyric, después de fijarse en los ojos de Eccles y advertir la sombra de locura que había detrás de ellos, se le ocurrió una forma de salir con bien de la situación.
—Sé mucho sobre Zhentil Keep —dijo el ladrón, con los ojos entornados—. Nací allí.
—¿Cómo? —gritaron al unísono los hombres del valle y Tyzack.
Cyric esbozó una media sonrisa e hizo un lento gesto de asentimiento con la cabeza.
—Soy agente de la Red Negra. Estos hombres de los valles me han hecho prisionero y estarían más que felices de verme morir a vuestras manos.
—¡Pruébalo! —pidió Ren—. Dinos algo que sólo un agente zhentilés pueda saber.
—Lo que yo pueda deciros depende de vuestro nivel de conocimiento de los asuntos secretos de estado —dijo Cyric con voz suave—, no del tono de vuestra voz ni de la cantidad de amenazas que me profiráis.
Mikkel empezó a echar pestes en voz baja y a mover la cabeza. Yarbro no se mostró tan tranquilo ante tal «revelación». El guardia rubio se puso en cuclillas y gritó:
—¡Cerdo mentiroso! —Y antes de que nadie pudiese reaccionar, el joven guardia se abalanzó sobre Cyric gritando—: ¡Siempre has sido un espía!
Cuando el hombre del valle trató de rodear el cuello de Cyric con sus manos, Croxton agarró a Yarbro por el pelo y lo levantó del suelo.
—¡Basta ya! —gritó el soldado de barba roja. Luego dejó caer a Yarbro al suelo.
Cyric contuvo una sonrisa. Habría podido detener el ataque de Yarbro de muchas maneras, pero prefirió esperar con la confianza de que los zhentileses acudiesen en su ayuda. Aunque detestaba la idea de aliarse con unos canallas de Zhentil Keep, Cyric sabía que ello era preferible, con mucho, a acabar degollado en medio del valle de la Pluma.
Tyzack desmontó de su caballo y se acercó despacio a Yarbro.
—¿Era vuestro prisionero? —preguntó el zhentilés de cabello negro, con voz firme y amenazadora.
—¿Por qué sino me han desarmado? —dijo Cyric, desde la izquierda de Tyzack. El ladrón se frotó el cuello, en un intento de poner de manifiesto que el ataque del hombre del valle había sido más grave de lo que en realidad había sido.
—¡Cállate! —dijo Tyzack volviéndose hacia Cyric—. Nadie te está hablando…, y en cualquier caso, todavía no. —Se volvió de nuevo a Yarbro—. Habla, hombre de los valles, ¿es cierto?
Yarbro agachó la cabeza.
—¡Debí matarlo en cuanto lo vi! —dijo el guardia entre dientes.
El ladrón sonrió.
—Sí —dijo—, tal vez tengas razón.
Yarbro volvió a abalanzarse sobre Cyric, pero tanto Croxton como Praxis interpusieron sus espadas entre el hombre del valle y el ladrón.
—Dime por qué lo habéis hecho prisionero —insistió Tyzack bruscamente, y cogió a Yarbro por la camisa y le hizo dar media vuelta.
Yarbro se desasió de Tyzack y se volvió a mirar al ladrón con una furia que empequeñecía sus ojos.
—Este canalla asesinó a seis guardias reales en la torre Inclinada del valle de las Sombras —lanzó el joven guardia—. Luego ayudó a dos condenados a muerte, la maga y el clérigo que habían matado a Elminster el Sabio, a escapar de la ejecución.
Cyric tuvo ganas de gritar de júbilo. Cada palabra de aquel guardia idiota era un punto positivo para él a los ojos de los zhentileses.
Un murmullo surgió de las filas zhentilesas.
—De modo que sois del valle de las Sombras —dijo Croxton entre dientes—. Habríais debido decírnoslo de entrada. Os habríamos matado sin pensarlo dos veces y no habríamos perdido el tiempo con vosotros.
Tyzack frunció el entrecejo y levantó una mano para exigir silencio a sus hombres.
—Había oído decir que Elminster había muerto. Pero…, ¿dónde están los otros criminales?
—Sí —intervino Slater—. ¡Nos gustaría felicitarlos!
Los músculos del rostro de Yarbro se tensaron y él fulminó a la mujer del arco con la mirada.
—Se han escapado —murmuró después de una corta pausa—. Los asesinos de Bane, cabalgando sobre monstruos, los han rescatado.
—No le digas nada mas —dijo Mikkel. Sacudió su cabeza calva y el pendiente golpeó su mejilla.
—Entonces ¿eres un espía de lord Bane? —preguntó Tyzack volviéndose hacia Cyric.
—Sí —contestó el hombre de nariz aguileña de modo terminante—. Yo era ladrón…
—Quien ha sido ladrón, siempre será ladrón —recalcó Slater con voz gruesa y áspera.
Luego se rió de su propio chiste, si bien nadie más parecía especialmente regocijado, sobre todo Cyric. Él, que había estado huyendo de su pasado durante años y pensaba haberse liberado finalmente de él, ahora no tenía otra alternativa para salvarse que aceptar aquello de lo que había renegado largo tiempo.
Cyric frunció el entrecejo y prosiguió:
—Estuve de aprendiz con Marek, un importante miembro de la Cofradía de Ladrones de Zhentil Keep. Me formó como espía. —El ladrón miró a su alrededor y vio que todos los zhentileses lo estaban escuchando con suma atención, prestos a cogerlo en un desliz.
Tyzack levantó una de sus negras y pobladas cejas.
—¿Marek, dices? He oído hablar de él. Un hombre mayor, ¿verdad?
—En efecto —contestó Cyric.
—¿Qué información nos estás ocultando, ladrón? —preguntó Eccles, que se agitaba nervioso en su silla—. ¿Qué te dijo?
Cyric se echó a reír.
—Será difícil que revele nunca información importante a alguien como tú.
El zhentilés de mirada salvaje lanzó un gruñido y Tyzack se acercó a Cyric. El ladrón calculó para sus adentros cuánto tardaría en arrebatarle el arma a Tyzack pero, mientras miraba la espada del zhentilés de cabello negro, un destello de sol salió reflejado del arco de Slater. Cyric comprendió que no tenía tiempo y se relajó ligeramente.
—Lo más sensato que puedes hacer es hablar —dijo Tyzack sin alzar el tono de voz—. Sobre todo si tienes en alguna estima tu propia vida.
—No —repuso Cyric fríamente. Y se volvió hacia los otros soldados zhentileses—. Sólo hablaré a lord Bane. Fue lord Black en persona quien me dio las órdenes y sólo a él revelaré lo que he descubierto.
Los zhentileses se pusieron a cuchichear entre sí o a agitarse silenciosamente ante la declaración de Cyric. Éste pensó que, si bien se había jugado el todo por el todo, lo había hecho en el momento oportuno. Ahora los zhentileses tenían miedo de matarlo.
Tyzack guardó su espada y volvió junto a Cyric.
—De acuerdo —dijo el hombre de cabello negro—, lord Black nos espera en la ciudad de Valle del Barranco, dentro del cuerpo de Fzoul Chembryl. —Hizo una pausa y paseó la mirada por la Compañía de los Escorpiones—. Allí tendrás la oportunidad de verlo, Cyric.
El ladrón se sintió a la vez aliviado y horrorizado. No solamente lo iban a llevar ante el dios de la Lucha, que sin duda alguna lo mataría, sino que, además, la mutación del dios era un hombre a quien Cyric había herido gravemente en la batalla del valle de las Sombras. Al hombre de la nariz aguileña se le secó la boca cuando recordó la flecha que había disparado al pecho de Fzoul en el puente Ashaba.
Tyzack se apartó de Cyric y de los hombres del valle. El jefe de la compañía zhentilesa se dirigió a su segundo en el mando.
—¿Tienes alguna sugerencia, Croxton? Me refiero con respecto a nuestros invitados.
—Que luchen uno con otro a muerte —propuso el guerrero de barba roja—. Dejaremos marchar al que quede con vida, pero antes habrá tenido que matar a su amigo.
—¡Espléndido! —exclamó Tyzack, y volvió a su caballo. Después de coger una bolsa de la silla, sacó de ella una manzana. El zhentilés le dio un mordisco, clavando los dientes hasta el corazón. Se tragó el trozo y dijo—: Vamos a incluir también a nuestro nuevo amigo en el juego. Al fin y al cabo, un zhentilés bien adiestrado no debería tener problemas para acabar con dos pobres perros del valle de las Sombras como éstos. ¿Tú qué dices, Cyric?
El ladrón, después de mirar a Yarbro y a Mikkel, asintió. Pensó que si ellos tenían que morir para que él siguiese con vida, aunque sólo fuese por poco tiempo, le parecía bien.
—Dadme un arma y despacharemos este asunto cuanto antes —dijo entre dientes—. Pero no olvidéis que lord Bane se enterará de esto.
—Mmmm —dijo Tyzack frotándose la barbilla—. No quisiera que te hirieran, pero…
Eccles empezó a refunfuñar y a gritar.
—¡Si muere, querrá decir que nos ha estado mintiendo! ¡Si es realmente un leal espía zhentilés, lord Black lo protegerá!
Los otros zhentileses hicieron gestos de asentimiento.
—Decidido, pues —murmuró Tyzack. El hombre de cabello negro se acercó a Cyric y le susurró—: Creo que no te queda más remedio que jugar, amigo, y yo te recomendaría que llevases el juego hasta el final. —Se detuvo para añadir unos instantes después—: No dejaré que te hieran. Recuerda esto en tu informe.
Cyric miró al jefe de la Compañía y asintió.
—Apartad los caballos y dejadnos sitio.
Una vez apartados todos los caballos, la Compañía de los Escorpiones formó un círculo alrededor de los combatientes. Mikkel empezó a retroceder, alejándose de Yarbro y de Cyric.
—¡No podemos hacerlo! —dijo el pescador calvo, con una voz que temblaba de miedo—. ¡Por favor, Yarbro! Aunque logremos matar al espía, querrán que nos enfrentemos el uno contra el otro. Luego matarán al superviviente. ¡Tenemos que pelear con ellos, no el uno con el otro!
Slater, todavía con el arco en la mano, se echó a reír.
—Eso, venid a luchar con nosotros.
El rostro de Yarbro carecía de expresión.
—Aunque es probable que me matéis por ello, no levantaré una mano contra mi camarada —dijo el guardia, para luego volverse a Cyric—. Pero antes de precipitarme al reino de Myrkul, me gustaría ver a éste muerto.
Yarbro avanzó hacia Cyric y trató de agarrarlo. Como una sombra negra y delgada, el ladrón se escurrió de su camino y se puso al otro lado del guardia. Yarbro soltó un juramento y siguió los movimientos de Cyric. Volvió a abalanzarse sobre el ladrón, pero éste lo esquivó de nuevo.
—¡Mirad cómo bailan! —exclamó Croxton. El guerrero de la barba roja se agachó y cogió el arco de Mikkel. Después de esbozar una cruel sonrisa, arrojó el arco al centro del círculo—. ¡Así se animará un poco esta fiesta!
Mikkel, que era quien estaba más cerca del arco, se apresuró a apoderarse de él. Cuando Cyric volvió a esquivar a Yarbro, el pescador trató de golpear al ladrón en la cabeza con el arco. Cyric esquivó el ataque del pescador y arremetió contra Mikkel con la mano abierta.
Se oyó un agudo crujido cuando el arco se partió en dos allí donde había golpeado Cyric. Mikkel se quedó pasmado mirando el arma un momento, hasta que el ladrón le arrebató el arco de la mano y le clavó la madera dentada en la parte inferior de la mandíbula. El pescador puso los ojos en blanco y se le empezaron a doblar las rodillas. Cuando Mikkel se desplomó, Cyric cogió el arco, rodó por el suelo hacia la izquierda y se puso en cuclillas de un salto, listo para enfrentarse a Yarbro. El guardia, furioso, gritó algo incoherente.
—¡Venga, hombre de los valles! —le instó Cyric, blandiendo el arco roto y ensangrentado—. Podría meterte este palo en la garganta antes de que te dieses cuenta. Ríndete y no seré tan duro contigo.
—¡Lo has matado! —exclamó Yarbro en tono quejumbroso.
—¿No se trataba de eso? —dijo Cyric—. Y espero que tú ya no quieras luchar.
Yarbro volvió a avanzar hacia el ladrón.
—¡Si todavía aguantas y luchas como un hombre, te enseñaré lo que es luchar!
De entre los zhentileses surgieron unas risas maliciosas.
—Sí, Cyric —dijo Slater—, aguanta para que el hombre de los valles tenga la oportunidad de dejarte sin cabeza.
El jefe de la Compañía de los Escorpiones estaba a la derecha de Cyric con los brazos cruzados.
—¡Sí, ladrón, déjanos degustar la sangre! —gritó Tyzack—. ¡Hiérelo antes de matarlo!
El ladrón esbozó una sonrisa forzada.
—¡Eso sería demasiado fácil! —repuso Cyric, pero pensó que sería preferible que diese fin a aquel enfrentamiento cuanto antes, antes de que los zhentileses se aburriesen y arrojasen a Yarbro una espada u otra arma.
Yarbro, que tenía una subida de adrenalina en las venas y el sudor le corría por su rostro, lanzó un salvaje puñetazo al ladrón.
—¡Te mataré! —gritó.
El ladrón esquivó fácilmente el torpe golpe lateral y le dio una patada a Yarbro en el estómago.
—Esto se está poniendo aburrido, ¿no te parece? —dijo Cyric, mientras hacía círculos alrededor del guardia para luego golpearlo en el cogote con el arco. El ladrón sonrió a Yarbro, que estaba doblado en dos a causa del dolor, y dejó caer el arco—. Te daré cincuenta metros de ventaja antes de echar a correr tras de ti.
Yarbro levantó la vista hacia el hombre de la nariz aguileña, con mirada incrédula.
—¡Que sean cien, Cyric! —gritó Ren.
Cyric se inclinó ligeramente ante el soldado rubio.
—Cien, de acuerdo —dijo el ladrón haciendo un amplio ademán con el brazo—. Adelante, corre hacia el río. Quizá no logre alcanzarte antes de que hayas llegado al agua y podrás escapar y prevenir a todos los Reinos contra mí.
El sudor inundaba los ojos de Yarbro. Donde el ladrón lo había golpeado con el arco se estaba formando un chichón y, a cada movimiento que hacía, el dolor estallaba detrás de sus ojos.
—¡Maldito seas! —dijo Yarbro entre dientes—. ¡Si pudiese, os mataría a ti y a todos los de Zhentil Keep!
De entre los zhentileses salió un rumor y Cyric apretó los dientes. Yarbro estaba acabando con la poca paciencia que ya tenían los miembros de la compañía. Si Cyric no era capaz de demostrar a los soldados que él era uno de ellos, un agente zhentilés brutal y ávido de sangre, era probable que no lo dejasen llegar con vida a la capital. De ello estaba seguro.
—Doscientos metros —dijo Cyric para zanjar la cuestión—. Es mi última oferta. —Como el guardia seguía sin moverse, el ladrón entornó los ojos y se puso a gritar—: ¡Corre, maldito seas! ¡Es tu última oportunidad! No empezaré a correr tras de ti hasta que estés a doscientos metros.
Yarbro se quedó sin aire en los pulmones.
—Pero ellos sí lo harán —dijo el guardia con una voz que era un murmullo, a la vez que señalaba a los zhentileses con la cabeza.
—¡Escorpiones! —exclamó Cyric—. ¿Respetaréis mi promesa? Doscientos metros antes de que yo corra tras él a pie. Y vosotros permaneceréis donde estáis.
—¡De acuerdo! —convino Tyzack. El resto de la compañía asintió con la cabeza o gruñó su consentimiento.
Cyric esbozó una sonrisa perversa.
—Corre. Es tu única alternativa. ¡Echa a correr!
Antes de volverse para empezar la carrera, una última mueca de odio apareció en los rasgos del guardia rubio. Cuando Cyric se encaminó al borde del círculo, los zhentileses se apartaron para dejar pasar a Yarbro. Éste no había corrido más de veinte pasos cuando el ladrón se apoderó de una daga de la bota de Praxis y la lanzó. Cuando la hoja atravesó su espalda en la base de la columna vertebral, un dolor ciego recorrió el cuerpo de Yarbro. Luego el guardia se desplomó al suelo.
Cyric se volvió hacia los atónitos zhentileses.
—Vamos. Todavía no está muerto.
Mientras el ladrón se dirigía al lugar donde estaba Yarbro, era consciente de que los siguientes momentos eran vitales. Al dar la espalda a la Compañía de los Escorpiones, se había puesto en una situación vulnerable a su ataque. A cada paso que daba los oía detrás de sí, unos caminando, otros a caballo. La confianza de Cyric fue en aumento. Cada momento que pasaba y la flecha de Slater no se clavaba en su espalda era una victoria.
El ladrón se agachó junto al convulso cuerpo del guardia.
—Me habías prometido… —se lamentó Yarbro, con los dientes apretados para contener el dolor—. ¡Me lo habías prometido!
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Cyric.
—Yo no he echado a correr, Yarbro. No he dado un solo paso. Ha sido la daga la que ha hecho el trabajo. —El hombre del valle se puso a gemir y Cyric sintió un torbellino de ira apoderarse de su alma.
Los zhentileses se reunieron alrededor del ladrón y de su víctima. Cyric se incorporó y empezó a alejarse.
—¡Espera un momento! —exclamó Eccles—. Todavía no has acabado con él.
Cyric se quedó inmóvil un momento y cerró los ojos.
—Está acabado —dijo en un siseo—. Dejadlo morir.
—¡Puede escaparse! —añadió Croxton a voz en grito, con los puños apretados—. ¡Si lo dejas así no eres un agente zhentilés! No eres…
«No me están poniendo las cosas fáciles —maldijo el ladrón para sus adentros— pero haré lo que debo hacer». Cyric se dio media vuelta, sin expresión en el rostro.
—Dadme otra daga —murmuró, y se encaminó hacia donde se hallaba Yarbro.
Ante la mirada de los zhentileses, Cyric se acercó despacio al moribundo y se arrodilló junto a él. Cuando el ladrón vio los ojos de Yarbro, sintió que algo moría en su interior, una especie de chispita salió de su alma.
—Tú me habrías hecho lo mismo —susurró.
Puso a Yarbro boca abajo y le cortó de un tajo los tendones de la parte posterior de los tobillos.
Mientras el hombre del valle no dejaba de gemir de dolor, Cyric se puso en pie, arrojó la daga junto a Yarbro y se alejó.
—Ahora no irá a ninguna parte —dijo el ladrón cuando estuvo ante los ahora silenciosos zhentileses.
Mientras la Compañía de los Escorpiones se preparaba para ponerse en camino en dirección al valle del Barranco, Slater se acercó al cuerpo del pescador muerto y se agachó junto a él. Después de lanzar una carcajada gutural, le arrancó el pendiente en forma de prisma. Mientras la mujer saqueaba el cadáver de Mikkel y el resto de la compañía llevaba a cabo los preparativos, Yarbro siguió gritando, pero nadie pareció advertirlo.
Cyric montó sobre uno de los caballos de los hombres del valle y se puso a la altura de Tyzack. No se podía leer expresión alguna en el rostro del ladrón. El jefe de la patrulla zhentilesa dejó finalmente que una sonrisa iluminase su rostro.
—Estoy seguro de que lord Bane estará encantado de verte cuando lleguemos a la ciudad Valle del Barranco —dijo el hombre de cabello negro, y tendió la mano a Cyric.
El ladrón vaciló un momento, luego estrechó la mano de Tyzack.
—Bienvenido a la Compañía de los Escorpiones —añadió Eccles riéndose cuando pasó junto a Cyric y a Tyzack.
Y, mientras los zhentileses iniciaban la larga y dura marcha a la ciudad, la risa del hombre de mirada salvaje ahogó los gritos del guardia moribundo.